Capítulo XII

«¡CUARENTA SIGLOS OS CONTEMPLAN!».

Este libro sólo pretende dar una amplia visión de conjunto. Por eso vamos saltando de una cima a otra y no podemos dedicar bastante espacio a esa labor, propia de hormigas, de los eruditos, cuyo mérito ha sido no sólo ordenar y catalogar, sino también interpretar audazmente, hacer hipótesis creadoras y tener ideas fecundas.

Los grandes descubrimientos realizados en Egipto en los decenios que siguieron al trabajo de Champollion van ligados a cuatro nombres que, por orden de importancia, según nuestro criterio, son: el italiano Belzoni, coleccionista; el alemán Lepsius, catalogador; el francés Mariette, conservador, y el inglés Petrie, famoso medidor e intérprete. Seguramente será provechoso para el porvenir que se vea un símbolo en el hecho de que ciudadanos de estas cuatro grandes naciones europeas hayan colaborado en la misma obra y que todos ellos buscaran una misma meta, unidos por el mismo anhelo de saber e investigar la verdad, al margen de toda otra consideración, y sólo en nuestro siglo, el que menos puede vanagloriarse de tales triunfos, ocurre que tal labor esté subordinada de nuevo a particularismos nacionales o políticos.

«Uno de los hombres más notables en toda la historia de la egiptología», dice el arqueólogo Howard Carter, refiriéndose a Giovanni Battista Belzoni (1778-1823), «poco antes de llegar a Egipto, se había exhibido en un circo de Londres haciendo el número de fuerza». La observación de Carter se refiere más a la personalidad que al trabajo. De sobra sabemos que en la historia de la arqueología el outsider desempeña un papel importante. De todas formas, Belzoni es uno de los outsiders más extravagantes.

De distinguida familia romana, pero nacido en Padua, estaba destinado a la carrera eclesiástica. Mas antes de tomar el hábito se vio mezclado en intrigas políticas y, en vez de entrar en una cárcel italiana, ya dispuesta a acogerle, escapó a Londres. Cuéntase cómo este «gigante italiano» y «hombre fuerte» atraía todas las noches a un nutrido grupo de espectadores alrededor de la pista del circo donde actuaba. Sin duda, entonces no sospechaba aún sus futuras ambiciones arqueológicas. Parece ser que luego estudió la carrera de ingeniero mecánico, aunque también es muy posible que se dedicara a ganarse la vida como simple charlatán. En 1815 lo hallamos pretendiendo introducir en Egipto una noria mecánica capaz de dar cuatro veces más de rendimiento que las rudimentarias norias indígenas. De todos modos debió de ser muy hábil, pues consiguió el permiso para instalar su modelo nada menos que en el palacio de Mohamed Alí, el tirano más temido. Alí había comenzado su carrera siendo un simple albanés, miserable y pobre en extremo; luego traficó con café, se hizo militar y, por último, llegó a pachá y se hizo dueño de Egipto y de una parte de Siria y de Arabia, tierras todas dependientes del Imperio turco. Cuando Belzoni se acercó a él ostentaba el cargo de pachá, confirmado por la Sublime Puerta, y ocupaba el lugar del anterior gobernador turco, expulsado. Por dos veces aniquiló a las tropas inglesas y había ordenado una de las mayores matanzas conocidas en la Historia universal: reprimió una revuelta política de los mamelucos invitando a los cuatrocientos ochenta beys, con falsos pretextos, a una comida en El Cairo, donde los hizo asesinar a todos. Fuera de ésta y otras «proezas», Mohamed Alí, como se puede apreciar, era amigo del progreso, pero no quedó convencido con la noria de Belzoni. Éste, en cambio, mientras tanto, había recibido del suizo Burckhardt, que recorría África, una carta de presentación para el cónsul general británico en Egipto, Salt, y tan pronto como habló con el cónsul le prometió llevar «el colosal busto de Memnón» —la estatua de Ramsés II, ahora en el Museo Británico— de Luxor a Alejandría.

Los cinco años siguientes los pasó ocupado en trabajos de coleccionista. Primeramente coleccionó para Salt, luego por su cuenta. Recogía todo cuanto se le presentaba, desde minúsculos escarabeos hasta obeliscos. Precisamente durante el traslado, un obelisco se les cayó al Nilo y él se las ingenió para sacarlo de nuevo. Y toda aquella labor la realizaba en una época en la cual en Egipto, ya famoso como el más inmenso cementerio de antigüedades del mundo, saqueado sin orden ni concierto, nadie vacilaba en conquistar ese oro antiguo con métodos más arteros que los usados por los buscadores de oro que dos decenios más tarde invadieron California y Australia en su afán de conquista del oro natural. Allí no regían leyes, o no eran respetadas, y más de una vez las divergencias fueron decididas a tiros.

En este ambiente no puede extrañarnos que la pasión de coleccionar, que únicamente tendía al objeto y no al conocimiento, destruía más que descubría, dañaba más que enriquecía la cultura. Tampoco Belzoni, quien, como sabemos por su breve bosquejo biográfico, a pesar de su vida anterior había tenido tiempo de adquirir conocimientos sobre la materia, reparaba demasiado en los medios para la consecución del objeto de sus deseos. Y más de una vez hizo saltar la tapa de los sarcófagos, ritualmente sellados, por el expeditivo procedimiento de un ariete. Con tal método, que hace erizar los cabellos a cualquier arqueólogo moderno, nos parecería incomprensible que una persona tan escrupulosa como Howard Carter pueda decir de Belzoni que se le debería tributar pleno reconocimiento por sus excavaciones «y por el método como las llevó a cabo» si no pensásemos que Belzoni era hijo de su época y que, además, hizo dos cosas dignas de todo reconocimiento. En ambas fue el primero y con ellas sentó los primeros eslabones de una cadena aún no interrumpida.

