PETRIE Y LA TUMBA DE AMENEMHET
Asombra la abundancia con que se han dado en la arqueología los talentos precoces. Schliemann, simple chico de una tienda de ultramarinos, habla media docena de idiomas; Champollion, a los doce años de edad, da su opinión en cuestiones políticas; Rich llamaba ya la atención a la edad de nueve años. Y de William Matthew Flinders Petrie, el gran medidor e intérprete de este grupo de arqueólogos, nos refiere una noticia biográfica que a la edad de diez años se interesaba extraordinariamente por las excavaciones egipcias, y que entonces pronunció la frase que durante toda su vida había de tener por lema: ponderando bien la veneración de lo antiguo y la curiosidad de saber, había que «rascar» la tierra egipcia grano a grano, no solamente para ver lo que escondía en sus profundidades, sino también para reconocer cómo había sido antaño lo ahora oculto, cuando vivió a la luz del sol. Tal dato, que no ha podido ser comprobado, pero que yo divulgo por ser curioso, apareció en Londres en el año 1892, cuando Flinders Petrie fue elegido profesor del University College, a la no muy temprana edad de treinta y nueve años.
Lo cierto es que, ya en su juventud, iban ligadas a su interés por las antigüedades una serie de aficiones que hasta entonces raras veces se habían dado unidas y que más tarde le serían de suma utilidad. Le entusiasmaban los experimentos propios de las ciencias naturales, se interesaba por la química y rendía un verdadero culto a lo que, desde Galileo, constituía el fundamento de las ciencias exactas, es decir, la matemática métrica. Al mismo tiempo, recorría las tiendas de antigüedades de Londres, examinaba las menores huellas del trabajo que ofrecía el objeto, y, aún alumno, se quejaba de que en el terreno de la arqueología, especialmente en el ámbito de la egiptología, todavía faltaran trabajos fundamentales, básicos.
Lo que Petrie echaba de menos siendo alumno, lo realizó él cuando fue mayor. Sus publicaciones científicas comprenden noventa tomos. Su «Historia de Egipto», en tres volúmenes (1894-1905), es la obra precursora de todos sus trabajos posteriores, llevados a cabo con una riqueza de exploración extraordinaria. Su gran relato «Diez años de actividad de investigador en Egipto, 1881-1891», publicado en 1892, constituye aún hoy día una lectura emocionante
Petrie, nacido el 3 de junio de 1853 en Londres, empezó su actividad de explorador de antigüedades en Inglaterra, publicando primero unos trabajos sobre Stonehenge, la famosa estación neolítica. Pero ya en 1880 marchó a Egipto. Contaba entonces veintisiete años; con algunas interrupciones, estuvo excavando durante cuarenta y seis años, o sea hasta el año 1926.
Halló la ciudad griega de Naucratis. De los montones de escombros de Nebesche, liberó uno de los templos de Ramsés. Cerca de Kantara, adonde antaño conducía la gran calzada estratégica de Egipto a Siria, y hoy aterrizan en una gran explanada los aviones, arañando en la arena extrajo de las «colinas de los enterradores» un campamento de mercenarios de Psamético I, e identificó el lugar que los griegos denominaban Dafne y los hebreos Tachpanches. Por último, se trasladó donde doscientos años antes, en 1672, el primer occidental curioso, el padre Vansleb, de Erfurt, ya había investigado: ante las ruinas de las dos colosales estatuas del rey Amenofis III, ya citado por Heródoto.
Los griegos las llamaban «columnas de Memnón». Cuando la madre Eos surgía del horizonte, su hijo Memnón gemía y se quejaba en un tono nada humano, pero que emocionaba a cuantos lo oían. Estrabón y Pausanias hablaban de ello. Mucho más tarde aún, Adriano (130 de nuestra era) visitó Egipto en compañía de su esposa para oír los lamentos de Memnón; y, en efecto, fueron recompensados, pues pudieron oír un sonido que les emocionó como ninguna otra cosa hasta entonces en su vida. Septimio Severo mandó restaurar la parte superior de las estatuas con bloques de asperón y el sonido desapareció. Hoy día, aún no podemos dar una explicación exacta de tal fenómeno, pero no hay duda de que se producía.
Era labor del viento y de los siglos. Vansleb vio todavía por lo menos la parte inferior de una estatua. Petrie solamente ruinas, por lo que no pudo más que valorar la altura de cada una de las figuras reales que allí habían asombrado al mundo antiguo con su gigantesco tamaño y su fenómeno acústico. Eran de unos doce metros. En el coloso meridional, la longitud del dedo corazón de una de las manos es de 1,38 metros.
Finalmente, no muy lejos de allí, Petrie encontró la entrada de la tumba de la Pirámide de Hauwara y también el sepulcro perdido de Amenemhet y de su hija Ptah-Nofru. También este hallazgo merece, aún hoy, la pena de ser narrado detenidamente.
