La vida se había portado bien con Durling Stedman. Conducía un Cadillac nuevo, de color sopa de bogavante, y en el parachoques trasero del Cadillac había un enganche grande para caravanas que arrastraba su plateada casa rodante a Cape Cod en primavera y a Florida en otoño.
Stedman era un artista, un pintor. Pero no parecía un pintor. Parte de sus existencias eran las de un resuelto hombre de negocios, las de un emprendedor independiente que sabía asumir sus responsabilidades profesionales, las de un hombre práctico que tenía por soñadores a la mayoría de los artistas y que pensaba que casi todo el arte era una bobada. Tenía sesenta años y se parecía enormemente a George Washington.
El letrero de su estudio de la colonia artística de Seminole Highlands, en Florida, lo resumía bien: «Durling Stedman, arte sin bobadas». Se había establecido en mitad de un esforzado grupo de pintores abstractos. Y la decisión había sido inteligente, porque el abstraccionismo confundía e irritaba a la mayoría de los turistas que se encontraban con Stedman y su obra, en mitad de todo aquel galimatías.
Los cuadros de Stedman eran bonitos como una postal. Y el propio Stedman parecía un amigo del barrio.
—Yo soy un oasis —le gustaba decir.
Todas las noches hacía una demostración y pintaba en un caballete delante del estudio. Pintaba un cuadro en una hora exacta, con la multitud mirando. Después, le ponía un marco dorado para enfatizar que había concluido. De ese modo, la multitud sabía que ya podía hablar y aplaudir. Ya no existía el peligro de que algún ruido repentino estropeara la obra maestra, porque la obra maestra estaba terminada.
El precio de la obra maestra estaba en una tarjeta clavada al marco: «65 dólares, marco incluido. Pregunte por nuestro plan de depósitos». El nuestro de la tarjeta se refería a Stedman y a su esposa, Cornelia. Cornelia no sabía mucho de arte, pero pensaba que su marido era otro Leonardo da Vinci.
Y Cornelia no era la única persona que lo pensaba.
Una noche, durante una de las demostraciones, una mujer estupefacta dijo entre la multitud:
—Le juro que, cuando estaba pintando esos abedules, me ha parecido que los estaba pintando con una pintura de corteza de abedul… como si sus manos sólo tuvieran que poner pegotes para que saliera la corteza de un abedul. Y me ha parecido lo mismo con las nubes… como si usara pintura de nubes y sus manos sólo tuvieran que extenderla, sin apenas pensar.
Stedman le ofreció su paleta y su pincel con humor.
—Sírvase usted misma, señora —dijo. Sonrió serenamente, pero era una sonrisa vacía, parte del espectáculo. No todo iba bien. Su mujer se había quedado llorando cuando él salió a hacer la demostración a su hora de siempre.
Supuso que Cornelia seguiría llorando en la caravana, detrás del estudio; que aún seguiría llorando sobre el periódico de la noche.
En el periódico, un crítico de arte había llamado farsante irisado a Stedman.
—¡No, por Dios! —exclamó la mujer a quien le había ofrecido la paleta y el pincel—. Yo no conseguiría que nada tuviera aspecto de nada. —La mujer retrocedió y puso las manos tras la espalda.
Entonces apareció Cornelia, pálida y temblorosa. Salió del estudio y se detuvo junto a su esposo.
—Quiero decir una cosa a estas personas —anunció.
Ninguna de aquellas personas la había visto jamás; pero Cornelia logró que todas supieran, instantáneamente, un montón de cosas sobre ella: que estaba asustada, que era tímida y humilde y que nunca se había dirigido a una multitud. Obviamente, sólo un cataclismo de gran envergadura podía haberle soltado la lengua. Cornelia Stedman era universal de repente; representaba a todas dulces, tranquilas, afectuosas y desconcertadas amas de casa con muchos años de vida.
Stedman se quedó sin habla. No esperaba nada parecido.
