Capítulo IX

UNA DERROTA CONVERTIDA EN VICTORIA

Al dar comienzo los descubrimientos arqueológicos de Egipto, la figura de Napoleón se halla unida al nombre, más modesto, de Vivant Denon. Un emperador y un barón. Un militar y un aficionado al arte. Anduvieron juntos un trecho del camino y se conocían bien, pero su modo de ser nada tenía de común. Cuando tomaban la pluma, uno redactaba órdenes, decretos y códigos; el otro, cuentos y dibujos frívolos, amorales, pornográficos incluso, y su nombre tenía fama en los medios aficionados a las curiosidades clandestinas.

Cuando Napoleón eligió a este hombre para ligarle a una de sus expediciones como colaborador artístico, dio uno de esos pasos afortunados que sólo la posteridad valora.

El 17 de octubre de 1797 se firmó la paz del Campo Formio. Con ella se terminaba la campaña italiana y Napoleón regresaba a París.

«Los días heroicos de Napoleón han terminado», escribió Stendhal, pero el escritor se equivocó, ya que entonces empezaban los días heroicos. Mas antes de que Napoleón recorriera Europa entera como un cometa, que terminaría por inflamarse a sí mismo, «se entregaba a una loca quimera, surgida de un cerebro enfermo». Yendo y viniendo sin sosiego por su estrecha cámara, devorado por la fiebre de la ambición, comparábase con Alejandro y se desesperaba por lo que no se había hecho. Entonces escribió: «¡París me pesa como un manto de plomo! ¡Vuestra Europa es una topera! ¡Sólo en el Este, donde habitan seiscientos millones de almas, se pueden fundar grandes imperios y realizarse grandes revoluciones!».

La idea de valorar a Egipto como puerta de Oriente es anterior a Napoleón, pues Goethe anticipó ya la construcción del canal de Suez y le atribuyó gran valor político. Y antes aún, Leibniz esbozó, en 1672, un memorándum a Luis XIV indicando que la política imperial francesa debía desarrollarse precisamente en el sentido en que evolucionó más tarde.

El 19 de mayo de 1798, con una flota compuesta por trescientos veintiocho barcos, y llevando a bordo un ejército de 38.000 hombres —casi tantos como Alejandro cuando partió para conquistar la India—, Napoleón embarcó en Tolón. Objetivo: ¡Egipto, vía Malta!

El plan era alejandrino. La aguda mirada de Napoleón también saltaba de Egipto a la India. La campaña en el mar era un intento para herir mortalmente a Inglaterra en uno de sus tentáculos, a aquella Inglaterra que no se dejaba atrapar en el mosaico europeo. Nelson, almirante de la flota inglesa, surcó en vano, durante un mes entero, las aguas del Mediterráneo, y por dos veces tuvo casi ante su vista a Napoleón, pero las dos veces se le escapó.

El 2 de julio, Napoleón pisaba suelo egipcio y, después de una marcha terrible a través del desierto, sus soldados se bañaban en las aguas del Nilo. Y el 21 de julio, en un crepúsculo matutino, surgía ante ellos El Cairo, presentándoseles como una visión de los cuentos de «Las Mil y Una Noches», con las esbeltas torres delgadas de sus cuatrocientos alminares, con la cúpula de la famosa mezquita Djami-el-Azhar. Pero junto a esta plenitud graciosa, a los ornamentos de filigranas y las nieblas de un cielo mañanero, al lado de todo aquel mundo espléndido, voluptuoso y hechicero del islamismo se erguían, de la sequedad del desierto amarillo y frente a la muralla gris-violácea de las montañas de Mokatam, los perfiles de aquellas construcciones gigantescas, frías, enormes y severas de las pirámides de Gizeh, una geometría en piedra, mudos y eternos testigos de un mundo que dejó de existir cuando el islamismo aún no había nacido.

