UN ACUSADO DE ALTA TRAICIÓN DESCIFRA LOS JEROGLÍFICOS
Ya a los doce años de edad, estudiando el Antiguo Testamento en su versión original, Champollion afirmó en un trabajo escolar que la forma de Estado republicano era la única razonable. Formado en las tendencias ideológicas propias del siglo de la Ilustración, que fueron causas de la Revolución francesa, hubo de sufrir luego las consecuencias del nuevo despotismo por el que se deslizaba el régimen revolucionario en edictos y decretos y que terminó manifestándose de manera descarada con la coronación de Napoleón Bonaparte como emperador. Mientras su hermano se convertía en un entusiasta admirador de Napoleón, él siguió siendo un puritano, un crítico severo de todos los éxitos y ni siquiera en su más íntimo pensamiento secundó la carrera triunfal de las águilas imperiales francesas.
No vamos a enjuiciar en esta obra sus ideas políticas, pero tampoco podemos, al narrar la vida del egiptólogo, silenciar el hecho de que siguiendo el ferviente e indómito deseo de libertad, tan en boga entonces, empuñó la bandera tricolor e intervino en la conquista de Grenoble. Champollion, que ya había sufrido lo suyo bajo el duro régimen de Napoleón, se declaró después enemigo de los Borbones y con su propia mano arrió la bandera de la flor de lis del torreón de la ciudadela e izó la tricolor, la misma que quince años antes había ondeado triunfante por toda Europa y que entonces le parecía de nuevo un símbolo de la libertad, Champollion estaba otra vez en Grenoble. El 10 de julio de 1809 había sido nombrado profesor de la Universidad. Es decir, a los diecinueve años de edad era profesor allí donde poco antes había sido alumno, y entre sus propios discípulos había muchachos que dos años antes se habían sentado con él en los bancos escolares. ¿Es de extrañar que tuviera enemigos, que se viera envuelto en una red de intrigas en una época en que las intrigas tanto prosperaban, especialmente entre los profesores de más edad que se sentían postergados, defraudados, relegados a segundo plano por aquel jovenzuelo?
Las ideas que defendía el joven profesor de Historia consistían en proclamar sus anhelos de verdad, cifrando en ello la meta más alta de la investigación histórica. Pero al decir verdad se refería a la Verdad absoluta y no a una verdad bonapartista ni borbónica. Por eso pedía libertad para la ciencia, insistiendo siempre en que la libertad absoluta no podía verse limitada por decretos ni prohibiciones dictados por las exigencias del poder. Exigía lo mismo que aquellas cabezas febriles de los primeros días de la revolución habían proclamado y que a partir de entonces se había venido traicionando de año en año.
En suma, como era político, fatalmente tenía que chocar con la realidad diaria, y como que nunca traicionó sus ideas, frecuentemente se sintió desalentado y defraudado. Por ejemplo, cuando escribe una cita a su hermano, que otro cualquiera hubiera tomado de las palabras finales de la moraleja del Candide de Voltaire, el famoso cultivemos nuestro jardín, él, buen orientalista, lo toma de uno de los libros sagrados del Oriente y escribe: «¡Fertiliza tus campos! En el “Zend Avesta” se dice que es mejor fertilizar cuatro pulgadas de tierra seca que ganar veinticuatro batallas, y yo opino lo mismo».
Y cada vez más envuelto en intrigas, enfermo por causa de ellas y víctima de las maniobras de sus colegas, vio reducido su sueldo a la cuarta parte, por lo que escribe poco después: «Está decidida mi suerte: pobre como Diógenes, trataré de comprarme un tonel y ponerme un saco como vestido. Luego esperaré que me mantenga la conocida generosidad de los atenienses».
Compone sátiras contra Napoleón; pero cuando éste ha caído el 19 de abril de 1814, fecha en que los aliados entran en Grenoble, pregunta con amargo escepticismo si ahora, una vez derrocado el régimen del déspota, comenzará realmente el régimen ideal soñado. Él tiene sus dudas sobre ello.