En octubre de 1817 descubrió, en el valle de Biban-el-Muluk, cerca de Tebas, junto a otras, la tumba de Sethi I, antecesor del gran Ramsés, el vencedor de los libios, sirios e hititas. Aquella tumba medía cien metros. El sarcófago era magnífico, de alabastro, y hoy se halla en el Soane Museum de Londres. Mas el sarcófago estaba vacío desde hacía tres mil años y Belzoni no podía saber dónde paraba la momia, ni qué azarosos caminos había seguido. Con el descubrimiento de esta tumba comenzaron los importantes hallazgos del famoso Valle de los Reyes, cuyo punto culminante se alcanzaría solamente en nuestro siglo.

Medio año más tarde, el día 2 de marzo de 1818, nuestro italiano, como aún se hace constar en una inscripción colocada sobre la entrada a la vista de todo visitante, abrió la segunda pirámide de Gizeh, la pirámide de Kefrén, y penetró hasta la cámara mortuoria. Con estas primeras investigaciones comenzó su ruta práctica la egiptología, la ciencia de las pirámides, de las edificaciones más poderosas del mundo antiguo. En medio de la oscuridad de la primitiva época egipcia, enmarcada por aquellas gigantescas masas geométricas, se proyectaron los primeros rasgos humanos.

Belzoni no fue el primero que excavó en el Valle de los Reyes, ni tampoco el primero en buscar la puerta de entrada de una pirámide. Sin embargo, aunque le guiaba más el interés del oro que el de la ciencia, fue el primero que en los dos lugares, ante la cámara mortuoria y la pirámide, se preocupó de los problemas arqueológicos que aún hoy día, en los mismos lugares, se mantienen en pie sin resolver.

Belzoni se trasladó en 1820 a Inglaterra y organizó una exposición en Londres, en el Egipcius Hall de Piccadilly, construido ocho años antes.

El sarcófago de alabastro y un modelo de la tumba de Sethi I fueron los ejemplos de más categoría. Pocos años después, en un viaje de exploración a Tombuctú, falleció. Por su labor realizada, sin merecer que se le perdone la infantil tontería de perpetuar su nombre en el «Ramesseum» de Tebas, en el propio trono de Ramsés II, tontería que imitaron tantos otros Mr. Brown, Herrn Schmidt y Messieurs Blanc, «coleccionistas», para gran disgusto de los arqueólogos.

Belzoni no fue más que un gran coleccionista. Para coronar su labor hacía falta un ordenador y clasificador. Y éste fue Lepsius.

Alexander von Humboldt, viajero e investigador, fue quien sugirió al rey Federico Guillermo IV de Prusia —más fecundo en planes que en hazañas— que concediese los medios necesarios para una expedición cuyo director fue Richard Lepsius, que entonces contaba solamente treinta y tres años. La elección no podía ser más acertada.

Lepsius, nacido en Naumburg en 1810, había estudiado Filología y se graduó a los veintitrés años. A los treinta y dos consiguió un puesto como profesor supernumerario en Berlín. Un año después, tras una preparación de dos años, emprendió el viaje.

Se había calculado que la expedición duraría tres años, de 1843 a 1846, ya que para ello se contaba con lo que hasta entonces no había dispuesto ninguna otra expedición: ¡tiempo! No era la única preocupación el lograr un botín rápido, sino también explorar, comprobar e iniciar excavaciones allí donde se atisbara el éxito. Así, sólo en Menfis se ocuparon seis meses, y en Tebas siete. Si pensamos que en nuestro siglo se emplearon en una sola tumba, la de Tutankamón, varios años, nos parece escaso el tiempo que Lepsius destinaba a unas zonas tan enormes de ruinas; pero entonces el tiempo contaba mucho.

Los primeros éxitos que Lepsius logró tuvieron como consecuencia el descubrimiento del Imperio Antiguo en numerosos monumentos. (Llámase Imperio Antiguo al período primitivo de Egipto que se extiende aproximadamente desde el año 2900 hasta el 2270 a. de J. C., época de los faraones constructores de pirámides). Lepsius halló huellas y restos de treinta pirámides hasta entonces desconocidas, con lo cual el número de ellas se elevó a sesenta y siete. A ello se debe añadir una clase de tumbas hasta entonces completamente ignoradas, las llamadas mastabas (cámaras mortuorias en forma de diván, mastaba) de los nobles del Imperio Antiguo, ciento treinta de las cuales fueron examinadas y reconocidas por Lepsius. En Tell-el-Amarna dio con la figura del gran reformador religioso Amenofis IV. Y fue el primero en efectuar mediciones en el famoso Valle de los Reyes. Los relieves de las paredes de los templos, las innumerables inscripciones, en especial los abundantes cartouches con nombres de reyes, fueron calcados o copiados. Investigó en las fechas y llegó a calcular hasta el cuarto milenio antes de Jesucristo, según él creía, pues hoy sabemos que era hasta el tercero. Fue también el primero que ordenó cuanto veía y el que vio la historia egipcia, con clara sinopsis de su evolución, allí donde otros investigadores sólo habían visto confusos campos de ruinas.