—Dentro de diez días, mi marido va a cumplir los sesenta —declaró Cornelia con voz irregular—. Y me estaba preguntando cuánto tiempo más tendremos que esperar para que el mundo despierte por fin y admita que es uno de los más grandes pintores que han pisado la faz de la Tierra. —Se mordió el labio y contuvo las lágrimas—. Esta noche, uno de esos payasos del arte elitista ha escrito en un periódico que mi marido es una especie de farsante. —Las lágrimas empezaron a brotar—. Es un bonito regalo de cumpleaños para un hombre que ha dedicado toda su vida al arte.
Aquel pensamiento la desequilibró tanto que casi no tuvo fuerzas para seguir hablando.
—Mi marido —dijo finalmente— presentó diez cuadros preciosos para la Exposición Anual de la llamada Asociación Artística de Seminole Highlands, y se los rechazaron todos. —Cornelia señaló un cuadro que estaba en la ventana de una casa, al otro lado de la calle. Sus labios se movieron. Intentaba decir algo sobre el cuadro, una enorme e impactante obra abstracta, pero de su garganta no salió ningún sonido coherente.
Su discurso había terminado. Stedman la llevó tiernamente al estudio y cerró la puerta.
Ya dentro, besó a su esposa y le preparó una copa. Estaba en una posición bastante peculiar, porque era perfectamente consciente de ser un farsante. Sabía que sus cuadros eran espantosos; sabía distinguir un buen cuadro y sabía distinguir a un buen pintor. Pero, por algún motivo, nunca había pasado la información a su esposa. Y aunque Cornelia demostrara un gusto lamentable, la admiración que le profesaba era lo más precioso que Stedman tenía.
Cuando Cornelia terminó la copa, también terminó su discurso.
—Rechazaron todos tus preciosos cuadros —dijo. Señaló la obra del otro lado de la calle con una mano que ahora era firme y mortífera—. Y ese horror ganó el primer premio.
—Bueno, cielito mío, recuerda lo que siempre hemos dicho… lo malo viene con lo bueno, y lo bueno que tenemos es muy bueno. —El cuadro del otro lado de la calle era soberbiamente imaginativo, potente y sincero. Y Stedman lo sabía. Lo sentía en los huesos—. Hay muchos tipos de estilos pictóricos, cielito. A unos les gustan unos y a otros les gustan otros… así es como funciona el mundo.
Cornelia siguió con la mirada fija en la casa de enfrente.
—Yo no pondría esa cosa espantosa en mi casa. Hay una gran conspiración en tu contra, y ya es hora de que alguien lo denuncie —declaró.
Cornelia se levantó lenta y peligrosamente, sin dejar de mirar hacia el otro lado de la calle.
—Y ahora, ¿qué rayos cree que está pegando en la ventana? —añadió.
Al otro lado de la calle, Sylvia Lazarro estaba pegando un artículo de prensa a la ventana delantera del estudio de su marido. Era el artículo donde se llamaba farsante a Stedman.
Sylvia lo ponía allí para que estuviera a la vista de todos; no por lo de farsante, sino por lo que decía sobre su esposo, John Lazarro. Decía que Lazarro era el abstraccionista joven más apasionante de Florida. Decía que Lazarro era capaz de expresar emociones complejas con elementos extraordinariamente sencillos. Decía que Lazarro pintaba con el más excepcional de los pigmentos, con su alma.
También decía que Lazarro había empezado su carrera artística como un niño prodigio descubierto en los barrios bajos de Chicago. Ahora, sólo tenía veintitrés años. Nunca había estado en una escuela de arte. Era autodidacta.
En la ventana, junto al recorte, estaba el cuadro que se había llevado todos los elogios y los doscientos dólares del primer premio. En el lienzo del cuadro, Lazarro había intentado atrapar la quietud preñada, el dolor masivo y el sudor frío del momento anterior a que una tormenta rompiera. Las nubes no parecían nubes de verdad, parecían rocas grises, gigantescas, tan macizas como el granito, pero sorprendentemente esponjosas y empapadas a la vez. Y la tierra no parecía tierra de verdad; parecía de cobre fundido y falto de lustre.
