Capítulo XV

MOMIAS

Respecto a nuestros conocimientos históricos, el Valle de los Reyes se halla sumido en la más absoluta oscuridad. En él se guarda el secreto de las momias faraónicas. Carter escribe: «Tenemos que imaginarnos un valle desierto lleno de espectros; sus galerías abovedadas están vacías, fueron saqueadas, la entrada de muchas de ellas está abierta y constituye una guarida de zorros, de búhos del desierto y bandadas de murciélagos. Y a pesar de ello, aunque sus tumbas estén saqueadas, abandonadas y destruidas, la sugestión de su encanto persiste. Persiste el sagrado Valle de los Reyes, y grandes grupos de curiosos entusiastas habían de frecuentarlo aún. Algunas de sus tumbas fueron utilizadas de nuevo en la época de Osorkon I —hacia el año 900 a. de J. C.— para enterrar a las sacerdotisas».

Mil años más tarde vemos el Valle poblado otra vez por los primeros eremitas cristianos, los cuales se alojaban en las siringas vacías.

«El esplendor y la magnificencia reales se ven sustituidos por la más humilde pobreza». La preciosa morada del faraón se ha convertido en la celda estrecha del eremita.

Pero esto cambió. El destino había señalado al Valle la misión de ser morada de reyes y, al mismo tiempo, guarida de ladrones. En el año 1743, el viajero inglés Richard Pococke da el primer informe moderno sobre el Valle.

Richard Pococke, con un jeque que le guiaba, pudo visitar catorce tumbas abiertas; Estrabón, como antes dijimos, conocía cuarenta; ahora se conocen sesenta y una. La región ofrecía poca seguridad, ya que en las colinas de Kurna acampaba una cuadrilla de ladrones. Cuando, veintiséis años más tarde, James Bruce visitó el Valle, nos habla de una frustrada tentativa para acabar con los bandoleros. «Todos ellos están proscritos y son condenados a muerte aunque se les halle en otro lugar». Osman Bey, un viejo gobernador de Girge, no pudiendo soportar por más tiempo el peligro que suponía esta gente, ordenó emplear haces de leña seca y, ocupando con sus soldados la parte de montaña donde acampaba la mayoría de estos miserables, ordenó llenar todas sus cuevas con dicha leña y pretenderle fuego, de manera que la mayoría de los ladrones perecieron; pero después, las bajas de la cuadrilla se cubrieron de nuevo.

Cuando Bruce, para hacer unas copias de los relieves murales de la tumba de Ramsés III, quiso pasar la noche en la cámara sepulcral, sus acompañantes indígenas fueron presa del terror y profiriendo maldiciones arrojaron las antorchas y mientras las llamas se apagaban, lanzaban terribles predicciones sobre las desgracias que aquella profanación les acarrearía cuando abandonasen la cueva. También cuando a caballo descendió al Valle oscuro, con el único indígena que permaneciera con él, en busca de su barca amarrada a orillas del Nilo, surgió un griterío, y desde una cercana altura le lanzaron piedras y se oyeron disparos. Otro tiroteo general concluyó con su visita al Valle, que tuvo que abandonar huyendo. Treinta años más tarde llegó la «Comisión Egipcia» de Napoleón para realizar sus operaciones de medición en el Valle y sus tumbas, y los enviados franceses fueron también atacados a tiros por los bandidos de Tebas.

Hoy día, el Valle de los Reyes es la meta de innumerables extranjeros del mundo entero. Uno de los tesoros más ricos extraídos de su seno, descubierto hace tan sólo unos treinta años, ha dado nueva vida a la comarca. Ante el lugar del hallazgo se ven ahora unos «dragomanes» chillones que fustigan sus burros; a la hostería de Cook, cerca de Der-el-Bahari, llegan los turistas, y los árabes invitan, en su mejor inglés, a visitar de Kingses tombes. Teniendo presente la historia del valle del Nilo, de sus reyes y de sus pueblos, nos parece a la vez triste y divertido leer:

«Las tumbas más importantes, y sobre todo la de Tutankamón, se iluminan eléctricamente por la mañana tres veces por semana».

