LADRONES EN EL VALLE DE LOS REYES
A principios del año 1881, un americano rico, interesado por el arte, remontó las aguas del Nilo hasta Luxor, población situada frente a la antigua ciudad regia de Tebas. Pretendía comprar algunas antigüedades. Despreciaba el comercio oficial, demasiado severamente dirigido desde la influencia de Mariette, y solamente se fiaba de su instinto, que le impulsaba a buscar por la noche, en las callejuelas oscuras, las trastiendas de los bazares y donde, finalmente, se puso en contacto con un egipcio de tez oscura que le ofreció algunos objetos aparentemente auténticos y de gran valor.
Permítase un breve comentario al método del americano. Hoy, ya todos los guías del turismo previenen a sus clientes sobre la compra clandestina de antigüedades. Y con razón, ya que la mayoría de esas llamadas antigüedades son obra de la moderna industria doméstica egipcia o incluso importadas de Europa. Con gran habilidad, los comerciantes imitan la autenticidad de los objetos. Así, incluso una persona tan entendida en arte como el historiador alemán Julius Maier-Graefe fue víctima de un engaño por el año 1920. Acompañado por un guía que entendía bien el negocio, halló en la arena, como por azar, una pequeña escultura. El hecho de que fuese él mismo quien la encontrara hízole creer que, en efecto, se trataba de un auténtico objeto antiguo, y bien escondida llevó la pequeña obra de arte al hotel. Más tarde, para que le hicieran una peana donde colocarla, fue en busca de un negociante y le consultó sobre el ejemplar. Aquél sonrió. Y Julius Maier-Graefe escribe: «El comerciante me hizo pasar a la trastienda, allí abrió un armario y me enseñó cuatro o cinco ejemplares idénticos, todos ellos cubiertos de arena milenaria. Procedían de Buzlau, pero él los había comprado al representante de la casa en El Cairo, un comerciante griego».
No sabemos por qué extraño y divertido hado, además de las falsificaciones «profesionales», la ciencia ha de enfrentarse también con otras sorpresas. Veamos, por ejemplo, el relato autobiográfico del famoso autor contemporáneo francés André Malraux, antes comisario en China y después ministro de Cultura del general De Gaulle. Por no ofrecer ninguna clase de duda, aunque naturalmente no debe ser tomado como regla general, es por lo que lo contamos aquí, sólo a título de hecho curioso. En el año 1925, Malraux conoció en un bar de Singapur a un coleccionista ruso que viajaba a expensas del Museo de Boston para comprar objetos de arte. Tras la primera conversación, en la que el ruso se mostró muy locuaz, le enseñó cinco pequeños elefantes de marfil, escalonados en su tamaño, comprados a un hindú.
«—Vea usted, amigo mío: voy comprando pequeños elefantes, y cuando hacemos excavaciones los meto en los sarcófagos abiertos antes de volverlos a cubrir de nuevo con tierra. Dentro de cincuenta años, cuando otras personas vuelvan a abrir estos sarcófagos, hallarán mis elefantes patinados y roídos por la humedad y se romperán la cabeza… Me gusta gastar estas bromas a mis sucesores en la tarea investigadora. En una de las torres de Angkor-Wat he grabado en sánscrito una inscripción un tanto incidental; cuando esté bien sucia, parecerá antiquísima. Y no faltará algún listo que la descifre. Hay que reírse un poco de la gente…».
Dejemos nuestra digresión y volvamos al americano, que como egiptólogo era un simple aficionado, aunque con algunos conocimientos. Por eso, una oferta del egipcio le emocionó un tanto y, sin tomar en consideración el principio de que se debe regatear siempre que se trate de orientales, adquirió un papiro; nunca hasta entonces había visto ninguno tan bien conservado y bello. Lo guardó en la maleta y, burlando la aduana y la inspección policíaca, marchó de Egipto precipitadamente. Llegado a Europa, apresuróse a hacer examinar el papiro por un experto, y entonces supo que, en efecto, no solamente había comprado un objeto de preciosa rareza, sino que además —aunque involuntariamente— había puesto de actualidad un problema muy extraño.