No había refugio a la vista. Si alguien se hubiera quedado atrapado en aquel momento dejado de la mano de Dios, en aquel lugar dejado de la mano de Dios, se habría tenido que encoger en aquel cobre caliente y bajo aquellas rocas grandes y húmedas; habría tenido que aceptar lo que la naturaleza estaba a punto de arrojar.
Era una obra sobrecogedora; una obra que sólo podía estar en un museo o en manos de un coleccionista entregado al arte. Lazarro vendía poco.
Hasta el propio Lazarro era sobrecogedor, aparentemente feroz y grosero. Le gustaba dar una imagen peligrosa, parecer el matón que había estado a punto de ser. Pero no era peligroso. Tenía miedo. Miedo de ser el mayor farsante de todos.
Estaba tumbado en la cama, completamente vestido. La única luz del estudio era la que procedía del montaje derrochador de Stedman, al otro lado de la calle. Pensaba con aire taciturno en los regalos que había soñado comprar con los doscientos dólares del primer premio. Los regalos habrían sido para su esposa, pero sus acreedores ya le habían levantado el dinero.
Sylvia se apartó de la ventana y se sentó en el borde de la cama. Cuando Lazarro la empezó a cortejar era una camarera descarada y sencilla; pero tres años de vida con un marido complicado y brillante habían llevado ojeras a su rostro. Y los cobradores de facturas habían reducido su descaro a una desesperación animosamente alegre.
Sin embargo, Sylvia no estaba dispuesta a renunciar. Pensaba que su marido era otro Raphael.
—¿Por qué no lees lo que ese hombre ha escrito sobre ti en el periódico? —preguntó ella.
—Los críticos de arte nunca dicen nada que tenga sentido para mí.
—Pues tú tienes mucho sentido para ellos.
—Hurra —dijo él sin emoción. Cuantos más halagos le dedicaban los críticos, más se encogía secretamente en el cobre caliente bajo un cielo de rocas. Sus manos y sus ojos tenían una disciplina tan pobre que no era capaz de dibujar nada que se pareciera a la realidad. Sus cuadros eran brutales—, no porque quisiera expresar brutalidad, sino porque no podía pintar de otra forma. En apariencia, Lazarro sólo sentía desprecio hacia Stedman; en lo más profundo de su alma, estaba sobrecogido por las manos y los ojos de Stedman, unas manos y unos ojos que podían hacer cualquier cosa que Stedman les pidiera.
—Lord Stedman cumple años dentro de diez días —dijo Sylvia, que había puesto el mote de lord y lady Stedman a sus vecinos porque eran muy ricos y ellos, los Lazarro, muy pobres—. Lady Stedman acaba de salir de la caravana y ha dado un gran discurso al respecto.
—¿Un discurso? No sabía que lady Stedman tuviera voz.
—Esta noche la ha tenido. Estaba fuera de sí porque en el periódico han dicho que su marido es un farsante.
Lazarro la tomó cariñosamente de la mano.
—¿Me protegerías si alguien dijera eso de mí, cariño?
—Mataría a cualquiera que dijera eso de ti —declaró.
—No tendrás un cigarrillo por ahí, ¿verdad?
—Se han terminado —dijo Sylvia. Se habían terminado al mediodía.
—Pensé que quizás habrías encontrado un paquete en alguna parte…
Sylvia se puso en pie.
—Pediré unos cigarrillos a los de al lado.
Lazarro se aferró a la mano de su esposa.
—No, no, no… —dijo él—. No les pidas nada más.
—Si necesitas desesperadamente un cigarrillo…
—No importa. Olvídalo —dijo Lazarro, algo brusco—. Voy a dejar de fumar. Los primeros días son los más duros. Me ahorraré mucho dinero y me sentiré mucho mejor.
Sylvia le apretó la mano, la soltó, caminó hasta la pared de contrachapado y la golpeó con los puños.
—Es tan injusto —dijo con amargura—. Los odio.
—¿A quién odias? —preguntó Lazarro, sentándose.