El hallazgo más notable efectuado en el Valle, que interesó y emocionó al público europeo tanto como el descubrimiento de Troya por Schliemann, tuvo lugar en el año 1922.

Algunos decenios antes, sin embargo, hubo un hallazgo casi tan asombroso, pero en circunstancias mucho más raras, en Der-el-Bahari.

Y ahora es cuando viene a cuento recordar a aquel americano que había logrado adquirir en las tortuosas callejuelas de Luxor un precioso papiro egipcio. Cuando el experto europeo hubo reconocido la indudable autenticidad y el valor del papiro, interrogó al americano. El coleccionista, convencido de que por hallarse en territorio europeo nadie podría disputarle el botín, lo contó gustosamente todo y dando toda clase de detalles. Entonces el entendido escribió una extensa carta a El Cairo, iniciando así el descubrimiento de una de las más extraordinarias violaciones de tumbas.

Cuando el profesor Gastón Maspero recibió, en el Museo de El Cairo, aquella carta de Europa, fijó su atención en dos extremos, lamentando primero que a su Museo se le hubiera escapado otra vez un hallazgo precioso. Y decimos otra vez porque desde hacía unos seis años venían apareciendo antigüedades muy raras que se vendían clandestinamente y que constituían para la ciencia joyas extraordinariamente preciosas cuya procedencia tampoco había manera de adivinar. Cuando los compradores estaban dispuestos a describir las circunstancias de la compra, la mercancía se hallaba ya lejos de Egipto. En general se hablaba entonces de un famoso desconocido; pero tan pronto este desconocido era un árabe, como un negro, como un fellah harapiento o un jeque rico. Mas el segundo punto que intrigaba a Maspero era el hecho de que la pieza más reciente, de la cual se les escribía, correspondía a la tumba de un rey de la XI dinastía, y sobre estas tumbas se desconocía todo en absoluto. ¿Quién había encontrado esas tumbas? ¿Era la tumba de un solo rey, o era una tumba colectiva?

Cuando el profesor Maspero examinaba los objetos de cuya aparición él se había enterado, le bastaba el más superficial examen para poder constatar que tales ejemplares correspondían a reyes distintos. ¿Era posible que unos modernos profanadores de sepulcros hubieran descubierto varias tumbas antiguas a la vez? Lo más lógico era deducir que se había hallado una de las grandes tumbas colectivas.

Las posibilidades que de tal conclusión se deducían llenaban de emoción a un sabio como Maspero. Era preciso obrar. Si la policía había fallado, él tenía que descubrir por sus propios medios a los ladrones. Consultó el asunto con sus colaboradores más íntimos y decidieron enviar a un joven ayudante a Luxor.

Este ayudante, desde el momento en que abandonó el barco en el Nilo, se comportó de modo muy distinto al habitual en un arqueólogo. Se alojó en el mismo hotel en que paró el americano que comprara el papiro. Y luego, día y noche, recorría todas las callejuelas, rincones y tiendas haciendo sonar su dinero, comprando alguna que otra pequeñez y pagando generosamente. Cuando hablaba con los comerciantes, les daba buenas propinas, pero dosificadas para no despertar sospechas. Cada vez iban entrando más en confianza y le hacían más ofertas de «antigüedades» de la moderna industria casera. Pero el joven que aquella primavera del año 1881 recorría las calles de Luxor no se dejaba engañar. Los comerciantes profesionales se enteraron de ello tan pronto como los clandestinos, apreciaban al extranjero y éste apreció a su vez tal confianza. Un día, un mercader le hizo señas para que entrase en su tienda y poco después el ayudante del Museo Egipcio veía en sus manos una pequeña estatua. Pudo dominarse y su rostro no delató más que indiferencia. Se sentó en la alfombra y empezó a regatear con el comerciante, a la vez que seguía dando vueltas y examinando la pequeña estatua, descubriendo al punto, no solamente que se trataba de una pieza auténtica, de casi tres mil años, sino que la inscripción delataba un objeto procedente de una tumba de la XXI dinastía.

