Capítulo VIII

EL HILO DE ARIADNA

Creta se halla situada en la periferia más saliente de un arco de montañas que se extiende desde Grecia hasta el Asia Menor, por el Egeo.

El mar Egeo no era límite de separación entre los pueblos que a él se asomaban. Y Schliemann demostró esto al hallar en Micenas y en Tirinto objetos que debían provenir de países remotos, y Evans encontró en Creta marfil africano y estatuas egipcias. El comercio y la guerra son las fuerzas impulsivas del tráfico en el reducido mundo de la Antigüedad. Como en nuestros días, y exactamente igual que ahora, tan pacífica y tan rapazmente al mismo tiempo, se comerciaba y se peleaba entonces. Así, las islas, con sus dos madres patrias, constituían una unidad económica y cultural.

¿Sus madres patrias hemos dicho? Aquí, madre patria no lo era en rigor el continente, pues pronto quedaría probado que el suelo materno —tomando por tal aquel en que tuvo lugar el acto creador— lo fue una de las islas: Creta.

Según la leyenda, Zeus mismo nació en ella; era hijo de Rea, la madre Tierra, y vino al mundo en la cueva de los Dictos. Las abejas le llevaban su dulce miel, la cabra Amaltea le ofreció sus ubres, las ninfas le mecieron, y un tropel de jóvenes armados se congregó a su alrededor para protegerle contra su padre, Cronos, devorador de sus propios hijos.

También se dice que Minos, aquel rey legendario, reinó en la isla y era hijo de Zeus.

Evans excavó en la región de Cnosos.

Las murallas afloraban casi a la superficie. A las pocas horas, el trabajo ya dio su fruto, y al cabo de algunas semanas, Evans, lleno de asombro, se vio ante las ruinas de unos edificios que cubrían ocho áreas. En el transcurso de unos años, los restos de un palacio surgieron de un espacio que cubría una superficie de dos hectáreas y media.

La disposición de los edificios estaba bien clara y a pesar de notables diferencias exteriores, mostraba un parecido indiscutible con los palacios de Tirinto y Micenas; pero su poderosa construcción, unida a su gran suntuosidad y belleza, indicaba que los castillos del continente fueron sólo edificaciones secundarias, capitales de provincias o colonias en una marca adelantada. En torno a un rectángulo inmenso, el patio más grande, se erguían varias alas de edificios extendidas en todas las direcciones, con sus paredes de ladrillo hueco y tejados llanos sostenidos por pilares. Pero las estancias, pasillos, salas y los distintos pisos presentaban una distribución tan confusa, ofrecían al visitante tantas posibilidades de equívoco, que incluso el espectador más profano exclamaba: «esto es un laberinto», aunque no supiese que la leyenda atribuye al rey Minos la edificación de un laberinto construido por Dédalo. Laberinto por antonomasia y modelo de todos los que después se han hecho o se puedan hacer.

Evans no vaciló en comunicar al mundo que había encontrado el palacio de Minos, del mismo legendario hijo de Zeus, padre de Ariadna y de Fedra, dueño del laberinto y del temible hombre-toro o toro-hombre que lo habitaba: el Minotauro.

Lo que ahora descubría Evans era un verdadero milagro. El pueblo que lo había habitado, pueblo del que Schliemann sólo había hallado huellas coloniales, y del que hasta entonces nada se había sabido sino rasgos legendarios, se había deleitado allí en la riqueza y en la voluptuosidad, y probablemente en la cumbre de su apogeo se había hundido en aquella decadencia sibarítica que lleva en sí el germen de la muerte por dormirse en el lecho de rosas de su brillante esplendor.

La gran prosperidad económica de que gozara fue la causa de esa decadente cultura. La Creta de nuestros días, es decir, el país del vino y del aceite de oliva, lo era ya entonces. Y en aquel mundo asomado al Egeo, Creta era un gran centro comercial. Un mercado marítimo, pues era una isla. Lo que más extrañó después de las primeras excavaciones fue que aquel riquísimo palacio del antiguo mundo helénico no presentara traza alguna de fortificación ni de murallas protectoras, cosa que se explicó con el descubrimiento de la riqueza de aquel emporio, pues exigía un poder más fuerte que las piedras para su defensa, una clase de protección más ofensiva que las inertes murallas, medio simplemente defensivo: una flota que de manera activa dominase el mar.