Pero la violencia de sus sentimientos en pro de la libertad del pueblo y de la ciencia jamás consigue nublar su otra pasión, su entusiasmo por el estudio de la antigüedad de Egipto. Su fecundidad sigue siendo increíble. Se dedica a los menesteres más secundarios, a lo más alejado de su tema principal; hace un diccionario copto y al mismo tiempo escribe piezas de teatro para los salones de Grenoble —entre ellas, un drama sobre el tema de Ingenia—. Escribe la letra de tres canciones de moda, chansons de matiz político que saltan de su pluma a la calle, cosa que sería inconcebible en un erudito alemán, pero que en Francia obedece a una tradición que se remonta al siglo XII con el famoso Pedro Abelardo. Y además de todo esto se ocupa de lo que para él es el objeto central de su trabajo: profundiza, cala cada vez más hondo en los secretos de Egipto, que no abandona ni en los días en que las calles hierven a los gritos de Vive l’Empereur! o Vive le Roi! Escribe muchísimas composiciones, prepara libros, ayuda a otros autores, se dedica a la ruda tarea de la enseñanza y se tortura con estudiantes mediocres; esfuerzo que acaba por atacarle los nervios y minar su salud. En diciembre de 1816 escribe: «Mi diccionario copto se va haciendo cada día más grueso, mientras a su autor le sucede lo contrario». Por eso suspira cuando llega a la página 1069 y aún no puede concluir el libro.
Llegan los famosos Cien Días, que contienen el aliento de Europa entera al verse por última vez bajo las garras de Napoleón, que derrumba de un manotazo audaz el edificio tan fatigosamente levantado tras su derrota. Otra vez se convierten los perseguidos en perseguidores, los que gobiernan en gobernados, el rey en fugitivo, y Champollion se ve obligado a salir de su biblioteca. ¡Napoleón ha vuelto!
Con un sensacionalismo verdaderamente de opereta, la Prensa servil de entonces escribe día tras día: «¡El malvado ha huido!». «¡El ogro ha desembarcado en Cannes!». «¡El tirano llega a Lyon!». «¡El usurpador está a sesenta horas de la capital!». «¡Bonaparte se acerca a pasos agigantados!». «¡Napoleón estará mañana ante nuestras murallas!». «¡Su Majestad se halla en Fontainebleau!».
El 7 de marzo, Napoleón, en su marcha hacia la capital, llega a Grenoble. Golpeando con su tabaquera llama a la puerta de la ciudad. Es de noche y a la luz de las antorchas se desarrolla una nueva escena cómica de la Historia universal; durante un minuto terriblemente largo, Napoleón se enfrenta completamente solo ante los cañones de una plaza fortificada, donde los artilleros corren de un lado a otro. Por último, alguien grita: «¡Viva Napoleón!»; y entra el aventurero para salir de Grenoble como emperador, ya que Grenoble, corazón del Delfinado, significa estratégicamente nada menos que la posición clave, la baza decisiva de su velocísima campaña.
Figeac, el hermano de Champollion, que ya antaño era entusiasta del emperador, es ahora su admirador más ferviente. Napoleón pide un secretario particular y el alcalde le presenta a Figeac deletreando mal su nombre intencionadamente: Champoleón.
—¡Magnífico! —exclama el emperador—, lleva la mitad de mi propio nombre.
A Champollion, que asiste a esta escena, Napoleón le pregunta por su trabajo y se entera de su gramática copta y de su diccionario. Y mientras Champollion permanece impasible —desde los doce años había tratado familiarmente a personas que se hallaban más cerca de los dioses que Napoleón—, el emperador queda prendado del joven erudito; charla largo rato con él y en un capricho de emperador le promete mandar imprimir sus dos obras en París. Pero no se contenta con ello, sino que al día siguiente le visita en la biblioteca y vuelve a hablar de sus estudios lingüísticos. Y todo en aquellos días y horas en que estaba en camino de recobrar su Imperio. Dos conquistadores de Egipto se hallaban frente a frente. El uno hacía entrar en sus ambiciosos proyectos geopolíticos al país del Nilo, en este momento en que volvía a brillar su estrella; pensaba construir mil esclusas para asegurar indefinidamente la regularidad del río, y decide inmediatamente declarar el idioma copto como lengua popular universal; el otro, que nunca había visitado Egipto, pero que en su espíritu había vivido en aquel imperio antiguo desaparecido ya mil veces, sueña también con ambiciosos proyectos y llegará a conquistarlo por el valor de sus conocimientos y de su inteligencia.
Pero los días de Napoleón están contados. Rápida como su segundo ascenso es también su segunda derrota. La isla de Elba fue su punto de partida y, tras los Cien Días, Santa Elena será su lecho de muerte.
Los Borbones entran de nuevo en París. Pero ya no son fuertes ni poderosos y por ello no sienten grandes deseos de venganza, a pesar de lo cual también se pronuncian centenares de sentencias condenatorias y «llueven las multas, como antaño el maná para los judíos». Figeac está entre los perseguidos por haberse comprometido al seguir a Napoleón a París. Y los procedimientos expeditivos que siguen los muchos envidiosos que el joven catedrático tenía en Grenoble, no distinguen entre los dos hermanos, ya que incluso se les confundió en sus trabajos científicos. Acaso fuera también porque el joven Champollion, en las últimas horas de los Cien Días, al mismo tiempo que desesperaba por reunir mil francos para adquirir un papiro egipcio, ayudase a fundar la pomposamente denominada Confederación del Delfinado, liga secreta que declaraba defender la causa de la libertad y que ahora era sospechosa.
