LA PARED DE ORO
Carnarvon y Carter decidieron cubrir la tumba que acababan de explorar. Pero tal determinación tenía un significado muy distinto al de antes, cuando tras una excavación rápida se volvía a enterrar una tumba recién descubierta.
Estos hallazgos relativos a la tumba de Tutankamón —aún no se sabía con seguridad a quién pertenecía aquella tumba— fueron estudiados desde el primer momento con tanta reflexión, que puede servir de ejemplo, aun teniendo en cuenta que, de tratarse de un hallazgo menos sensacional, seguramente no se hubiera podido contar con una colaboración tan eficaz como la que ahora se les prestaba.
Carter, inmediatamente, se dio cuenta de lo siguiente: En ningún caso se debía empezar a cavar inmediatamente. En primer lugar, era indispensable fijar con exactitud la posición original de todos los objetos, para así poder determinar datos sobre la época y otros puntos de referencia análogos; después, había que tener en cuenta que muchos objetos de uso o suntuosos tenían que ser tratados para su conservación, inmediatamente después de tocarlos, o antes incluso. Para ello era necesario que, dada la cantidad de objetos hallados, se dispusiera de un gran depósito, de medios de preparación y material de embalaje. Se debía consultar con los expertos sobre cuál era el mejor modo de tratarlos y crearse un laboratorio para lograr la posibilidad de un análisis inmediato de materias importantes que, probablemente, se descompondrían al menor contacto. Sólo para catalogar tal hallazgo ya se requería un gran trabajo previo de organización, y todo ello exigía medidas que no podían tomarse desde el lugar mismo del descubrimiento. Era preciso que Carnarvon marchara a Inglaterra y que Carter, por lo menos, se trasladara a El Cairo. ¿Y quién, después de haber leído el capítulo sobre los ladrones de la Historia egipcia, dudaría aún de que incluso en nuestros días tal capítulo de robos no ha terminado?
Así es, en efecto, y ello nos lo demuestra la decisión de Carter de cubrir de nuevo la tumba el 3 de diciembre, única manera de protegerla contra la irrupción de los modernos sucesores de los Abd-el-Rasul, aunque Callender se quedara en el lugar como guardián. Y, apenas llegado a El Cairo, Carter encargó una pesada verja de hierro para la puerta interior.
Una prueba de que en esta excavación egipcia, la más grandiosa, se trabajaba con seriedad y exactitud, la constituye el hecho de que, desde el primer momento, se colaboró en tal obra desde todas las partes del mundo, y a menudo de la manera más altruista. Carter dio más tarde las gracias por esta ayuda tan amplia que se les prestó. Rindiendo justicia a todos, empieza haciendo pública una carta que el jefe indígena de sus obreros le envió durante su ausencia. La reproducimos, también, para que no se nos tache de parcialidad al loar solamente la ayuda intelectual:
«Karnak, Luxor.
5 de agosto de 1923.
Mr. Howard Carter, Esq.
Muy respetable señor:
Escribo esta carta con la esperanza de que usted goce de buena salud y ruego al Todopoderoso que le proteja y que nos lo devuelva con seguridad.
Ruego a Su Excelencia tome nota de que el depósito núm. 15 está en orden, el tesoro está en orden, el depósito septentrional está en orden. Wadain y la casa están en orden y en todos los trabajos se siguen sus respetables indicaciones.
Rais Hussein, Gad Hassan, Hassan Awad, Abdelad Ahmed y todos los gaffirs de la casa le mandan sus mejores saludos.
Mis mejores saludos a Su Excelencia y a todos los miembros de la familia del Lord y a todos sus amigos de Inglaterra.
Anhelando una contestación rápida,
su seguro servidor,
Rais Ahmed Gurgar».
Pidió algunos informes a una expedición acampada en Tebas; a ello, Lythgoe, encargado de la sección egipcia del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, le envió su fotógrafo Harry Burton para que estuviera a su entera disposición. Y Lythgoe, que así se privaba de sus propios medios auxiliares más valiosos, le telegrafiaba: «Muy contento de ayudarle de cualquier modo. Ruego disponga de Burton y de cada uno de mis colaboradores». También los dibujantes Hall y Hauser y el director de las excavaciones en las pirámides de Lischt, A. C. Mace, se trasladaron al puesto de Carter. Desde El Cairo, el director de la sección egipcia de Química, Lucas, se puso a la disposición de Carter durante su permiso de tres meses. El Dr. Alan Gardiner se preocupó de las inscripciones y el profesor James H. Breated, de la Universidad de Chicago, acudió para poner a la disposición de Carter sus conocimientos en cuanto a la significación histórica de las improntas de sellos.
Más tarde —el 11 de noviembre de 1925—, el Dr. Saleh Bey Hamdi y el profesor de Anatomía de la Universidad egipcia Douglas E. Derry, empezaron a examinar la momia: A. Lucas escribió un trabajo bastante extenso titulado «La Química en la tumba», sobre los metales, aceites, grasas y productos textiles; P. E. Newberry examinó las coronas de flores de la tumba y determinó la especie de las mismas, que eran de casi 3.300 años antes, y logró fijar la estación del año en que tuvo efecto el entierro de Tutankamón por las flores y los frutos, porque conocía la época de florescencia del azulejo y de la picris pequeña, la madurez de la mandrágora —la «manzana favorita» de la vieja canción— y del solano negro. Y así pudo concluir: «Tutankamón fue enterrado entre marzo y fines de abril». Las materias especiales fueron examinadas por Alexander Scott y H. J. Plenderleith.