—¡A lord y lady Stedman! —respondió Sylvia entre dientes—. Siempre haciendo ostentación de su dinero… Lord Stedman con su enorme y gordo puro de veinticinco centavos, clavado en la cara, mientras vende todos esos cuadros ridículos… y tú, entre tanto, que te esfuerzas por dar algo nuevo, original y maravilloso al mundo, ni siquiera te puedes fumar un cigarrillo cuando te apetece.
Llamaron a la puerta con firmeza. Se oyeron los sonidos de una pequeña multitud, como si el gentío de la demostración de Stedman hubiera cruzado la calle.
Y entonces, el propio Stedman habló en el exterior, con voz lastimera.
—Espera, cielito mío…
Sylvia se acercó a la puerta y abrió.
Afuera estaban lady Stedman, muy orgullosa, lord Stedman, muy desgraciado, y una multitud muy interesada.
—Quita esa cosa putrefacta de tu ventana. Ahora mismo —bramó Cornelia Stedman a Sylvia Lazarro.
—¿Que quite qué de mi ventana? —preguntó Sylvia.
—El recorte de prensa que has pegado —respondió Cornelia.
—¿Qué pasa con el recorte?
—Lo sabes de sobra.
Lazarro notó que las voces las dos mujeres estaban subiendo de tono. Al principio habían sonado bastante inocuas, simplemente serias; pero cada frase terminaba ahora con una nota ligeramente más alta.
Lazarro llegó a la puerta del estudio a tiempo de contemplar el principio de la pelea entre las dos mujeres, entre dos mujeres encantadoras que habían ido demasiado lejos. Las nubes que parecían colgar sobre Cornelia y Silva no eran enormes y húmedas; eran de un verde venenoso y luminoso.
—¿Te refieres a la parte del artículo donde se afirma que tu marido es un farsante? ¿O a la parte donde se dice que mi esposo es un genio? —preguntó Sylvia.
La tormenta estalló.
Las mujeres no se tocaron. Permanecieron separadas, arrojándose verdades atroces. Y gritaran lo que gritaran, no se hacían daño entre sí. La desquiciada alegría de la batalla que por fin había empezado, las mejoraba a las dos.
En cambio, sus maridos quedaron en un estado ruinoso. Cada vez que Cornelia profería un insulto, hería profundamente a Lazarro. Lo tenía por un fraude y un inútil.
Lazarro miró a Stedman y vio que Stedman se estremecía de dolor y se quedaba sin aire cada vez que Sylvia soltaba una buena pulla.
Cuando la pelea entró en la fase de declive, las palabras de las mujeres se volvieron más claras y más deliberadas.
—¿Crees sinceramente que mi marido no podría pintar el bobo cuadro de un indio en una canoa de madera o de una cabaña en un valle? —dijo Sylvia Lazarro—. ¡Podría pintarlo con los ojos cerrados! Pinta como pinta porque es demasiado honrado como para copiar calendarios antiguos.
—¿De verdad crees que mi marido no podría pintar manchones sin sentido ni ponerles después algún nombre pedante? —dijo Cornelia Stedman—. ¿Crees que no sabría desparramar pintura para que alguno de tus estirados y ridículos críticos de arte viniera a casa, echara un vistazo y dijera esto tiene alma de verdad? ¿De verdad lo crees?
—Por supuesto que lo creo —contestó Sylvia.
—¿Aceptarías una pequeña competición? —preguntó Cornelia.
—Aceptaré lo que propongas —respondió Sylvia.
—Muy bien —dijo Cornelia—. Esta noche, tu marido pintará un cuadro de algo que realmente se parezca a algo y mi marido pintará con lo que tú llamas alma. —Agitó su melena gris—. Veremos quién se pavonea mañana.
—Vale —dijo Sylvia, encantada—. Vale.
—Tú aprieta el tubo de pintura —dijo Cornelia Stedman. Se sentía maravillosamente bien; parecía veinte años más joven. Estaba mirando por encima del hombro de su marido.
Stedman permanecía sombríamente sentado frente a un lienzo en blanco.
Cornelia cogió un tubo de pintura, lo estrujó y dejó un gusano bermellón en el lienzo.
—Venga, empieza a partir de ahí —dijo.