Pero antes de contarlo en detalle tenemos que estudiar, siquiera sea brevemente, la rarísima historia del Valle de los Reyes.
El llamado Valle de los Reyes, o los «Sepulcros de los Reyes de Biban-el-Muluk», se halla situado en la orilla occidental del Nilo, frente a Karnak y Luxor, ciudades donde se encuentran las inmensas salas hipóstilas y los templos del Imperio Nuevo, en esa amplia comarca, ahora devastada, que antaño albergó la necrópolis tebana. Allí surgió durante el Imperio Nuevo la necrópolis para los muertos distinguidos y, junto a ella, también los templos dedicados a los faraones y al dios Amón.
Para la administración y ampliación constante de esta gigantesca ciudad de los muertos se necesitaba numeroso personal, que estaba bajo la dirección de un funcionario especial que ostentaba el pomposo título de «Príncipe del ocaso y jefe de los mercenarios de las necrópolis». Los soldados de guardia residían en cuarteles; y en bloques de casas que llegaron a ocupar la extensión de pueblos, vivían los obreros de la construcción, canteros, pintores, artistas de toda clase y embalsamadores y momificadores: en una palabra, todos cuantos guardaban la parte mortal y los que creaban la envoltura eterna del ka.
Esto, como se ha dicho, sucedió en la época del Imperio Nuevo, cuando reinaban los hombres más poderosos que han gobernado Egipto, los «hijos del Sol» Ramsés I y Ramsés II. Eran los años de la XVIII dinastía, y sobre todo los de la XIX, aproximadamente de 1350 a 1200 antes de Jesucristo. Fue, pensando en las analogías de Spengler, lo que podríamos llamar el dominio de la civilización casi pura, el desarrollo del «cesarismo». Lo mismo que sucedió después en la Roma de los Césares, cuando la arquitectura heredada de Grecia derivó hacia lo colosal, exactamente igual la grandeza piramidal de los antiguos egipcios desembocó posteriormente en las fastuosas y gigantescas construcciones de Karnak, de Luxor y de Abidos; así sucedió también con Senaquerib, en Nínive, la «Roma asiria», y lo mismo se repitió —según Spengler— con el César chino Hoang-ti, y hacia el año 1520 en los gigantescos edificios indios. Era la época en que la cultura egipcia experimentó lo que sucede ahora entre nosotros, en los países occidentales, en relación con el Nuevo Mundo en torno a Nueva York, la ciudad de los rascacielos.
En un principio, cuando iba creciendo, esta ciudad de los muertos —la mayor necrópolis conocida—, especialmente al comienzo de la actividad constructiva en el Valle de los Reyes, recibió el impulso del rey Tutmosis I (1545-1515 a. de J. C.), que fue decisivo para la evolución posterior de la historia de Egipto y de su arte, sirviendo para fijar la fecha en la cual la primitiva cultura egipcia, tradicional, animada, se transformaba en otra forma de cultura que negaba toda tradición y carecía de alma y de forma orgánica.
Sea como fuere, Tutmosis I fue el primer rey que decidió separar su sepulcro del templo de los muertos, llevándolo a una distancia de kilómetro y medio, y ordenó que no se enterrase su cadáver en el fastuoso templo que se percibe desde muy lejos, sino en una cámara oculta en las rocas.