Esta colaboración de especialistas de primera categoría, incluso en materias que nada tenían que ver con la arqueología propiamente dicha, dio una sólida garantía de que todo el botín científico que se arrancase de aquella tumba sería el mayor descubrimiento hasta la fecha. El trabajo podía iniciarse. El 16 de diciembre volvióse a abrir la tumba; el 18, el fotógrafo Burton hizo las primeras fotografías en la antecámara y el 27 se sacó el primer objeto.
Todo trabajo ejecutado a fondo requiere su tiempo. Y el realizado en la tumba de Tutankamón duró varios inviernos. No es este el lugar de describirlo con todas sus minucias. Sigamos el maravilloso relato de Howard Carter, pero sólo en sus puntos esenciales, por ser imposible describir detalladamente todos los hallazgos. Sólo queremos mencionar aquí algunos de los más bellos ejemplares. Por ejemplo, el arca de madera, una de las piezas artísticamente más valiosas del arte egipcio, que estaba cubierta de una capa delgada de yeso y por todos sus costados estaba decorada. En tales pinturas se unía la sensación de fuerza del colorido con una finura extraordinaria en el dibujo. Las escenas de caza y de batallas aparecen dibujadas con tal precisión en el detalle, limpiamente compuesto, que incluso «superan a las miniaturas persas». Este arca estaba llena de objetos de diverso uso. La ordenación fue llevada a cabo con mucho cuidado por parte de estos hombres de ciencia, como nos lo demuestra el hecho de que Carter necesitara tres semanas de labor pesadísima, por lo minuciosa, para llegar al fondo del arca.
Igual importancia tenían los tres grandes féretros cuya función se conocía por las pinturas sepulcrales, aunque no se habían encontrado aún. Eran muebles raros, con una parte algo más elevada para los pies —no la cabeza—. El primero de ellos parecía adornado con cabezas de león; el segundo, con cabezas de vaca, y el tercero con una cabeza de raro animal mitad rinoceronte mitad cocodrilo. Todos los féretros estaban colmados de objetos preciosos, de armas y vestidos, y también había un sitial con respaldo, tan adornado, que Carter, «sin vacilar», pretende que representa lo más hermoso que hasta entonces se ha encontrado en Egipto.
Y, por último, debemos citar los cuatro grandes carros, tan grandes, que sin desmontarlos no se hubieran podido sacar del sepulcro. Por lo cual los habían serrado. Además, los ladrones habían mezclado todas las partes. Los cuatro carros, de arriba abajo, estaban recubiertos de oro; cada pulgada estaba adornada con ornamentos variados, incrustaciones de cristal de colores y piedras y metales preciosos.
Tan sólo en la antecámara había depositadas de seiscientas a setecientas piezas. Luego veremos la resistencia que hallaría para llevar a cabo los trabajos que era preciso efectuar tanto en el interior, donde un insignificante mal paso podía destruir objetos de un valor insustituible, como en el exterior.
El 13 de mayo, a una temperatura de 37 grados a la sombra, en un ferrocarril de campaña cuyos raíles habían de ser desmontados de trecho en trecho para colocarlos de nuevo delante, bajaron las primeras treinta y cuatro pesadas cajas, recorriendo así los 1.500 metros que separaban el lugar del hallazgo hasta el barco anclado en el Nilo. Aquella riqueza recorría el mismo camino que hiciera hacía más de tres mil años, cuando en procesión solemne fue llevada en dirección contraria. Siete días después estaba en El Cairo.
A mediados de febrero, la antecámara quedó desalojada. Se había logrado espacio suficiente para el trabajo que todos esperaban con el mayor interés. Ahora sería posible abrir la puerta sellada entre los dos centinelas, se sabría con seguridad si la cámara siguiente albergaba la momia. Cuando el viernes 17 de febrero, a las dos de la tarde, se reunieron en la cámara las veinte personas, aproximadamente, que se consideraron dignas de asistir a tal acto, nadie de los reunidos sospechaba lo que dos horas más tarde iban a ver. Después de los tesoros ya encontrados, no se podía imaginar fácilmente que aún saldría a la luz algo más importante, más precioso.
Los visitantes, miembros del Gobierno y hombres de ciencia, se sentaron en varias filas sobre sillas estrechas. Y cuando Carter trepó a un saliente en forma de escalera, cuya altura le permitía quitar más cómodamente las piedras de la puerta, se produjo un profundo silencio.
Carter sacaba con el mayor cuidado la hilera superior de las piedras. Aquel trabajo era lento y difícil, ya que cabía el peligro de que se desprendieran algunas y cayeran al interior, donde podían destruir o deteriorar lo que se hallara detrás de la puerta. Además, era preciso hacer todo lo posible para conservar las improntas de los sellos, de gran valor. «¡Cuando quedó descubierta la primera abertura —confiesa Carter—, la tentación de pararme a cada momento y de mirar adentro era irresistible!».
Mace y Callender le ayudaban; los presentes comenzaron a murmurar con voz apagada cuando, al cabo de unos diez minutos, Carter ordenó que le dieran la lámpara eléctrica y, atada a una larga cuerda, la introdujo por la abertura.
Lo que entonces vio era inesperado, increíble y, en un principio, completamente incomprensible.
