CHAMPOLLION Y LA PIEDRA TRILINGÜE DE ROSETTA
Cuando el ilustre frenólogo doctor Gall iba de un lugar a otro divulgando su teoría sobre interpretación de facultades por el estudio del cráneo, admirado por unos e insultado por otros, venerado por muchos y envidiado por no pocos, en París le presentaron a un estudiante muy joven. Gall, midiendo inmediatamente con su mirada el cráneo del presentado, exclamó lleno de emoción:
—¡Ah, qué talento para los idiomas!
Aquel joven de dieciséis años que Gall tenía ante sí dominaba, en efecto, además del latín y del griego, media docena más de lenguas orientales.
En el siglo XIX se ensayó un estilo de biografías que escarbaba con tesón en los más mínimos detalles de los personajes y que, por ejemplo, podía haber dicho que en cierta ocasión Descartes, a la edad de tres años, ante el busto de Euclides, pudo haber exclamado «¡Ah!». Este género biográfico podía coleccionar también las facturas del planchado de la ropa de Goethe para comprobar en ellas las huellas del genio.
El primer ejemplo nos descubre una simple tontería «metódica»; el segundo puede ser una trivial estupidez. Pero en estas fuentes se nutren las anécdotas, y ¿qué se puede hacer contra las anécdotas? Incluso esa historieta de Descartes a los tres años vale tanto como un folletón escrito en el blando suelo de las reflexiones ligeras. Por eso no nos avergonzamos en relatar el maravilloso nacimiento de Champollion.
A mediados del año 1790, el librero Jacques Champollion, establecido en el pequeño pueblo de Figeac, cuando todos los médicos se habían declarado incapaces de hacer nada, hizo acudir al lecho de su mujer, enferma paralítica, al curandero Jacqou. En el Delfinado, al sudeste de Francia, Figeac se encuentra en la provincia de los Siete Milagros, una de las comarcas más bellas, poblada por gente dura, apegada a sus costumbres y que difícilmente despierta de su letargia habitual, pero que, si alguna vez lo hace, se halla inclinada a un fanatismo desbordante; por eso se entrega con facilidad a toda creencia en lo extraordinario y milagroso.
El curandero mandó a la enferma —y esta circunstancia y la que sigue la confirman varios testigos— acostarse sobre unas hierbas previamente calentadas e ingerir un brebaje de vino caliente. Y anunció que sanaría enseguida; y lo que más sorprendió a toda la familia fue que afirmó además que daría a luz un niño que sería famoso y su fama perduraría por los siglos.
Al tercer día se levantó la enferma, y el 23 de diciembre de 1790, a las dos de la madrugada, nació Jean-François Champollion, el hombre que más tarde conseguiría descifrar los jeroglíficos. Las profecías del curandero se cumplieron.
Si los hijos engendrados por el diablo tienen pie equino, no nos sorprenderá hallar unas características más triviales en este caso, en el que un brujo puso su mano en el juego. El médico, después de reconocer al pequeño François, vio con asombro que tenía la córnea amarilla, característica propia de los orientales y que en un ciudadano de la Europa central es una singularidad. Además presentaba una tez muy oscura, casi de color pardo, y todos los rasgos de su cara eran visiblemente orientales. Veinte años más tarde llevará aún el mote de «el egipcio». Por lo demás, era hijo de los días de la gran Revolución, pues en septiembre de 1792 se había proclamado la República en Figeac y desde abril de 1793 reinaba el Terror. La casa paterna de Champollion estaba a treinta pasos de la Place d’Armes —que posteriormente llevará su nombre—, lugar donde se plantó el simbólico árbol de la Libertad. Los primeros sonidos que percibió conscientemente fueron la música ruidosa de La Carmagnole y el llanto de los que buscaban refugio en su casa huyendo del populacho desenfrenado, entre los que se contaba un sacerdote que fue su primer maestro.
«Cinco años tiene —anota ingenuamente un biógrafo emocionado— cuando ejecuta su primera labor descifradora comparando nociones adquiridas de memoria con letras impresas, y así aprendió a leer por sí solo. A los siete años escasos oyó por primera vez la mágica palabra Egipto “en el engañoso brillo de una fata morgana”, ya que su hermano, Jacques Joseph, doce años mayor que él, fracasa en su deseo de participar en la expedición a Egipto».