En este libro no destinado a la biografía de Petrie, no podemos extendernos en la enumeración detallada de todas sus excavaciones. Petrie estuvo excavando durante toda su vida. No se especializó como Evans, que dedicó veinticinco años exclusivamente al estudio del palacio de Cnosos, sino que removió todo el suelo de Egipto y se asomó a tres milenios de historia humana desaparecida. Y lo característico de él es que se convirtió en el mejor conocedor de los detalles más insignificantes e íntimos que podía ofrecer la investigación en Egipto, es decir, de la cerámica y de la escultura menor, con lo cual trazó una nueva orientación, siendo el primero en aplicar el estudio de las artes menores para las determinaciones cronológicas, a la vez que conoció lo más grande y sublime que ha sobrevivido hasta nuestros días: esos sepulcros inmensos que son las pirámides.
El lector que ha conocido, en estos últimos párrafos, más bien la anécdota que la historia, más la narración que la descripción científica de los acontecimientos, puede sentirse impaciente. Espero que los capítulos siguientes satisfagan su justo anhelo.
En el año 1880 se presentó un extraño europeo en el campo de pirámides de Gizeh. Después de explorar el terreno, halló una tumba abandonada, con evidentes señales de que alguien antes que él ya había practicado una entrada en su puerta —acaso, incluso, hubiera utilizado aquel lugar como depósito—. Este hombre extraño comunicó al servidor que le llevaba el equipaje que pensaba instalarse y vivir en tal tumba. Al día siguiente, ya estaba acomodado. Sobre un cajón montó una lámpara, y en un rincón colocó un hornillo. William Flinders Petrie estaba en su casa; y por la noche, a la hora de las sombras azules, el inglés, casi desnudo, trepaba por los escombros amontonados al pie de la gran pirámide, llegaba a la entrada y, cual un espectro más en aquellos espacios muertos, desaparecía en su extraño refugio, en un sepulcro ardiente. Pasada la medianoche, salía de nuevo de su guarida; con los ojos irritados, torturado por el dolor de cabeza, bañado en sudor, como hombre que salía de un horno encendido, se sentaba ante un cajón y copiaba los datos tomados en las pirámides, las medidas, los cortes transversales y longitudinales, los desniveles de los pasillos… Y con todo ello planteaba las primeras hipótesis.
¿Qué hipótesis? ¿Había algún secreto en aquella pirámide que aparecía abierta a la vista de todos desde hacía milenios? Ya Heródoto la había admirado —sin mencionar la Esfinge— y los antiguos habían dicho de ella que era una de las siete maravillas del mundo. Maravilla es, literalmente, algo inexplicable. Para el hombre del siglo XIX, el siglo de la ciencia, racionalizado, mecanizado, carente de fe y sin sentido de lo sublime y de todo lo que no tiene utilidad material, ¿no había de plantearle problemas asombrosos la simple existencia de las pirámides?
Todo el mundo sabía que las pirámides eran tumbas, panteones, sarcófagos gigantescos. Pero ¿qué es, válgannos los dioses, lo que había inducido a los faraones a edificar sus tumbas en unas proporciones sin igual en el mundo? Así se opinaba entonces, al menos. Hoy día se conoce América Central y se sabe que en la jungla del país de los toltecas sucedía algo por el estilo. ¿Qué es lo que les había impelido a convertir su panteón en una fortaleza de accesos ocultos, puertas disimuladas y falsos pasillos que terminaban de modo insospechado ante un bloque de granito? ¿Qué había inducido a Keops a levantar sobre su sarcófago aquella mole pétrea de dos millones y medio de metros cúbicos de piedra caliza? El inglés que, noche tras noche, medio ciego, respirando con dificultad en el aire reseco de aquellos pasillos medio derruidos, iba trabajando penosamente, estaba decidido a resolver el enigma de la pirámide con los métodos científicos propios de su siglo, los secretos de su construcción y su forma arquitectónica, y todo lo que surgía como problema para él, que constantemente la contemplaba. Muchos de estos resultados han ido hallando su confirmación, y otros han sido rechazados después por nuevas investigaciones. Cuando ahora hablamos de las pirámides, no aprovechamos solamente lo que antaño descubriera Petrie, sino que al indicar las cifras nos servimos de los resultados de investigaciones más modernas. Pero si queremos seguir paso a paso las huellas de los que se han interesado por el trabajo de aquellos faraones, incluso las huellas de los ladrones que sólo anhelaban el tesoro escondido, tendremos que seguir los pasos de Petrie.
Nos hallamos en una época separada de la nuestra por más de cuatro milenios y medio. Del Nilo se va acercando una masa de esclavos desnudos, de tez blanca y morena, narices chatas y labios gruesos, todos con el pelo cortado al rape. Exhalando un olor a aceite malo y sudor, a cebollas y ajos —según Heródoto, se pagó únicamente para alimentar a todos los que trabajaron en la pirámide de Keops una suma equivalente a setenta millones de pesetas actuales—, gritando y gimiendo bajo el látigo de los capataces, caminaban sobre las losas pulidas de la carretera que se extendían desde el Nilo hasta el lugar de la construcción; gemían por el roce de las sogas que laceraban sus hombros al arrastrar los pesados bloques que se deslizaban lentamente sobre rodillos. Cada una de aquellas piedras medía más de un metro cúbico. Por encima de sus lamentos, sus aullidos, su agonía, la pirámide iba creciendo. Creció durante veinte años. Cada vez que el Nilo desencadenaba sus oleadas de fango, que era cuando no se podía trabajar, se aprovechaba la ocasión para reunir de nuevo a centenares de miles de hombres para Keops, para la construcción de su sepulcro, que se llamaba «Echet Chufu»: horizonte de Keops.