Quizá esto no nos parezca demasiado interesante. Pero tal decisión de Tutmosis suponía la ruptura brusca y violenta de una tradición de diecisiete siglos, ocasionando a su ka, y con ello a su posibilidad de supervivencia ultraterrena, unas dificultades imprevistas, al separar el sepulcro del templo donde los días de fiesta se hacían las ofrendas, tan necesarias para la existencia del ka. En cambio, y éste era el motivo externo de su decisión, a Tutmosis le parecía que con tales medidas ganaría una seguridad que no habían tenido sus antecesores, como lo demostraba la experiencia de los muchos sepulcros violados. Lo que le impulsaba a tal determinación y a dictar tales órdenes a su arquitecto Ineni, fue el pavoroso miedo que sentía ante el peligro de la destrucción de su momia, ante la violación de su sepulcro; miedo que existía a pesar de toda la corrupción racionalista, a pesar de que la religión se había hecho más mundana —la XXI dinastía era teocrática y la formaban sacerdotes de Amón, «reyes sacerdotes», cuyo poderío en el Estado había ido en aumento constantemente. A principios de la dinastía XVIII, de Tebas, no existía en todo Egipto casi ningún sepulcro real que no hubiera sido profanado, apenas una momia famosa que no hubiera sido despojada de parte de su «armadura mágica», con lo cual había sido violada para siempre. Y rara vez los ladrones de tumbas pudieron ser apresados, aunque sí sorprendidos y obligados a abandonar parte de su botín. Quinientos años antes de Tutmosis, un salteador que acababa de despedazar la momia de la esposa del rey Zer para poderla transportar mejor, fue sorprendido y escondió apresuradamente uno de los brazos disecados en un hueco de la pared del sepulcro, donde fue hallado por arqueólogos egipcios en el año 1900. Estaba intacto y bajo las vendas llevaba aún un precioso anillo de amatista, perlas y turquesas.
Ineni era el nombre del primer arquitecto de Tutmosis. Sólo podemos imaginarnos cómo debió de ser la emocionante escena de la entrevista entre el faraón y su arquitecto. Una vez adoptada la grave decisión de romper con la tradición milenaria, Tutmosis creería seguramente haber hallado solución para eludir el trágico destino de sus antecesores. Y esta solución debía ser guardada en el mayor secreto, y en secreto absoluto también debían mantenerse el lugar de la construcción y la disposición del sepulcro.
Por un acto de vanidad del arquitecto Ineni, sabemos hoy cómo se llevó a cabo la obra. En las paredes de su propia cámara sepulcral hizo representar la descripción detallada de su vida, relatando los pormenores sobre la construcción del primer sepulcro en forma de pozo o cisterna. Dice: «Yo solo vigilaba la construcción del sepulcro de Su Majestad. ¡Nadie lo veía, nadie lo oía!». Sin embargo, un arqueólogo moderno, uno de los hombres que mejor conocen el Valle de los Reyes y las dificultades de la construcción en este lugar, Carter, calcula que el número de obreros que sin duda empleó Ineni sobrepasaba el centenar. Y escribe con toda naturalidad: «Como es lógico, los cien o más obreros que sabían el secreto más querido del rey no podían moverse libremente, y con seguridad Ineni empleaba los medios más eficaces para mantener su silencio. Lo más probable es que las obras fuesen ejecutadas por prisioneros de guerra, que una vez acabado su trabajo fueron asesinados».
Pero, nos preguntamos, ¿acaso la radical ruptura con la tradición dio el resultado apetecido por Tutmosis? Su tumba, la primera en el Valle de los Reyes, se halla en la pendiente escarpada de un rincón solitario oscuro. Se horadó una escalera en la roca y después se hicieron otros pozos de la misma forma que, durante quinientos años, se habían construido los sepulcros de los faraones. Los griegos, por la semejanza de estos pozos con la famosa flauta alargada de los pastores, la syring o sirringa, los llamaban «siringas». Estrabón, el viajero griego del siglo I a. de J. C., describía ya cuarenta «sepulcros dignos de ser visitados».
No sabemos por cuánto tiempo Tutmosis gozó realmente de reposo. Sólo podemos decir que, calculado con los hitos de la historia egipcia, no puede haber sido demasiado. Juntamente con la momia de su hija y otras, la de Tutmosis fue secuestrada una vez, no para robarla, sino para resguardarla de los ladrones, porque su sepulcro ni siquiera en las rocas parecía seguro, por lo cual los reyes se disponían a ir juntando cada vez más los sepulcros de sus predecesores. Así, el personal de la guardia podía concentrarse y la atención no estaba repartida, a pesar de lo cual los ladrones seguían cometiendo sus fructíferas fechorías.