Según puede comprobarse, es un mal alumno en Figeac, motivo por el cual su hermano, ya filólogo de talento e interesado en la arqueología, va a buscarlo, lo lleva a Grenoble en el año 1801 y se preocupa de su educación. Poco después, François, que tiene once años, demuestra extraordinaria afición por el latín y el griego, y empieza a dedicarse con aprovechamiento asombroso al estudio del hebreo, lo que induce a su hermano a reservar al más joven el nombre de la familia y a llamarse modestamente Champollion Figeac, e incluso más tarde solamente Figeac. Aquel mismo año, el joven François tuvo ocasión de conversar con Fourier, que había participado en la expedición a Egipto: era un famoso físico y matemático y había ocupado los cargos de secretario del Instituto Egipcio de El Cairo, Alto Comisario francés ante el Gobierno egipcio, presidente de los Tribunales y jefe de una importante comisión científica. En aquel entonces era prefecto del departamento de Isére, habitaba en Grenoble y había formado un círculo con los intelectuales más destacados de la región. Durante una inspección escolar discute con François y, sorprendiéndole su viveza, le invita y le enseña su colección egipcia. Aquel niño contempla hechizado los primeros fragmentos de papiros y las primeras inscripciones jeroglíficas en planchas de piedra.
—¿Se sabe leer esto? —pregunta. Fourier mueve la cabeza negativamente.
—¡Yo lo leeré! —dice el pequeño Champollion, convencido. Más tarde repetirá frecuentemente aquella anécdota.
—Dentro de unos años yo lo leeré. Cuando sea mayor.
¿No nos recuerda esto a aquel otro niño que decía a su padre: «¡Yo hallaré Troya!» con la misma convicción y seguridad visionaria? Pero ¡cuan distintamente, con qué métodos tan diametralmente opuestos se iban a realizar sus respectivos sueños juveniles! Schliemann como autodidacta, Champollion no desviándose un ápice del camino trazado por su formación científica, aunque es cierto que recorrió este camino con una rapidez que sobrepasó a todos sus compañeros de estudio. Schliemann, cuando empezó su obra, carecía de toda base profesional; Champollion iba ya preparado con todos los conocimientos que su siglo podía ofrecerle.
Su hermano se preocupó de sus estudios y trató de dominar la sed inmensa que por los conocimientos sentía el niño. Y siempre en vano, pues Champollion se lanzaba a las regiones más apartadas del saber y quería conocerlo todo. A los doce años escribió su primer libro con el extraño título: «Historia de perros célebres», viéndose ya entonces que la carencia de una visión clara le obstaculiza en aquel trabajo; ello le hace esbozar una tabla histórica que denomina con pedantería pueril «Cronología de Adán hasta Champollion el joven». El hermano mayor le había cedido el apellido, como hemos dicho, porque presentía que un día había de darle mayor lustre. En cambio, Champollion se llama a sí mismo «el joven» para que le distingan de su hermano.
A los trece años empieza el estudio del árabe, el sirio, el caldeo y el copto. Y, cosa notable, todo cuanto aprende y hace, todo cuanto centra su interés, ronda en el mágico círculo de Egipto.
Ya puede ocuparse en lo que sea, que sin sospecharlo siquiera pronto se ve envuelto en un problema egipcio. Estudia el chino antiguo, en un intento de probar su parentesco con el antiguo egipcio. Estudia textos del zenda, el pahlavi y el parsi, los idiomas de los países más lejanos, los materiales más dispares, y estimulado por el recuerdo de Fourier va organizando todos sus conocimientos. Y en el verano de 1807, a los diecisiete años, proyecta el primer mapa histórico de Egipto, el primer mapa del reino de los faraones.
Solamente puede comprenderse su audacia pensando que para ello no contaba con más base que citas de la Biblia, textos latinos, árabes y hebreos, generalmente mutilados, y comparaciones con el copto, único idioma que acaso podía servirle de puente en el antiguo egipcio, ya que en el Alto Egipto se hablaba aquella lengua todavía en el siglo XVIII de nuestra era.