Fruto de tal expedición fueron los tesoros del Museo Egipcio de Berlín; así como resultado del estudio de sus notas fue el gran número de publicaciones que aparecieron y que dieron principio con la lujosa obra en doce tomos —nieta de la famosa Description— sobre los «Monumentos de Egipto y Etiopía» e incluso unos estudios especiales sobre los problemas más dispares. Cuando falleció, en 1884, a los setenta y cuatro años de edad, su biógrafo, el alemán Georg Ebers, egiptólogo tan excelente como mal escritor, cuyas obras sobre el reino de los faraones, «Uarda» y «Una princesa egipcia», eran, todavía a fines de siglo, imprescindibles en toda biblioteca colectiva o juvenil, podía decir muy justamente que Richard Lepsius había sido el verdadero fundador de la moderna egiptología científica.

Dos publicaciones suyas son las que más aseguran este puesto al gran coordinador ante la posteridad. Se trata de la «Cronología de Egipto», publicada en Berlín en 1849, y «El libro de los reyes egipcios», que apareció un año después, también en Berlín.

Egipto no tenía, en la forma que nosotros poseemos, un punto de partida del cual arrancara su cronología, y también carecía de un sentido histórico como el nuestro. Únicamente la creencia en el progreso indefinido, propia del siglo pasado, que se creía en la cúspide de todos los tiempos, podía ver en ello la prueba de un primitivo sentido histórico. Oswald Spengler fue quien primero vio en aquella «falta» una característica concepción del mundo, un concepto del tiempo propio de los pueblos primitivos, que únicamente era «distinta» de la nuestra.

Donde falta la cronología, falta la Historia. Por eso no hay historiadores egipcios propiamente dichos, sino sólo cronistas, autores de anales incompletos con alusiones al pasado, pero en cuanto a rigor histórico no mucho más fieles a la verdad que los juglares que transmitían en sus cantares nuestras leyendas y tradiciones. Imaginemos por un instante que hemos de restablecer la cronología de la historia occidental por las inscripciones de nuestros edificios públicos, por los textos de los Padres de la Iglesia y por los cuentos de los hermanos Grimm. Pues bien, análoga era la tarea con que se enfrentaban los arqueólogos en sus primeros ensayos de reconstruir la cronología egipcia. Veamos, con algún detalle breve y ameno, esta labor de reconstrucción cronológica, pues nos da ejemplo de la inteligencia con que se aprovecharon todos los puntos de referencia suministrados por la arqueología y cómo se consiguió desentrañar la maraña de los cuatro mil años. Gracias a lo cual hoy la conocemos más exactamente que los griegos, por ejemplo; mucho más, desde luego, que Heródoto, que recorrió Egipto hace casi dos mil quinientos años. Para no insistir en la cuestión, digamos de una vez que hoy ya conocemos las fechas con más certeza que Lepsius en el año 1849 y, naturalmente, mejor que sus antecesores.

Aunque todas las fuentes egipcias debían ser recogidas con prudencia, fue, no obstante, el escrito de un sacerdote egipcio el que sirvió para fijar los primeros puntos de referencia: Manetón de Sebennytos, que alrededor del año 300 a. de J. C., bajo el reinado de los primeros Ptolomeos —es decir, poco después de la muerte de Alejandro Magno—, redactó ya en lengua griega una historia de su país titulada «Los hechos memorables de los egipcios».

Tal obra no se ha conservado en su totalidad y la conocemos sólo por los resúmenes de Julio Africano, Eusebio y Flavio Josefo. Manetón dividía la larga lista de los faraones por él conocidos en treinta dinastías, división que nosotros hemos seguido y que hoy día aún se emplea, aunque se saben las causas de los errores de Manetón. Un moderno historiador de Egipto, el americano J. H. Breasted, dice del libro de Manetón que «dicha obra no es más que una colección de cuentos populares infantiles».

Para enjuiciar opinión tan severa hemos de pensar que Manetón, a falta de todo precedente, y al enfrentarse con tres mil años, se halla aproximadamente en la misma situación que cualquier historiador moderno griego que hoy día, y sirviéndose sólo de las tradiciones nacionales, tuviese que esbozar la historia de la antigua Grecia y de la guerra de Troya. La lista de Manetón fue durante muchos años el único punto de referencia para los arqueólogos. Digamos incidentalmente que el término Arqueología engloba genéricamente a todas las ciencias que se ocupan en lo antiguo. Pues bien, la riqueza de los monumentos e inscripciones egipcios pronto hizo necesario un estudio especial, motivo por el cual desde Lepsius se habla de Egiptología, exactamente igual que más recientemente nos hemos acostumbrado a emplear el término Asiriología para referirnos al estudio arqueológico dedicado al país de los asirios.

Hasta qué punto los eruditos occidentales, en el transcurso del tiempo, se fueron alejando de Manetón y de sus cronologías nos lo revela el párrafo siguiente, donde se intenta precisar la fecha en que el rey Menes efectuó la primera unión de Egipto, es decir, la fecha dinástica más antigua con que empieza la historia de Egipto propiamente dicha.

Para Champollion dicha fecha es 5867, naturalmente, antes de Jesucristo; Lesueur, 5770; Bökh, 5702; Unger, 5613; Mariette, 5004; Brugsch, 4455; Lauth, 4157; Chabas 4000; Lepsius, 3892; Bunsen, 3623; Ed. Meyer, 3180; Wilkinson, 2320, y para Palmer, 2225. En los tiempos más recientes se retrocede un tanto en el pasado. Breasted señala la fecha de Menes en 3400; el alemán Georg Steindorff, en 3200, y las investigaciones más modernas hacia el año 2900. Evidentemente, cuanto más se retrocedía en el pasado tanto más difícil era señalar fechas. Para el período histórico reciente, es decir, para el denominado Imperio Nuevo y la llamada «época tardía», que ya había terminado en tiempos de César y Cleopatra, se podían aprovechar fechas comparativas con otras de la historia asiriobabilónica, de la persa, la hebrea y la griega. En 1859, Lepsius ya habló «sobre algunos puntos de contacto de las cronologías egipcia, griega y romana».