La pirámide iba tomando altura. Fueron transportados 2.300.000 bloques de piedra que fueron amontonados a fuerza de energías humanas. Cada uno de los cuatro lados medía más de 230 metros. La tumba de un faraón tiene casi la misma altura de la catedral de Colonia, más que la de San Esteban, de Viena, y mucha más que la basílica de San Pedro, de Roma, la mayor iglesia de la cristiandad, que juntamente con la catedral de San Pablo, de Londres, podría colocarse holgadamente dentro de la tumba del faraón egipcio. Todos los muros, construidos con roca y piedra caliza extraída de las márgenes del Nilo, comprenden 2.521.000 metros cúbicos, levantados en una superficie básica de casi 54.300 metros cuadrados.
Hoy día se va a aquellos parajes con el tranvía del disco 14, que deja muy cerca del campo de las pirámides, y allí los visitantes son recibidos por dragomanes, acemileros y camelleros vocingleros que les piden hachich. Ya se han extinguido los rumorosos lamentos de los esclavos, el viento del Nilo se ha tragado el restallido de los látigos y ha aventado el tufo de sudor. De todo aquello ha quedado la obra, esa inmensa construcción. ¿Una? No, muchas; pues hoy día, si subís a la pirámide de Keops, que es la mayor y más alta, y miráis el Sur, a la izquierda veréis la Esfinge; a la derecha, la segunda y tercera pirámides, la de Kefrén y de Micerino, las dos de gran tamaño, y, en la lejanía, otro grupo de monumentos gigantescos de los faraones, que son las pirámides de Abusir, de Sakkara y de Dachur. Las ruinas dan testimonio de muchas otras que existieron. La pirámide de Abu Roach ha sido explorada de tal modo que, desde arriba, se pueden ver las cámaras mortuorias que antaño estuvieron cubiertas por mil toneladas de pesadas piedras. La pirámide de Hauwara —en cuyos pasillos llenos de fango, Petrie siguió, en 1889, las huellas de los ladrones— y la de Illahum, construida de ladrillos sin cocer, han sido corroídas por el tiempo. Y la «falsa pirámide», «el Haram el Kaddab», como la denominaron los árabes, porque les parecía completamente distinta de todas las demás, situada cerca de Medum, ofrecía menor resistencia a la destrucción, a los embates del tiempo y de la arena. Y así, aunque quedó sin terminar, mide cuarenta metros de altura. Pirámides más antiguas, hasta la era de los faraones etíopes de Meroe. Son cuarenta y una pirámides las que forman el grupo septentrional del campo de Meroe y en ellas yacen treinta y cuatro reyes, cinco reinas y dos príncipes herederos. Pirámides construidas con sangre, sudor y lágrimas de multitudes esclavizadas. Sepulcros para unos pocos, que eran los únicos que contaban y que hicieron escribir para la eternidad su nombre, por centenares de millares de hombres sin nombre, en orgullosa piedra dirigida al cielo, ¿sólo para su gloria? ¿Por una voluntad de expresión monumental únicamente? ¿Nada más por la embriaguez del poderoso que ha perdido la medida de los demás mortales?
La intención que inspira la construcción de pirámides se halla en la especial fe religiosa de los egipcios. No en su creencia en los dioses —el número de dioses egipcios era inmenso—; tampoco en la sabiduría de sus sacerdotes, pues los ritos y los dogmas sufrieron alteraciones en su forma, lo mismo que los templos de los Imperios Antiguo, Medio y Nuevo; sino en el concepto fundamental de su idea religiosa, según la cual el camino del hombre seguiría más allá de su muerte corporal, hasta la eternidad. El más allá no es el cielo ni la tierra, y se halla poblado por los muertos, siempre que éstos se lleven todos los medios de vida que necesitan para su existencia, que es lo esencial. A esta existencia corresponde todo lo que antes les había acompañado en su vida terrenal. Un edificio sólido y alimentos para satisfacer el hambre y la sed; criados, esclavos y empleados; todos los objetos de uso diario. Pero lo más necesario era la conservación del cuerpo con una protección completamente segura ante toda influencia nociva. Sólo así era posible conseguir que el «alma», en egipcio baj, al volar libremente después de la muerte, pudiese volver a hallar en todo momento el cuerpo al cual pertenecía, así como su espíritu protector, el ka, personificación de su fuerza vital, nacido con él, pero que no perecía con la muerte del cuerpo, sino que seguía viviendo, para dar al ser fallecido la fuerza necesaria en el más allá. En aquel más allá donde el trigo alcanza alturas de siete varas, pero que debe ser igualmente cultivado.