Cuando los monárquicos marcharon sobre Grenoble, Champollion estaba en las fortificaciones y animaba a los soldados a la resistencia, sin saber en que lado había mayor libertad. Pero ¿qué sucede de pronto? En el momento en que el general Latour comienza a bombardear el centro de la ciudad, al ver en peligro las conquistas de la ciencia y el futuro de su trabajo, Champollion se aleja de las fortificaciones y, abandonando toda política y todo interés militar, va al segundo piso del edificio de la biblioteca y acarreando agua y arena, él solo en el enorme cascarón, resiste así el cañoneo exponiendo su vida por la salvación de sus papiros. En los días que siguen, Champollion, destituido de su cátedra, acusado de alta traición y exiliado, empieza el trabajo de desciframiento definitivo de los jeroglíficos. Al año y medio de destierro sucede otro período de trabajo infatigable. Grenoble y París son de nuevo sus puntos de residencia. Le amenaza de nuevo otro proceso de alta traición. En el año 1821 abandona la ciudad, donde, de pronto, se había convertido de alumno en académico, y ahora en fugitivo. Pero un año más tarde publica una Lettre a M. Dacier relative a l’alphabet des hiéroglyphes phonétiques, documento que contiene las bases del desciframiento y que le da a conocer al mundo entero, ese mundo cuya mirada se vuelve hacia las cuestiones hasta entonces no esclarecidas, hacia el enigma de las pirámides y de los templos antiguos poco ha descubiertos.
Por raro que nos parezca, este hecho era evidente: los jeroglíficos estaban a la vista de todo el mundo y sobre ellos habían opinado y escrito varios autores antiguos, de los cuales los de la Edad Media occidental habían hecho interpretaciones cada vez más diversas; y ahora, con la expedición de Napoleón a Egipto, innumerables copias llegaban a los eruditos e investigadores, pero, a pesar de todo, no habían sido descifradas. Aquello no sólo revelaba incapacidad e ignorancia colectiva, sino el resultado de individuales criterios erróneos que perpetuaban el error.
Heródoto, Estrabón y Diodoro viajaron por Egipto y habían mencionado los jeroglíficos como una incomprensible escritura de imágenes. Horapolo, en el siglo IV d. de J. C., había dejado una descripción detallada de su significado, y las alusiones de Clemente de Alejandría y de Porfirio eran poco comprensibles. Es lógico que ante la falta de un punto de referencia más seguro, el trabajo de Horapolo fuera tomado como clave de todos los estudios. Éste, sin embargo, hablaba de los jeroglíficos considerándolos como una escritura de imágenes, por lo cual, durante centenares de años, todas las interpretaciones se hicieron buscando el sentido simbólico de tales imágenes. Y esto llevaba a cualquier aficionado a dejar volar la fantasía, pero los hombres de ciencia estaban desesperados ante tal confusión.
Cuando Champollion logró descifrar los jeroglíficos y se comprobó cuánto había de verdad en Horapolo, se puso de manifiesto la evolución del primitivo simbolismo, en el cual una línea ondulada representaba el agua, otra horizontal, la casa; una bandera, el dios. Tal simbolismo, aplicado al pie de la letra por los continuadores de Horapolo en la interpretación de inscripciones posteriores, llevó por rumbos equivocados.
Estos rumbos eran pura aventura. El jesuita Athanasius Kircher, hombre de gran imaginación —fue, entre otras cosas, el inventor de la linterna mágica—, publicó en Roma, de 1650 a 1654, cuatro volúmenes con traducciones de jeroglíficos, de las cuales ni una sola era justa, ni siquiera se aproximaba a la interpretación exacta. El grupo de signos «autocrátor», atributo de los emperadores romanos, era leído por él como «Osiris es el creador de la fertilidad y de toda la vegetación, y su fuerza engendradora es traída por el sagrado Mophta del cielo a su reino».
De todos modos había reconocido ya el valor del estudio del copto, esta tardía forma del idioma de Egipto, valor que otros muchos investigadores negaron.
Cien años más tarde, De Guignes declaró ante la «Academia de Inscripciones», de París, basándose en comparaciones jeroglíficas, que los chinos parecían haber sido colonizados por los egipcios. Casi todos los investigadores pueden hablar gratuitamente de un «parece», pues siempre es fácil hallar alguna que otra huella. De Guignes había leído el nombre del rey, Menes, pero uno de sus adversarios alteró esta lectura por la de «Manouph», cosa que motivó en el incisivo Voltaire un ataque a los etimólogos, «para quienes las vocales no cuentan nada y las consonantes muy poco». Otros investigadores ingleses de la misma época se distinguían de la última tesis afirmando que eran los egipcios quienes provenían de la China.