Al mismo tiempo reúne material para un libro. De pronto decide marchar a París, pero los académicos de Grenoble desean que termine su trabajo. Esperaban el acostumbrado trabajo retórico. Pero Champollion hizo el esbozo de su libro «Egipto bajo los faraones».
Y el día 1 de septiembre lee la introducción. Un joven esbelto, altivo, con la petulancia del adolescente, se presenta ante la solemne Academia provinciana y expone tesis audaces presentadas con una lógica convincente. El efecto producido es extraordinario. Por unanimidad, aquel jovenzuelo de diecisiete años es nombrado miembro de la Academia, y Renauldon, su presidente, se levanta, le abraza y dice:
—A pesar de su juventud, la Academia le nombra miembro suyo teniendo en cuenta lo que usted ya ha hecho y sobre todo pensando en lo que hará. Ella está convencida de que usted justifica sus esperanzas y confía en que algún día, cuando con sus trabajos se haya creado un nombre, usted recordará que ella ha sido la primera en darle ánimos.
Champollion, alumno de la Academia de Grenoble, se ha convertido en un ilustre miembro de la misma.
Cuando sale de la recepción, se desmaya. Su temperamento sanguíneo va acompañado de momentos de gran depresión. En aquella época es hipersensible; está muy desarrollado psíquicamente, y muchos le consideran un genio. En lo físico también adelanta a los de su edad. Cuando, apenas terminados sus estudios, decide casarse, su decisión no es una locura de chico. Él realmente se sentía mayor de lo que correspondía a su edad. Sentía que para él empezaba una nueva etapa de su vida y veía ante sí una ciudad inmensa, la capital de Europa, punto de intersección del espíritu, la política y las aventuras. En un viaje de setenta horas, soportando junto a su hermano el vaivén del carro que ya se acerca a París, ha meditado entre el sueño y la realidad, como en una pesadilla, viéndose envuelto en amarillentos papiros, de palabras en una docena de idiomas, oprimido por piedras cuajadas de jeroglíficos, entre ellas aquella piedra misteriosa de basalto negro, la piedra de Rosetta, que años antes había visto por vez primera en casa de Fourier y cuyas fascinadoras inscripciones le persiguen.
Entonces —esto es auténtico—, dirigiéndose a su hermano, le dice en voz alta lo que secretamente estaba esperando y de lo cual ahora tiene de pronto clara conciencia, mientras en su rostro moreno arden sus ojos oscuros:
—¡Yo descifraré los jeroglíficos! Estoy seguro de ello.
Dícese que Dhautpoul fue quien halló la piedra de Rosetta. Pero Dhautpoul era sólo el jefe de las fuerzas de zapadores, un superior jerárquico del soldado que realmente la encontró. Otras fuentes citan también a Bouchard, pero éste no era más que el oficial encargado de dirigir los trabajos de fortificación en las ruinas de la fortaleza de Rachid, entonces ya llamada Fort Julien, siete kilómetros y medio al noroeste de Rosetta, en el Nilo. A él fue a quien más tarde se le confió el transporte de dicha piedra a la ciudad de El Cairo.
En realidad el que la halló fue un soldado cuya cultura no sabemos si le permitió conocer el valor de su hallazgo, cuando su pico tocó la piedra, o si simplemente quedó fascinado por el aspecto de tal losa, completamente cubierta de signos misteriosos. Lo cierto es que huyó dando alaridos, como un ingenuo que teme caer bajo el hechizo de lo mágico.
La piedra que tan insospechadamente surgía de las ruinas de la fortaleza, tan grande como el tablero de una mesa, era de grano fino, duro, de basalto negro, y por un lado estaba pulida. Presentaba tres series de inscripciones, en parte raídas por el tiempo, borradas por el roce de la fina arena que durante dos milenios había ido pasando por ella. Y de estas tres inscripciones, la primera, en catorce líneas, era jeroglífica; la segunda, de veintidós, demótica, y la tercera, de cincuenta y cuatro, griega.
¡Griega! Entonces era posible leerla. Era posible comprenderla. Era posible…
Un general de Napoleón, helenista apasionado, dio comienzo inmediatamente a su traducción. Como pudo observar al punto, se trataba de una dedicatoria de los sacerdotes de Menfis a Ptolomeo V en el año 196 a. de J. C., ensalzándole por los beneficios recibidos.