Los soldados no tenían tiempo para entregarse al asombro y a la admiración. Allí se encontraba un pasado desaparecido. El Cairo era el porvenir brillante, pero ante ellos estaba el presente guerrero: el ejército de los mamelucos, formado por diez mil jinetes con una capacidad de maniobra y ejercicio admirable, montados en magníficos caballos que hacían brillantes escarceos, y al frente de ellos el flamante príncipe de Egipto, Murad, con veintitrés de sus beys, cabalgando en un caballo blanco como la nieve y tocado con un turbante verde cuajado de brillantes. Napoleón, hablando señalaba a las pirámides, y no solamente era el jefe militar quien se dirigió a los soldados, sino el psicólogo a la masa, el hombre occidental que se enfrentaba con la Historia universal. Entonces fue cuando pronunció la famosa frase:

«¡Soldados! Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan».

El choque fue terrible. No triunfó el entusiasmo de los orientales, sino que vencieron los cuadros perfectos de las bayonetas europeas. La batalla se convirtió en una matanza. El 25 de julio, Bonaparte entraba en El Cairo, y con ello parecía haber hecho la mitad del camino hacia la India.

Pero el 7 de agosto tuvo lugar la batalla naval de Abukir. Nelson, por fin, halló la flota francesa y la atacó con la furia de un ángel exterminador. Napoleón se vio cogido en la trampa y la aventura egipcia tuvo así su final. Pero la ocupación francesa todavía se prolongó un año, conoció las victorias del general Desaix en el Alto Egipto y, por último, la victoria terrestre de Napoleón, también en Abukir, donde había tenido lugar el aniquilamiento de su flota. Pero más que victorias, aquella lucha trajo consigo miseria, hambre, peste y, para muchos, la ceguera, por aquella enfermedad egipcia de los ojos que se convirtió en compañera inseparable de las unidades militares desembarcadas, de tal modo que los médicos la denominaron ophtalmia militaris.

El 19 de agosto de 1799, separándose de su ejército, Bonaparte huyó, y seis días después se hallaba a bordo de la fragata «Muiron», viendo cómo se perdía en lontananza la costa del país de los faraones. Se volvió y dirigió de nuevo su mirada hacia Europa.

Aquella expedición de Napoleón, que militarmente constituyó un fracaso, fue sin embargo, a largo plazo, motor de la colonización política del moderno Egipto y de la exploración científica del Egipto antiguo. Pues a bordo de los buques de la flota francesa de desembarco, no solamente llevó Napoleón dos mil cañones, sino también, entre sus soldados, a ciento setenta y cinco paisanos, sabios a secas, a quienes los marineros y soldados, con una concisión tan ingenua como errónea en aquel caso, denominaban les ânes (los asnos). También llevó una biblioteca con casi todos los libros que trataban sobre el país del Nilo y docenas de cajones con aparatos científicos e instrumentos de precisión.

En la primavera del año 1798, en la gran sala de sesiones del «Institut de France», Napoleón habló por vez primera de sus vastos proyectos ante los hombres de ciencia. Tenía en su mano un ejemplar del Viaje árabe, de Niebuhr, obra en dos tomos, y dando golpes con los nudillos sobre el lomo de cuero de aquel libro para acentuar sus palabras, expuso la tarea de los hombres de ciencia en Egipto. Pocos días después se hallaban con él, a bordo de uno de los navíos de su flota, astrónomos y geómetras, químicos y minerólogos, técnicos y orientalistas, pintores y poetas. Entre ellos también viajaba un hombre desconocido recomendado a Napoleón como dibujante por la galante Josefina.

Se llamaba Dominique Vivant Denon. Bajo el reinado de Luis XV, Vivant había sido el encargado de inspeccionar una colección de piedras antiguas y se le consideraba como favorito de la Pompadour. En San Petersburgo fue secretario de Legación, y la emperatriz Catalina le apreciaba mucho. Era hombre de mundo, muy aficionado a las mujeres, un dilettante de todas las ramas de las bellas artes, lleno de maldad, ironía y agudeza de ingenio, a pesar de lo cual era amigo de todo el mundo. Siendo diplomático cerca de los suizos, fue invitado frecuentemente por Voltaire y pintó el famoso «Desayuno de Ferney»; con otro dibujo, la «Adoración de los pastores», hecho al estilo de Rembrandt, incluso mereció ser nombrado miembro de la Academia; en Florencia, por último, en aquella atmósfera saturada de arte de los salones de Toscana, le alcanzó la noticia de haber estallado la Revolución francesa. Regresó apresuradamente a París, y aquel hombre que poco antes había sido embajador, gentilhomme ordinaire, independiente y rico, vio su nombre en la lista de los emigrados, con sus bienes confiscados y su fortuna embargada.