Por eso aquel palacio se presentaba entonces a la vista del navegante que se acercaba a las costas, no como un áspero castillo, sino que ofrecía con sus columnas de cal blanca, sus paredes cubiertas de refulgente estuco, brillantes bajo el ardiente sol mediterráneo, algo así como una joya de los mares que hacía centellear todas las facetas de su gran riqueza. Evans descubrió las bodegas y despensas. Allí se alineaban un jarro junto a otro; tinajas gigantescas ricamente ornamentadas con dibujos artísticos, análogos a los que antes se habían encontrado en Tirinto, que antaño se vieron llenas del dorado aceite. Evans se esforzaba en calcular la capacidad total de aquellas tinajas de aceite y llegó a la cifra de 75.000 litros. Riqueza en reserva de un solo palacio.

Y ¿quiénes eran los que disfrutaban de aquellas riquezas? Evans descubrió, al poco tiempo, que sus hallazgos no podían pertenecer todos a la misma época, que no todas las murallas databan del mismo período, ni que toda la cerámica, la porcelana y la pintura representaban el mismo estilo. Pronto reconoció las capas de aquella civilización, en una inteligente visión de los milenios. Y así estableció una división que aún se sigue hoy día: un período minoico primitivo desde el milenio tercero hasta el segundo; un minoico medio hasta 1600 a. de J. C., aproximadamente, y un minoico tardío —el período más breve, con un rápido final— hasta 1250 a. de J. C., aproximadamente. Incluso halló huellas de actividad humana anteriores al primer período de la época que denominamos neolítica, pues el metal era aún desconocido y todos los utensilios empleados eran de piedra. Así, hasta una época que alcanzaba diez mil años, fijó Evans la antigüedad de aquellos testimonios; otros investigadores no admitieron tan lejano período de la historia, pero dan como seguro un mínimo de cinco mil años.

¿Cómo calculaban estas fechas, por qué procedimiento? Evans determinó cada época por la presencia de objetos de origen extranjero, por ejemplo, cerámica de Egipto, que correspondía a períodos en que reinaron faraones cuyas fechas están bien determinadas. El apogeo y la cumbre de esta civilización se sitúan en el período de transición del minoico medio al minoico tardío, es decir, en los decenios que transcurren alrededor del año 1600 a. de J. C., que fue cuando probablemente vivió Minos dominando con su flota los mares circundantes. Aquella fue la época en que un bienestar general desarrolló el esplendor y se practicaba el culto a la belleza; las pinturas murales presentaban jóvenes caminando por praderas y cogiendo flores que depositaban en esbeltas ánforas; o doncellas que andaban por campos de lirios. La cultura, entonces, estaba a punto de convertirse en simple suntuosidad y la pintura ya no era adorno dominado por formas recias, sino que campeaba la delicia de los colores con un brillo refulgente. En Creta, habitar una casa no era necesidad, sino lujo. Los vestidos no eran, tampoco, simple necesidad de la naturaleza y de las costumbres, sino fruto del gusto y del refinamiento.

No es de extrañar que Evans empleara la expresión «moderno» para lo que hallaba. Aquel edificio, de medidas aproximadas a las del palacio de Buckingham, tenía cloacas para los desagües y lujosas termas, instalaciones para la ventilación, filtros de agua a base de grava, y grandes pozos negros. Pero más identidad hallaba él con los tiempos modernos al contemplar el aspecto de las personas, sus actitudes, sus vestidos y sus modas.

A principios del período minoico medio, las mujeres solían tocarse con unos sombreros altos, puntiagudos, y vestían largas faldas con dibujos de color, abiertas por delante y sostenidas por un cinturón; los cuellos eran altos, erguidos y llevaban al descubierto el pecho.

Esta antigua indumentaria se convirtió en la época del apogeo en un vestido muy refinado. La sencilla túnica se había trocado en un corpiño con mangas, muy ceñido al talle, con formas complicadas, dejando de nuevo descubierto el pecho, pero ahora con llamativa coquetería y provocación. Las faldas, de variados colores, caían largas, plisadas, y algunas de ellas adornadas con dibujos en los que se representaba una colina en la que se ven flores de loto estilizadas; sobre esta prenda llevaban un mandil de vivos colores. Para la cabeza, las mujeres usaban unos sombreros altos, inspirados en aquel primitivo tocado en forma de cucurucho puntiagudo. ¿Hemos de considerar tal audacia como de un gusto supermoderno o grotesco? Si lo moderno es que las mujeres lleven el pelo corto lo mismo que los hombres, aquellas buenas cretenses ya eran bien modernas hace varios milenios, pues lo llevaban igual de corto que los hombres.