Esta lápida, después de la capitulación de Alejandría, junto con las demás piezas del botín, llegó al Museo Británico de Londres. Pero la «Comisión» napoleónica había mandado hacer vaciados y copias de todos los ejemplares hallados, y estas copias llegaron a París, donde los sabios pudieron llevar a cabo su labor de comparación.
De comparación, hemos dicho; pues, ¿qué más lógico sino deducir de la disposición de las columnas que éstas contenían el mismo texto? Ya el Courrier de l’Egypte había dicho que en ellas estaba la clave para hallar la puerta de aquel reino muerto y encerraba la posibilidad de «descubrir Egipto con documentos de los propios egipcios». Después de traducida la inscripción griega, ¿podía presentar dificultad establecer el valor de los signos jeroglíficos que correspondían a dichas palabras griegas, a esos mismos conceptos y a los mismos nombres?
Se dedicaron a tal empeño las mejores inteligencias de la época. No solamente en Francia, sino también en Inglaterra —ante el original auténtico de la piedra—, en Alemania, en Italia. Fue en vano. Todos partían de una hipótesis falsa; tenían de los jeroglíficos unas ideas, en parte basadas en Heródoto, que los cegaban con esa terquedad que se manifiesta en tantas ideas falsas y preconcebidas de la historia de la cultura humana. Para averiguar el misterio de los jeroglíficos se requería un giro casi copernicano, una ocurrencia que saltando el camino trillado de las tradiciones alumbrase como un relámpago la oscuridad de aquella noche milenaria.
Cuando Champollion, que entonces contaba diecisiete años, fue presentado por su hermano a De Sacy, su futuro profesor, hombre bajo, insignificante, y a quien, sin embargo, se conocía ya más allá de las fronteras de Francia, no era un joven tímido ni cohibido, sino que como antaño, a la edad de once años, cuando había entusiasmado a Fourier, ahora también encantaba a De Sacy.
Mas De Sacy desconfiaba. Aquel hombre de cuarenta y nueve años que poseía todos los conocimientos de su época vio ante sí a un joven petulante que con temeraria audacia había emprendido en su libro titulado «Egipto bajo los faraones» un proyecto del cual él mismo había declarado que aún no había llegado la hora de realizarlo. Pero más tarde, recordando este primer encuentro, De Sacy habla de las «profundas impresiones» que había recibido. ¿Se trata de un milagro? El libro del cual De Sacy tan sólo viera la introducción, a fines del año estaba casi terminado. Por lo tanto, la fama que siete años más tarde se le atribuyó la mereció y bien merecida cuando aún era un muchacho de diecisiete años. Después de la publicación de tal obra, Champollion se lanzó al estudio. Rehuyendo todas las seducciones que ofrecía París, se encierra en las bibliotecas, va de un Instituto a otro, cumple los cien encargos que los eruditos de Grenoble le recomiendan en sus cartas, estudia el sánscrito, el árabe y el persa —el «italiano de Oriente», como dice De Sacy—, padres de casi todos los idiomas orientales, y aún pide a su hermano una gramática china, «para distraerse».
Tanto se adentra en el espíritu del árabe, que cambia la entonación de su voz y, en cierta reunión, un árabe se inclina ante él creyéndole uno de los suyos. Sus conocimientos de Egipto llegan a ser tan profundos, que Somini de Manencourt, que tenía fama de ser el viajero más célebre de África, después de charlar con él, exclama sorprendido:
—¡Pero si conoce los países de que hablamos tan bien como yo mismo!
Un año más tarde habla y escribe también el copto. «Lo hablo conmigo mismo», dice, y para practicarse escribe toda clase de ejercicios que se le ocurren en signos demóticos. Cuarenta años después tiene efecto aquel curioso error de un sabio que tomó uno de aquellos entretenimientos como el texto original egipcio de la época de los Antoninos, comentándolo eruditamente. ¡Resultó ser una transcripción francesa del libro alemán de Beringer sobre los fósiles!