Pobre, abandonado, traicionado por muchos y vegetando en alojamientos miserables, vivía de lo que ganaba con algunos dibujos. Y rondando por uno y otro mercadillo vio rodar, de paso, en la plaza de la Gréve, las cabezas de muchos de los que antaño fueron sus amigos, hasta que por fin halló un protector inesperado, Jacques Louis David, el gran pintor de la Revolución. Así fue cómo grabó aquellos diseños de trajes con que David revolucionaría la moda de la época, y cómo ganó la benevolencia del «incorruptible». Apenas volvió a pisar el brillante parquet, después de haber andado por los lodos de Montmartre, desplegó de nuevo su capacidad diplomática; logró que Robespierre le devolviera sus bienes y que fuese borrado de la lista de los emigrados. Por último, conoció a la hermosa Josefina Beauharnais, fue presentado a Napoleón, agradó al corso y participó en la expedición a Egipto.

A su regreso del país del Nilo, famoso ya y muy estimado, fue nombrado director general de Museos. Y asido a la guerra de Napoleón, el vencedor en todos los campos de batalla de Europa, saqueaba cuantos objetos de arte encontraba por doquier, cosa que él llamaba «coleccionar», y así constituía el primer fondo para una de las mayores riquezas de Francia. Si había actuado como pintor y dibujante con tanto éxito, ¿por qué no había de alcanzar la misma fama en el terreno de la literatura? En uno de los círculos por él frecuentados se dijo que no es posible escribir una verdadera historia de amor sin ser obsceno. Denon hizo una apuesta, y veinticuatro horas después presentaba «Le point de lendemain», un cuento que le ha conquistado un puesto especial en la literatura. Para los entendidos es la novela corta más delicada en su género, y Balzac dijo de ella: «… constituye una alta escuela de esposos y solteros, es un delicioso cuadro de costumbres del pasado siglo».

Suya también es la intitulada «Oeuvre priapique», libro publicado en 1793 por vez primera y que es un aguafuerte que mantiene lo que su nombre promete con precisión fálica. Es curioso que los arqueólogos que estudian los trabajos de Denon no sospechen, al parecer, nada de este aspecto de sus actividades. Y es igualmente divertido que un historiador del arte como Edouard Fuchs, que dedica a nuestro ilustre autor pornográfico un párrafo entero como investigador de costumbres, no parece saber nada de su importante labor en los primeros pasos de la Egiptología.

Pues este hombre polifacético, asombroso en muchos aspectos, hizo más que todo eso para merecer nuestro recuerdo. Si Napoleón conquistó Egipto con las bayonetas pero no pudo mantenerlo más que un año, Denon conquistó el país de los faraones con su lápiz de dibujante, lo conservó para la posteridad y con mágico gesto de artista lo plantó ante nuestra conciencia.

Cuando el hasta entonces simple hombre de salón pisó el ardiente suelo egipcio barrido por los vientos del desierto y cegado por el resplandor del astro rey, se entusiasmó. Y su entusiasmo continuó mientras sintió latir el pulso de cinco milenios entre las nuevas e inmensas casas de escombros.