Así las vemos en las pinturas: con negligente gracia en sus movimientos, lánguidamente extendidas en sillas de jardín, jugando con un guante, o en animada conversación, con ese encanto que hemos dado en llamar parisiense. Tanto por la mirada como por la expresión toda, parece imposible que se trate de damas de una época que dista miles de años de la nuestra.

Para evocar aquellos tiempos lejanos, basta echar una ojeada a los hombres. Como único vestido, todos llevan una especie de enagüilla.

Entre las maravillosas pinturas encontradas por Evans —cuyo encanto y hechizo sentían incluso los incultos obreros— se repetía siempre una cuyo tema ya conocemos: el bailarín delante del toro.

¿Un bailarín? ¿Un torero? ¿Un artista? Esto era lo que suponía Schliemann cuando halló tal representación en Tirinto, en aquel castillo oscuro de frontera adelantada, donde no había nada que le pudiera recordar las antiguas leyendas, los toros, los sacrificios y la sangre humeante en el ara de los templos.

Pero ¿acaso no estaba Evans en el terreno mismo donde había gobernado Minos, el legendario rey del Minotauro, monstruo parecido a un toro? ¿Qué dice a este respecto la leyenda?

Pues bien, dice que Minos, rey de Cnosos, de toda Creta, y señor de todos los mares helénicos, envió a su hijo Androgeo a participar en los juegos de Atenas. Más fuerte que todos los griegos, venció, y por envidia fue muerto por Egeo, rey de Atenas. Su padre, enfurecido, invadió la ciudad en implacable guerra, la sometió y exigió una expiación terrible. Cada nueve años, los atenienses habían de mandar la flor de su juventud, un tributo consistente en siete jóvenes varones y siete doncellas que serían sacrificados al monstruo de Minos. Pero cuando el terrible sacrificio se preparaba por tercera vez, Teseo, hijo de Egeo, que había regresado después de un viaje en el que realizó muchas proezas, se ofreció para ir en barco a Creta y matar al monstruo.

El barco surcó el mar hacia la isla de Creta, un mar azul y resplandeciente, y en él iba Teseo, con siete parejas de jóvenes jonios.

Negras eran las velas que sostenían los mástiles, y Teseo anunció que izarían velas blancas en su viaje de vuelta si había conseguido su propósito. Ariadna, hija de Minos, vio a aquel hombre destinado a la muerte, y se enamoró de él. Diole una espada para la lucha y una madeja de lana, uno de cuyos extremos sujetaba ella, mientras el héroe entraba en el laberinto en busca del monstruo. En lucha terrible, el héroe venció al Minotauro. Gracias al hilo de lana halló la salida, y rápidamente huyó con Ariadna y sus compañeros hacia su patria. Pero estaba tan emocionado por haber salido vivo de aquella aventura que se olvidó de cambiar las velas, como había anunciado. Egeo, padre de Teseo, al ver velas negras, las interpretó como signo de muerte y se arrojó al mar.

¿Podía tal lienzo explicar esta leyenda? Se ve a dos doncellas y a un joven jugando con un toro. ¿Era eso un juego? ¿Acaso no se jugaban, en efecto, la vida? La pintura podía muy bien representar los sacrificios ante el Minotauro, nombre que, sin duda, no quería decir otra cosa sino «toro de Minos».

Comparando la leyenda con la realidad hallada surgían aún otras cuestiones. Evidentemente, en todo ello había un fondo de verdad, el laberinto. El triunfo de Teseo era el símbolo de la victoria de los conquistadores venidos del continente, los cuales habían destruido el palacio de Minos. Esto era verosímil; pero que una venganza personal de Minos, que la dureza del castigo exigido por el hijo asesinado fuera el motivo de la destrucción de su reino, era más improbable.

Lo cierto es que el reino de Minos fue destruido y tan sañuda y repentinamente, que los destructores no tuvieron tiempo de ver oír o aprender nada; tan destruido como lo fue, tres mil años después, el reino de Moctezuma por un puñado de conquistadores españoles, de tal modo, que no quedó más que un montón de ruinas, simples piedras inermes y silenciosas.