Esta idea se manifiesta en dos hechos: en la momificación del cuerpo muerto —que conocemos también en los incas, los maoríes, los jíbaros y otros, aunque no en forma tan desarrollada ni mucho menos— y en la construcción de tumbas en forma de fortificaciones. Cada pirámide era una fortaleza destinada únicamente a proteger la momia en ella depositada y asegurada dos, o cinco, o diez veces contra todo enemigo, contra cada crimen posible y contra todo aquel que pretendiera perturbar la paz.
Millares de seres vivos eran sacrificados en aquellos trabajos forzados para dar perenne seguridad a un muerto en la vida eterna. El faraón que hacía construir su tumba durante diez, quince o veinte años, derrochaba las energías del pueblo, y además se arruinaba él mismo, así como también a sus hijos y descendientes. También debilitaba la economía del Imperio por muchos años después de su muerte, pues su ka exigía unos sacrificios constantes y un servicio permanente de sacerdotes —un faraón previsor prescribía ya de antemano que se reservaran los ingresos de doce pueblos para los sacerdotes que tenían que celebrar los sacrificios por su ka.
La fuerza de la fe vencía todos los embates y resistencias de las razones políticas y morales. La obra de los faraones —y no solamente la de ellos, pues el de menos poder se contentaba con la mastaba, tipo de panteón también caro, mientras la gente del pueblo era enterrada en la arena— era el fruto de un egocentrismo inmensamente exagerado que desconocía toda preocupación por la comunidad. Las pirámides no tenían la utilidad colectiva de los edificios enormes de la cristiandad, las catedrales y basílicas, ni servían para la piadosa reunión de los fieles; ni como las torres babilónicas, los zigurats, que eran sede de los dioses y santuario para todos. Las pirámides servían, esencialmente, sólo a uno: el faraón allí enterrado. Sólo a su cuerpo muerto, a su alma, a su ka.
No obstante, hay un hecho que llama la atención: el tamaño de los monumentos que mandaron construir los reyes de la IV dinastía, hace cuarenta y siete siglos, sobrepasa las medidas que prescribía la fe, la religión y hasta la seguridad. Posteriormente, observamos que muy pronto la construcción de pirámides perdió tal importancia, y esto en épocas en las que gobernaban faraones tan absolutos como Sethi I y Ramsés II, que incluso se identificaban con Dios más que los gobernantes anteriores y distaban más aún de la masa de los súbditos que los antiguos Keops, Kefrén y Micerino. Hay un motivo, bien es verdad que demasiado materialista para que pudiera satisfacernos del todo, que podría darnos la explicación de por qué cesaron los faraones de construir grandes pirámides. Es el hecho de que la audacia de los violadores de sepulturas para robar los objetos preciosos aumentó y de que en ciertos pueblos el robo se desarrolló durante unos siglos como una profesión de gran rendimiento; la compensación social que así buscaba el necesitado, frente a los siempre satisfechos, ya no garantizaba la seguridad de las momias en las pirámides, y esta evolución obligó a tomar medidas de protección completamente nuevas, por lo que construyeron tumbas de distinta forma.
La otra razón seguramente reside en la manera de enfocar morfológicamente la historia; viendo las culturas colocadas en una sinopsis de analogías cronológicas o, mejor dicho, de paralelismo entre los distintos estadios por ellas recorridos: un ascenso análogo y análoga decadencia. Y así, se registra siempre el fenómeno de que después del despertar de la conciencia cultural de un pueblo se propende a la monumentalidad ilimitada. Así, por ejemplo, a pesar de todas las diferencias, hay una relación indiscutible entre el zigurat babilónico, las monumentales construcciones románico-góticas de las catedrales de Occidente y las pirámides de Egipto. Todos ellos surgen en un punto análogo en el comienzo de una evolución cultural en la cual, con fuerza desmedida, se tiende a lo inmenso. No olvidemos que las catedrales góticas primitivas se hacían tan grandes que en ellas cabían holgadamente todos los habitantes de la ciudad donde eran erigidas. Con fuerza arrolladora no se detiene ante el abismo que plantean los cálculos más elementales de la estática, con absoluto desprecio de las leyes más someras de la mecánica.
En el siglo XIX, era del progreso técnico, no se podía creer que esto hubiera sido posible. El científico occidental no podía afirmar que tales edificios pudieran haber sido construidos sin «máquinas», ni poleas, y probablemente sin cabrestantes ni grúas. Pero el irresistible impulso hacia la monumentalidad había vencido todas las dificultades, y la fuerza cuantitativa, multitudinaria, de la cultura primitiva, equivalía a la fuerza de calidad de la civilización posterior.