Puesto a las inmediatas órdenes de Desaix, como ayudante, mientras el general seguía las huellas de Murad Bey, jefe de los mamelucos que había huido, recorría en rápida carrera con el ejército todo el Alto Egipto. Y Denon, hombre de cincuenta y un años, bien visto por el general, que por la edad podría ser su hijo, muy considerado por los soldados, que lo admiraban —entre ellos había verdaderos muchachos—, soportó las fatigas y el clima. Montado en un miserable jamelgo, un día se adelantaba a la vanguardia y a la mañana siguiente se arrastraba a la zaga del grueso de la tropa. El alba nunca le encontraba en su tienda; dibujaba durante los altos en los campamentos, o en plena marcha; siempre tenía a su lado el cuaderno de dibujo, incluso cuando despachaba la escasa comida. ¡Alarma! Ahora se ve en medio de una escaramuza y anima a los soldados, les hace señas con sus papeles. Percibe una escena pintoresca, se olvida de dónde está y dibuja, dibuja…

De pronto, se encuentra ante unos jeroglíficos. Todavía no sabe nada de ellos, ni hay nadie que pueda saciar su sed de saber. Pero, en todo caso, él sigue dibujándolo todo. Y al punto, su mirada de aficionado, pero de aficionado inteligente que se dirige enseguida a lo fundamental, distingue tres géneros distintos de escritura, cuya diferencia se señala como expresión de tres épocas distintas; el estilo hueco, el de relieve bastante llano, y el de alto relieve. En Sakkara hace un dibujo de la pirámide de escalones, en Dendera dibuja las ruinas gigantescas de la época egipcia tardía. Corre de un sitio a otro del extenso lugar de las ruinas de Tebas de las cien puertas, siempre infatigable, desesperado cuando llega la hora de emprender la marcha y su lápiz no ha podido fijar aún todo cuanto se ofreciera a su mirada. Esto le irrita, pero de pronto reúne algunos soldados que vagan a su alrededor, y rápidamente, a toda prisa, les obliga a limpiar la cabeza de una estatua cuya expresión le fascina.

Así sigue su aventurera campaña hasta Asuán, hasta la primera catarata. En Elefantina dibuja la graciosa capilla de Amenofis III, rodeada de columnas, y su excelente dibujo es la única noticia que de ella tenemos, pues en el año 1822 fue destruida. Y cuando el ejército es repatriado, cuando se había logrado la victoria de Sediman y se había vencido y aniquilado a Murad Bey, el barón Dominique Vivant, con sus numerosas láminas se lleva a casa un botín más precioso que el de los soldados enriquecidos con las joyas de los mamelucos. Pues por mucho que su sentimiento artístico se hubiese entusiasmado ante tales extraños mundos, la exactitud de sus dibujos en nada se había afectado. Había puesto en práctica el realismo ingenuo de los viejos grabadores en cobre, tan útil para la ciencia, pues ellos no omitían ningún detalle ni sospechaban nada de lo que habían de significar la impresión y la expresión; aquellos artistas admitían de buen grado que se les llamara «artesanos», sin que esta denominación les molestase. Por eso, sus dibujos ofrecían un material inapreciable para los sabios investigadores que en ellos hacían comparaciones. Y a base de este material, principalmente, surgió la obra en que se fundó la Egiptología, la Description de l’Egypte.

Mientras tanto, en El Cairo se había fundado el Instituto Egipcio. A la vez que Denon dibujaba, los demás hombres de ciencia y de las artes medían y calculaban, exploraban y reunían lo que ofrecía la superficie de Egipto. Sólo la superficie, porque el material que estaba a la vista se presentaba aún sin elaborar y tan repleto de enigmas, que no había aún motivo para recurrir a la azada. Además de vaciados, dibujos, ejemplares de plantas, de animales y mineralogía, en aquella colección había veintisiete estatuas en general en fragmentos, y varios sarcófagos. También contenía el hallazgo de una pieza muy especial: era una estela de basalto negro, pulido, una piedra que, en tres idiomas y tres escrituras distintos, contenía una inscripción, piedra que se hizo famosa bajo el calificativo de «la piedra trilingüe de Rosetta» y que sería ni más ni menos que la clave de todos los secretos de Egipto.