Regateó durante largo rato, y terminó comprando el objeto, mientras seguía hablando del mismo con desprecio, y antes de marcharse dio a entender que buscaba algo más importante, más valioso. Aquel mismo día conoció a un árabe, hombre alto, todavía joven, llamado Abd-el-Rasul. Era jefe de una familia muy numerosa y extendida. Después de varias conversaciones sostenidas con él, y cuando el árabe le había enseñado otros objetos de las tumbas, esta vez de las dinastías XIX y XX, ordenó que se le detuviera. Estaba convencido de haber hallado al ladrón de las tumbas.

¿Lo era realmente?

Abd-el-Rasul, con otros parientes, fue conducido ante el Mudir de Kenel. Da’ud Pacha hizo personalmente el interrogatorio, pero se presentaron un sinnúmero de testigos de descargo. Todos los habitantes del pueblo de Abd-el-Rasul juraban que éste era completamente inocente, incluso juraban que toda la familia era inocente, ya que pertenecía a una de las tribus más antiguas y respetadas del lugar. El ayudante, completamente convencido de la exactitud de su acusación, había telegrafiado ya a El Cairo, comunicando que había tenido éxito. Y ahora tenía que presenciar cómo Abd-el-Rasul y su familia eran puestos en libertad por falta de pruebas. Suplicó a los funcionarios, pero éstos se encogieron de hombros; acudió al Mudir, mas éste le miraba con asombro y, extrañado, le decía que esperase.

El ayudante aguardó un día, dos. Después envió otro telegrama a El Cairo, atenuando el optimismo del primero. Cayó enfermo, devorado por la inquietud y desesperado ante la pasividad oriental del Mudir. Pero éste conocía mejor que él a su gente.

Howard Carter relata la historia de uno de sus servidores más antiguos.

En su juventud fue detenido por ladrón, siendo arrastrado ante el Mudir. Tenía un miedo terrible de verse ante el severo Da’ud Pacha, miedo emparejado con el terror ante su inseguridad, al notar que en vez de llevarle ante un tribunal era conducido a las habitaciones particulares del Pacha, el cual, como era un día muy caluroso, estaba bañándose tranquilamente en un recipiente de barro lleno de agua fría.

Da’ud Pacha no hacía más que contemplarle; pero el reo decía, aun después de muchos años: «… y cuando sus ojos se clavaron en mí sentí que mis huesos se convertían en agua. Por último, me dijo muy lentamente: “Ésta es la primera vez que te presentas ante mí; vete, pero ten mucho, muchísimo cuidado, de no volver la segunda vez”. Y esto me aterrorizó de tal modo que cambié de profesión y no tuve que volver allí jamás».

Esta autoridad de Da’ud, seguramente apoyada por medidas terribles, cuando la simple mirada no bastaba, se reflejaba también en el joven ayudante, que toda aquella temporada la pasó enfermo, devorado por la fiebre.

Al cabo de un mes, uno de los parientes y cómplices de Abd-el-Rasul fue a visitar a Da’ud e hizo una confesión amplia. El Mudir se lo comunicó inmediatamente al joven sabio, que aún se hallaba en Luxor. De nuevo comenzaron los interrogatorios. Y resultó que Kurna entera, el pueblo natal de Abd-el-Rasul, era un pueblo de apasionados profanadores de sepulcros. El oficio lo habían heredado de padres a hijos y lo ejercían desde tiempo inmemorial, probablemente en una cadena continua desde el siglo XIII a. de J. C. Tan prolongada dinastía de ladrones no se ha conocido en ningún otro lugar del mundo, siendo de destacar que ejercían su tradicional profesión con el celo ritual de un derecho solemne.