Era de creer que el hallazgo de la piedra trilingüe de Rosetta acabaría con todas las hipótesis fantásticas, pero sucedió lo contrario. El camino de la solución presentábase ahora de manera tan manifiesta, que hasta los menos entendidos se atrevían a enfrentarse con este problema.
Un anónimo de Dresde señalaba todas las letras del corto fragmento jeroglífico de la piedra de Rosetta según el texto griego. Un árabe, Ahmed ben Abubeker, «revelaba» un texto que el orientalista Hammer Purgstall, hombre serio, incluso traducía. Un anónimo de París veía en la inscripción del templo de Dendera nada menos que el texto del salmo 100, y en Ginebra se publicó la traducción de las inscripciones del llamado «obelisco de Panfilia», que debía de ser «un relato escrito cuatro mil años antes de Jesucristo acerca de la victoria de los fieles sobre los infieles».
La fantasía entraba en juego unida con la arrogancia y necedad extraordinarias del conde Palin, que pretendía haber reconocido al primer vistazo lo que significaba la piedra de Rosetta. Basándose en Horapolo y en doctrinas pitagóricas de la Cábala, interpretó su simbolismo tan rápidamente que en una noche consiguió el resultado, dándolo a conocer ocho días más tarde al público, y, según propia afirmación, «sólo por esta rapidez se veía libre de los sistemáticos errores a que uno se expone con largas reflexiones».
En medio de estos fuegos artificiales en torno a los desciframientos, se veía a Champollion ordenando, comparando, examinando, ganando paso a paso la cima de una penosa labor; y en su ruta no le faltaron contratiempos y desalentadoras sorpresas. El abate Tandeau de Saint-Nicolas, por ejemplo, redactó un folleto donde demostraba con la mayor claridad que los jeroglíficos no eran ninguna clase de escritura, sino un simple medio de decoración.
Sin inmutarse, Champollion escribe en 1815, en una carta sobre Horapolo, lo siguiente: «Su obra se titula Hieroglyphica, pero no interpreta lo que llamamos jeroglíficos, sino sólo el valor simbólico de las esculturas sagradas, es decir, los símbolos que aparecen en escultura y que se distinguen de los jeroglíficos propiamente dichos. Esto es contrario a la opinión general; pero la prueba de lo que digo se halla en los mismos monumentos egipcios. En las representaciones escultóricas vemos éstos de que habla Horapolo, como la serpiente mordiéndose la cola, el buitre en la posición por él descrita, la lluvia celeste, el hombre sin cabeza, la paloma con la hoja de laurel, etc.; pero nada de esto se ve en los jeroglíficos propiamente dichos».
En aquellos años solía verse en los jeroglíficos un valor sistemático análogo a una especie de epicureísmo místico, doctrinas secretas cabalísticas, astrológicas y gnósticas, alusiones a la agricultura, el comercio, la administración y la vida práctica; se leían en ellos párrafos de la Biblia e incluso textos de la literatura anterior al Diluvio, tratados caldeos, hebreos y también chinos: «algo así como si los egipcios no hubieran tenido su propio idioma para expresarse», comenta Champollion.
Todos estos intentos de interpretación se basaban más o menos en Horapolo. Mas quedaba un camino para el desciframiento, y éste iba contra Horapolo. Tal fue el camino que emprendió Champollion.
Pocas veces se puede fijar fecha a los grandes descubrimientos del espíritu humano, ya que generalmente son el resultado de innumerables y lentos procesos de la reflexión, de un trabajo de muchos años sobre el mismo problema hasta llegar a ese punto crucial de lo consciente y de lo inconsciente, de una atención constantemente dirigida a una meta y un sueño feliz. Y raras veces se produce la solución de manera fulminante, como el resplandor de un relámpago.
Por eso parece que todos los grandes descubrimientos pierden su habitual grandeza cuando nos ocupamos en su historia previa, cuando seguimos paso a paso el lento y fatigoso camino que para ellos se ha recorrido. Y cuando se conoce el principio anhelado, las equivocaciones parecen absurdas; todas las ideas falsas, una obcecación; los mayores problemas, cuestiones sencillas. Difícilmente puede imaginarse hoy día lo que significa que Champollion defendiera uno tras otro los puntos de sus tesis contra la opinión del mundo culto, que creía a pies juntillas a Horapolo, cuando los eruditos y el público eran partidarios de éste, no porque vieran en él una autoridad —como los hombres de la Edad Media en Aristóteles o los teólogos posteriores en los primitivos Padres de la Iglesia—, sino porque, por rudimentaria convicción, aunque con escepticismo, no veían más que esta posibilidad: ¡los jeroglíficos son una escritura de imágenes! Y aquí, para desgracia de la investigación, la opinión autorizada se unía con las apariencias. Horapolo no era solamente considerado como el que todavía estaba más cerca, en milenio y medio, de los últimos jeroglíficos escritos, sino que manifestaba lo que todos podían ver: allí había imágenes, imágenes y más imágenes.
