WINCKELMANN O EL NACIMIENTO DE UNA CIENCIA
En 1764, Angélica Kauffmann hizo en Roma un dibujo de su maestro Winckelmann. Éste aparece sentado ante un libro abierto y tiene la pluma en la mano. Sus ojos son muy grandes, de color oscuro, y su frente tiene una amplitud muy espiritual. Nariz grande y conjunto de formas casi borbónicas. La boca y la barbilla son de forma suave y redondeada. «En él, la Naturaleza había puesto todo aquello que define y conviene a un hombre», decía Goethe.
Nació en 1717 y era hijo de un zapatero remendón de Stendal. Aún niño, gustábale explorar las «tumbas de gigantes» —dólmenes— de los alrededores e incitaba a sus compañeros de juego a excavar con él para ver si encontraban urnas antiguas. En 1743 era preceptor en Seehausen. «Con gran fidelidad he hecho de maestro, mandando leer a los chicos de cabeza tiñosa el abecedario cuando durante esta ocupación deseaba con ansiedad llegar a lo bello murmurando frases de Homero». En 1748 se colocó como bibliotecario en casa del conde de Bünau, cerca de Dresde, y luego abandonó sin amargura la Prusia de Federico, a la que consideraba «país despótico», y en el cual nunca pensaba sin temblar: «por lo menos, he sentido la esclavitud más que los otros».
Con este cambio de lugar quedaba determinada la orientación de su vida. Se une a un círculo de artistas destacados y en Dresde halla la colección de antigüedades más importante de la Alemania de entonces, y ante aquello abandona todos sus proyectos —acariciaba la idea de marcharse a Egipto—. Se publicaron sus primeros escritos y hallaron eco en toda Europa. Muy independiente espiritualmente, y religiosamente nada dogmático, se convierte al catolicismo para lograr un puesto de trabajo en Italia; Roma bien vale una misa.
En 1758 es bibliotecario e inspector de las colecciones del cardenal Albani, y cinco años después le nombran Inspector-Jefe de todas las Antigüedades de Roma y sus alrededores, y visita Pompeya y Herculano. En 1768 perece asesinado por un vulgar ladrón.
Tres son las obras de Winckelmann que han conducido a la creación de la investigación científica de la Antigüedad.
Sus «Epístolas» sobre los descubrimientos de Herculano, su monumental obra «Historia del Arte en la Antigüedad» y su Monumenti antichi inediti.
Ya hemos hablado de los métodos sin previo plan de las excavaciones cerca de Pompeya y Herculano. Sin embargo, peor que la falta de organización era el misterio que las envolvía, basado en las rigurosas prohibiciones de unos gobernantes egoístas que vedaban a todo extranjero, viajero u hombre de ciencia, conocer su detalle para que no pudieran comunicar al mundo lo que habían visto. Un «ratón de biblioteca» llamado Bayardi fue el único a quien el rey dio permiso para hacer el primer catálogo de los hallazgos, que empezó con un extenso prólogo sin haber visto siquiera el lugar de las excavaciones. Escribía y escribía sin entrar en materia, y en 1752 había compuesto ya cinco tomos con 2.677 páginas. Y como era persona llena de recelos y malicia, consiguió que por una orden del ministro no se publicaran las noticias de otros dos eruditos, los cuales, en vez de perder el tiempo con un extenso prólogo, habían ido inmediatamente al fondo de la cuestión.
Cuando algún investigador podía disponer de alguna de las piezas extraídas para un detenido estudio, como todos los trabajos previos aún no estaban hechos, llegaba a conclusiones tan absurdas como Martorelli, que en una obra en dos tomos de 562 páginas intentó demostrar, basándose en una especie de tintero encontrado, que en la Antigüedad se habían conocido ya los libros cuadrangulares al estilo de los nuestros, y no los clásicos rollos, que tenía ante sus ojos y que, precisamente, eran los papiros de Filodemo.
En 1757, por fin, se publicó el primer tomo sobre las antigüedades, escrito por Valetta y costeado por el rey con 12.000 ducados. En medio de esta atmósfera de envidia, intrigas y erudición empolvada y empelucada, se halló nuestro Winckelmann. Tras dificultades indecibles, y ser considerado como espía, logró al fin permiso para visitar los Museos Reales. Pero le habían prohibido severamente hacer ni siquiera el más insignificante dibujo de las esculturas.