El más importante hallazgo hecho por esta singular dinastía, más larga que la de los faraones, fue la tumba colectiva de Der-el-Bahari. En el descubrimiento y despojo de esta tumba se emparejaron el azar y el trabajo sistemático. Seis años antes, en 1875, Abd-el-Rasul había descubierto por casualidad, en las rocas que se elevan entre el Valle de los Reyes y Der-el-Bahari, una oculta abertura. Cuando con mucha dificultad la examinó vio que aquello era una amplia cámara sepulcral, con momias. El primer reconocimiento del lugar le anunció que allí había un tesoro que podía producirle a él y a su familia una cuantiosa renta vitalicia, siempre que fuera posible guardar el secreto.

Sólo a los miembros más destacados de la familia les fue comunicada la noticia, jurando solemnemente no descubrirlo jamás, dejar el hallazgo donde estaba desde hacía tres mil años y considerar la tumba como un depósito bancario, patrimonio exclusivo de la familia Abd-el-Rasul, del que sólo se pudiera tomar algo cuando las necesidades de la familia lo precisaran. Parece increíble que, efectivamente, durante seis años aquellos ladrones habituales lograran guardar el secreto. Durante este tiempo, la familia se fue enriqueciendo. El 5 de julio de 1888, sin embargo, el encargado del Museo de El Cairo, conducido por el propio Abd-el-Rasul, se presentaba ante el hueco de entrada de la tumba.

Por una de esas pequeñas ironías del destino, tan corrientes, este encargado no era ni el joven ayudante al que debemos el descubrimiento de los ladrones, ni el profesor Maspero, que lo había sugerido. Un nuevo telegrama llegó a El Cairo, esta vez con indicaciones clarísimas, pero no lo recibió Maspero, que se hallaba de viaje. Y como era asunto urgente, fue preciso enviar un representante, y éste fue Emil Brugsch-Bey, hermano del famoso egiptólogo Heinrich Brugsch, entonces conservador del Museo. Cuando llegó a Luxor, su joven compañero en funciones de detective, que desempeñó con tanto éxito, seguía con fiebre. Hizo una visita protocolaria al Mudir y se enteró de que todos los interesados estaban de acuerdo en no perder tiempo para así evitar que los ladrones siguieran lucrándose y tomar posesión de la tumba cuanto antes. Por eso Emil Brugsch, acompañado sólo por Abd-el-Rasul y su ayudante árabe, partió hacia el lugar donde se hallaba la tumba en las primeras horas del día 5 de julio. Abd-el-Rasul, después de escalar audazmente las rocas, se detuvo señalando una grieta que de la manera más natural aparecía cubierta con piedras. Era casi impracticable y estaba oculta a toda mirada directa.

No era de extrañar que durante tres milenios nadie la hubiera percibido. Abd-el-Rasul desenrolló una cuerda que llevaba echada en los hombros y dio a entender a Brugsch que aquel era el único medio de bajar por el agujero. Brugsch, dejando al sospechoso guía bajo la vigilancia del ayudante árabe, persona de su entera confianza, no vaciló en aceptar la invitación. Con prudencia, no exenta del temor de ser víctima de un ardid del astuto ladrón, descendió poco a poco. Aunque tenía la leve esperanza de hallar algo, no podía sospechar, ni mucho menos, lo que realmente le aguardaba.

Después de descender a una profundidad de unos once metros, y cuando hubo llegado al fondo, encendió una antorcha y se adentró a pocos pasos; después de una curva muy pronunciada, se hallaba ante los primeros gigantescos sarcófagos.