Stedman alcanzó un pincel con desgana y no hizo nada con él. Sabía que iba a fracasar.
Había convivido alegremente con el fracaso artístico durante años. Había logrado cubrirlo con el azúcar del dinero fácil. Pero ahora, estaba seguro de que su fracaso se presentaría ante él de un modo tan dramático y tan desnudo que sólo se lo podría tomar como el horror que era.
No tenía la menor duda de que, en ese mismo momento y al otro lado de la calle, Lazarro estaría pintando algo tan bien dibujado y tan vibrante que hasta Cornelia y las multitudes que asistían a sus demostraciones se quedarían mudos de asombro. Y él se sentiría tan avergonzado que no podría volver a tocar un pincel.
Lo miró todo menos el lienzo. Observó los cuadros y los carteles de las paredes del estudio como si los viera por primera vez. «Con un depósito del diez por ciento podrá acceder a cualquiera de las obras de Stedman», decía un cartel. «Sin cargo adicional, Stedman pintará una puesta de sol con los colores de las cortinas, las alfombras y los tapizados del cliente», decía otro. «Stedman hará un cuadro original a partir de cualquier fotografía», decía uno más.
Stedman se descubrió preguntándose quién era aquel Stedman tan animoso. Y Stedman analizó el trabajo de Stedman.
En todos los cuadros se repetía un motivo: una ingeniosa casita de campo con una chimenea de la que salía humo. Era una casita de campo robusta, que ningún lobo podría derribar a soplidos. Y la pintara donde la pintara, la casita de campo parecía decir: «Venga, exhausto desconocido, seas quien seas… entra y tómate un descanso».
Stedman deseó poder entrar en la casita, cerrar las puertas y las contraventanas y acurrucarse frente al fuego. Vagamente, comprendió que, en realidad, eso era lo que había estado haciendo durante los treinta y cinco años anteriores.
Y ahora lo habían sacado por la fuerza.
—Cariño… —dijo Cornelia.
—¿Sí? —dijo Stedman.
—¿No estás contento?
—¿Contento? ¿Por qué? —preguntó.
—Porque ahora demostraremos quién es el verdadero artista.
—Estoy tan contento como lo puedo estar —afirmó Stedman, forzando una sonrisa.
—Entonces, ¿por qué no te pones a pintar?
—Sí, por qué no —dijo Stedman.
Alzó el pincel y lo manchó con el gusano bermellón. En pocos segundos, había creado un bosquecillo de abedules bermellones. Tras una docena más de pinceladas rápidas, había erigido una casita de campo bermellón junto a la arboleda.
—Un indio… pinta un indio —dijo Sylvia Lazarro, y rió porque Stedman siempre estaba pintando indios. Sylvia puso un lienzo nuevo en el caballete y trazó un esbozo con la punta de un dedo—. Hazlo de color rojo brillante. Que lleve un gran pico de águila. Y pinta una puesta de sol sobre una montaña del fondo, con una casita de campo en las estribaciones de la montaña.
Los ojos de Lazarro se pusieron vidriosos.
—¿Todo en el mismo cuadro? —preguntó con tristeza.
—Claro —contestó Sylvia, que volvía a ser una novia retozona—. Pon todo tipo de cosas, para cerrar la boca a la gente y que nunca vuelva a decir que hasta sus hijos pintan mejor que tú.
Lazarro se encorvó y se frotó los ojos. Era absolutamente cierto que pintaba como un niño. Pintaba como un niño pasmosa y salvajemente imaginativo, pero como un niño en cualquier caso. De hecho, algunas de las cosas que pintaba en la actualidad eran prácticamente indistinguibles de las que había pintado en su infancia.
Lazarro se sorprendió preguntándose si no era posible que su mejor obra hubiera sido la primera. Su primera obra de importancia la había pintado en una acera, con una tiza robada, a la sombra del metro elevado de Chicago. Entonces tenía doce años.