Las pirámides fueron edificadas por la fuerza de innumerables músculos humanos. En las canteras se practicaban, con un torno, unos agujeros y en ellos se colocaban unos tacos de madera mojados para que se hincharan y de este modo hacer saltar como si se emplease pólvora, los bloques de granito de los montes de Mokatam. Luego, por medio de rodillos, se los arrastraba y transportaba. Una hilera de piedra tras otra iban formando la pirámide. Uno de los más difíciles problemas arqueológicos ha sido el hecho de saber si se seguía un plan de construcción único o varios —Lepsius y Petrie sostenían dos opiniones contrarias—; pero las investigaciones más recientes se inclinan a favor de Lepsius, y se supone que había varios proyectos. El trabajo realizado por estas personas hace 4.700 años era tal que, como dice Petrie, se podían cubrir con el pulgar los errores en las medidas de longitud y en las junturas de las piedras de la Gran Pirámide. Disponían los bloques de piedra de tal manera, que, hace ochocientos años, el escritor árabe Abd-el-Latif observaba lleno de admiración lo que aún hoy todo viajero, acompañado por un guía de agencia, puede comprobar en la gran sala de la pirámide de Keops, a la luz de magnesio y por medio de la cámara fotográfica: que allí se ejecutaba un trabajo maestro, ya que ni por las rendijas de unión de los bloques se podía «introducir ni una aguja ni un pelo». Y los antiguos constructores variaban esta técnica cuando en la cámara mortuoria propiamente dicha, para descargar el peso del enorme techo de granito, proyectaban encima cinco espacios vacíos. Aunque —como dijo un crítico erróneamente—, según cálculos modernos, con uno habría bastado, no debe olvidarse que en nuestra época de las vigas de doble T y soportes analizados por rayos infrarrojos, no sólo se construyen nuestros puentes con un incremento de seguridad de cinco, sino de hasta ocho o doce veces sobre lo previsto.
Las pirámides seguirán en pie aún por mucho tiempo. De la de Keops tan sólo ha desaparecido el pico, formándose una meseta de unos diez metros cuadrados en su altiva cima. En la parte exterior se ha desprendido el revestimiento liso consistente en una capa externa de fina piedra caliza de Mokatam, con lo cual queda al descubierto la piedra amarillenta de la obra maciza. Pero la pirámide sigue desafiando los siglos. Y, lo mismo que ella, muchas otras. Ahora bien, ¿dónde están los reyes que buscaron dentro de ellas la seguridad, el refugio libre de angustias para su cuerpo y su ka?
Aquí, el orgullo de los faraones se vio castigado por una trágica justicia, bien merecida. Los que no reposaban en fortalezas de piedra, sino en las mastabas, simples panteones bajo la tierra, o se tostaban en sencillas tumbas de arena, gozaban de más protección que los altos gobernantes. Los salteadores han burlado la ilimitada previsión de muchos de ellos. El sarcófago de granito de Keops fue violado y está vacío, no sabemos desde cuándo. El sarcófago lo halló ya Belzoni, en 1818, con la tapa rota y lleno de piedras. La tapa del sarcófago de basalto de Micerino, tan ricamente ornamentada, faltaba ya por el año 30 del siglo pasado, cuando el coronel Vyse encontró la cámara mortuoria del sepulcro; algunas partes del féretro interior de madera aparecían esparcidas por la estancia superior, y con ellas algunas partes de la propia momia real. El barco que transportaba el sarcófago a Inglaterra se hundió después ante las costas españolas.
Millones de bloques de piedra estaban destinados a proteger los cuerpos muertos y momificados de los reyes; además, sus tumbas contaban con pasillos tapiados, ardides arquitectónicos de ocultación que debían contener a los más audaces, evitando que se enriquecieran criminalmente, ya que las cámaras de los sepulcros contenían riquezas y tesoros apenas imaginables. La momia del rey, pues seguía siendo faraón cuando su ka se deslizaba en la momia para lograr una vida nueva en el más allá, necesitaba las joyas, los objetos de su uso personal, sobre todo los de lujo, los enseres valiosos de su vida cotidiana, las armas de oro y de metales nobles adornadas con lapislázuli y otras piedras preciosas, gemas y cristales. ¿Acaso las pirámides protegían de verdad? Como se ve, su pétrea mole no asustaba a los criminales, sino que, al contrario, más bien los atraía. Sus bloques de granito guardaban algo que su propia magnitud denunciaba de un modo claro: ¡Nuestra misión es ocultar algo muy importante!
Así, pues, los profanadores ejercieron sus malas artes en torno a las pirámides desde los tiempos más antiguos hasta los presentes, siempre con celo renovado. Con qué astucia, con qué perseverancia, con qué disimulo obraban, lo comprobó Petrie cuando sufrió su famoso desengaño en el sepulcro de Amenemhet.
Es preciso añadir algunas observaciones sobre lo más traído y llevado, desde hace unos cien años, aludiendo al famoso «enigma de la Gran Pirámide».
Ya conocemos el fenómeno: donde reina la inseguridad queda amplio espacio para la especulación. Pero hay que distinguir entre la simple especulación y la hipótesis. Esta última, elemento esencial de los métodos de trabajo de toda ciencia, partiendo del dato seguro, descubre perspectivas y posibilidades más o menos probables. Mas la especulación no tiene reparos; generalmente, ni siquiera arranca de puntos comprobados, sino imaginarios, y así se dan como conclusiones lo que no son más que simples fantasías y con alas de ensueño bordea los caminos más abstractos de la metafísica, las selvas más inextricables de la mística, los campos misteriosos del pitagorismo mal interpretado y de la cábala. Las especulaciones más peligrosas son aquellas que se emparejan con la lógica, con esa lógica a la que nosotros, hombres del siglo XX, nos sentimos siempre dispuestos a conceder nuestro aplauso.