Carter se halló ante una pared brillante, y por más que miraba a derecha y a izquierda, no la podía medir. Dicha pared cubría toda la entrada. Introdujo la lámpara lo más adentro que pudo. No cabía duda de que se hallaba ante una pared de oro macizo.
Soltó las piedras con la mayor precaución y entonces también los demás pudieron contemplar el resplandor dorado. Cuando se fue quitando piedra tras piedra y se vio cada vez más parte de la pared dorada, «sentí, como a través de un conducto eléctrico, la excitación que hacía presa en los espectadores», escribe Carter.
Pero entonces Carter, Mace y Callender se dieron cuenta, al mismo tiempo, de lo que era aquella pared de oro. Estaban ante la entrada de la cámara sepulcral. Y lo que consideraban como pared era el costado anterior de un gigantesco féretro, sin duda el más precioso que jamás haya visto un ser humano. Era un gran féretro, cuyo interior contenía otros ataúdes, todos los cuales guardaban el sarcófago propiamente dicho con la momia.
Durante dos horas estuvieron trabajando pesadamente para abrir la entrada de modo que se pudiera poner pie en la cámara sepulcral. Se hizo una pausa que puso a prueba los nervios de todos cuando en el umbral se vieron las perlas esparcidas de un collar que seguramente había caído del botín de los ladrones. Mientras los espectadores, llenos de impaciencia, se movían en sus sillas, Carter, con su meticulosidad de arqueólogo auténtico que ni ante lo más sublime despreciaba el detalle más insignificante, iba recogiendo cuidadosamente aquellos restos, perla tras perla.
Al punto se comprendió que la cámara sepulcral estaba situada aproximadamente un metro más abajo de la antecámara. Carter tomó la lámpara y la hizo descender. En efecto, se hallaba delante de un féretro tan grande que casi llenaba toda la estancia. Para caminar alrededor del mismo, Carter tenía solamente un pasillo de unos 65 centímetros entre féretro y pared. Además, tenía que moverse cuidadosamente, pues por todas partes había ofrendas allí dejadas para el muerto.
Lord Carnarvon y Lacau le siguieron los primeros. Permanecieron mudos; después, calcularon el tamaño del féretro. Más tarde una medición exacta dio el siguiente volumen 5,20 por 3,35 por 2,75 metros.
De arriba abajo estaba totalmente recubierto de oro, y en los costados tenía incrustados adornos de cerámica de un tono azul vivo, cubierto de signos mágicos en los que se invocaba la protección del muerto.
Todos se preguntaban con ansiedad: ¿Habían tenido tiempo los ladrones para penetrar también en este féretro? ¿Habían profanado el sarcófago que contenía la momia? Carter descubrió que las grandes puertas del costado oriental se hallaban cerradas con pestillos, pero no estaban selladas. Con mano temblorosa, retiraron los pestillos transversales y abrieron las puertas, que crujían. Quedaron deslumbrados por el brillo de un segundo féretro. También las puertas de éste estaban cerradas con pestillo, pero en éste se hallaba un sello intacto.
Los tres exhalaron un suspiro de alivio. Hasta ahora, los ladrones se les habían adelantado. Pero aquí, ante la pieza más importante de la tumba, ellos eran los primeros. Hallarían la momia intacta, tal como fue colocada más de tres mil años antes.
Cerraron la puerta lo más suavemente que pudieron. Se sentían intrusos. Habían visto la pálida mortaja que colgaba del féretro. «Nos sentíamos en presencia del rey muerto y teníamos que demostrar veneración».
En aquel momento, llegados al punto culminante de sus investigaciones, no se sentían capaces de descubrir más cosas. Era demasiado grandioso lo que se les acababa de ofrecer; mas, a pesar de todo, en los siguientes minutos se verían ante un nuevo descubrimiento.
Se trasladaron al otro extremo de la cámara y allí encontraron, con gran sorpresa, otra puerta baja que conducía a otra cámara, bastante pequeña. Desde donde estaban podían ver todo lo que contenía dicha cámara. Podemos imaginarnos lo que aquello significaba cuando Carter dice, después de todo lo que había visto en aquella tumba: «¡Una sola mirada nos bastó para darnos cuenta de que aquí se hallaban los mayores tesoros de la tumba!».
En el centro de esta cámara refulgía un monumento de oro cuyas figuras de sus cuatro diosas protectoras, además de gran fastuosidad, emanaban tal gracia, tal naturalidad y vida, un acento tan conmovedor de compasión y súplica de que se las tratase con piedad, «que uno casi tenía la sensación de cometer un sacrilegio mirándolas». Carter escribe recordándolo: «… no me avergüenza confesar que me fue imposible pronunciar una sola palabra».
Lentamente, Carter, Carnarvon y Lacau volvieron a la antecámara, pasando cerca del féretro de oro. Ahora ya podían entrar los demás. «Era interesante observar, desde la antecámara, cómo uno tras otro franqueaban la puerta. Todos tenían los ojos brillantes, y todos, uno después de otro, levantaban las manos, presas de una inconsciente incapacidad absoluta de describir con palabras lo que veían…».
Hacia las cinco de la tarde, tres horas después de haber pisado el sepulcro, todos subían de nuevo. Al salir a la luz del día, aún claro, el Valle les parecía cambiado, como iluminado por una nueva luz.