Y en un momento que no podemos determinar con exactitud, Champollion tuvo la ocurrencia feliz de que las imágenes jeroglíficas eran «letras», mejor dicho, signos representativos de sonidos; su fórmula más antigua dice: «… sin ser estrictamente alfabéticos, son, sin embargo, expresión gráfica de los sonidos».
En aquel instante se produjo el gran cambio: apartarse del camino trazado por Horapolo. Y este desvío le llevó a la lectura de los jeroglíficos. Después de tal vida de trabajo, de tantos esfuerzos, ¿puede hablarse de una ocurrencia? ¿Ha sido una casualidad? Cuando Champollion tuvo por primera vez esta idea, él mismo la rechazó. Cierto día en que identificaba con la letra «f» el signo de la serpiente echada, la supuso inexacta. Y cuando los escandinavos Zoëga y Akerblad, el francés De Sacy, y, sobre todo, Thomas Young reconocieron la parte demótica de la piedra de Rosetta como «escritura de letras», lograron también soluciones parciales. Pero no adelantaron más, y De Sacy declaró que capitulaba ante el enigma de los escritos jeroglíficos, que seguían «intactos» como el Arca Sagrada de la Alianza.
E incluso Thomas Young, que logró excelentes resultados en el desciframiento de la parte demótica al leerla por los sonidos, rectificóse a sí mismo en 1818, de modo que cuando descifraba el nombre Ptolomeo descomponía arbitrariamente los signos en letras, o sea en valores la mayoría monosilábicos y otros bisilábicos.
Y aquí se manifiesta la diferencia entre ambos métodos y resultados. Young, hombre de ciencia, genial sin duda, pero filológicamente poco versado, trabajaba superficialmente por simple comparación, por interpolación aguda, y, sin embargo, descifró algunas palabras, siendo prueba maravillosa de su intuición el hecho de que más tarde Champollion confirmase que de la lista de sus 221 símbolos, 76 habían sido bien interpuestos. Pero Champollion, que dominaba más de una docena de idiomas antiguos, entre ellos el copto, idioma más cercano al espíritu lingüístico del antiguo Egipto que todos los demás, no adivinó, como Young, unas cuantas palabras sueltas o letras, sino que reconoció el sistema de escritura. Él no sólo interpretaba, sino que hacía legible y apto para la enseñanza el texto escrito. Y en el momento en que reconoció dicho sistema en sus rasgos fundamentales pudo volver a la idea fecunda que había atisbado desde hacía mucho: que se debería empezar por descifrar los nombres de los reyes.
¿Por qué los nombres de los reyes? También esta idea era lógica, y hoy nos parece la cosa más sencilla. La inscripción de Rosetta, como ya hemos dicho, contenía la noticia de unos sacerdotes que habían hecho ciertas manifestaciones especialmente dedicadas al rey Ptolomeo Epífanes. El texto griego que se podía leer presentaba una claridad meridiana. Pues bien, en el lugar de la inscripción jeroglífica donde se podía suponer que estaba el nombre del rey había un grupo de signos encerrados en un anillo algo ovalado que los entendidos acostumbran denominar cartouche.
¿No era lógico sospechar que este cartouche, único signo destacado, era la palabra más digna de ser subrayada, es decir, el nombre del rey?
¿No parece propio de un alumno inteligente el ordenar las letras del nombre de Ptolomeo con los signos jeroglíficos correspondientes, y así identificar en el antiguo modo de escribir ocho signos jeroglíficos en correspondencia con ocho letras?
Todas las grandes ideas que representan grandes problemas ya esclarecidos nos parecen muy sencillas. Es como el huevo de Colón.
Pero lo que hizo Champollion fue romper con la tradición horapolónica que durante catorce siglos había embrollado las cabezas de los eruditos. Nada mengua el triunfo del descubridor, a quien la investigación posterior dio una confirmación brillante. En el año 1815 había sido hallado el llamado obelisco de Filé, que el arqueólogo Banks llevó en 1821 a Inglaterra, y que también presentaba una inscripción jeroglífica y helénica paralela; una segunda piedra de Rosetta, en suma. Y de nuevo aparece allí, encerrado en su cartouche, el nombre de Ptolomeo. Pero también se hallaba nimbado un segundo grupo de inscripciones. Y Champollion, guiado por este nuevo grupo de inscripciones que aparece al pie del obelisco, supuso que contenía el nombre de Cleopatra.