En la tumba de Tutankamón penetraron los profanadores a los diez o quince años de su muerte. En la tumba de Tutmosis IV, pocos años después de su fallecimiento, los ladrones dejaban incluso sus tarjetas de visita grabadas en la pared y destrozaban la tumba de tal forma que un siglo después, en el año VIII de su gobierno, el piadoso Horemheb ordenó al funcionario Kej que «restableciese el lugar de sepultura del rey Tutmosis IV, el Bienaventurado, en la preciosa morada de la Tebas occidental».
Pero la actividad de los salteadores alcanzó su apogeo en tiempos de la XX dinastía. Había pasado la época gloriosa de Ramsés I y Ramsés II, de Sethi y Sethi II. Los nueve faraones siguientes, también con el nombre de Ramsés, no tenían de aquél más que su ilustre nombre. Su gobierno era débil, se veía constantemente amenazado, y la corrupción constituyó una nueva fuerza tan poderosa como inaprensible. Los guardianes del cementerio se confabulaban con los sacerdotes, los más altos jerarcas con los jefes del distrito, y hasta el jefe de la Tebas occidental, el más alto funcionario, encargado de la vigilancia de la necrópolis, se puso de acuerdo un buen día con los propios violadores de los sepulcros. Y nos parece increíble cuando hoy día, por los hallazgos de papiros de la época de Ramsés IX (1142-1123 a. de J. C.), podemos ser testigos de un proceso contra ladrones de sepulcros que en aquella época llamó la atención; testigos en un proceso de hace tres mil años, donde los sacrílegos hasta entonces anónimos aparecen citados con sus propios nombres.
Un día, Peser, el jefe de la Tebas oriental, fue informado de que se habían practicado violaciones en sepulcros de gran importancia en la parte occidental. El jefe de la Tebas occidental era probablemente el problemático Pewero, que odiaba tanto a Peser como éste a aquél. Por eso, seguramente, Peser acogió con placer la ocasión que se le brindaba para desacreditar a su compañero de rango ante el visir Chamwese, que gobernaba todo el distrito tebano. Seguimos este interesante relato basándonos en lo que cuenta Howard Carter, quien fundamenta sus citas en la magnífica colección de documentos egipcios de Breasted, en los Ancient Records of Egypt.
Pero el asunto terminó mal para Peser, pues cometió la indiscreción de indicar en su denuncia el número exacto de tumbas despojadas: diez tumbas de faraones, cuatro de sacerdotisas y muchísimas de particulares.
Varios miembros de la comisión que Chamwese mandó para examinar el asunto, tal vez el mismo jefe, y hasta quizás el propio visir que los enviaba, se aprovecharon, sin duda, de los robos, cosa que ilustra sobre la prudencia de Pewero. Todos ellos cobraron su comisión, como diríamos hoy día, y seguramente conocían ya el fallo del juicio antes de atravesar el río. Efectivamente, ellos fallaron la causa con todas las formalidades jurídicas, no limitándose al problema de si efectivamente los despojos se habían realizado, sino demostrando con gran argucia dialéctica que la denuncia de Peser era falsa, ya que en lugar de diez tumbas reales sólo se había abierto una, y en vez de cuatro de sacerdotisas sólo fueron profanadas dos. No se podía negar el hecho de que efectivamente se habían despojado casi todas las tumbas particulares. Pero la comisión no vio en ello motivo alguno grave para citar ante los tribunales a un funcionario de tantos méritos como Pewero. ¡La denuncia fue rechazada! Al día siguiente, Pewero, triunfador —podemos imaginarnos muy bien el humor que le animaba—, reunió a los guardianes, administradores, artesanos, policía y a todos los árabes de la ciudad de los muertos, y organizó una manifestación que probablemente nosotros, en nuestro lenguaje, calificaríamos de «espontánea», haciéndoles ir al distrito oriental e incluso dando la orden de que pasasen ante la casa de Peser.
Esto era demasiado para éste, quien con razón lo interpretó como una provocación y, en un comprensible acceso de rabia, cometió el segundo error, esta vez más grave. Discutió violentamente con uno de los jefes del grupo de la ciudad occidental y, finalmente, ante testigos, manifestó muy excitado su intención de denunciar este hecho increíble directamente al faraón, saltando la autoridad del visir tebano.