Champollion pasa dificultades y estrecheces innumerables. Si no tuviera a su hermano que le mantiene, llegaría a perecer de hambre. Vive en una miserable habitación cercana al Louvre por la que paga dieciocho francos mensuales de alquiler. Y muchas veces se los debe a su hermano; le suplica a menudo, no sabe qué hacer, no es capaz de administrar el dinero, y se siente muy apesadumbrado cuando Figeac le comunica que se verá obligado a empeñar su biblioteca si François no limita sus gastos. ¿Limitarse? ¿Más aún? Calza unos zapatos rotos y lleva el traje raído. Por último, le da vergüenza incluso presentarse en sociedad; cae enfermo y el frío y la humedad de un invierno extraordinariamente riguroso en París son causa de los gérmenes del mal que le ocasionará la muerte. En compensación, dos pequeños éxitos le animan.
El emperador necesita soldados. En el año 1808 se llama a filas a todos los hombres desde los diecisiete años. Champollion se horroriza y todo su ser se resiste a tal exigencia; él, que sabe guardar la más rigurosa disciplina de espíritu, tiembla al imaginarse las guardias, los grupos de hombres formados y sometidos a una disciplina estúpida que mide con el mismo rasero a todos los espíritus. ¿Acaso Winckelmann no había sufrido ya la opresión del militarismo prusiano? «Hay días —escribe François, desesperado, a Figeac— en los cuales pierdo la cabeza».
El hermano, que siempre le ayuda, lo hace también en este caso. Acude a los amigos, dirige peticiones, escribe muchísimas cartas y logra, por fin, que se permita a Champollion proseguir sus estudios; y en una época en que retumba el fragor de las armas, nuestro hombre puede dedicarse al estudio de las lenguas muertas.
La segunda cuestión que le inquieta más aún, que empieza a fascinarlo de tal modo que a veces incluso llega a olvidar la amenaza de militarización, es el estudio de la piedra de Rosetta. Y, hecho extraño: igual que más tarde Schliemann, cuando hablaba y escribía ya todos los idiomas europeos, a pesar de lo mucho que le interesaba el griego antiguo, vacilaba ante la idea de estudiarlo, porque sospechaba que se le agotaría toda ilusión. Así, la idea de Champollion daba cada vez más y más vueltas alrededor de la piedra trilingüe, seguía ensimismado en las volutas de una espiral, por así decir, y se iba acercando cada vez más al objeto de sus deseos. Pero cuando más se acercaba, más lento y vacilante se tornaba su movimiento, porque le parecía que aún no tenía suficientes conocimientos para enfrentarse con tan gran problema, que aún no estaba debidamente equipado con todos los conocimientos en su época.
Pero, de pronto, colocado ante una copia hecha en Londres de la piedra de Rosetta, no puede dominarse. Bien es verdad que no empieza con la técnica propia del desciframiento; le bastó una comparación de la piedra de Rosetta con el papiro para, de un golpe y de una manera intuitiva, darse cuenta de los valores justos para toda una serie de letras. «Te someto mis primeros pasos», escribe a su hermano, el 30 de agosto de 1808, a los dieciocho años. Y tras la modestia con que explica su método, acaso por vez primera se manifiesta el orgullo del joven investigador.
Cuando había dado el primer paso sabía que iba seguro por el camino del triunfo y de la fama; cuando entre él y la meta no había visto más que trabajo, fatigas, privaciones, y dispuesto a todo se había echado adelante, recibe la noticia de que todo lo que había hecho hasta entonces, todo lo que suponía, esperaba y sabía se convertía en un esfuerzo vano, sin sentido. ¡Otro había descifrado ya los jeroglíficos!
En un terreno muy distinto al de esta clase de investigación y sus fatigas, en los diez años de lucha por la conquista del Polo Sur, se cuenta una historia que describe del modo más dramático una impresión análoga a la que entonces experimentara Champollion al enterarse de que otro se le había adelantado. Después de terribles fatigas, el capitán Scott consigue acercarse al Polo con un puñado de hombres, algunos trineos y algunos perros. Cegado por la nieve, el hambre y el agotamiento, iba espoleado por el orgullo inmenso de ser el primero en alcanzar la meta, cuando en aquel campo de nieve de extensión infinita, que debería ser virgen, de pronto ve una bandera: ¡La que plantara el noruego Amundsen!