Para un pasado más lejano se hallaron de repente nuevas posibilidades de comparación y comprobación cuando en 1843 se pudo trasladar la llamada «placa real de Karnak» a la Biblioteca Nacional de París; dicha placa contiene un lista de los reyes egipcios desde la época más antigua hasta la XVIII dinastía. Y en el Museo Egipcio de El Cairo podemos contemplar hoy día las «placas reales de Sakara» encontradas en una tumba, las cuales en una parte contienen un himno a Osiris, el dios de los infiernos, y en la otra la oración del escriba Tunri dirigida a cincuenta y ocho reyes enumerados en dos columnas, encabezadas por Miebis y terminadas por Ramsés el Grande.

Más famosa y más importante aún para la egiptología es, sin embargo, la «lista real de Ábidos». En una galería del templo de Sethi I vemos a este faraón y, junto a él, aún como príncipe heredero, a Ramsés II. Ambos se hallan en actitud de venerar a sus antepasados y el primero mueve un incensario. Pues bien, de estos antepasados reales se citan setenta y seis nombres, en dos columnas. Se ven también dibujados gran cantidad de panes, cerveza, terneras, carne de oca, incienso y objetos rituales indispensables en la ceremonia de los sacrificios. Naturalmente, esta relación ofrecía grandes posibilidades de comparación, ya que era posible comparar el orden de la serie. Pero los datos no quedaban aún establecidos por orden cronológico.

A pesar de ello, diseminadas por varias partes, llegaban indicaciones concretas sobre la duración del reinado de ciertos faraones; otras, sobre la duración de tal o cual campaña bélica o sobre el tiempo empleado en la construcción de un templo; esto y la llamada «adición de la duración mínima» del gobierno de cada uno de los reyes, daba la armazón de la Historia egipcia.

Las primeras fechas indiscutibles, sin embargo, se obtuvieron con algo más viejo que el remotísimo Egipto, más antiguo que la historia humana, más antiguo que el hombre: el curso de los astros.

Los egipcios compusieron un calendario anual que desde la más remota antigüedad emplearon para calcular de antemano las crecidas del Nilo, de las cuales dependía la existencia del país, único calendario algo aprovechable de la Antigüedad, pero no el primero como veremos más tarde, aunque fue introducido ya en el año 4241 a. de J. C., según ha comprobado el alemán Eduard Meyer. Este calendario sirvió de base para el calendario juliano, introducido en Roma en el año 46 a. de J. C. y por el que se rigió todo el Occidente hasta el año 1582 de nuestra era, en que fue substituido por el gregoriano.

Los arqueólogos pedían ayuda a los matemáticos y a los astrónomos. Les dieron textos antiguos, inscripciones traducidas, alusiones jeroglíficas a los fenómenos del cielo y al curso de los astros, que, afortunadamente, no faltaban. Y según los datos sobre la salida de Sirio —el día primero del mes thout, o sea el 19 de julio, en que empezaba el año, coincidía con la salida de Sirio—, se logró fijar el comienzo de la XVIII dinastía con bastante exactitud, dándole la fecha de 1580 a. de J. C., e igualmente el principio de la XII, que coincidía con el año 2000, con un error posible no mayor de tres o cuatro años.

Ya se tenían algunos puntos fijos en los que era posible apoyar las cifras de los años de reinado de gran número de faraones. Entonces se advirtió que la duración atribuida por Manetón a ciertas dinastías era excesivamente larga; y hoy día sabemos de fijo que con frecuencia se equivocó en cantidad doble de la realidad. Y así, con esta columna vertebral de los tres milenios y con la cronología de este modo lograda por Lepsius, ya podía intentarse el esbozo de la historia de Egipto.

Para mejor comprender las cosas damos un breve resumen de la historia del país del Nilo. Añadamos incidentalmente que la mejor historia de Egipto es aún hoy día A History of Egypt, del americano J. H. Breasted.

La civilización egipcia es la civilización del río. Cuando aparecieron las primeras manifestaciones de vida política surgió, en el delta del Nilo, el Reino del Norte, y entre Menfis (El Cairo) y la primera catarata del río, el Reino del Sur.

La historia de Egipto propiamente dicha empieza con la unión de ambos reinos, que tuvo efecto aproximadamente en 2900 a. de J. C. bajo el rey Menes, con el cual comienza la primera dinastía.

La serie de dinastías que se sucedieron, para que podamos tener una visión más clara, se han reunido en tres grupos mayores, denominados Imperios. Las fechas, sobre todo las que se refieren a la primera época, son todavía hoy inexactas y al principio de la historia egipcia pueden tener un error de hasta un siglo. En las fechas y en la división hasta el Imperio Nuevo seguimos a Georg Steindorff. Luego seguimos una división adaptada a la finalidad de esta obra, pero en las fechas de las dinastías seguimos al mismo autor.

EL IMPERIO ANTIGUO (2900-2270 A. DE J. C.).

Comprende desde la I hasta la VI dinastías. Es la época del esperanzado despertar de la cultura que se forja sus primeras normas, su religión, su escritura y su primer lenguaje artístico. Es la época de los constructores de las pirámides de Gizeh, de los reyes Keops, Kefrén y Micerino, los tres de la IV dinastía.