Uno de los más grandes, situado inmediatamente detrás de la entrada, rezaba en su inscripción que allí se conservaba la momia de Sethi I, aquella que Belzoni buscara en vano, en octubre de 1817, en el sepulcro original del faraón, en el Valle de los Reyes. El resplandor de su antorcha iluminaba, además, otros féretros e innumerables objetos preciosos del culto egipcio a los muertos que descuidadamente se veían esparcidos por el suelo y sobre los ataúdes. Brugsch seguía su exploración y frecuentemente tenía que abrirse paso con dificultad. De pronto se vio ante la verdadera cámara sepulcral, que parecía enormemente amplia a la luz mortecina de la antorcha. Los féretros estaban todos revueltos, en parte abiertos, en parte aún cerrados, y algunas momias yacían entre innumerables enseres y joyas. A Brugsch se le cortaba la respiración. ¿Sabía realmente que se le ofrecía un espectáculo como jamás antes lo hubiera contemplado ningún europeo?

Se hallaba ante los cuerpos auténticos de los príncipes más poderosos del mundo antiguo. Unas veces trepando, otras caminando libremente, constató que allí yacía Amosis I (1580-1555 a. de J. C.), que añadió a su gloria la expulsión definitiva de los «reyes pastores», aquellos bárbaros hicsos, con lo cual, sin embargo, según los estudios modernos, no coincide la marcha de los israelitas de Egipto; estaba la momia de Amenofis I (1555-1545 a. de J. C.), quien más tarde se convertía en el santo protector de la necrópolis tebana. Y, entre los innumerables féretros de gobernantes egipcios menos conocidos, halló por último —y entonces, emocionado por lo que veía, tuvo que sentarse durante un momento— las momias de las dos figuras reales más poderosas, el reflejo de cuya gloria ha llegado a nosotros sin los estudios de los arqueólogos, sin necesidad de ciencia histórica alguna a través de los milenios, sino de generación en generación, por los conductos más diversos, relatos y leyendas. Halló los cuerpos de Tutmosis II (1501-1447 a. de J. C.) y de Ramsés II (1298-1232 a. de J. C.), llamado el Grande —en cuya corte se creía que se había educado Moisés, el legislador del pueblo judío y de Occidente—, los soberanos que gobernaron durante cincuenta y cuatro y sesenta y seis años, respectivamente, y que no sólo crearon sus Imperios con la sangre y las armas de sus súbditos, sino que supieron conservarlos mucho tiempo.

Cuando Brugsch, lleno de emoción, examinaba ávidamente las inscripciones de los féretros, sin saber apenas por dónde empezar, dio de pronto con la historia de las «momias ambulantes». Y delante de él surgió el macabro cuadro de aquellas noches en las que los sacerdotes habían sacado de sus tumbas a los faraones para protegerlos del robo y de la profanación y, después de varias estaciones, los habían colocado en nuevos sarcófagos, aquí en Der-el-Bahari, uno junto a otro. Con una mirada comprendió cómo entonces los había impulsado el miedo y la prisa, ya que algunas de las momias habían quedado sólo apoyadas, oblicuamente, en la pared. Y con verdadera emoción leyó más tarde, en El Cairo, lo que los sacerdotes habían confiado a los costados de los féretros: la odisea de los faraones muertos.

Contando el número de momias reales allí reunidas, llegó a la cifra de cuarenta. ¡Cuarenta momias! ¡Cuarenta restos mortales de los que antaño habían gobernado el mundo con poderío semejante al de los dioses! Durante tres mil años habían reposado en paz, hasta que un ladrón, primero, y luego él, Emil Brugsch-Bey, pudieron contemplarlas.

A pesar de todas las precauciones tomadas incluso antes de morir, los príncipes egipcios solían ser muy pesimistas. «Los que edificaban con bloques de granito, practicando salas ocultas en las gigantescas pirámides, realizando bellas cosas en esta hermosa labor… ven ahora sus aras de sacrificios tan vacías como las de los que, cansados y solos, perecen a lo largo del Nilo sin que nadie les asista».