Como he dicho, este ejemplo es más dramático, pues detrás de él yacía la muerte, una muerte blanca. Pero la impresión del joven Champollion habrá sido idéntica a la del capitán Scott. Y no es un consuelo pensar que igual sensación habrán experimentado muchos en este siglo de tantos descubrimientos simultáneos. Todos ellos habrán sentido lo que Scott experimentó al ver la bandera.
Pero si a Champollion la noticia le había fulminado como un rayo, sus efectos fueron pasajeros. La bandera de Amundsen estaba fija y mantenía enhiesto el testimonio de su indiscutible victoria; pero respecto al desciframiento de los jeroglíficos, no había nada seguro.
Champollion se enteró de la noticia hallándose en la calle y se dirigió inmediatamente al Collège de France. Un amigo se lo explicaba, sin sospechar cuál era la ambiciosa meta que Champollion perseguía desde hacía años, ni qué soñaba, ni qué le animaba, ni en qué había estado trabajando durante tantísimos días y noches, el motivo por el que pasaba hambre y por el cual se humillaba. Por eso se quedó asombrado y atemorizado cuando vio que Champollion vacilaba y se apoyaba pesadamente en él.
—Alexandre Lenoir —le dice aquel amigo—, acaba de publicar una obra, sólo un folleto, la Nouvelle Explication, con el desciframiento total de los jeroglíficos. ¡Imagínate lo que esto significa! —Y le da aquella noticia con un acento de trivial alegría.
¿A quién se lo dice?
—¿Lenoir? —pregunta Champollion, moviendo la cabeza. Pero vislumbra un rayo de esperanza. La víspera misma había visto a Lenoir, a quien conocía desde hacía un año. Lenoir es un hombre que goza de cierta fama, pero no un genio.
—¡Imposible! —dice—. Nadie ha hablado hasta ahora de ello, ni siquiera el mismo Lenoir ha dicho una palabra.
—¿Y esto te extraña? —le pregunta el amigo—. ¿Quién es capaz de revelar prematuramente tal descubrimiento?
Champollion deja de apoyarse en el brazo de su amigo.
—¿Qué librero lo tiene? —pregunta. Y sale corriendo. Con manos temblorosas cuenta los francos sobre el mostrador polvoriento; sólo se han vendido unos cuantos ejemplares del folleto. Va a su casa volando, se tumba en el viejo sofá y empieza a leer con emoción.
Y mientras la viuda Mécran sirve la cena en la cocina, de la habitación de su inquilino llega un ruido infernal. Ella lo escucha aterrorizada; corre luego hacia la habitación, abre la puerta y ve allí a François Champollion tumbado en el sofá. Levántase el estudiante y su boca emite unos sonidos inarticulados, pero se ríe, no cabe duda, sacudido por una inmensa carcajada histérica.
Su mano sostiene el folleto de Lenoir. ¿Desciframiento de los jeroglíficos? ¡Este pobre Lenoir ha plantado la bandera antes de tiempo! Champollion sabe demasiado de eso para poder juzgar que cuanto Lenoir pretende es una insensatez, una simple invención, una osadía en la que se mezclan la fantasía y unos conocimientos mal digeridos.
Pero el golpe fue terrible. No lo olvidará jamás. Su emoción le demostró interiormente hasta qué punto estaba ya ligado a la tarea de hacer hablar las imágenes muertas. Cuando, agotado, se duerme, le persiguen terribles pesadillas. En su desvarío, las imágenes fantásticas hablan con voces egipcias. Y el sueño le confirma lo que su dura vida frecuentemente le ha impedido ver: que es un obsesionado, que está hechizado por los jeroglíficos, que es un ser vencido por la magia del desciframiento de escrituras raras.
Todos sus sueños terminan con el triunfo. Le parece que disfruta ya de este triunfo. Cuando, sin hallar sosiego, da vueltas de un lado a otro, este joven de dieciocho años no sabe que más de una docena de años le separan todavía del día en el que alcanzará su propósito. Ni sospecha que sufrirá un revés tras otro, y que él, que sólo siente interés por los jeroglíficos y por el país de los faraones, tendrá que marchar un día camino del destierro, acusado de alta traición.