¿De dónde? ¿Adónde?

La procedencia y el final de este rico pueblo de Creta es todavía un enigma para los arqueólogos, para todos los hombres de ciencia que se ocupan en la Historia primitiva.

Después de Homero, se establecieron cinco pueblos distintos en la isla. Según Heródoto, Minos no era heleno, y Tucídices afirma que sí lo era, Evans, el hombre que más se interesó por este problema, lo cree de origen africano, libio; Eduard Meyer, concienzudo historiador de la Antigüedad, observa solamente que los cretenses quizá no procedían del Asia Menor; Dörpfeld, el antiguo colaborador de Schliemann, aun en 1932, a sus ochenta años, se enfrenta con la teoría de Evans y dice que Fenicia fue el lugar de donde procede el arte de Creta y de Micenas, y no de la isla, como pretendía Evans.

¿Dónde está el hilo de Ariadna capaz de sacarnos del laberinto de tales hipótesis?

La escritura podría ser este hilo. Y con esta idea, Evans fue a Creta. Ya en 1904 había descifrado los primeros signos de Creta. Allí descubrió también innumerables inscripciones de cuadros, y en Cnosos unas 2.000 tablillas de arcilla con los signos de un sistema de escritura lineal. Pero Hans Jensen, en una documentada obra sobre «La escritura», editada en 1935, observó escuetamente: «El desciframiento de la escritura de Creta está en sus inicios, motivo por el que no vemos con claridad el carácter esencial de la misma».

El origen y la escritura del reino de Creta son oscuros como lo es también su final. Hay muchas teorías y todas ellas audaces, Evans reconocía tres estadios claros de la destrucción. Por dos veces se reconstruyó el palacio, pero la tercera destrucción fue definitiva.

Intentando atisbar la historia de aquellos luminosos días, vistos con la perspectiva del tiempo, distinguiremos, entre aquellos tropeles de gente nómada que invadieron Grecia y atacaron los castillos defendidos por gente de tez morena y destruyeron Micenas y Tirinto, a los aqueos de piel blanca, procedentes del Norte, de los países del Danubio, o acaso de las regiones de la Rusia meridional. Era la invasión de un pueblo bárbaro que se extendió por todas partes, surcó el mar, llegó a la isla y destruyó las riquezas de Creta. Poco después se iniciaron nuevas campañas; ahora son los dorios, que expulsan a los aqueos, gente más culta que ellos. Si los aqueos eran saqueadores que sabían «tomar posesión», hombres dignos del canto de Homero, los dorios, en cambio, eran simples bárbaros devastadores. Con ellos, sin embargo, empezó la nueva Grecia.

Así lo explican unos. Pero ¿qué dicen los otros?

Evans descubrió que la destrucción del palacio minoico se había llevado a cabo con el poderío de un fenómeno de la Naturaleza. Pompeya era el ejemplo clásico de un caso análogo.

Aquí Evans encontraba, en las estancias del palacio, signos análogos de que la muerte había sorprendido a los hombres repentinamente, en plena vida, como los que por primera vez vieran D’Elboeuf y Venuti al pie del Vesubio: instrumentos de trabajo abandonados cerca de la mano del operario, ejemplares de trabajo manual y obras de arte suspendidos repentinamente en plena ejecución, faenas domésticas interrumpidas violentamente…

Y forjó entonces una teoría confirmada por la experiencia propia. El 26 de junio de 1926, a las diez menos cuarto de la noche, Evans se hallaba en su cama leyendo cuando se produjo de repente un brusco movimiento sísmico. La cama se movió, las paredes de la casa temblaron, algunos objetos cayeron, un cubo lleno de agua se vertió, la tierra trepidó, primero, y luego bramó como si el Minotauro volviera a la vida. Pero la sacudida sísmica no duró mucho rato. Cuando la tierra se hubo tranquilizado, Evans saltó de la cama y salió corriendo. Rápidamente se dirigió al palacio. Las obras puestas al descubierto por las excavaciones habían quedado intactas. Donde había sido posible, hacía años se habían colocado refuerzos de acero para sostener los vacilantes muros descubiertos. Pero en los pueblos de los alrededores y hasta en la capital, Candia, el movimiento sísmico había producido terribles estragos. Ello confirmó la teoría de Evans, basada en que Creta era una de las zonas de movimientos sísmicos más agudos de Europa. Sólo la potencia de aquel terremoto que de pronto sacudió la tierra, la agrietó y devoró la obra de los hombres, podía haber destruido el palacio de Minos, de modo tal que sobre sus ruinas ya no pudiera construirse más que un conjunto de chozas miserables.