Pero en septiembre de 1801, después de la capitulación de Alejandría, Francia, tras dura resistencia diplomática, tuvo que entregar a Inglaterra todas las antigüedades egipcias conquistadas por Napoleón. El general Hutchinson se encargó del transporte, y Jorge II cedió al Museo Británico todos los ejemplares preciosos que tenían ya un valor de primer orden. Parecía que los trabajos hechos en Francia hubieran sido inútiles; que el año de ímprobos esfuerzos no tuviera valor alguno; que había sido inútil el que varios sabios, víctimas de la enfermedad de los ojos, hubieran perdido la vista. Pero entonces se vio que lo que llegaba a París bastaba aún para toda una generación de sabios; se vio que no se había dejado de copiar ni un solo ejemplar, y así el primero que presentó un balance positivo y duradero de la expedición egipcia fue Denon, quien, en el año 1802, publicó su Voyage dans la Haute et Basse Egypte. Pero al mismo tiempo, François Jomard, basándose en el material de la comisión científica y especialmente en el de Denon, empezó a redactar esa obra única en la historia de la Arqueología que de un golpe presentó, a la visión del mundo moderno, no una cultura hundida en las sombras como Troya, pero sí igualmente remota y hasta entonces conocida solamente por muy pocos viajeros.

La Description de l’Egypte se publicó de 1809 a 1813, y la sensación que causaron los veinticuatro gruesos volúmenes de que consta puede compararse solamente a la que provocaría más tarde la primera publicación de Botta sobre Nínive, y después el libro de Schliemann sobre Troya.

En esta época nuestra de las rotativas, apenas si nos damos cuenta de la importancia de las grandes ediciones de lujo de aquellos tiempos, con profusión de grabados, a menudo en color, lujosamente encuadernadas, y sólo al alcance de los potentados, que las guardaban como un tesoro del saber. Hoy día, cuando todo descubrimiento de alguna importancia se comunica inmediatamente al mundo entero por medio de la prensa ilustrada y del cine en todos sus aspectos y en millones de copias, junto con otras publicaciones a cuál más ruidosa que el público olvida enseguida, porque otras más recientes acaparan febrilmente su atención; hoy, que nada perdura y lo valioso se entierra junto con lo trivial, apenas si comprendemos la emoción de aquellos hombres ante los primeros volúmenes de la Description, al ver cosas nunca vistas, al oír cosas nunca oídas, al descubrir una vida hasta entonces insospechada, al asomarse a un pasado que abarcaba milenios.

Por tratarse de hombres que tenían un concepto del respeto más elevado que el nuestro, al dirigir tal mirada se estremecían.

Egipto era un país antiquísimo, más antiguo que cualquier cultura de las que hasta entonces se había hablado. Era ya antiguo cuando las primeras reuniones en el Capitolio romano fijaban las conquistas iniciales; lo era ya y se habían aventado sus cenizas cuando en los bosques de la Europa Septentrional los germanos y los celtas todavía cazaban osos y leones; cuando empezaba a reinar la primera dinastía egipcia, hace unos cinco mil años; o sea que, cuando dio comienzo la historia egipcia en fechas, ya existía una forma de cultura admirable. Y al extinguirse la última dinastía, la XXVI, todavía transcurrió medio milenio hasta el comienzo de nuestra era. Aún gobernaron los libios, los etíopes, los asirios, los persas, los griegos, los romanos, y sólo entonces, después de todo esto, brilló la estrella sobre el establo de Belén.

Naturalmente, algo se sabía de las maravillas de piedra en el país del Nilo, pero a modo de leyendas, basándose en conocimientos escasos. Pocos de sus monumentos habían llegado a los museos, y menos todavía eran asequibles a la publicidad. El viajero que iba a Roma podía admirar, en las escaleras del Capitolio, los leones, hoy desaparecidos, así como las estatuas de algunos reyes ptolemaicos, o sea, obras creadas en una época en que el esplendor del antiguo Egipto había desaparecido y por el Delta se había extendido el nuevo gusto de la Grecia alejandrina. Añádanse a esto algunos obeliscos —doce había en Roma—, unos cuantos relieves depositados en los jardines de los cardenales, escarabeos, copias del geótropo sagrado para los egipcios y que más tarde, por los signos misteriosos que llevaban, eran utilizados en Europa como amuletos, y después como joyas y piedras para anillos de sello. Esto era todo.