Primer período intermedio (2270-2100 A. DE J. C.).

Se inicia con el catastrófico derrumbamiento del Imperio Antiguo y debe ser considerada como época de transición hacia una especie de feudalismo, a la vez que se mantiene en pie un Imperio ficticio en Menfis. Este período intermedio comprende desde la VII hasta la X dinastías y durante él reinaron más de treinta reyes.

EL IMPERIO MEDIO (2100-1700 A. DE J. C.).

La evolución del Imperio Medio se halla determinada por el hecho de que los príncipes tebanos derrotaron a los reyes de Heracleópolis y unieron de nuevo al país. Comprende desde la XI hasta la XIII dinastías, y constituye una época de esplendor cultural cuyos destacados monumentos arquitectónicos marcan la huella de cuatro soberanos de nombre Amenemhet y tres de nombre Sesostris.

Segundo período intermedio (1700-1555 A. DE J. C.).

Egipto se halla bajo el dominio de los hicsos, y abarca desde la XIV hasta la XVI dinastías. Un pueblo semita, los hicsos o «reyes pastores», invade el país del Nilo, lo conquista, lo domina durante un siglo, pero finalmente se ve expulsado por un príncipe tebano de la XVII dinastía.

Se ha supuesto relacionada con esta expulsión de los hicsos la leyenda bíblica de la salida de los israelitas de Egipto; pero esta tesis está hoy desechada.

EL IMPERIO NUEVO (1555-1090 A. DE J. C.).

Representa la época de apogeo político, del faraonismo «cesáreo», desde la XVIII hasta la XX dinastías. Las conquistas de Tutmosis III establecen las vitales comunicaciones con el Asia Menor, pueblos extranjeros quedan sojuzgados y sometidos a pagar tributos, por lo que el país recibe riquezas inmensas. Se reconstruyen numerosos palacios. Amenofis III inicia relaciones con los reyes de Babilonia y Asiria. Su sucesor, Amenofis IV —cuya esposa es la famosa Nefertiti—, es el gran reformador religioso, que en lugar de la antigua religión introduce el culto al Sol y desde entonces se hace llamar Eknatón. En las arenas del desierto funda una nueva capital; después de Tebas surge la nueva corte, que es todo un foco de cultura: aquel «versales» se llama Tell-el-Amarna. Pero la nueva religión no sobrevive al rey, a cuya muerte sucumbe en medio de cruentas guerras civiles. El yerno de Amenofis, Tutankamón, traslada de nuevo la corte a Tebas.

La cima del poderío político la alcanza sin embargo Egipto con los príncipes de la XIX dinastía. Ramsés II, más tarde denominado «el Grande», gobierna sesenta y seis años, en el transcurso de los cuales deja la impronta de su esplendor en monumentos arquitectónicos colosales erigidos en Abu-Simbel, en Karnak, en Luxor, en el «Ramesseum», en Abidos y en Menfis.

Después de su muerte se produce la anarquía. Ramsés III establece la paz y el orden durante un reinado de veintiún años, tras los cuales Egipto se ve de nuevo bajo el régimen de los sacerdotes de Amón, cada vez más prepotentes.

Tercer período intermedio (1090-712 A. DE J. C.).

Alternan varias épocas de prosperidad y de gran decadencia. De los reyes de la XXI hasta la XXIV dinastías nos interesa Sesonkis I, conquistador de Jerusalén, que saqueó el templo de Salomón. Bajo la XXIV dinastía, Egipto quedó a veces totalmente convertido en posesión etíope.

LA ÉPOCA TARDÍA (712-525 A. DE J C).

Bajo la XXV dinastía, Egipto es conquistado por los asirios mandados por Asarhadón. La XXVI dinastía logra otra vez unificar Egipto, pero sin Etiopía. Las comunicaciones con Grecia reaniman el tráfico, el comercio y la cultura. El último rey de la dinastía, Psamético III, es derrotado por el rey persa Cambises cerca de Pelusio, con lo cual Egipto pasa a ser una simple provincia persa. La historia egipcia propiamente dicha, es decir, la evolución de una cultura independiente característica, termina en el año 525.

EL DOMINIO PERSA (525-332 A. DE J. C.).

La dominación persa iniciada por Cambises, Darío I y Jerjes I se ve fortalecida con Darío II. La cultura egipcia vive, en esta época, de las tradiciones. El rico país del Nilo no es más que «botín de los pueblos fuertes».

PERÍODO GRECORROMANO (DE 332 A. DE J. C. HASTA 638 DE NUESTRA ERA).

En 332, Alejandro Magno conquistó Egipto y fundó Alejandría, que se convirtió en el centro de la cultura helenística. Mas el Imperio de Alejandro se derrumba pronto y Ptolomeo II devuelve a Egipto su soberanía política como país independiente. En los dos siglos que preceden al nacimiento de Jesucristo se suspenden las querellas dinásticas de los Ptolomeos. Egipto va cayendo lentamente bajo la influencia de Roma, y con los siguientes faraones sólo se mantiene la ficción de un Estado nacional, ya que en realidad Egipto es una provincia romana, una colonia explotada, el granero del Imperio.

El cristianismo penetra pronto en Egipto. A partir del año 640 después de Jesucristo surge una nueva dependencia, siendo Egipto una comarca del Imperio árabe de los califas; más tarde del Imperio turco, y sólo por la campaña de conquista de Napoleón se ve de nuevo ligado a la historia de Europa.