Winckelmann, amargado por tal actitud, halló consuelo en un colega. En el convento de los Agustinos, donde le habían admitido, conoció al padre Piaggi, al que sorprendió entregado a un trabajo muy extraño.
Cuando en su tiempo se descubrió la Villa dei Papiri, el padre Piaggi quedó entusiasmado ante los ricos hallazgos de viejas anotaciones. Mas cuando quiso examinarlas, al cogerlas con la mano se le deshacían. Aquella ceniza se sostenía milagrosamente, convirtiéndose en polvo al menor contacto.
Se intentaron varias soluciones para salvar los preciados rollos, pero todo fue en vano hasta el día en que se presentó el Padre con una especie de bastidor «como los usados por los peluqueros para la preparación de pelucas». A este mismo procedimiento quería recurrir para enrollar los papiros y conservarlos. Y tuvo éxito. Cuando Winckelmann le visitó en su celda, el Padre ya trabajaba en esta tarea desde hacía varios años. Logró salvar, enrollados, los papiros escritos, pero no consiguió triunfar cerca del rey, ni de Alcubierre, que no apreciaba las dificultades y el valor de aquel trabajo.
Mientras Winckelmann permanecía sentado junto a él, el buen monje, disgustado, lanzaba invectivas contra todo lo que sucedía. Muy cuidadosamente, como si seleccionase leves plumones, iba enrollando en su artefacto, un milímetro tras otro, papiros carbonizados. Y mientras trabajaba se quejaba del rey y de su indiferencia, de la incapacidad de los funcionarios y de la ignorancia de los obreros. Apenas podía presentar a Winckelmann una nueva columna salvada de un tratado de Filodemo sobre la música, la satisfacción de haberlo conseguido le incitaba de nuevo a insultar a aquellos amos impacientes y a sus servidores envidiosos.
Winckelmann parecía tanto más susceptible a los discursos del Padre, cuanto que también en lo sucesivo le fue prohibido a él inspeccionar el lugar de las excavaciones, teniendo que limitarse al museo, donde le estaba igualmente vedado el copiar. Sobornó a los guardianes y así le enseñaban cosas sueltas. Pero mientras tanto se habían realizado nuevos e importantísimos hallazgos para el conocimiento de la cultura antigua. Los nuevos hallazgos consistían en representaciones y cuadros, sobre todo de índole erótica. El rey, de ideas mezquinas, y extrañado ante una escultura que representaba un sátiro emparejado con una cabra, hizo mandar todas aquellas obras inmediatamente a Roma y encerrarlas. Así, Winckelmann no pudo contemplar algunas de las mismas.
A pesar de todas esas dificultades, en 1762 publicó su primera epístola «Sobre los descubrimientos de Herculano». Dos años más tarde frecuentaba de nuevo la ciudad y el Museo, y publicaba la segunda epístola. Ambas obras contenían indicaciones de cuanto Winckelmann había oído en la celda del Padre y estaban llenas de acerbas críticas. Cuando en una traducción francesa cayó en manos de la corte napolitana la segunda epístola, provocó indignación contra aquel alemán a quien se había concedido el excepcional permiso de visitar el Museo y que tan mal agradecía aquella merced.
Naturalmente, los ataques de Winckelmann eran justificados y su ira no carecía de motivos; pero la polémica en sí ha perdido importancia. El valor principal de las epístolas residía en que por vez primera se ofrecía al mundo en ellas una descripción clara, objetiva, de las excavaciones efectuadas en la región del Vesubio.
Por la misma época se publicó la obra principal de Winckelmann: su «Historia del Arte en la Antigüedad». En ella había logrado organizar, con una visión ordenadora, el alud creciente de los antiguos monumentos «sin par», como dice orgullosamente, describiendo por primera vez la evolución del arte antiguo. Con las escasas indicaciones que se poseían de los antiguos iba hilvanando un sistema, iba enunciando con mucho ingenio conocimientos básicos, y los transmitía con tal convicción en su lenguaje, que el mundo culto se vio inundado como por una oleada de devoción hacia los ideales antiguos, entusiasmo que determinó el siglo del neoclasicismo.