Pero su pesimismo no les impedía seguir tomando nuevas medidas para conservar su cuerpo y garantizar su protección. Heródoto describe las costumbres en las ceremonias luctuosas y cómo eran embalsamados los cadáveres. Así se hacía, según propias informaciones, cuando recorrió Egipto, según texto que tomamos de Howard Carter: «Cuando fallece una personalidad de prestigio, las mujeres de la casa se echan tierra a la cabeza, incluso a la cara. Luego se alejan del difunto, salen corriendo de la casa para recorrer la ciudad con las faldas recogidas y se descubren el pecho dándose golpes. Todas las mujeres de la familia se unen al cortejo y las imitan. También los hombres se golpean el pecho. Después de estas ceremonias, trasladan el cadáver para embalsamarlo».

Ahora digamos algo de las momias. Esta palabra se presta a diversas interpretaciones, cosa explicable cuando leemos, por ejemplo, la observación del viajero árabe ya mencionado, Abd-el-Latif, del siglo XII, según el cual, en Egipto las momias se venden baratas para fines médicos. Mumiya o mumiyai es una palabra árabe y significa, en el sentido de Abd-el-Latif, asfalto o «pez judía», es decir, la destilación natural de las rocas bituminosas, tal como se recoge en la montaña de Derahgerd, en Persia. La momia es una mezcla de pez y mirra, decía el viajero árabe, y aún en los siglos XVI y XVII se hacía en Europa un comercio lucrativo con tal producto, e incluso en el siglo pasado el farmacéutico vendía momia como remedio para las hernias y ciertas heridas. Finalmente, momia es también el pelo y la uña de dedos cortados de los seres vivos; es una parte del hombre que equivale a su totalidad, por lo que se utiliza en los conjuros mágicos y partes de embrujamiento. Cuando hoy pronunciamos momia, nos referimos casi exclusivamente al cuerpo bien conservado de los egipcios. Antes, se distinguía entre la momificación «natural» y la «artificial», y se consideraban «momias naturales» aquellas que sin tratamiento especial se habían conservado sin descomponerse gracias a ciertas condiciones favorables; así, por ejemplo, los cuerpos de los religiosos del convento de Capuchinos situado cerca de Palermo, en el convento del Gran San Bernardo, en los sótanos de plomo de la catedral de Bremen, o en el castillo de Quedlinburg. Se hace todavía en nuestros días esta distinción, pero limitada, pues de las numerosas investigaciones realizadas por Elliot Smith, y del análisis de la momia de Tutankamón, hecho por Douglas E. Derry, resulta que el mérito principal de que los cuerpos se hayan conservado tan maravillosamente obedece menos a la complicada operación del embalsamamiento que al clima especialmente seco del país del Nilo, o sea al hecho de que el aire no contiene bacilos, como tampoco la arena. Así, se han encontrado momias perfectamente conservadas sin que estuvieran depositadas en un féretro y sin que les hubieran extraído las vísceras: sencillamente colocadas en la arena. Y no estaban peor conservadas que los cadáveres embalsamados, los cuales, unas veces por la resina, otras por el alquitrán o por los numerosos aceites balsámicos, o como cuenta el papiro de Rind, «por el agua de Elefantina, el natrón de Ilitiáspolis y la leche de la ciudad de Kim», con el transcurso del tiempo se habían hallado en estado de descomposición o convertidos en una masa informe. Durante el siglo pasado especialmente, se suponía que los egipcios poseían unos métodos químicos secretos. Hasta nuestros días no se ha logrado hallar una indicación auténtica, verdaderamente exacta y completa de la momificación. Pero hoy sabemos ya que en el empleo de los muchos ingredientes rituales, el significado místico de los mismos tenía a menudo más importancia que su eficacia práctica. Y hemos de tener en cuenta que el arte de la momificación, en el transcurso de varios milenios, ha cambiado varias veces. Así lo observaba ya Mariette al considerar que las momias de Menfis, las más antiguas, son casi negras, secas y muy frágiles, mientras que otras más recientes, de Tebas, son amarillentas, tienen un brillo mate y son frecuentemente elásticas, cosa que no se puede explicar únicamente por su diferencia de edad.