En el año 1850, Auguste Mariette, joven arqueólogo francés de unos treinta años, subía ansioso a la Ciudadela de El Cairo, recién desembarcado en Egipto, deseaba gozar inmediatamente de la vista sobre la ciudad tantas veces recomendada a los extranjeros; pero él no miraba una urbe, sino que contemplaba un reino; su visión era la de un hombre bien preparado culturalmente, y más allá de la barroca labor arquitectónica de los innumerables minaretes, veía él las siluetas de los monumentos inmensos que bordeaban el desierto occidental, percibiendo allí el latir de mundos pasados. Le había llevado a tal lugar una comisión urgente; mas la contemplación de aquel espectáculo decidió su destino.

Mariette nació en Boulogne en el año 1821. De joven se había dedicado ya a la egiptología; en 1849 fue nombrado asistente en el Museo del Louvre, de París, y entonces le encargaron la compra de unos papiros en El Cairo. Llegó a Egipto, vio el saqueo de antigüedades que allí se realizaba, y al poco tiempo ya no le interesó seguir regateando con los vendedores de antigüedades, sino dar comienzo a una actividad con la que pudiese ayudar a la definitiva conservación de aquellos tesoros.

Mariette vio que Egipto, sin sospecharlo, organizaba un fabuloso saldo de antigüedades, vendiendo a bajo precio cosas de muchísimo valor. Hombres de ciencia y turistas, excavadores y todos cuantos por cualquier contingencia pisaban territorio egipcio, parecían poseídos por el deseo de «coleccionar antigüedades», es decir, de saquear edificios antiguos y llevarse las joyas del país. Y los indígenas les ayudaban en tal tarea. Los obreros que trabajaban con los arqueólogos hacían desaparecer todos los pequeños objetos y los vendían a los extranjeros, que les parecían tan «locos» como para dar por aquello nada menos que monedas de oro puro. Y además de esto, se destruía sin reparo; siempre importaba más el éxito material que el científico. A pesar del ejemplo de Lepsius, volvían a reinar aquellos métodos tan en boga en tiempos de Belzoni. Mariette, que se vio invitado por todos sólo para investigar y cavar, reconoció en seguida que para el porvenir de la ciencia arqueológica había algo más importante: la conservación de lo hallado. Cuando decidió permanecer para siempre en Egipto, el único lugar donde se podían proteger y garantizar los tesoros, no soñaba en sus futuros triunfos ni sospechaba que pasados unos años lograría la formación del más grande museo egiptológico del mundo.

Pero antes de ser el gran conservador y creador de la vigilancia de los tesoros arqueológicos, Mariette fue también el tercero de los cuatro grandes egiptólogos del siglo pasado, que hemos citado antes, y adquirió fama como descubridor.

No llevaba mucho tiempo en Egipto cuando le llamó la atención un hecho extraño. En algunos jardines particulares de los altos dignatarios, así como ante los templos de construcción reciente, tanto en Alejandría como en El Cairo y en Gizeh, había expuestas numerosas esfinges de piedra de una semejanza sorprendente, exactamente lo mismo que las antiguas estatuas griegas en los lujosos jardines de los príncipes del Renacimiento. Mariette fue el primero en formularse esta pregunta: ¿De dónde venían esas esfinges? ¿De dónde habían sido sacadas?

El azar desempeña un papel importante en todos los descubrimientos. Cuando Mariette caminaba por las ruinas de Sakkara, a la vista de la gran pirámide escalonada, halló una esfinge de la que emergía de la arena sólo la cabeza. Mariette no fue el primero en observarla, pero sí en descubrir la semejanza de esta esfinge con las de El Cairo y de Alejandría. Y cuando encontró una inscripción que llevaba una invocación a Apis, el buey sagrado de Menfis, asoció todo lo leído, lo oído y lo visto, completando así su fantasía el marco del paisaje misterioso, olvidado, de cuya pasada existencia se tenía una ligera noción, pero cuyo lugar exacto de emplazamiento nadie sabía. Tomó a su servicio algunos árabes, él mismo empuñó el pico y descubrió nada menos que ciento cuarenta esfinges.

Igualmente halló la parte esencial del conjunto de la antigua Sakkara, tanto lo descubierto como lo enterrado bajo la arena, y el llamado Serapeum, en su forma latina, o Serapeion, en la griega, por constituir un conjunto de varios templos en honor del dios Serapis.

También bajo la arena, la hilera de esfinges comunicaba dos templos. Y cuando Mariette dio con ellos, además de las esfinges bien conservadas, había un sinfín de basamentos de otras cuyos «hombres leones» fueron robados al no cubrirlos la arena que constantemente, antaño como hoy, se va depositando sobre toda la extensión de la comarca. Encontró otra cosa a la que se había aludido en relación con las hileras de esfinges: ¡las tumbas de Apis, el buey sagrado! Descubrimiento que nos permite apreciar claramente algunas formas particulares del culto de los egipcios.

Como toda ceremonia religiosa extraña a nuestra mentalidad, nos parece terrible; y a los antiguos griegos les parecía tan extraña y terrible como a nosotros, pues en sus relatos de viaje se limitan a decir que es algo desacostumbrado, extravagante.

Mucho más tarde, los dioses de los egipcios adoptaron forma de simples mortales. Al principio, aparecían encarnados, para la conciencia religiosa de los antiguos, bajo la forma simbólica de plantas y animales. La diosa Hator «pervivía» en el sicómoro, el dios Nefertem en la flor de loto, la diosa Neit era venerada como escudo, en el cual aparecían dos flechas clavadas en forma de cruz. Pero la divinidad se manifestaba especialmente bajo la forma de seres irracionales. El dios Chnum era un macho cabrío; el dios Horus, un halcón; Tut, un ibis; Sucos, un cocodrilo; la diosa de Bubastis, un gato; la de Buto, una serpiente.