Tal es la tesis de Evans, que algunos no comparten. Quizás algún día se aclare la incógnita. Evans, al menos, no ha podido cerrar el círculo, cuyo primer esplendor fue vislumbrado por Schliemann, hombre lleno de fe, bajo las cenizas de Micenas. Ambos habían sido descubridores; ahora llegaba la época de los intérpretes destinados a hallar el hilo de Ariadna. ¿Dónde estará la lámpara que nos dé luz para descubrir y leer la escritura de Creta? Esa luz cuyos amplios rayos basten para iluminar aquella Europa que durante más de tres mil años ha permanecido en la oscuridad.

Con esta pregunta cerré este capítulo en 1949. A mediados de 1950 surgió la primera respuesta: el doctor Ernst Sittig, profesor de Tübingen, había resuelto el problema que había ocupado por espacio de cuarenta años al investigador finlandés Sundwall y después al alemán Bossert, al italiano Meriggi y al sabio checo Hrozny —que descifró los textos hititas en escritura cuneiforme de Boghaz-Koeï—, hasta que en 1948 Alice Kober declaró resignadamente en Nueva York: «Es imposible descifrar una lengua desconocida escrita en una escritura desconocida…».

Parecía, pues, haberse conseguido un gran triunfo. Sittig había sido el primero en aplicar de manera consecuente a la filología antigua la técnica —y la ciencia— del desciframiento de escritos militares secretos, basada en la estadística y la matemática, y consistente en la aplicación de cálculos estadísticos, que se perfeccionó en el transcurso de las dos guerras mundiales. En un breve espacio de tiempo creyó haber descifrado primero once y después treinta signos de la llamada «escritura cretense lineal B».

Pero a mediados de 1953 surgió otra respuesta. Llegó a manos del joven inglés Michael Ventris una tablilla de barro descubierta en Pilos por Blegen en la que había una agrupación de signos que no había llegado aún a conocimiento de Sittig, signos que el genial Ventris —cuya profesión era, en rigor, la de arquitecto, de modo que se trataba nuevamente de un intruso— pudo leer perfectamente como griego. Esto quitó valor a la lectura de Sittig, de cuyas treinta interpretaciones sólo tres resultaron correctas.

Se abren en este momento una serie de interrogantes que continuarán en pie por mucho tiempo. La filología antigua se encuentra ante la solución definitiva del problema del desciframiento: la mayoría de las tablillas cretenses son legibles. Pero ¿por qué razón en Creta, en el centro de una cultura autónoma y altamente desarrollada, unos seis siglos antes de Homero se escribía con la escritura propia la lengua de los griegos, de un pueblo que no había alcanzado aún, ni mucho menos, un desarrollo elevado? ¿Se hablaban varias lenguas al mismo tiempo? ¿Existen quizás errores en nuestra cronología de la Grecia antigua? ¿O surge acaso de nuevo el problema de Homero?

En 1963 el profesor de Oxford Leonard R. Palmer se aventuró a formular nuevas interpretaciones en su libro «Mycenaeans and Minoans» (Micénicos y minoicos). La prehistoria egea a la luz de las tablillas de escritura «lineal B»). Pero la obra fue objeto de tantos ataques y correcciones por parte de los especialistas que se vio obligado a publicar, sólo dos años después, una nueva edición «sustancialmente corregida y aumentada».

Es de esperar que futuras investigaciones aporten nueva luz sobre la cuestión. Dirijamos entretanto nuestra atención a un país cuya escritura constituyó también, durante largo tiempo, un misterio —el cual, no obstante, fue desvelado, como veremos, en forma casi dramática—, un país que desde siempre nos ha hablado a través de los más grandiosos monumentos que nos ha legado el mundo antiguo; el país del Nilo.

Nota del editor español. Julio de 1956.