Heródoto nos relata tres maneras de momificar. La primera costaba tres veces más que la segunda, y la tercera era seguramente la más barata, hasta el punto de que hasta los empleados más humildes podían satisfacerla. No así, ni mucho menos, el hombre del pueblo, que sólo podía entregar su cuerpo a la clemencia del clima.

En los tiempos más antiguos, sólo se lograba conservar las formas puramente externas del cuerpo. Más tarde, hallaron medios para impedir que se arrugase la piel, de modo que podemos hallar momias con los rasgos de las facciones bien conservados que revelan aún su personalidad.

Por regla general, se trataba el cadáver de este modo: con un instrumento de metal, curvo y puntiagudo, se sacaba primero el cerebro por los orificios de la nariz; después con un cuchillo, se abría el abdomen y se quitaban los intestinos, a veces por el ano, y se colocaban en los vasos llamados canopas; se extraía también el corazón, y en su lugar se colocaba un escarabeo de piedra; luego se lavaba el cuerpo y se le «salaba» durante más de un mes. Por último se le secaba de nuevo, operación que, según algunos informes, duraba hasta setenta días.

Hecho esto, se colocaba el cadáver en varios féretros de madera o sarcófagos, que generalmente tenían la forma del cuerpo humano, o bien varios féretros de madera eran metidos uno dentro del otro y todos colocados en un gran sarcófago de piedra. El cadáver estaba tumbado, con las manos cruzadas sobre el pecho o sobre el vientre, o con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo. Generalmente se le cortaba el pelo, mientras que a las mujeres se les dejaba el cabello en toda su longitud, ondulándoseles maravillosamente. El pelo del pubis se afeitaba.

Para evitar que el cuerpo se deshinchase, se rellenaba de masilla, arena, resina, serrín o lino, añadiendo materias aromáticas y, cosa que nos parece extraña, también cebollas.

Igualmente se daba forma a los senos de las mujeres. Luego se iniciaba el proceso, lento sin duda, de envolver el cuerpo con vendas de lino y paños, los cuales, con el tiempo, quedaban tan empapados de alquitrán que los investigadores, a menudo, no podían desenvolverlos. Naturalmente, los ladrones, que sólo buscaban las numerosas joyas que había debajo de las vendas, no perdían el tiempo, sino que cortaban las vendas a capricho, por donde les parecía.

En 1898, Loret, entonces director general de la Administración de Antigüedades, abrió, entre otras tumbas, la de Amenofis II. También él halló «momias ambulantes», es decir, trece momias de reyes reunidas bajo la XX dinastía por los sacerdotes en pesado trabajo nocturno. Pero Loret ya no halló las preciosidades que Brugsch encontrara, aunque sí encontró aún las momias intactas. Amenofis reposaba en su sarcófago, pero todo el resto lo habían robado. A pesar de ello, y cuando más tarde, por indicación de Sir William Garstin, se cubrió de nuevo la tumba con un muro para que descansaran en paz los reyes muertos, pasados uno o dos años penetraron nuevos profanadores de tumbas, arrancaron a Amenofis de su sarcófago y causaron destrozos en su momia. Sin duda, también habían colaborado los guardianes, como en casi todos los robos acaecidos en milenios anteriores. Este caso demostraba que Brugsch había obrado bien al mandar quitar todos los objetos de la tumba colectiva, pues toda vacilación causada por un sentimiento piadoso, dada la situación egipcia del momento, era perjudicial.