Este libro ejerció una influencia decisiva para la Arqueología y suscitó el deseo de buscar la belleza donde aún pudiera quedar oculta; enseñó el camino, la clave para la comprensión de las antiguas culturas contemplando sus monumentos, y despertó la esperanza de hallar algo distinto de lo sepultado en Pompeya, e igual que esta ciudad, lleno de maravillas y nunca visto.
Los recursos científicos propiamente dichos, Winckelmann se los dio a la joven ciencia arqueológica con su Monumenti antichi inediti, publicado en 1767. Aquella expresión suya «sin par» llegó a ser la pauta para la interpretación y explicación de las esculturas. Por otra parte, Winckelmann examinaba todo el ámbito de la mitología griega y sabía extraer conclusiones de las alusiones más insignificantes. Así liberaba el método antiguo de todos los prejuicios filológicos, de la tutela de los antiguos historiadores, a los cuales se había dado una significación canónica.
Muchas afirmaciones de Winckelmann eran erróneas, y muchas de sus conclusiones, prematuras. Su visión de la Antigüedad estaba idealizada. En la Hélade no habían vivido solamente «hombres parecidos a dioses». Y sus conocimientos de las obras del arte griego, a pesar de la gran abundancia de materiales hallados, eran muy limitados. Lo que él había visto generalmente no eran sino copias de la época romana que, desgastadas por la lluvia y bruñidas por la arena, presentaban una blancura inmaculada. Pero el mundo de los antiguos, en medio de un paisaje luminoso, no fue tan austero ni tan blanco. Era «de color», y hoy día, a pesar de nuestros conocimientos tan exactos, no podemos ni imaginarlo. La escultura griega original era policroma. La estatua de mármol de una mujer, de la Acrópolis de Atenas, tenía un colorido encarnado, verde, azul y amarillo. Y con frecuencia las estatuas no solamente tenían labios encarnados, sino también ojos brillantes por las piedras preciosas, y cejas artificiales, cosa que a nosotros nos produciría un efecto muy extraño. El mérito de Winckelmann consiste en haber puesto orden donde había caos, en haber introducido conocimientos donde tan sólo había atisbos y leyendas; y, sobre todo, porque abrió el camino al clasicismo de Goethe y de Schiller, descubriendo el mundo antiguo y preparando a la investigación futura los instrumentos que un día podían servir a los arqueólogos para sacar de las tinieblas de los tiempos otras culturas más pretéritas aún.
En 1768, volviendo de un viaje a su patria y de nuevo hacia Italia, conoció en un hotel de Trieste a un italiano, sin sospechar que se las había con un vulgar criminal ya varias veces penado.
Es lícito suponer que Winckelmann, por su temperamento comunicativo, se viese inclinado a buscar la compañía de aquel hombre que había sido cocinero y correveidile, y a entablar con él una amistad que incluso llegaba a manifestarse en que comían juntos en su misma habitación. Winckelmann era uno de los huéspedes famosos del hotel. Su riqueza en el vestir y sus modales, que delataban a un hombre de mundo, añadido a que en alguna ocasión enseñó algunas monedas de oro, recibidas, por cierto, en recuerdo de una audiencia de la emperatriz María Teresa, hicieron que el italiano, cuyo nombre era el poco adecuado de Arcangeli, preparara su crimen.
El 8 de junio de 1768, por la noche, cuando el sabio se disponía a escribir aún algunas notas para la imprenta y, habiéndose ya quitado las prendas exteriores, se hallaba sentado ante su escritorio, penetró el italiano en la estancia, le echó una cuerda al cuello, y en la lucha desarrollada a continuación logró asestarle seis cuchilladas mortales. Aunque quedó gravemente herido, aquel hombre robusto se arrastró escaleras abajo, y lleno de sangre y con el rostro lívido despertó en el camarero y en la camarera un terror tan grande, que pronto fue tarde para asistirle.
Cuando el sabio falleció a las pocas horas, hallóse en su escritorio una hoja de papel con las últimas palabras trazadas por su mano: «se debe…» había escrito.
Escritas estas dos palabras, el asesino había arrebatado la pluma de la mano de un gran sabio, cortando la vida del fundador de una nueva ciencia.
Mas su obra produjo fruto. En todo el mundo surgieron discípulos suyos. Han pasado dos siglos, y los arqueólogos de Roma, de Atenas y de los grandes Institutos arqueológicos siguen celebrando «el día de Winckelmann» en el aniversario de su nacimiento: el 9 de diciembre.