Otra vez la cosa nos parece muy sencilla. Mas cuando Champollion escribió, uno debajo del otro, los dos grupos de inscripciones según los nombres supuestos y siguiendo nuestra manera de escribir y comprobó que en el nombre de Cleopatra los signos 2, 4 y 5 concordaban con el 4, 3 y 1 del nombre de Ptolomeo, quedaba descubierta la clave para descifrar los jeroglíficos. ¿Solamente la clave para leer una escritura extraña? No. La clave para abrir todas las puertas del milenario Egipto, el país de los tres Imperios.
Hoy día sabemos ya lo sumamente complicado que es el sistema jeroglífico de escritura. Pero en nuestros días el estudiante aprende como la cosa más natural lo que entonces era desconocido, lo que Champollion, basándose en este primer descubrimiento, fue logrando penosamente.
Hoy ya conocemos los cambios que experimentó la escritura jeroglífica, sabemos de la evolución que convirtió los viejos jeroglíficos en una escritura «hierática», y luego en otra, aún más abreviada, más refinada, conocida como escritura «demótica». El investigador de la época de Champollion no veía aún esta evolución. El descubrimiento que le ayudaba a interpretar una inscripción no servía para descifrar otra. Lo mismo que el europeo de nuestros días es incapaz de leer un manuscrito trazado por un monje del siglo XII, aunque ya se empleaban los idiomas modernos, ya que esas complicadas iniciales miniadas del documento medieval, para el profano, ni siquiera parecen letras. Pues bien, de tal forma de escritura perteneciente a nuestro propio círculo de cultura, no estamos alejados ni siquiera mil años. De forma parecida, el sabio que dirigía su mirada a los jeroglíficos se veía ante un círculo de cultura extraño y contemplaba una escritura que durante tres mil años había experimentado toda clase de evoluciones y cambios.
Hoy ya no hay dificultad alguna en distinguir entre «signos fonéticos», «signos de palabras» y «signos de ideas», con cuya división se ha conseguido el primer orden de catalogación entre los distintos valores de los signos y de las imágenes. Hoy día ya no causa extrañeza leer una inscripción de derecha a izquierda, otra de izquierda a derecha, y la tercera de arriba abajo; pues se sabe que todas éstas han sido maneras distintas de escribir en diferentes épocas. Rossellini en Italia, Leemans en los Países Bajos, De Rouge en Francia, Lepsius y Brugsch en Alemania fueron sumando conocimiento tras conocimiento. Llegaron a Europa diez mil papiros y nuevas inscripciones de tumbas, monumentos y templos. Y, por fin, todo se leyó con soltura. Como documento póstumo apareció, finalmente, la Grammaire Egyptienne de Champollion (París, 1836-1841), y después el primer intento de diccionario del antiguo egipcio. La explicación del idioma siguió el mismo proceso que el desciframiento de la escritura. Basándose en tales resultados e investigaciones, la ciencia logró dar el paso indispensable para escribir incluso en lenguaje jeroglífico. Resultado más ampuloso que útil. En el Egyptian Court del Palacio de Cristal, en Sydenham, los nombres de la reina Victoria y de su esposo Alberto aparecen escritos en grafía jeroglífica. En el patio del Museo Egipcio de Berlín campea la inscripción de su fundación en signos jeroglíficos. Y ya Lepsius fijó en la pirámide de Keops, en Gizeh, una placa que perpetuaba en jeroglíficos los nombres y títulos de Federico Guillermo IV, que había subvencionado la expedición.
Por eso no creemos exagerado seguir la verdad del hombre que merece la gloria de haber hecho hablar a los monumentos, aunque no conociera más que por las inscripciones el país que estudiaba y que tanto le entusiasmó hasta los treinta y ocho años de edad; sigámosle, pues, ahora, en una de sus auténticas aventuras en Egipto.
No siempre los investigadores tienen la suerte de ver confirmadas sus teorías por los hechos reales, objetivos. Frecuentemente, ni siquiera tienen ocasión de ver los lugares por los que su fantasía se preocupó durante decenas de años.