Al lado de estos dioses presentados en forma animal, se veneraba también al animal mismo, cuando se distinguían en él ciertas características. Y el más conocido, al que se atribuía el culto más solemne, era Apis, el buey sagrado de Menfis, al cual los egipcios creían «servidor del dios Ptah».

A este venerado animal lo tenían en el mismo templo y los sacerdotes lo cuidaban. Cuando moría, era embalsamado, se le dedicaban solemnes ceremonias y otro buey de las mismas características ocupaba su puesto. Surgían cementerios, dignos de la memoria de dioses y de reyes. Las sepulturas de gatos de Bubastis y Beni Hassan forman parte de estos cementerios de animales; y lo mismo las de cocodrilos de Ombos, las de ibis de Ashmunen y las de machos cabríos de Elefantina. Eran cultos extendidos por todo el país que en el transcurso de la historia egipcia sufrieron innumerables transformaciones, iban ligados al lugar, y tan pronto tomaban un gran impulso como quedaban olvidados durante siglos enteros. Si a nosotros esto nos parece demasiado extraño, e incluso acaso nos haga reír, imaginemos que a quienes pertenezcan a un círculo cultural distinto al nuestro seguramente les parecerán absurdas muchas de nuestras costumbres.

¡Mariette se encontraba en el mismo cementerio del sagrado buey Apis! Lo mismo que en las tumbas de los nobles, también allí, en la entrada, había una capilla. Un pozo oblicuo conducía desde allí a las tumbas, y en éstas, desde la época de Ramsés el Grande, reposaban todos los bueyes Apis. Un pasillo de unos cien metros de longitud conducía a las cámaras mortuorias. Otros trabajos de ampliación que se sucedieron hasta la época de los Ptolomeos extendieron estos pasillos hasta los trescientos cincuenta metros.

Bajo la luz oscilante de las antorchas, seguido por los obreros, que apenas se atrevían a hablar en voz baja, Mariette iba recorriendo una cámara mortuoria tras otra. Los sarcófagos de piedra, donde reposaban los bueyes, eran de duro granito negro y encarnado, todos ellos de una sola pieza bien pulida, y medían más de tres metros de altura, con una anchura de más de dos metros y una longitud no inferior a los cuatro metros. Se ha calculado que el peso de estos bloques sería de unos 65.000 kilogramos.

Muchos sarcófagos presentaban señales de haber sido violados. Mariette y sus sucesores sólo hallaron dos intactos y que contenían joyas. Los demás habían sido saqueados. ¿Cuándo? Nadie lo sabe. ¿Por quién? Los ladrones no dejan su nombre. La rapiña humana, más devastadora que la misma arena, era lo que todos los egiptólogos, a su pesar y con impotente rabia, tenían que comprobar cada vez que un descubrimiento premiaba sus trabajos. La arena eternamente errante que cubría templos, tumbas y ciudades enteras, borraba también todas las huellas.

Mariette se vio sumido en el oscuro terreno de los cultos olvidados. No podemos hablar más detenidamente de sus excavaciones e investigaciones en Edfu, Karnak y Deir el-Bahari. Todo ello le permitió echar una mirada a la vida cotidiana tan rica y brillante de los antiguos egipcios.

Hoy día, el turista que llega hasta las tumbas de los bueyes descansa en la terraza de la Casa de Mariette, a la derecha de la pirámide escalonada, mientras que a su izquierda queda el Serapeum, y allí sorbe una taza de café turco y los charlatanes guías le preparan para admirar el mundo de imágenes que allí le aguarda.

No muy alejado del Serapeum, Mariette descubrió la tumba del gran funcionario de la corte y latifundista Ti. En las tumbas de los bueyes se trabajó por última vez en la época de los Ptolomeos, y luego fueron interrumpidos los trabajos de modo tan súbito que un sarcófago negro, inmenso, se quedó justamente en la entrada sin ser transportado a su lugar.

El sarcófago del rico Ti era antiquísimo y estaba ya terminado cuando en 2600 a. de J. C. los reyes Keops, Kefrén y Micerino acabaron de construir sus pirámides. Esta tumba, residencia de la muerte, tenía una variedad de decoración de que carecían los demás monumentos anteriores. Mariette, que ya sabía bastante sobre las costumbres funerarias de los antiguos egipcios, esperaba hallar también en ésta, además de joyas y toda clase de objetos de uso cotidiano, muchas esculturas y relieves narrativos. Pero cuanto vio en las salas y pasillos superaba con mucho a todo lo que hasta entonces había encontrado respecto a representación detallada de la vida cotidiana.

Al opulento señor Ti le interesaba mucho saberse rodeado, incluso después de la muerte, de todo lo que realmente le acompañaba en su vida, en el trato comercial y en el ajetreo cotidiano. Bien es verdad que él mismo se ve, en el centro de todas las representaciones, tres o cuatro veces más grande que sus esclavos y el pueblo, haciendo destacar así en proporciones físicas, su gran poder y significación respecto a los inferiores y desheredados de la fortuna.

Pero en las primeras pinturas murales tan estilizadas y lineales lo que interesa son los detalles, y así, en los relieves, no solamente vemos el ocio de los ricos, sino la preparación del lino, la actividad de los segadores, gentes que conducen asnos; trilladores y demás trabajadores en las faenas de la recolección; vemos también una representación de todas las fases de la construcción de barcos, hace cuatro milenios y medio; la tala de los árboles, el trabajo de las planchas, el manejo de la azuela, de la apisonadora y de la palanca. Distinguimos muy claramente las herramientas, y vemos que conocían la sierra, el hacha e incluso el taladro. Vemos también a fundidores de oro, y sabemos del trabajo en los hornos, donde a temperaturas muy altas se soplaba el vidrio; también vemos a escultores y a picapedreros, y a curtidores trabajando las pieles.