Los hallazgos egipcios provocaron toda clase de especulaciones.
Ya hemos citado algunas al hablar de las interpretaciones de jeroglíficos anteriores a Champollion. Podemos añadir el intento más moderno de «sir Galahad»; tras ese seudónimo se oculta una mujer, la cual, en su obra titulada «Madres y amazonas», afirma, no como afirmación categórica, que los egipcios de tiempos históricos habían conocido el matriarcado en grado muy pronunciado. Digamos que «sir Galahad» presenta su tesis con fuegos de artificio tan deslumbrantes en estilo y lenguaje, que desearíamos que esta magia en la presentación fuera imitada alguna vez por un arqueólogo serio.
En este orden mencionaremos especialmente a Silvio Gesell, experto en economía y adepto teórico de la doctrina del libre cambio, que, desde el año 1945, vuelve a llamar la atención en Alemania. Gesell no se limitaba a propagar sus teorías, sino que planteaba un problema serio: ¿Acaso Moisés ha conocido la pólvora? Y con agudeza extraordinaria «prueba» que Moisés, en la corte de Ramsés, y con la ayuda de su suegro Jetro, que por ser sacerdote poseía determinados conocimientos secretos, utilizó el Arca sagrada de la Alianza como laboratorio de materias explosivas. El segundo libro de Moisés, en su capítulo 30, versículos 23 al 38, indicaba una receta para fabricar determinada materia explosiva. El zarzal ardiendo, los carros de combate egipcios que se vuelcan y cuyas ruedas son arrastradas por fuerzas misteriosas, la roca que salta de un golpe, el grupo de Korah tragado por la tierra que se abre, las murallas de Jericó que se derrumban por el toque de trompetas; todo esto, según Silvio Gesell, es producto de la ciencia, que llegó a fabricar, en su misteriosa Arca de la Alianza, los medios técnicos necesarios. ¿No había recibido Moisés las Tablas de la Ley bajo el disparo de morteros que echaban humo? ¿No necesitó el torpe ayudante del laboratorio cuarenta días para curar sus quemaduras?
La opinión de Silvio Gesell se ve apoyada en el campo de las ciencias naturales por Johannes Lang, que defiende con audacia la teoría del mundo vacío.
Lo esencial es que, desde los tiempos más remotos, fue precisamente la Gran Pirámide —la de Keops— la que había de encerrar el milagro de los números místicos. Este misticismo cabalístico no debe considerarse en un plano distinto al de los ejemplos antes indicados. Y nada altera el hecho de que también en nuestros días hombres de ciencia serios, personas que en sus estudios logran trabajos excelentes, se entreguen al misticismo de los números, a la cábala.
Frecuentemente se ha llamado «Biblia de piedra» a la Gran Pirámide. Conocidas las muchas interpretaciones simbólicas de la Biblia, podemos decir que son tantas como las de la Gran Pirámide. Por el plan, por la situación de las puertas y la orientación de los pasillos de las salas y de la cámara sepulcral se ha pretendido descifrar nada menos que la síntesis de toda la historia del género humano. Según esta «historia» contenida en la pirámide, un investigador anunció el comienzo de la primera guerra mundial para el año 1913, y los seguidores de tal superstición anotaron que se había equivocado «solamente en un año».
Sin embargo, los aficionados a la mística de los números se enfrentan en este caso con un material que nos sorprendería, si no lo redujésemos al punto a su valor normal. Por ejemplo, es un hecho irrebatible que las pirámides están orientadas exactamente según los cuatro puntos cardinales. Así, pues, la diagonal que, de Nordeste a Suroeste, pasa por la pirámide de Keops, coincide exactamente con la diagonal de la pirámide de Kefrén. La mayoría de las múltiples comprobaciones siguientes se basan en cálculos erróneos, en exageraciones más o menos conscientes, y en una ampliación excesiva de las posibilidades que ofrece todo edificio monumental cuando lo apreciamos con nuestras pequeñas unidades de medir.
Después de las primeras medidas tomadas por Flinders Petrie, se han hecho otras relativamente exactas de la Gran Pirámide. No olvidemos que toda medición moderna no es más que aproximada, pues ni se conserva la capa del revestimiento exterior de la pirámide, ni la cima.
Todo misticismo de cifras, cábala que se basa, habitualmente, según los entendidos, en unidades de centímetros, milímetros y fracciones de pulgada, está condenado de antemano al descrédito.
Añadamos a esto que debemos reconocer a los egipcios conocimientos extraordinarios en la ciencia astronómica, pero nunca podemos atribuirles el conocimiento de unidades de medida como, por ejemplo, la que representa el metro original conservado en París. A este respecto, recordemos que carecían de la noción histórica del tiempo, y así comprendemos todo lo extraño de su mundo ideológico, no orientado, como el nuestro, siempre hacia lo exacto.