Esto era lo que Pewero esperaba. Rápidamente fue a comunicar al visir el propósito de Peser de despreciar todo orden jerárquico. El visir convocó al tribunal y obligó a Peser, hombre torpe, a intervenir él mismo como juez de sus propios actos y tuvo que acusarse a sí mismo de perjurio y reconocerse culpable.
Esta historia es rigurosamente cierta, y a sus detalles, todos ellos comprobados, no se ha añadido nada; pero la cosa no terminó aquí.
Dos o tres años después se capturó una cuadrilla de ladrones de tumbas que, una vez se les hubo «fustigado en las manos y en los pies», hicieron una declaración que, sin duda, llegó a manos de un hombre insobornable, y éste no pudo silenciar los hechos. Han llegado hasta nosotros cinco nombres de aquellos bandidos. Se trata del cantero Hapi, el artesano artista Iramun, el campesino Amenemheb, el aguador Kemwese y el esclavo negro Ehenufer. Éstos declararon:
«Abrimos los féretros desgarrando las telas con que estaban cubiertos y así llegamos a la momia sublime de aquel rey… En su cuello había gran número de amuletos y de joyas de oro; su cabeza estaba cubierta con una mascarilla de oro; sus envolturas, de dentro y fuera, eran de oro y plata y estaban adornadas con toda clase de piedras preciosas. Arrancamos el oro que encontramos en la momia de este dios, los amuletos y joyas que adornaban su cuello y la envoltura en que reposaba. También hallamos a la esposa del rey y despojamos a la momia de todo lo que encontramos. Prendimos fuego a las envolturas y robamos los objetos que hallamos con ellas: recipientes de oro, plata y bronce. Lo repartimos todo, dividiendo en ocho partes el oro que hallamos en las momias de ambos dioses, así como los amuletos, las joyas y las envolturas».
El tribunal los declaró culpables. Por lo tanto, las declaraciones de Peser se vieron confirmadas, ya que entre las tumbas de que ahora se confesaban violadores estos ladrones se hallaba también una de las que al principio había citado Peser.
Mas parece ser que este procedimiento del tribunal, que juzgó también otros casos parecidos, no pudo acabar con el despojo sistemáticamente organizado del Valle. Sabemos, por expedientes judiciales, que las tumbas de Amenofis III, de Sethi I y de Ramsés II han sido profanadas. «… Y bajo la dinastía siguiente —dice Carter— parece ser que se desistió incluso de todo intento de vigilar las tumbas». A lo que Carter añade en este relato sombrío de las rapiñas: «El Valle tiene que haber presenciado cosas raras, y las aventuras que en él se desarrollaban eran audaces. Puede uno imaginarse cómo durante días enteros los salteadores consultaban entre sí sus proyectos, cómo de noche se reunían secretamente en las rocas, cómo sobornaban a los guardianes del cementerio o los aturdían con drogas, y luego cavaban con audacia en la oscuridad, abriendo un pequeño hueco hasta poder penetrar en la cámara interior y, a la débil luz de sus antorchas, buscaban febrilmente los tesoros que podían llevar, regresando, al rayar el alba, cargados de botín. Todo esto podemos imaginárnoslo dándonos cuenta al mismo tiempo de que era inevitable, ya que si un rey dotaba a su momia con adornos ricos y preciosos, como correspondía a su dignidad, contribuía él mismo a su destrucción. La tentación era demasiado grande. Una riqueza que superaba los sueños más codiciosos se ofrecía al que hallara el mejor medio de alcanzarla, y más pronto o más tarde, el profanador de sepulcros tenía que llegar a su meta».
Pero más emocionante tiene que haber sido otra escena. Ya hemos relatado varias hazañas de ladrones de tumbas, de sacerdotes traidores, de funcionarios sobornados, de alcaldes corrompidos, de toda esa red de confabulados delincuentes organizada en todas las capas de la sociedad. Petrie fue el primero en sospecharlo, cuando siguió las huellas de los ladrones en la tumba de Amenemhet. El panorama es tal que no parece que, especialmente en la época de la XX dinastía, hayan existido fieles que rindieran honores a sus faraones muertos.