El examen de este hallazgo, el más grande registrado en toda la historia de la arqueología, duró varios inviernos. Desgraciadamente, el primero quedó casi completamente desaprovechado; lord Carnarvon había fallecido, y de pronto se produjeron serias dificultades con el Gobierno egipcio sobre la prórroga de la concesión y sobre el reparto de los hallazgos. Hasta que, merced a la intervención de organismos internacionales, se llegó a un acuerdo amistoso. El trabajo podía continuar, y en el invierno de los años 1926 al 27 se abrió el féretro de oro, se desmontaron los distintos féretros y se examinó la momia de Tutankamón.
También este trabajo ofrecía ya pocas sorpresas para el gran público que sólo busca lo sensacional; pero en cambio tuvo su punto culminante y era trascendental para la egiptología. Fue el momento en que los investigadores vieron por primera vez la faz auténtica del hombre que durante treinta y tres siglos durmiera invisible para todos los demás mortales. Y justamente este momento anhelado traería la única desilusión de la tumba. Éste es un de los fallos que siempre son de esperar hasta en el azar más afortunado.
Se comenzó a quitar los ladrillos de la pared que había entre la antecámara y la cámara sepulcral. Luego se desmontó el primer féretro de oro. Éste contenía un segundo féretro, y en el segundo había un tercero.
Carter tenía motivos suficientes para creer que ahora tropezaría con el sarcófago. Describe cómo abrió el tercer féretro y cómo hizo un nuevo descubrimiento: «Con una exaltación reprimida, me dispuse a abrir el tercer féretro; nunca en mi vida olvidaré aquel momento, lleno de tensión, de nuestro fatigoso trabajo. Corté la cuerda, levanté el precioso sello, corrí los pestillos y descubrí delante de nosotros un cuarto féretro, parecido a los demás, aunque era aún más espléndido y estaba más bellamente trabajado que el tercero. ¡Qué momento tan indescriptible para un arqueólogo! De nuevo nos veíamos ante lo desconocido. ¿Qué contendría este último féretro? Con la más profunda emoción corrí los pestillos de las últimas puertas no selladas, y éstas, lentamente, se abrieron. Ante nosotros, llenando todo el féretro, apareció el inmenso sarcófago amarillo, de cuarzo; estaba intacto, como si unas manos piadosas acabaran de cerrarlo. ¡Qué aspecto tan inolvidable, tan magnífico! Era más emocionante aún que el brillo del oro en los féretros. Sobre el extremo del sarcófago correspondiente a los pies, una diosa extendía con gesto protector los brazos y las alas como si quisiera retener al intruso. Llenos de respeto, estábamos nosotros ante este signo tan claro…».
Sólo para transportar los féretros de la cámara sepulcral se necesitaron ochenta y cuatro días de pesado trabajo físico.
Los cuatro féretros comprendían, conjuntamente, unas ochenta partes, cada una de las cuales era sumamente pesada, poco manejable y de una gran fragilidad.
Entonces ocurrió algo inesperado cuando Carter encargó a un obrero especializado que uniera las piezas dispersas. Admiró entonces la maestría de los artesanos que construyeron los féretros y que antes de desmontarlos pusieron cuidadosamente en cada pieza el número y los signos correspondientes a su colocación. Sin embargo, censuró severamente el trabajo de quienes lo montaron.
«Porque sin duda —dice— lo hicieron con mucha prisa y eran personas poco cuidadosas, pues han confundido las distintas partes y las han colocado en direcciones equivocadas, de modo que, por ejemplo, las puertas del féretro en vez de abrirse hacia la derecha se abren a la izquierda. Este error se lo podemos perdonar. Pero hay otras negligencias que nos parecen imperdonables. Por ejemplo, los adornos de oro están deteriorados, se ven huellas violentas de los golpes que dieron en ellos con el mazo. En algunos lugares han roto piezas enteras, y no se cuidaron de quitar las virutas de la madera y otros desperdicios».
Por fin, el día 3 de febrero los investigadores vieron por vez primera el sarcófago completamente despejado. Era una obra de arte tallada en un monumental bloque del más noble cuarzo amarillo, de una longitud de 2,75 metros por 1,50 de anchura y una altura de 1,50. Lo cubría una losa de granito.
Cuando las grúas que tenían que levantar esta losa, cuyo peso era superior a los doce quintales, empezaron a trabajar con sus recios crujidos, muchos visitantes de categoría se habían congregado de nuevo en la tumba. «En medio de un silencio profundo, se levantó la gigantesca losa…». El primer aspecto desilusionó a todos; sólo se veía una gran cantidad de lienzos que lo cubrían todo. Más impresionados quedaron al echar una mirada sobre el rey mismo, cuando fueron quitadas una tela tras otra.
¿Era su cuerpo lo que se veía? No; era la mascarilla de oro del príncipe cuando era todavía casi un niño. El oro brillaba como si acabaran de traerlo del taller. La cabeza y las manos ofrecían formas perfectas y el cuerpo estaba trabajado en un relieve plano. En las manos, cruzadas, tenía las insignias reales: la vara curvada y el abanico de cerámica azul con incrustaciones. La cara era de oro puro; los ojos, de aragonita y de obsidiana; las cejas y los párpados, de cristal de color lapislázuli. Esta cara, de variadas tonalidades, semejaba una máscara y producía una impresión rígida y al mismo tiempo, sin embargo, daba la sensación de hallarse viva. Pero lo que impresionó más a Carter y a los demás presentes fue, como él lo describe, «… aquella pequeña corona de flores, emocionante despedida de la joven viuda. Todo el esplendor regio, toda la magnificencia, todo el brillo del oro palidecía ante aquellas flores marchitas que aún conservaban el brillo mate de sus colores originales. Ellas nos decían más claro que ninguna otra cosa que los milenios pasan». Y cuando en el invierno de 1925 a 26 Carter bajó de nuevo a la tumba, hizo esta importante observación: «Otra vez nos emociona el misterio de la tumba, el respeto y la veneración de lo que ha pasado hace muchísimo tiempo y que, sin embargo, conserva su poderío. Incluso en su trabajo puramente mecánico, el arqueólogo nunca pierde esta timidez». Esta observación hemos de interpretarla como una simple manifestación humana, lo mismo que la relativa a la corona de flores, nunca como sentimentalismo. Y siempre agrada comprobar que también en el pecho del más severo hombre de ciencia late un corazón.