Había empezado su primera gran obra como una demostración de astucia de barrio, mitad broma y mitad locura. El dibujo a tiza se fue haciendo más y más grande, más y más brillante y más y más alocado. Cascadas verdes de lluvia, entrelazadas con rayos negros, caían sobre un revoltijo de pirámides. En una parte era de día y en otra parte, era de noche. Con una luna de color gris pálido que alumbraba el día y un sol de color rojo intenso que alumbraba la noche.
Y cuanto más grande y más alocado se volvía el dibujo, mayor era la multitud que se enamoraba de él. Las monedas empezaron a caer sobre la acera. Unos desconocidos compraron más tizas al artista. Apareció la policía. Aparecieron los periodistas. Aparecieron los fotógrafos. Apareció el propio alcalde.
Cuando el joven Lazarro apartó las manos y las rodillas del suelo y se levantó por fin, se había convertido, al menos durante un día de verano, en el artista más famoso y más querido del Medio Oeste.
Pero ya no era un niño. Era un hombre que se ganaba la vida pintando como un niño. Y su esposa le estaba pidiendo que pintara un indio que verdaderamente pareciera un indio.
—Te resultará muy fácil. No tendrás que ponerle ni alma ni nada —dijo Sylvia. Frunció el ceño y se puso la mano sobre los ojos, a modo de visera, fingiendo contemplar el horizonte como uno de los indios de Stedman—. Sólo tienes que hacer un simple piel roja.
A la una de la madrugada, Durling Stedman estaba a punto de perder la paciencia. Había puesto kilos de pintura en el lienzo, kilos que siempre desechaba. Por muy abstractos que fueran sus principios, los manidos motivos de toda una vida salían a la luz. No podía evitar que un cubo se transformara en una casita de campo, que un cono se convirtiera en una montaña nevada y que una esfera pasara a ser una luna llena. Y le salían indios por todas partes, tan numerosos a veces como en el último combate del general Custer.
—No puedes impedir que tu talento haga las cosas bien, ¿verdad? —preguntó Cornelia.
Stedman estalló y le ordenó que se acostara.
—Me resultaría mucho más fácil si dejaras de mirarme —dijo John Lazarro, de mala manera, a su mujer.
—Sólo quiero que no trabajes demasiado —se defendió Sylvia, que bostezó—. Tengo miedo de que, si te dejo solo, le empieces a poner alma y lo compliques. Limítate a pintar un indio.
—Estoy pintando un indio —dijo Lazarro, con los nervios de punta.
—¿Te…? ¿Te importa que te haga una pregunta?
Lazarro cerró los ojos.
—No, en absoluto —respondió.
—¿Dónde está el indio?
Lazarro apretó los dientes y señaló el centro del lienzo.
—Ese es tu asqueroso indio.
—¿Un indio verde? —preguntó Sylvia.
—Sólo es la base —le informó.
Sylvia le pasó los brazos alrededor del cuerpo y lo meció.
—Déjate de bases, cariño. Pinta un simple indio. —Alcanzó un tubo de pintura—. Mira, éste es un buen color para un indio. Dibújalo primero y ponle el color después… como si fuera un libro para colorear de Micky Mouse.
Lazarro lanzó el pincel al otro lado de la habitación.
—¡No seria capaz de colorear ni un Micky Mouse con alguien mirándome por encima del hombro!
Sylvia se apartó.
—Lo siento. Sólo intento decirte que es muy fácil…
—¡Acuéstate! —exclamó Lazarro—. ¡Tendrás tu apestoso indio! Vete a la cama.
Stedman oyó el grito de Lazarro y lo tomó por un grito de alegría. Stedman pensó que el grito sólo podía significar dos cosas: que Lazarro había terminado el cuadro o que lo tenía a punto y le faltaba poco para terminarlo.
Imaginó el cuadro de Lazarro y lo vio ora brillante como un Tintoretto, ora umbrío como un Caravaggio y ora arremolinado como un Rubens.
Obstinadamente, sin importarle ya si viviría o moriría, Stedman empezó a matar indios con el cuchillo de su paleta. El desprecio que sentía hacia sí mismo estaba en su apogeo.