Champollion no pudo añadir a sus grandes conquistas teóricas una actividad de excavador, pero pudo contemplar Egipto y ver confirmado con sus propios ojos lo que tantas veces había imaginado en sus estudios. Ya de joven, saliéndose de la pura afición de descifrador, trabajó en una cronología del antiguo Egipto y, sumando hipótesis, catalogó como pudo lo que creía necesario ordenar respecto al tiempo y al espacio: estatuas o inscripciones, a base de escasos puntos de referencia. Por fin realizó sus sueños y llegó al país de sus estudios, donde se encontró de manera parecida a la del zoólogo que con restos de huesos y fósiles hubiera llegado a modelar la figura de un dinosaurio y de pronto se viese transportado a aquellos remotos tiempos y tropezase realmente con uno de tales monstruos.
La expedición de Champollion, que duró de julio de 1828 a diciembre de 1829, fue una carrera triunfal.
Los representantes oficiales franceses son los únicos que no olvidan que Champollion fue considerado como reo de alta traición —el procedimiento legal en una «monarquía tolerante» había sido suspendido, mas no faltan las molestias por tal causa—, pero los indígenas afluyen en masa para ver y admirar a aquel hombre que «sabe leer lo escrito en las piedras antiguas». Champollion tiene que observar una severa disciplina para reunir, cada vez que los necesita, a los que toman parte en la expedición, que se realiza en los barcos Hator e Isis, nombres de dos amables dioses del país del Nilo.
El entusiasmo de los indígenas contagia a la expedición, hasta tal extremo que los franceses llegan a cantar «La Marsellesa» y otras canciones revolucionarias ante el gobernador de Girge, Mohamed Bey. Pero los expedicionarios siguen trabajando y Champollion va de descubrimiento en descubrimiento, de confirmación en confirmación. En las canteras de Menfis reconoce y confirma a primera vista los trabajos de las distintas épocas; en Mit-Rahine descubre dos templos y una necrópolis completa; en Sakkara —donde varios años más tarde radicará el famoso centro de los hallazgos de Mariette— da con el nombre del rey Onnos y lo sitúa, cronológicamente, al instante y con gran acierto, en la época más antigua; en Tell-el-Amarna descubre que la construcción gigantesca que Jomard había designado como granero era en realidad el gran templo de la ciudad.
Y por si todo ello fuera poco, luego tiene la satisfacción de ver confirmada una tesis por la que seis años antes se había burlado de él toda la comisión egipcia.
Los barcos estaban anclados en Dendera. Sabemos que el templo de esta ciudad, uno de los más grandes de Egipto, fue edificado por los reyes de la XII dinastía, los gobernantes más poderosos del Imperio, Tutmosis III, el gran Ramsés y su sucesor; y después continuado por los Ptolomeos y los emperadores romanos Augusto y Nerva. En la puerta y en la muralla circundante intervinieron todavía Domiciano y Trajano.
Pues bien, aquí habían llegado, el 25 de mayo de 1799, las tropas de Napoleón, tras una agotadora marcha a pie, y quedaron muy impresionados por el cuadro que se les ofrecía. Y aquí mismo, algunos meses antes, el general Desaix había interrumpido con sus tropas la persecución de los mamelucos, fascinado por la grandeza y magnificencia de un imperio desaparecido. ¡Qué difícil es imaginar una idea tan extraña en un general del siglo XX! Ante este templo se hallaba ahora Champollion, que conocía en todos sus detalles el relato, así como los dibujos y copias de las inscripciones por las muchas veces que de ello había hablado con Denon, el ayudante del general Desaix. Una noche de luna clara, brillante, meridional, egipcia, sus acompañantes le apremiaron, y los quince científicos de la expedición, con Champollion a la cabeza, fueron corriendo hacia el templo formando un grupo compacto «que un egipcio hubiera podido confundir con una tribu de beduinos y un europeo con un grupo de indígenas bien armados».
L’Hôte, uno de los que tomaban parte en la aventura, nos cuenta lleno de emoción: «Siguiendo a capricho, recorrimos un bosque de palmeras, de aspecto fascinador a la luz de la luna. Luego caminamos por un campo con hierba muy crecida y penetramos en una zona de espinos y arbustos. ¿Volver? No, no queríamos. ¿Seguir adelante? No sabíamos cómo. Empezamos a gritar, pero sólo a lo lejos nos respondían los ladridos de los perros. Entonces, dormido tras un árbol, vimos a un fellah harapiento armado con un cayado y vestido solamente con unos trapos negros. Parecía un ser infernal. Champollion le denominó “una momia ambulante”. Asustado y tembloroso, el fellah se levanta, temiendo que le azotemos… Todavía hemos de realizar una marcha de dos horas. Hasta que, por fin, se presenta ante nosotros el templo bañado por la luz de la luna, escena que nos embriaga de admiración… Durante el camino habíamos cantado para calmar nuestra impaciencia, pero aquí, al vernos ante el propileo iluminado por la luz celeste, ¡qué sensación! Pasado el pórtico, sostenido por unas columnas gigantescas, reinaba un silencio completo y el encanto misterioso producido por las sombras profundas mientras afuera nos cegaba la luz de la luna. Contraste extraño, maravilloso…
»Luego, en el interior, encendimos una hoguera con hierba seca. Nuevo encanto, nuevas explosiones de entusiasmo. Aquello fue como un repentino delirio colectivo; era una fiebre, una locura, lo que nos embargó a todos. El éxtasis en que nos vimos sumidos es inenarrable… Esta escena, maravillosamente mágica, aquel embrujo, era realidad bajo el pórtico de “Dendera”».