No nos es posible en nuestro relato detenernos en los pequeños detalles y acontecimientos que acompañaron la apertura de los féretros. El trabajo fue lento y penoso debido a que en aquel estrecho espacio siempre se cernía la amenaza de dar involuntariamente un mal paso, de hacer un movimiento equivocado, de colocar mal los instrumentos, y por ello que una viga de soporte se rompiese causando algún desperfecto grave en los tesoros hallados. Exactamente lo mismo que en la tapa del primer féretro, en la del segundo yacía la imagen del joven faraón en pompa solemne, ricamente adornado bajo la figura de Osiris. No se ofreció nada nuevo cuando se despejó el tercer féretro. Durante todo este trabajo, los que participaban en él quedaron asombrados por el peso inexplicable. Y aquí se presentó otra sorpresa, que nunca faltaron en esta tumba.
Cuando Burton hizo sus fotografías, cuando Carter hubo quitado la pequeña guirnalda de flores y el lienzo que lo protegía, se explicó la razón de aquel enorme peso.
El tercer féretro, de una longitud de 1,85 metros, era de oro macizo con un espesor de 2,5 a 2,3 milímetros, lo que hacía que su valor material fuese incalculable.
A esta sorpresa, que verdaderamente puede calificarse de agradable, sucedió inmediatamente otra que suscitó en los investigadores los peores temores. Ya en el segundo féretro se había comprobado que los ornamentos habían sufrido los efectos de la humedad. Ahora se veía que todo el espacio comprendido entre el segundo y el tercer féretros estaba lleno de una masa negra, sólida, que llegaba casi a la tapa. Fue fácil separar de esta masa, parecida a pez, un collar con doble hilera de cuentas de oro y de cerámica; pero a renglón seguido los investigadores se preguntaban con ansiedad: «¿Qué desastre habrán provocado en la momia los ungüentos empleados con exceso?».
Lucas empezó inmediatamente a analizar los aceites. Se debía tratar de una sustancia líquida o semilíquida, cuyas materias fundamentales eran grasas y resinas. No pudo comprobarse la existencia de la pez, a la cual olía la masa después de calentada. Todos experimentaban de nuevo una tensión febril; pero ahora se hallaban realmente ante el último instante decisivo.
Se hicieron saltar algunos clavos de oro, fue levantada la tapa del último féretro con sus agarraderas de oro y se descubrió la momia. Tutankamón, a quien habían buscado durante seis años, se hallaba realmente ante ellos.
«¡En tales momentos —dice Carter— se pierde el habla!».
Se hicieron saltar algunos clavos de oro, fue levantada la tapa: ¿quién debía ser este faraón, este Tutankamón, a quien se había honrado con tal sepultura? Cosa asombrosa: fue un rey insignificante. Falleció a la edad de dieciocho años, era yerno de Amenofis IV, Eknatón, el rey hereje, y probablemente también su auténtico hijo. Su juventud transcurrió durante la reforma religiosa de su suegro, que sustituyó el culto de Amón por el de Aton, con un rito de culto al sol de carácter unitario, espiritualista e igualitario. Más tarde volvió a la vieja religión, como nos lo demuestra el cambio de su nombre, Tutankatón, que se convirtió en el de Tutankamón, con el que le conocemos. Sabemos que, políticamente, la época de su gobierno fue muy turbulenta. Le vemos en los relieves cómo pisotea a los prisioneros de guerra y cómo en la batalla mata a largas filas de enemigos, en verdad regiamente. Pero no sabemos con seguridad si realmente participó en alguna campaña. No conocemos siquiera la duración exacta de su reinado (alrededor de 1350). El trono lo recibió por su esposa, Anches-en-Amón, que se había casado muy joven con él, y era una hermosa criatura, si las reproducciones no exageran.
Por los numerosos cuadros y relieves que se hallaron en su tumba y también por determinados objetos de uso, como por ejemplo el sitial, que seguramente tenía relación personal con él, conocemos muchos rasgos particulares de su carácter que le hacen agradable.
Pero no estamos enterados ni de sus actividades como rey ni de sus funciones de gobernante. Lo más seguro es que siendo una persona que murió a los dieciocho años no hiciera nada significativo. Fue un simple juguete de los sacerdotes de Amón, que al morir Amenofis IV y recobrar su perdida influencia, le utilizaron para sus ambiciones de casta. Carter, en su resumen histórico, sin duda con razón, dice la siguiente y lacónica frase: «Hasta donde llegan nuestros conocimientos, podemos decir con seguridad que lo único notable de su vida fue su muerte y su fastuoso entierro».
Más que el homenaje a un faraón victorioso, aquel alarde de lujo fue el exultante desquite de una casta proscrita.