Dejó de trabajar cuando comprendió la profundidad de su desprecio. Era tan profundo que podía tomar la decisión de cruzar la calle, sin sentir vergüenza, y comprarle un cuadro con alma a Lazarro. Pagaría lo que fuera por una obra de Lazarro, por el derecho a poner su firma en el lienzo, para que Lazarro guardara silencio sobre aquel asunto tan engorroso.
Tomada la decisión, Stedman empezó a pintar otra vez. Pero esta vez pintó en una orgía de su propia, vieja, vulgar y tediosa forma de ser.
Creó una cadena montañosa con una docena de golpes como sablazos. Arrastró el pincel por encima de las montañas y el pincel dibujó una línea de nubes. Llevó el pincel a las estribaciones de las montañas y empezaron a surgir indios.
Los indios formaron de inmediato para atacar algo que estaba en el valle. Stedman sabía qué era ese algo. Iban a atacar su preciosa casita.
Se levantó y pintó la casita con ira. Pintó una puerta entreabierta. Y se pintó a sí mismo en el interior.
—¡Ésta es la esencia de Stedman! —dijo con sorna, entre risas de amargura—. ¡Aquí está el viejo loco!
Stedman volvió a la caravana y comprobó que Cornelia estaba profundamente dormida. Contó el dinero que llevaba en la cartera, regresó al estudio y cruzó la calle.
Lazarro estaba agotado. No tenía la impresión de haber estado pintando durante cinco horas; tenía la impresión de haber intentado rescatar una tienda india de puros de unas arenas movedizas. Las arenas movedizas eran la pintura del lienzo de Lazarro.
Lazarro había renunciado a sacar al indio de las arenas. Al final, había dejado que se hundiera hasta el paraíso de los pieles rojas, lleno de caza.
La superficie del cuadro se había cerrado sobre el indio y sobre el propio orgullo de Lazarro. La vida le había dicho que era un bluf, como siempre había sabido que le diría.
Sonrió como un mafioso, esperando sentirse como si hubiera sacado muchas buenas sumas de muchas estafas a lo largo de los años. Pero no sabía sentirse de ese modo. La pintura le importaba terriblemente, quería terriblemente seguir pintando. Si él era un mafioso, también era la víctima más patética del mafioso.
Mientras bajaba sus torpes manos hasta el regazo, Lazarro pensó en lo que las hábiles manos de Stedman estarían haciendo. Si Stedman les decía a aquellas manos mágicas que fueran tan refinadas como las de Picasso, serían refinadas; si les decía que fueran rígidamente rectilíneas, como las de Mondrian, serían rígidamente rectilíneas. Si les decía que fueran picaramente infantiles, como las de Klee, serían picaramente infantiles. Y si les pedía que fueran ciegamente furiosas, como las de Lazarro, las manos mágicas de Stedman también lo podrían ser.
Lazarro estaba tan hundido que consideró la posibilidad de robar un cuadro a Stedman, poner su firma y amenazar al pobre viejo con darle una paliza si se atrevía a abrir la boca.
No podía hundirse más. Empezó a pintar sobre lo mal que se sentía, sobre lo rastrero, burdo y sucio que era Lazarro. El cuadro era casi negro. Era el último cuadro que Lazarro iba a pintar. Se titulaba Eres lo peor.
Se oyó un ruido en la puerta delantera del estudio, como si en el exterior hubiera un animal enfermo. Lazarro siguió pintando, enfebrecido.
El ruido se repitió.
Lazarro se dirigió a la puerta y abrió.
Afuera estaba lord Stedman.
—Si parezco un hombre a punto de ser ahorcado, lo parezco porque es exactamente como me siento —dijo.
—Entra —dijo Lazarro—. Entra.
Aquella mañana, Durling Stedman durmió hasta las once. Intentó dormir más, pero no pudo. No se quería levantar.
Cuando analizó los motivos para no querer levantarse, Stedman descubrió que no tenía miedo del día; a fin de cuentas, había solventado su problema la noche anterior por el procedimiento de intercambiar cuadros con Lazarro. Ya no temía la humillación. Había puesto su firma en un cuadro con alma. Probablemente, la gloria lo estaba esperando en la extraña quietud del exterior.