Poco era lo que las bibliotecas de París podían ofrecer como material informativo y científico. Bien es verdad que en 1805 se publicó una gran edición de Estrabón, en cinco tomos, con una traducción excelente de sus libros de geografía, haciendo asequible a todos los que hasta entonces sólo había estado al alcance de unos pocos eruditos. Estrabón había viajado por Egipto, en tiempos de Augusto. También el segundo libro de Heródoto, el más asombroso viajero de la Antigüedad, ofrecía cosas interesantes. Pero ¿en qué manos caían las obras de Heródoto? ¿Y en qué memoria vivían las otras noticias dispersas de los autores antiguos?

«Leve es el vestido que llevas», dice el salmista.

Por la mañana temprano, el sol asoma en la lejanía en un cielo color azul de acero y, volviéndose amarillo fuerte y abrasador, recorre su trayectoria por la arena unas veces parda, otras amarilla, ocre o blanca. Sus sombras, muy acusadas, contrastan sobre dicha arena como la tinta sobre el papel y recorta estilizadas siluetas de sus modelos. Y contra esta sequedad, siempre acompañada por el sol, que no conoce cambios de clima, ni lluvias, ni nieves, ni nieblas, ni granizos, que no sabe del retumbar del trueno, ni de centellear de los relámpagos; contra esta sequedad que abrasa el aire, sequedad pura, aséptica, conservadora de todo lo que puede petrificar, hacia esta región infecunda, granulosa, inestable, abriéndose paso entre movedizas dunas de arena, va avanzando el Nilo, el padre de los ríos, el Padre Nilo, que ha surgido de las profundidades del país, alimentado por los lagos y las lluvias del Sudán oscuro, húmedo y tropical, crece, desborda su cauce, inunda la arena, se traga grandes extensiones de desierto y escupe fango, ese fango fértil de julio. Y así, todos los años, desde hace milenios, crece dieciséis palmos —dieciséis niños juegan alrededor del dios que simboliza el río, en el alegórico grupo de mármol del Vaticano—, y cuando de nuevo retorna lentamente a su álveo, saciado y satisfecho, no sólo se ha tragado parte del desierto, sino también la sequedad misma de la arena. En las zonas antes cubiertas por sus aguas pardas se siembra y brota trigo del suelo, dando un fruto doble y cuádruple; es el tiempo de las abundantes cosechas, que permitirán guardar alimento para las épocas de carestía. El «don del Nilo», como lo llamaba hace dos mil quinientos años Heródoto, era el granero de la Antigüedad que hacía pasar hambre a Roma, cuando el agua había quedado excesivamente baja o subido demasiado.

En este paisaje, en el cual destacaban brillantes cúpulas y delicados minaretes, las ciudades estaban pobladas por hombres de cien razas y colores: fellahs, árabes, nubios, bereberes, coptos, beduinos, negros, y en medio de la abigarrada confusión de mil lenguas distintas se erguían, como un saludo de otro mundo, innúmeras ruinas de templos, de tumbas, de pórticos.

Allí se alzaban, sobre un desierto sin sombra, alineadas en la «plaza de armas del Sol», las pirámides —setenta y siete dejaron sus huellas en los alrededores de El Cairo—. Eran las tumbas inmensas de los reyes, una sola de las cuales está constituida por dos millones y medio de bloques de piedra, reunidos por más de cien mil esclavos en el transcurso de veinte años.

Allí estaba también una de las esfinges, mitad hombre, mitad bestia, con su melena de león lastimado, y la nariz y los ojos convertidos en simples agujeros, después que los mamelucos se habían servido de su cabeza como blanco de tiro de sus cañones; pero allí reposaba desde hacía milenios, echada con calma digna de un lapso de tiempo indefinido, tan poderosa y colosal en sus proporciones, que Tutmosis, soñando en perpetuar su reinado, pudo construir un templo entre sus garras.