Esta constatación nos lleva a la conclusión de que, si realmente este faraón de dieciocho años fue enterrado con una suntuosidad que supera todas nuestras fantasías occidentales, ¿qué riquezas se habrían colocado en las tumbas de Ramsés el Grande y de Sethi I?
Berry dice de Sethi y de Ramsés: «Seguramente, en cada una de sus cámaras sepulcrales se habían amontonado tantas riquezas como en la tumba entera de Tutankamón. ¿Qué inimaginables tesoros procedentes de las tumbas de los reyes deben haber caído en manos de los ladrones en el transcurso de estos tres milenios?».
El aspecto de la momia del faraón era, a la vez, magnífico y terrible. Se había vertido en ella una cantidad tan exagerada de ungüentos, que ahora todo ello se había pegado, endurecido y ennegrecido.
Diferenciándose de esta masa oscura, sin contornos, brillaba con un resplandor verdaderamente regio la mascarilla de oro que le cubría la cara. Los pies estaban igualmente libres de los oscuros ungüentos.
En un proceso lento y difícil, y tras varios intentos infructuosos, después de calentarlo a 500 grados —el sarcófago de oro estaba protegido por planchas de cinc—, se consiguió separar el féretro de madera del de oro.
Cuando se disponía a examinar el cuerpo de la momia —la única momia del Valle que durante treinta y tres siglos había quedado intacta—, se puso de manifiesto algo que Carter formula de este modo: «el destino, sonriendo irónicamente al investigador, nos demostraba que los violadores de tumbas y los sacerdotes que habían dado nuevo albergue a las momias raptadas, habían hecho el mejor trabajo de conservación. Pues las momias robadas hace siglos o secuestradas habían sido sustraídas a tiempo de los perniciosos efectos del ungüento, y aunque muchas veces quedaron deterioradas, y generalmente saqueadas, están mejor conservadas que la momia de Tutankamón, que al menos en lo que respecta a su estado constituía la única desilusión de aquella sorprendente tumba».
El día 11 de noviembre, a las diez menos cuarto de la mañana, el anatomista Dr. Derry hizo el primer corte en las primeras vendas de lino de la momia. Excepto la cara y los pies, que no habían estado en contacto con los ungüentos, la momia se hallaba en muy mal estado. La oxidación de las partículas de resina había provocado una especie de carbonización tan intensa que no sólo las partes principales del vendaje de lino, sino hasta cierto punto incluso los tejidos y los huesos de la momia estaban carbonizados. La capa de ungüento estaba en parte tan endurecida, que bajo los miembros y el tronco fue preciso quitarla con cincel.
Un descubrimiento sorprendente ocurrió cuando debajo de una almohadilla, a modo de corona, se encontró un amuleto. En sí, esto no tenía nada de extraordinario. También Tutankamón dentro de las vendas de lino estaba recubierto por la «armadura mágica» de innumerables amuletos, símbolos y signos de hechizo. Por regla general, tales amuletos eran de piedra. ¡Pero este amuleto era de hierro! Esto constituía, pues, uno de los primeros hallazgos egipcios de hierro, y hay que reconocer con cierta ironía que en una tumba donde desbordaba el oro, uno de los datos de mayor importancia para la historia de la cultura lo dio un pequeño trozo de hierro.
Soltar las últimas vendas de lino de la cabeza ya casi carbonizada del joven faraón constituyó un difícil trabajo. El ligero contacto con un pincel de pelo bastaba para destruir los restos del tejido descompuesto. Tras esta delicada labor, quedó al descubierto la faz del joven rey. Y Carter tiene la palabra: «… faz pacífica, suave, de adolescente. Era noble, de bellos rasgos y los labios dibujados con líneas muy netas».
Supera a todo cuanto podíamos imaginar la abundancia de joyas con que el rey estaba cubierto. Bajo múltiples vendas de lino había cada vez más objetos preciosos, formando ciento un grupos. Los dedos de las manos y de los pies estaban en estuches de oro. De las treinta y tres páginas que Carter necesita para exponer su escueto examen de la momia, dedica más de la mitad a los objetos hallados en el cuerpo. Este faraón de dieciocho años estaba literalmente envuelto en varias capas de oro y piedras preciosas.
Más tarde, el profesor Derry describe este examen de la momia en un trabajo especial, desde su punto de vista de anatomista. Mencionemos sólo tres de sus conclusiones:
1) Demuestra como muy probable el parentesco de padre e hijo entre Amenofis IV, Eknatón y Tutankamón, cosa que reviste extraordinaria importancia para la explicación de las circunstancias dinásticas y políticas de aquella época de la XVIII dinastía, que se extinguía.
2) Deduce algo interesantísimo para la historia del arte, coincidiendo con lo que también Carter afirma varias veces, es decir, la estrecha relación de las artes plásticas con el realismo. Carter dice: «La máscara de oro representa a Tutankamón como un joven amable y distinguido. Quienes tuvieron la suerte de ver la cara despejada de la momia pueden comprobar con cuánta habilidad, exactitud y fidelidad a la naturaleza reprodujo los rasgos el artista de la dinastía XVIII. En su obra nos ha transmitido para todos los tiempos y en un metal imperecedero un magnífico retrato del joven rey».
3) Por último, el profesor Derry nos da también un informe preciso sobre la edad del rey, que históricamente no se ha comprobado. Por la composición de los huesos en las articulaciones, cree que el faraón tenía de diecisiete a diecinueve años. Probablemente, el rey contaba dieciocho años cuando falleció.