Cuando Emil Brugsch-Bey escaló de nuevo aquel pozo estrecho, dejando allí las momias de los cuarenta faraones, ya iba pensando en la posibilidad de ponerlas a salvo. Dejar la tumba tal como estaba suponía invitar a que siguieran despojándola. Mas para sacar de allí todo lo depositado y llevarlo a El Cairo necesitaba ocupar un sinfín de obreros, a los que, forzosamente, debía reclutar en Kurna, la patria de Abd-el-Rasul, el pueblo de los ladrones. Cuando Brugsch pidió nueva audiencia cerca del Mudir, a pesar de todos los peligros, se había decidido a ello. Y a la mañana siguiente ya estaba en el lugar del trabajo con trescientos fellahs. Ordenó que se cercase el terreno y con su ayudante árabe seleccionó a un pequeño grupo que le inspiró más confianza que el conjunto de los demás. Mientras este grupo debía trabajar duramente —por ejemplo, levantar las piezas más pesadas, que necesitaban dieciséis hombres—, el pequeño grupo iba sacando uno a uno los objetos, mientras él y su ayudante los recibían, registraban e iban colocando en hilera al pie de la colina, trabajo que se realizó en cuarenta y ocho horas. Howard Carter, el moderno arqueólogo, observa lacónicamente: «¡Hoy día no trabajamos ya con tanta rapidez!». La prisa fue excesiva, también entonces, en lo que se refiere al interés arqueológico, pues el vapor de El Cairo se retrasó varios días. Brugsch-Bey mandó embalar las momias y los sarcófagos y los hizo transportar a Luxor, en donde permanecieron hasta el 14 de julio, día en que fueron embarcados.

Entonces sucedió algo que impresionó a Brugsch, al frío hombre de ciencia, más aún que el propio descubrimiento. Lo que acaecía mientras la embarcación se iba deslizando lentamente Nilo abajo ya no afectaba al científico, sino al hombre que aún no había perdido el respeto hacia las creencias y ritos de aquel pueblo.

Con gran rapidez se había extendido por todos los lugares del Valle del Nilo y el país qué clase de cargamento transportaba el barco. Y se reveló con ello que el antiguo Egipto, que antaño considerara a sus reyes como dioses, no se había extinguido aún. Brugsch veía desde la cubierta a centenares de fellahs que, con sus mujeres, acompañaban al barco, y así desde Luxor hasta la gran curva del Nilo, hasta Kuft y Kench, relevados por otros fanáticos compatriotas.

Los hombres disparaban sus armas de fuego en honor de los faraones muertos, las mujeres se echaban tierra y polvo en la cara y el cuerpo y se frotaban el pecho con arena. La embarcación seguía acompañada de lamentos que se oían desde muy lejos; un espectáculo fantástico era aquella procesión, exenta de toda fastuosidad y llena de emoción.

Brugsch no pudo soportar la impresión que aquel acompañamiento le producía y se ocultó. ¿Había obrado bien? Acaso a los ojos de los que proferían lamentaciones y se golpeaban el pecho, él no sería más que un vulgar ladrón, uno más entre aquellos profanadores de sepulcros, de aquellos bandoleros que durante tres mil años habían violado con tenaz saña las tumbas de los faraones. ¿Justifica esta actitud la necesidad de servir a la ciencia?

Howard Carter nos dio, muchos años después, una contestación clara. Basándose en los sucesos relativos a la tumba de Amenofis, hace la observación siguiente: «En este caso, hemos aprendido algo que recomendamos consideren los que nos critican y nos llaman vándalos porque quitamos los objetos de las tumbas. Trasladando las antigüedades a los museos, aseguramos su conservación; pero si las dejásemos en el lugar donde las encontramos, inevitablemente, más pronto o más tarde, serían presa de los ladrones, cosa que equivaldría a su desaparición o destrucción».

Cuando Brugsch-Bey desembarcó en El Cairo no sólo enriqueció su Museo, sino que proporcionó al mundo entero conocimientos precisos sobre todas aquellas magnificencias y grandezas insustituibles.