Veamos lo que nos dice Champollion, al que los demás llaman «maestro» y que, correspondiendo a tal rango, es en sus juicios hombre ponderado, aunque tras la sobriedad forzada de sus palabras se siente la emoción:
«No intentaré descubrir la emoción que nos produjo, sobre todo, el pórtico del gran templo. Es posible medirlo, pero imposible dar una impresión del mismo. Constituye la perfección máxima de la unión de las nociones de gracia y de majestad. Permanecimos allí dos horas, durante las cuales, conducidos por nuestro guía indígena, recorrimos extáticos las salas e intentamos leer a la luz deslumbradora de la luna las inscripciones del exterior».
Era el primer gran templo egipcio bien conservado que veía Champollion, la realización de un anhelo tan soñado. Y lo anota aquella noche y al día siguiente demuestra con qué intensidad aquel hombre vivía ya en Egipto antes de ir allí, hasta qué punto iba preparado por su fantasía, por sus sueños y por sus pensamientos, que realmente nada le parecía nuevo. Todo era para él simple confirmación de hipótesis audaces antes enunciadas; por eso, insospechadamente, estaba en condiciones de aprovechar en sumo grado aquel estudio de los monumentos del país del Nilo.
Para la mayoría de los acompañantes de Champollion, el gran templo, el pórtico, las columnas y las inscripciones no eran sino piedras y monumentos muertos. Para ellos, el extraño atavío que se habían puesto era sólo un disfraz, mientras que Champollion vivía en él. Todos tenían el pelo cortado a rape y se tocaban con turbantes gigantescos, vestían túnicas de tela con brocados de oro y babuchas amarillas. «Lo llevábamos bien y con gesto de gravedad», dice L’Hôte. Pero esta observación contiene cierta extrañeza por tal atuendo. En cambio, Champollion, que desde hacía años ya recibía, tanto en Grenoble como en París, el sobrenombre de «el egipcio», se mostró digno de él y se movía como un indígena, según lo atestiguaban todos sus acompañantes.
No solamente descifraba e interpretaba, sino que concebía, tenía de pronto ideas de iluminado. Afirma ante la Comisión: «Este templo no es el de Isis, como se pretende, sino que es el de Hator, la diosa del amor, y mucho más antiguo de lo que se cree. La forma definitiva se la han dado, en efecto, los Ptolomeos, pero fue terminado por los romanos y esta antigüedad de dieciocho siglos no significa gran cosa en comparación con los treinta siglos anteriores en que ya se desarrollaba la historia de Egipto». Y la grandiosa impresión que tuvo bajo la luna pálida no le impide ver que aquel edificio, si bien es una obra maestra de la arquitectura, se hallaba repleto de esculturas del peor estilo. «Que no lo tome a mal la Comisión —escribe—, pero los relieves de Dendera son detestables, y no podía ser de otro modo, ya que corresponden a una época decadente en que la escultura ya estaba maleada, mientras que la arquitectura, que por ser arte hierático no es tan susceptible de cambios, aún se mantenía digna de los dioses de Egipto y de la admiración de todos los siglos».
Tres años después Champollion fallece, cuando más falta podía hacer a la joven ciencia de la egiptología por él iniciada, y demasiado pronto para conocer su fama. Después de su muerte, algunos investigadores ingleses y alemanes publicaron libelos difamatorios, en los cuales con injusta obcecación atacan su sistema, a pesar de los resultados manifiestos por él logrados.
Pero poco después le reivindicó brillantemente el alemán Richard Lepsius, que en el año 1866 halló el llamado «decreto de Canopo», obra bilingüe que confirma indiscutiblemente el método de Champollion. Por último, el francés Le Page-Renouf, en un discurso ante la Royal Society de Londres, en el año 1896, coloca a Champollion en el puesto que la ciencia y la cultura universal le deben. Habían transcurrido sesenta y cuatro años desde su fallecimiento.
Champollion había revelado el secreto de la escritura egipcia. Ahora ya podían empezar su tarea el pico y la azada.