Aquí podríamos dar por terminada la historia de la tumba del rey Tutankamón. Es verdad que cuando se desalojó la cámara lateral y el pequeño tesoro se presentaron hechos y descubrimientos muy importantes, pero no relacionados directamente con el objeto de nuestro tratado.
Sin embargo, hemos de decir todavía algo respecto a la leyenda de la «maldición del faraón», relativa a la muerte misteriosa, no natural, de más de veinte personas que participaron en el descubrimiento de la tumba de Tutankamón.
En los casi doscientos años de ciencia arqueológica, ningún descubrimiento del mundo antiguo ha sido tan explotado por la Prensa como el de la tumba de Tutankamón. No en balde ha tenido lugar en nuestros tiempos de grandes rotativos, del auge de la fotografía, la cinematografía y la radio, que por entonces se hallaban en sus comienzos. La participación del mundo se manifestó primero en telegramas de felicitación; fueron los corresponsales de Prensa los segundos en presentarse en el lugar. Después, por todo el mundo se propagó la noticia del hallazgo de un fabuloso tesoro, y llovieron las cartas de los críticos espontáneos y de quienes deseaban dar su amable consejo. Unos anatematizaban con acusaciones severas por haber cometido tal sacrilegio; otros buscaban patentes de modas prácticas sobre el atuendo funerario. Seguimos el relato de Carter. El primer invierno llegaban diariamente de diez a quince cartas insensatas o al menos superfluas. «¿Cómo hemos de imaginarnos, por ejemplo —pregunta Carter—, a una persona que desea saber seriamente si el descubrimiento de la tumba sirve para aclarar los supuestos terribles acontecimientos ocurridos en el Congo belga?».
Después, vinieron las visitas. La corriente normal de turistas se convirtió en bandada de peregrinos. Todo se fotografiaba. Y como por causa del pasado trabajo en la tumba, sobre todo en la primera época, raras veces se sacaba un objeto a la luz, muchos aficionados a la fotografía tenían que esperar días enteros para poder hacer una instantánea.
Carter pudo observar cómo un sencillo trozo de lino de la momia, que hizo trasladar para su análisis, fue fotografiado ocho veces consecutivas en el escaso recorrido de la tumba al laboratorio contiguo.
Durante tres meses del año 1926, el tema principal de discusión en todo el mundo fue la figura de Tutankamón; 12.300 turistas visitaron la tumba, y numerosos representantes de 270 sociedades, el laboratorio.
Lógicamente, las redacciones de los periódicos, que no pueden privar a sus lectores de las noticias sensacionales de actualidad, no siempre disponen de redactores especializados en egiptología; y las noticias sobre Tutankamón, orales y escritas, recibidas de segunda o tercera mano, por fuerza debían ser inexactas o erróneas. Tal es el carácter del periódico, que da mayor importancia a la anécdota sensacional que a la noticia escueta. Era natural que la fantasía completara los vacíos.
No es posible comprobar hoy día cómo surgió el cuento de la «maldición del faraón». Lo cierto es que hasta el pasado año 1930 se habló mucho de ello en la Prensa mundial. A pesar de todo, no podemos dar a todo esto más valor que al famoso «misticismo de los números» del que hemos hablado al tratar de la Gran Pirámide. Algo parecido es la leyenda del «trigo de la momia», que siempre germina; granos de semilla de tres a cuatro mil años, procedentes de las antiguas tumbas egipcias y que, según se dice, no han perdido su facultad de germinar. Desde que esta historia se ha extendido, este «trigo de la momia» es hallado con mucha frecuencia en las rendijas de las tumbas de los reyes por todos los turistas, sobre todo si les acompaña un guía avispado, que con esto hace sus buenos negocios.
La «maldición del faraón» es un tema tan burdo como la famosa «maldición del diamante de Hope», o como la terrible serie de reveses provocados por la menos conocida «maldición de los monjes de Lacroma». Estos buenos frailes, desterrados de la isla de este nombre, que se halla delante de Ragusa, la maldijeron. Los propietarios posteriores, el emperador Maximiliano, la emperatriz Isabel de Austria y el príncipe heredero Rodolfo, así como el rey Luis II de Baviera y el archiduque Francisco Fernando, todos murieron de muerte no natural.
El motivo que aventó la leyenda de la «maldición del faraón» lo dio sin duda la prematura defunción de lord Carnarvon. Cuando a consecuencia de una picadura de mosquito falleció el 6 de abril de 1923, después de tres semanas de dura lucha con la muerte, se oyeron muchas voces que hablaban de un «castigo del sacrílego».
Bajo el epígrafe de «La venganza del faraón» se divulgó poco después la noticia de «una víctima de la maldición de Tutankamón». Y luego siguieron: la segunda, la séptima y hasta la decimonona víctima. Esta última se mencionó en un «informe telegráfico» de Londres fechado el 21 de febrero de 1930, publicado por un periódico alemán. «Hoy, lord Westbury, hombre de setenta y ocho años, se ha arrojado, desde un séptimo piso, por la ventana de su vivienda en Londres y ha quedado muerto instantáneamente. El hijo de lord Westbury, que en su época participó como secretario del investigador Carter en la excavación de la tumba de Tutankamón, fue también hallado muerto en noviembre del año pasado en su casa, aunque la noche anterior se había acostado completamente sano. No se ha podido averiguar la causa de su muerte».