Las anteriores líneas escritas por C. W. Ceram en 1950 supervaloraban los trabajos del profesor Sittig, que no resistieron a la crítica de sus colegas. Sittig procedía a asignar valores fonéticos a los signos cretenses con criterios formales de comparación con los egeo-chipriotas y otros autores extendieron este sistema de comparación al hitita jeroglífico, al egipcio y a otras lenguas, siempre con resultados muy menguados. Sin embargo, en el sistema de Sittig había un aspecto, en el que no insistió por desviarse hacia otros caminos de la investigación, que encerraba la clave del problema: el método combinatorio estadístico.

Como es sabido, a través de esos signos se buscaba una lengua desconocida y muy antigua hablada en Creta y quizás en el continente en el segundo milenio antes de Jesucristo. Parecía lógico que en el griego clásico hubiera palabras engastadas, supervivencias de dicho lenguaje usado en tos textos minoicos. Por este método llamado el «sustrato prehelénico» se procedía a un análisis de los elementos del vocabulario griego que no tienen una etimología adecuada en el marco de esta lengua y que, por tanto, serían préstamos del lenguaje hablado en el ámbito del Egeo con anterioridad a la invasión doria. Parecía que éste era un hecho bien establecido y por tanto se consideraba como punto de partida de futuras investigaciones para las cuales se dejaba completamente de lado la filología helénica. Pero vista la inutilidad de los esfuerzos en este sentido, hacia 1952 empezaron a considerar nuevas hipótesis: dos investigadores, en ese momento independientemente el uno del otro, pensaron en la posibilidad de que las tablillas encerrasen una lengua emparentada con el griego. No es que Georgiev y Ventris, separados por miles de kilómetros, pues trabajaban respectivamente en Bulgaria y en Norteamérica, llegaran a esa hipótesis por mera coincidencia, sino que puede considerarse como punto final, obtenido por separado, de un estado de opinión.

El mencionado Georgiev identificó muchas tablillas como listas de ofrendas que estaban escritas en una «variedad arcaica» del griego. A Ventris, que había estudiado la posibilidad de que fuera una lengua emparentada con el etrusco, estaba reservado colaborar en lo que ya podemos considerar como una conquista de la filología mediterránea más antigua.

Los lectores de este libro ya saben que muchos grandes descubrimientos no han sido realizados por los arqueólogos profesionales sino por geniales aficionados. El presente es otro caso de este curioso y sorprendente hecho. H. Ventris y su colaborador J. Chadwick no son ni arqueólogos ni filólogos profesionales en el sentido estricto de la expresión. Sin embargo, ellos, sumando a la masa de documentación y a los resultados alcanzados por otros investigadores su perspicacia y su acierto en el uso del método combinatorio estadístico, realizaron un descubrimiento sensacional que fue dado a conocer a fines de 1953: el desciframiento de las tablillas de Cnosos y Pilos, de época minoica, escritas en el alfabeto cretense llamado «lineal B», que resultan ser textos de 1450 a 1200 a. de J. C. redactados en verdadero griego. En los dos años consecutivos a este sorprendente descubrimiento se han podido realizar múltiples comprobaciones y hoy se considera ya como una etapa superada que abre el camino para el futuro desciframiento, ahora mucho más fácil, de los otros tipos de escritura.

Este desciframiento reviste singular importancia para el conocimiento del complejo histórico-cultural «egeo». La arqueología nos hablaba de un dominio «aqueo» en la Creta del siglo XV y ahora tenemos documentada en lo lingüístico una vasta unidad política en torno al rey de Micenas o al señor de Pilos. Seguramente esta unidad también puede suponerse para lo religioso, pues en las tablillas descifradas aparecen citadas diez de las divinidades griegas más corrientes, e incluso los nombres de Dioniso y Ares, que se consideraban recientes en la religión griega, se pueden remontar a los siglos XV-XIII. Podría ser que las tablillas nos llevaran al conocimiento de una épica prehomérica, pues los nombres de los héroes de la guerra de Troya aparecen en estos documentos unos dos siglos antes de la fecha que se acostumbra a atribuir a la ciudad de Troya VII. Muchísimos son los aspectos de la arqueología, la lingüística, la historia cultural y literaria, etc., que pueden recibir nuevas e inesperadas luces con la lectura de estos textos que sólo está en sus comienzos. Perspectivas que crecen si se considera el probable desciframiento de la escritura «lineal A» en un futuro que no parece lejano, el conocimiento de la lengua «egea» y las posibilidades de renovar la investigación de otras escrituras no interpretadas.