Pero no es así. Al mismo tiempo que los ladrones se deslizaban con su botín por los senderos ocultos en medio de las sombras de la noche, pequeños grupos de fieles estaban al acecho en otros caminos. Por fuerza se veían obligados a seguir los mismos métodos de los adversarios para poder lograr lo contrario. El robo tan sólo podía ser evitado con otro robo más rápido aún. Y en esta lucha de guerrilla, esta especie de guerra preventiva de unos pocos sacerdotes fieles y funcionarios incorruptibles contra unos ladrones muy bien organizados y apoyados por muchos cómplices, tenemos que imaginarnos una actuación más misteriosa, unos preparativos aún más secretos, planeados en conjuraciones nocturnas y realizados contra los de los ladrones en lugares quizá muy poco distantes.
Hemos de recurrir a nuestra fantasía para oír cómo hablaban, con ardor y acento apagado, ante el sarcófago abierto iluminado por la luz de una antorcha, aquellos que, temiendo una sorpresa, ven en su imaginación unas figuras acurrucadas. El ser descubiertos no les acarrearía daño alguno, pues actuaban legalmente, pero la mirada de un funcionario venal hubiera informado a los ladrones sobre el faraón trasladado por precaución.
También podemos imaginarnos aquel grupo de sacerdotes fieles: caminando por parejas, o tres a lo sumo, con paso apresurado, tras el guardián, quizás el último que ha permanecido fiel a su oficio y que ahora los guía. Así trasladan penosamente los cuerpos embalsamados de sus reyes muertos. Van arrastrando las momias de tumba en tumba para protegerlas de un robo criminal. Se informan de nuevas conjuras contra la paz ultraterrena de sus faraones y se ven obligados a repetir sus azarosas excursiones nocturnas. Los reyes muertos, cuyas momias han de reposar hasta la eternidad, comienzan así una espectral peregrinación. Pero luego, de repente, aquello fue distinto. Tales espectáculos se repitieron probablemente a la luz del día. La guardia bloqueaba el Valle. Multitud de faquines y largas columnas de animales de carga transportaban uno de aquellos gigantescos sarcófagos desde su insegura cámara sepulcral hacia un nuevo escondite. Intervenían fuerzas armadas y, acaso de nuevo, testigos inevitables tenían que perder la vida en prenda del nuevo secreto.
Ramsés III fue sacado por tres veces de su tumba, siendo enterrado de nuevo. Amosis, Amenofis I, Tutmosis II e incluso Ramsés el Grande, cambiaron de lugar. Finalmente, por falta de nuevos escondites, se reunía a varios faraones en una misma tumba. En el año XIV, el tercer mes de la segunda estación, el día seis de Osiris, el rey Usermare —Ramsés II— fue trasladado, por el sacerdote supremo de Amón, Pinutem, para ser enterrado en la tumba de Osiris, Sethi I y el rey Menmare.
Pero en su nueva morada, con su fabulosa riqueza, tampoco están seguras las regias momias. Sethi I y Ramsés II son trasladados a la tumba de la reina Inhapi. Por último, en la tumba de Amenofis II se congregan varias momias de faraones, y las demás son sacadas de vez en cuando de sus tumbas originales, de sus primeros y segundos escondites y, por un sendero solitario que se puede seguir aún en nuestros días, son llevadas del Valle de los Reyes a una tumba que estaba excavada en las abruptas rocas de Der-el-Bahari, no lejos del gigantesco templo que allí empezara a construir la reina Hatsepsut.
Por fin, aquí, las momias reposaron en paz durante tres mil años. Seguramente, por una de aquellas casualidades que protegían también la tumba de Tutankamón, tras una primera profanación hecha con prisas, se perdió todo conocimiento sobre la disposición exacta de esta tumba: acaso una lluvia torrencial tapó la entrada situada al fondo del Valle. Otra casualidad de nuestra época, el viaje del coleccionista americano a Luxor, tenía que revelar que si esta gigantesca tumba colectiva de los reyes había sido descubierta de nuevo en el año 1875 de nuestra era también por azar.