«Inglaterra se horroriza…», escribe otro periódico, al saber el fallecimiento repentino de Archibald Douglas Reid, cuando examinaba con rayos X una momia, después que la víctima número 21 del faraón, el egiptólogo Arthur Weigall, había «sucumbido también a los malignos efectos de una fiebre desconocida».
Luego muere también A. C. Mace, que juntamente con Carter abrió la cámara sepulcral; pero en esta información se oculta el hecho de que Mace estaba enfermo desde mucho antes, que ayudaba a Carter a pesar de su enfermedad, y que luego, por tal causa, abandonó el trabajo.
Por último falleció nada menos que por «suicidio provocado en un arrebato de locura», el hermanastro de lord Carnarvon, Aubrey Herbert. Y la estadística asombrosa continúa: en febrero de 1929, lady Elizabeth Carnarvon murió a consecuencia de la «picadura de un insecto». En el año 1930, de todos los que habían participado más íntimamente en la expedición, vivía sólo Howard Carter, el descubridor del sepulcro.
«La muerte se acercará rápidamente a cuantos perturben el reposo del faraón», reza una de las numerosas versiones de la «maldición» que Tutankamón había mandado escribir, al parecer, en su tumba.
Una vez propagada la noticia de que en América había muerto de modo misterioso, víctima de un accidente, un tal Mr. Carter, se dijo que el faraón prevenía así al hombre que había descubierto su sepulcro, castigando a uno de sus familiares. Pero entonces, un grupo de arqueólogos serios, irritados por tanta necedad, tomaron cartas en el asunto.
Carter mismo dio la primera réplica. Arguyó que «el investigador se dispone a su trabajo con todo respeto y con una seriedad profesional sagrada, pero libre de ese terror misterioso, tan grato al supersticioso espíritu de la multitud ansiosa de sensaciones». Habla de «historias ridículas» y de una «degeneración actualizada de las trasnochadas leyendas de fantasmas», y termina examinando objetivamente las noticias según las cuales pasar el umbral de la tumba suponía efectivamente un peligro, cosa que quizá científicamente hubiera podido explicarse. Sin embargo, añade que, precisamente para evitar este peligro, se toman las debidas precauciones antes de penetrar en el malsano y enrarecido ambiente de la misma.
La última frase de Carter es amarga cuando observa: «Todo espíritu de comprensión inteligente se halla ausente de estas estúpidas manifestaciones. Esto demuestra que aún no hemos progresado en este terreno tanto como a muchos les gusta creer».
Con fino instinto de publicidad, el egiptólogo alemán Georg Steidorff contesta también en el año 1933. Se esfuerza en comprobar las noticias cuyo origen debe averiguarse aún. Constata que el señor Carter fallecido en América no tiene otra cosa de común con el egiptólogo Howard Carter que el apellido. También averigua que los dos Westbury no habían tenido absolutamente nada que ver con la tumba del faraón ni con la momia, ni directa ni indirectamente. Y esgrime el argumento más poderoso, después de muchas otras razones: la «maldición del faraón no existe en absoluto»; jamás fue enunciada ni figura en ninguna inscripción.
Confirma lo que Carter indicaba ya: que «el ritual funerario egipcio no contiene maldición alguna de esta índole para la persona viva, sino sólo la petición de que se dirijan al muerto deseos piadosos y benévolos».
El querer transformar en maldiciones las escasas fórmulas protectoras del difunto contra toda forma o conjuro que se hallan en algunas figuritas mágicas de las cámaras sepulcrales, constituye una evidente falsificación de su sentido. Dichas fórmulas intentan «ahuyentar al enemigo de Osiris —del muerto—, en cualquier forma que éste se presente».
Desde el descubrimiento de la tumba de Tutankamón, numerosas expediciones han trabajado en Egipto. En 1939, 1940 y 1946 el profesor Fierre Montet descubrió en Tanis toda una serie de tumbas reales de las dinastías XXI y XXII, entre las que se encuentra la del faraón Psusenes. En las galerías subterráneas, de más de mil metros de largo, excavadas en la roca halló el profesor Sami Gabra lugares de culto del dios Ibis e innumerables sepulturas de animales sagrados. También emprendió un viaje a la historia primitiva de Egipto una expedición financiada por el rey Faruk, que tuvo como resultado el hallazgo de tumbas de los siglos II y III a. de J. C. En 1941 los doctores Ahmad Badawi y Mustapha El-Amir descubrieron en Menfis —casualmente, ya que en realidad se ocupaban de otra excavación— una estela dedicada a Amenofis II y la tumba intacta del príncipe Sesank en la que había gran cantidad de joyas.
¿Cómo hemos empezado este capítulo? Eran los días de las campañas napoleónicas en su expedición al país del Nilo; fue el nacimiento de un niño de tez oscura llamado Jean François Champollion. En la época en que Napoleón fracasaba y Champollion aprendía los primeros idiomas extranjeros, en Gotinga un maestro de escuela se hallaba sentado ante unas copias de raras inscripciones. Cuando hubo descubierto lo que significaban aquellos signos quedó abierto el camino para la conquista científica de otro imperio más antiguo aún que el egipcio: el del país situado entre el Éufrates y el Tigris, donde antaño se elevara la bíblica Torre de Babel, donde surgió el esplendor de Nínive y Babilonia, y donde se vivió la decadencia de tan famosas urbes.