Operando con valores de medida limitados no es difícil construir en este terreno teorías muy llamativas sobre estos edificios enormemente grandes. Es casi seguro que, si considerásemos la catedral de Chartres o la de Colonia estudiándolas con medidas de centímetro, podríamos lograr las conclusiones más insospechadas en valores de cifras cósmicas, por una elemental suma, resta y multiplicación, y llegar a deducciones cabalísticas sorprendentes. Tampoco el valor π debe ser objeto de elucubraciones misteriosas, pues su equivalente, el «número de Ludolf», era conocido por los constructores de pirámides.
Incluso si fuera cierto que los egipcios fijaban así realmente conocimientos astronómicos y matemáticos de categoría especial en las medidas de la Gran Pirámide —conocimientos a que ha llegado la ciencia moderna solamente en los siglos XIX y XX, como por ejemplo la distancia exacta de la Tierra al Sol—, no habría razón alguna para dar a estos valores un significado místico, ni mucho menos deducir de ellos profecía de ninguna clase.
En el año 1922, el egiptólogo alemán Ludwig Borchardt, tras un estudio detenido de la Gran Pirámide, publicó un libro titulado: «Contra el simbolismo de los números relativos a la Gran Pirámide de Gizeh». En esta obra hallamos argumentos en contra de la corriente mística.
Petrie fue un arqueólogo que no se detuvo ante ningún obstáculo. Tenaz, firme, siempre dispuesto a encontrar nuevas ruinas, con pasión inquebrantable, excavó en 1889 una enorme galería en la pirámide de ladrillos de un rey del país del Nilo —sin saber entonces que se trataba de Amenemhet III, uno de los más famosos príncipes de la paz de Egipto— y penetró transversalmente al no hallar la entrada, aunque comprobó que antes que él habían cavado otros, gentes de tiempos remotos cuya intención fue sólo violar la tumba, no para sacar a la luz del día una época pasada e instruir a los hombres contemporáneos, sino simplemente para robar.
Fue Petrie, el infatigable, quien dice que esos ladrones de no sabemos cuándo demostraron ser más infatigables que los actuales científicos.
Decidido a perforar la pirámide, partió del pueblo de Hauwaret-el-Makta, llegó a la construcción después de tres cuartos de hora de ir montado en burro, y al instante buscó la entrada allí donde la había encontrado en casi todas las otras pirámides: en uno de los lados. Pero no la halló, como no la habían hallado sus antecesores, porque no se encontraba en el lado oriental; por lo que decidió no perder tiempo; abrió un túnel transversal en los muros.
Esta decisión fue genial. Los medios técnicos de que Petrie disponía eran limitados y sabía que le esperaba una penosa tarea. Pero no sospechaba que estaría cavando durante semanas enteras.
Hay que imaginarse, con todo el poder de la fantasía, después de aquella fatigosa labor en medio del calor que reina en Egipto, trabajando con medios insuficientes y obreros poco activos, lo que significó el momento en que Petrie hizo caer el último trozo de pared que le permitía penetrar en la cámara del sepulcro felizmente hallada para… comprobar que otros hombres se le habían adelantado.
De nuevo nos hallamos ante la sensación que con frecuencia constituye el irónico premio del investigador, el resultado final de sus fatigas, esa terrible desilusión que sólo en los más fuertes evita la paralización total. Exactamente doce años después, un caso parecido hubiera podido darle por lo menos la satisfacción del mal ajeno. Unos modernos imitadores de los antiguos violadores de tumbas abrieron la de Amenofis II, fallecido alrededor del año 1420 a. de J. C., y buscando los tesoros del rey cortaron las envolturas de su momia. Quedaron decepcionados y, como ladrones, seguramente más amargados aún que Petrie. Sus antecesores en esta profesión no siempre lucrativa, hacía 3.000 años habían llevado a cabo tan perfectamente su trabajo que no dejaron a sus sucesores el más insignificante objeto.
La galería que Petrie había abierto era demasiado estrecha para sus hombros, pero su impaciencia no le permitía esperar que la ampliasen. Ató a un muchacho egipcio a una cuerda, le dio un candil y lo hizo introducirse en la cámara mortuoria. La cálida y débil luz de aceite alumbró dos sarcófagos abiertos, ¡violados, completamente vacíos!
Al hombre de ciencia sólo le quedaba la posibilidad de saber quiénes habían profanado la tumba. ¡Nueva dificultad! En la pirámide había entrado agua del fondo. Cuando Petrie amplió la primera galería y entró en la cámara, la cubría un agua arenosa, como más tarde en otra tumba de pozo donde hallará una momia cubierta de joyas. Y lo mismo que después, tampoco entonces esto le asustó. Con la piqueta tanteó el suelo, pulgada tras pulgada. Y así halló un recipiente de alabastro donde se veía grabado el nombre de Amenemhet. Y en otra cámara vecina encontró innumerables ofrendas, todas dedicadas, con indicación expresa del nombre de la princesa Ptah-Nofru, hija de Amenemhet III.