En realidad, Stedman no se quería levantar porque tenía la sensación de que, durante aquella noche disparatada, había perdido algo inestimable.
Mientras se afeitaba y se miraba en el espejo, supo que aquel algo inestimable no era su integridad; seguía siendo el mismo, viejo y genial farsante. Ni siquiera había perdido dinero; Lazarro y él habían intercambiado los cuadros sin más.
No había nadie en el estudio cuando salió de la caravana y lo cruzó para llegar a la calle. Era muy temprano para los turistas, que no empezarían a llegar hasta el mediodía. Y Cornelia no estaba por ninguna parte.
La sensación de haber perdido algo importante se volvió tan intensa que Stedman se entregó a la compulsión de hurgar en los cajones y armarios del estudio en busca de Dios sabe qué. Quería que su esposa lo ayudara.
—¿Cielito? —la llamó.
—¡Aquí está! —exclamó Cornelia desde la calle. Entró y lo empujó alegremente hasta el caballete en el que hacía sus demostraciones. En el caballete estaba el cuadro negro de Lazarro. Estaba firmado por Stedman.
Bajo la luz del día, tenía un carácter completamente nuevo. Los negros brillaban como si tuvieran vida. Y los colores distintos al negro ya no parecían simples variaciones turbias del negro. Daban al lienzo la translucidez suave, santa y eterna de un vitral.
Por si eso fuera poco, el cuadro no era claramente un Lazarro. Era mucho mejor que un Lazarro, porque no era un cuadro de temor sino un cuadro de afirmación bella, orgullosa y vibrante.
Cornelia resplandecía de felicidad.
—Has ganado, cariño… has ganado —dijo.
En un semicírculo grave, alrededor del caballete, se alzaba una pequeña audiencia muy distinta a la que Stedman estaba acostumbrado. Los artistas serios se habían acercado silenciosamente a ver lo que Stedman había hecho. Se mostraban confusos, compungidos, respetuosos: porque el superficial y estúpido Stedman había demostrado ser el maestro de todos ellos. Y saludaron al nuevo maestro con sonrisas agridulces.
—¡Mira ese espanto de allí! —gorjeó Cornelia. Señaló al otro lado de la calle. En la ventana del estudio de Lazarro estaba el cuadro que Stedman había pintado la noche anterior. Estaba firmado por Lazarro.
Stedman se quedó perplejo. El cuadro no parecía un Stedman. Ciertamente, parecía una postal; pero una postal enviada desde un infierno privado.
Los indios, la casita, el viejo que se acurrucaba en la casita, las montañas y las nubes no conspiraban esta vez en busca de un efecto grandilocuentemente bonito y romántico. Con la calidad narradora de un Brueghel, con el barrido de un Turner, con el color de un Giorgione, el cuadro hablaba del alma torturada de un viejo.
Aquel cuadro era ese algo inestimable que Stedman había perdido durante la noche. La única obra buena que había pintado.
Lazarro estaba cruzando la calle y avanzaba hacia Stedman con expresión feroz. Sylvia Lazarro iba con él, protestando.
—Nunca te había visto así —dijo ella—. ¿Qué te pasa?
—Quiero ese cuadro —bramó Lazarro, indignado—. ¿Cuánto pides por él? —gruñó a Stedman—. Ahora no tengo dinero, pero te pagaré cuando lo consiga… te pagaré lo que quieras. Dame un precio.
—¿Es que te has vuelto loco? —intervino Sylvia—. Es un cuadro horrible. Jamás lo pondría en mi casa.
—¡Cállate! —ordenó Lazarro.
Sylvia calló.
—¿Considerarías…? ¿Considerarías la posibilidad de un intercambio? —preguntó Stedman.
Cornelia Stedman soltó una carcajada y dijo:
—¿Cambiar esta maravilla por esa bazofia de allí?
—¡Silencio! —exclamó Stedman. Por primera vez, era tan grande como parecía—. Trato hecho —dijo, estrechando calurosamente la mano de Lazarro.