Y allí, recortados, estaban también los obeliscos que guardaban la entrada de los templos, cual dedos levantados ante el desierto, erguidos hasta veintiocho metros, en honor de los reyes y los dioses. Había asimismo templos instalados en grutas y cuevas, estatuas desde el «Alcalde» hasta el Faraón, columnas y pilones, esculturas de toda clase, relieves y pinturas. En infinitas procesiones se representaban las realezas que antaño habían dominado el país, rígidamente ordenadas, exhalando grandeza en cada movimiento, siempre de perfil y dirigiéndose a una meta: «La vida de los egipcios consistía en caminar hacia la muerte». Tan acentuada se halla tal tendencia en los relieves murales egipcios, que el camino podía ser explicado por un filósofo moderno como el supremo símbolo egipcio original, comparable en la profundidad de su valoración con el concepto del espacio occidental o del cuerpo griego.

Y todo, todo este gigantesco cementerio de monumentos estaba cubierto de jeroglíficos, signos, representaciones plásticas, contornos, alusiones, cifras, misterios y enigmas; con un simbolismo riquísimo de personas, de animales, de seres fabulosos, de plantas, de frutos, de utensilios, de prendas de vestir, de trenzados, de armas, de figuras geométricas, de líneas onduladas y de llamas. Se hallaban tallados en la madera, grabados en la piedra, y escritos en los innumerables papiros. Se representaban en las paredes de los templos, en las cámaras de las tumbas, en las lápidas conmemorativas, en los sarcófagos, en las estelas, en las imágenes de los dioses, en los armarios y en los recipientes; hasta los utensilios para escribir y los bastones aparecían adornados por signos jeroglíficos. Al parecer, los egipcios fueron el pueblo que más gustaba de escribir. Si alguien quisiera copiar las inscripciones del templo de Edfú y para ello se pasara escribiendo desde la mañana hasta la noche, no terminaría ni en veinte años.

Todo este mundo fue abierto por la Description a la mirada de Europa, al Occidente investigador y curioso que se había propuesto explorar el pasado; a Francia, que por indicación de Carolina, la hermana de Napoleón, se consagraba a excavar con renovado celo las ruinas de Pompeya, y cuyos sabios habían aprendido de Winckelmann los primeros métodos de la investigación y el arte de la contemplación arqueológica y estaban ansiosos de comprobarla.

Y después de tanta loa acumulada en la Description, ya es hora de señalar una reserva: ciertamente, el material descubierto era, en cuanto a descripciones, dibujos y copias, muy rico, pero generalmente, cuando los editores se referían al Egipto antiguo, se limitaban a mostrarlo y no decían nada, porque no sabían qué explicación dar, y cuando la daban era equivocada.

Todos los monumentos presentados permanecían mudos y cualquier orden que se les atribuía era supuesto más que probable. Los jeroglíficos, no supieron leerlos; los signos, no podían interpretarlos; aquel idioma era desconocido. La Description descubría un mundo tan nuevo en sus relaciones, en su orden y en su significación, que era un completo enigma.

¡Cuántas cosas se sabrían si se lograra leer los jeroglíficos! Pero ¿sería posible tal cosa? De Sacy, el gran orientalista de París, declaró:

«El problema está muy confuso y científicamente no tiene solución». Por otra parte, ¿no había publicado el profesor Grotefend, de Gotinga, un folleto que enseñaba el camino para descifrar la escritura cuneiforme de Persépolis?, ¿no había presentado ya los primeros resultados de su interpretación?, ¿no había trabajado Grotefend con muy poco material, mientras aquí había innumerables inscripciones?, y ¿no había hallado un soldado de Napoleón una piedra de basalto, muy negra, de la cual no solamente los sabios que la vieron, sino también el periódico que publicó la primera noticia, habían afirmado que en ella estaba la clave para descifrar los jeroglíficos, merced a un afortunado azar? ¿Dónde estaba, pues, el hombre que supo aprovecharse de aquella mágica piedra?

Poco después del hallazgo, el Courrier de l’Egypte, bajo la revolucionaria fecha de le 29 fructidor, VII année de la République, y bajo la mención: Rosette, le 2 fructidor an 7, había publicado un informe del hecho. Y una casualidad que parece harto extraña llevó este periódico, publicado en Egipto, a la casa paterna de aquel que, tras un trabajo genial y único, llegó, veinte años más tarde, a leer las inscripciones de aquella piedra negra y halló la solución al enigma de los jeroglíficos.