Pero también hallamos, y esta escena se repite siempre, el gran poder que ejercía un funcionario de la importancia del señor Ti. Los alcaldes de los pueblos, que vienen a liquidar con él las cuentas, son arrastrados y, ante su casa, les aprietan el cuello de manera violenta y terrible. Interminables filas de campesinos le traen donativos; muchos criados le llevan animales para el sacrificio y vemos cómo los matan. Tales pinturas entran de tal modo en todos los detalles que nos permiten reconocer la habilidad del jifero para sacrificar los toros hace cuarenta y cinco siglos. Y sobre todo, podemos estudiar la vida particular del señor Ti como si por una ventana contemplásemos su propia casa. El señor Ti en la mesa, el señor Ti con su esposa, con su familia, el señor Ti cuando va a cazar aves, el señor Ti de viaje por el Delta, el señor Ti —y éste es uno de los relieves más hermosos— en una excursión por la espesura de un bosque de papiros.

El señor Ti está de pie, en una barca que se desliza por el agua, mientras los remeros atados se inclinan sudorosos. Arriba, en la espesura de las copas, vuelan los pájaros. El agua en la cual se boga está llena de peces y otros animales del Nilo. Una barca se adelanta. La tripulación lanza arpones contra las nucas grasientas de los rinocerontes, uno de los cuales muerde a un cocodrilo. Esta representación, a pesar de lo cerrado de la composición y de la claridad y seguridad de sus líneas, oculta un hecho terrible para nosotros, hombres del siglo XX: el señor Ti no solamente anda por la espesura de los bosques de papiros, sino que continúa abriéndose paso por la más cruda realidad de la vida.

En la época de Mariette, el valor inestimable de estas pinturas no residía en lo artístico, sino en el hecho de consistir en trabajos que delataban los detalles más íntimos de la vida cotidiana de los antiguos egipcios, porque no solamente nos enseñan lo que hacían, sino también cómo lo hacían. Gracias a ellas conocemos la característica de tales trabajos cuidadosamente ejecutados, aunque con medios muy elementales y rudimentarios en cuanto al procedimiento técnico empleado para vencer las dificultades materiales. Allí todo se hacía recurriendo a ingente cantidad de esclavos, y así, teniendo en cuenta estos métodos, nos parece más sorprendente que aquellos hombres llegaran a construir las pirámides. Pero en la época de Mariette aquello parecía sumamente enigmático. Estos métodos de trabajo son los que vemos no solamente en la tumba de Ti, sino también en la de Ptahhotep, alto dignatario, e igualmente en la de Mereruka, descubierta cuarenta años después, todas ellas situadas cerca del Serapeum. Algunos decenios más tarde aún se exponían en las columnas de la Prensa, en la literatura profesional y en los relatos de viajes, las más fantásticas hipótesis imaginadas por Mariette sobre los procedimientos secretos que los egipcios podrían haber empleado para construir sus ciclópeos edificios. Este enigma, que no encerraba ningún misterio, lo resolvería definitivamente un hombre que, cuando Mariette excavaba en el Serapeum, acababa de nacer en Londres.

Ocho años después de aquel día en que Mariette echó su primera mirada, desde la ciudadela de El Cairo, sobre el antiguo Egipto, ocho años en que viera por todas partes durante sus excavaciones la gran liquidación de antigüedades egipcias que se practicaba, aquel hombre llegado al país del Nilo para comprar papiros logró lo que parecía su tarea fundamental: fundó en Bulak el Museo Egipcio, y, poco después, el virrey le nombró director de la «Administración de Antigüedades egipcias» e inspector supremo de todas las excavaciones.

El museo fue trasladado en 1891 a Gizeh, y en 1902 asentaba su sede definitiva en El Cairo, cerca del gran puente del Nilo, construido por Dourgnon a fines de siglo en un estilo arcaizante muy bien logrado. El museo no era sólo una colección; era también un departamento de intervención. Todo cuanto a partir de entonces se descubría en Egipto, se encontraba por azar, o como resultado de excavaciones realizadas según un plan, pertenecía al Museo, a excepción de algunos ejemplares sueltos que se cedían a los excavadores serios, arqueólogos y hombres de ciencia de toda clase, a manera de gratificación honorífica. Así, Mariette logró interrumpir aquella almoneda, aquel saqueo de antigüedades, y él, francés de nacionalidad, conservó para Egipto lo que según la ley natural tenía que pertenecerle. Egipto, agradecido, le erigió un monumento en los jardines que se hallan ante el Museo, llevó allí su cadáver y lo enterró en un bello sarcófago de mármol.

Su obra creció al cundir su ejemplo. Sus sucesores, los directores Grébaut, Morgan Loret y especialmente Gastón Maspero, organizaron todos los años expediciones arqueológicas. Con Maspero, el Museo se vio envuelto de un incidente criminal muy comentado; mas esto pertenece al capítulo que dedicamos a las tumbas reales. Antes hablaremos en otro capítulo del hombre que hace el número cuatro en la lista de los grandes egiptólogos que crearon los cimientos de esta ciencia, un famoso arqueólogo inglés que se trasladó a Egipto cuando Mariette estaba próximo a la muerte.