Amenemhet III, faraón de la XII dinastía, reinó en 1849-1801 a. de J. C. (según Breasted). Su dinastía duró doscientos trece años, y la época en la cual llevó las dos coronas de Egipto fue una de las más dichosas del país, poco antes arrasado por una guerra contra los pueblos bárbaros de sus fronteras y otra interior, contra los príncipes feudales, siempre prestos a la rebeldía. Amenemhet impuso la paz. Innumerables construcciones, entre ellas la canalización de un lago entero, servían igualmente a fines profanos y religiosos; sus medidas de tipo social se distinguen de los conceptos modernos de la civilización occidental, pero lo característico de Egipto es que, en contraste con tal progreso, continuaba la división en castas, y su economía basada únicamente en los esclavos y la providencial virtud del río.
«Él hizo reverdecer a Egipto más que el gran Nilo.
Colmó de fuerzas a ambos países.
Él es la misma vida que alienta en los conductos nasales;
los tesoros que da, son alimentos para sus seguidores;
él nutre a cuantos pisan su camino.
El rey es la vida del país, su boca es abundancia».
El gran mérito de Petrie consiste en haber localizado la tumba de este rey. Como hombre de ciencia, podía, pues, estar completamente satisfecho. Pero como explorador con piqueta, alguna otra cosa tenía que incitar aún su curiosidad. ¿Por qué camino habían llegado aquellos hábiles ladrones? ¿Dónde estaba la verdadera entrada de la pirámide? ¿Acaso los ladrones habían descubierto la puerta que él y los investigadores que le precedieron buscaron siempre?
Los ladrones habían seguido las huellas de los arquitectos. Y Petrie siguió las de los ladrones.
Esto sucedía muchísimos años después del robo y era una empresa análoga a la excavación de la primera galería, pues las aguas del fondo habían subido y el barro, los restos de tejas y los escombros habían formado un fango amasado y endurecido por el agua y el calor. Hubo momentos en que Petrie, el infatigable, arrastrándose con dificultad, casi cubierto del fango que le llenaba la boca y la nariz, tenía que avanzar de este modo. Pero él quería saber dónde estaba la verdadera entrada. Y la encontró. Contra todas las experiencias anteriores, contra toda tradición egipcia, estaba en el costado meridional. A pesar de ello, los ladrones la habían hallado. Ante este milagro, Petrie, herido en su honor de explorador, se preguntaba si tal «hallazgo» se habría efectuado normalmente; si habría sido el fruto de la natural agudeza de los ladrones, o el resultado de su tesón infatigable. Sospechaba algo raro e hizo sus averiguaciones.
Sistemáticamente, recorrió el camino que habían seguido los profanadores. Se veía ante los mismos obstáculos con que tropezaron ellos. Y cada vez consultaba con su propia inteligencia. Pero no era su inteligencia ni su experiencia la que le daba la solución que antes hallaron los ladrones. ¿Qué instinto misterioso les había conducido por las innumerables trampas, ardides y engaños proyectados por los arquitectos faraónicos?
Ahí había una corta escalera que terminaba en una antesala ciega. Quizá los ladrones habían supuesto que la salida era el techo mismo de la cámara, pues todo él constituía una trampa inmensa. Y ellos la habían deshecho fatigosamente, como los cacos modernos se afanan en forzar las cajas de caudales. Pero ¿dónde se hallaban entonces? En un pasillo, lleno de macizos bloques de piedra. Petrie, con su pericia, era el único que podía valorar todo el trabajo que requería el despejar simplemente esta galería. Y podía imaginarse la desilusión de los profanadores cuando, después de resuelta una gran dificultad, tropezaban de nuevo con otra estancia sin salida, y luego, eliminados los obstáculos, con una tercera cámara sin puerta también.
Por último vaciló. ¿Se vería obligado a valorar, más que su propio tesón y ciencia, el instinto de los que habían vencido todas las dificultades? No cabía duda: aquéllos habían tenido que cavar durante semanas, meses, incluso durante un año o más. Y ¿en qué circunstancia? Acaso bajo el miedo a los guardianes, a los sacerdotes, e incluso a los visitantes que constantemente traían las ofrendas y sacrificios al gran Amenemhet. ¿O acaso había sucedido de otro modo? La vanidad de Petrie, este hombre que tuvo que usar de tanto ingenio y experiencia para vencer las dificultades planteadas por los antiguos arquitectos para proteger a los reyes de los profanadores futuros, ese su ambicioso orgullo le obligaba a negar que el ingenio de unos vulgares salteadores hubiera bastado hacía siglos para descubrir tan complicados caminos. Tal vez, y de ello ofrecía indicios la literatura egipcia, los ladrones hubieran gozado, por así decir, de una complicidad profesional. Acaso los sacerdotes y los guardianes mismos les hubieran ayudado, trasmitiéndoles sus conocimientos secretos, indicaciones, datos y apoyo. Acaso se hubiese tratado de funcionarios fácilmente vulnerables al cohecho y a la corrupción. Así llegamos al gran «capítulo de bandidos» de la historia egipcia, que empezó ya en tiempos muy remotos y que halla su continuación en el Valle de los Reyes, continuación emocionante que no ha mucho alcanzó su punto culminante en un hecho criminal que, más que de la realidad, parece sacado de una moderna novela policíaca.