Cape Cod era un capullo de agua fresca y neblina otoñal. Eran las siete de la noche. No se veían más luces en la carretera del puerto que las procedentes de la linterna bailarina de un vigilante del varadero, de la tienda de comestibles de Ben Nickelson y de los faros de un Cadillac grande y negro.
El Cadillac se detuvo frente a la tienda de Ben. El trueno bien alimentado de su motor, se apagó. Una mujer joven, vestida con un abrigo de paño barato, salió del vehículo y entró en el establecimiento. Estaba radiante de salud, de juventud y por el frescor del ambiente, pero era muy tímida. Cada paso que daba parecía una disculpa.
La enmarañada cabeza de Ben descansaba sobre sus brazos cruzados, junto a la caja registradora. Su ambición había desaparecido. A sus veintisiete años de edad, Ben estaba acabado. Había perdido la tienda a manos de sus acreedores.
Ben alzó la cabeza y sonrió sin esperanza.
—¿En qué puedo ayudarla, señorita?
La réplica de la joven fue un susurro.
—¿Cómo? No la he oído —dijo Ben.
—¿Tendría la amabilidad de decirme cómo puedo llegar a la casita de Kilraine?
—¿La casita?
—Así es como la llaman, ¿no? Es lo que pone en la etiqueta de la llave.
—Sí, es verdad, así es como la llaman; es que nunca me he acostumbrado a esa definición. Puede que para Joel Kilraine fuera una casita. Puede que tuviera una casa aún más grande, pero no me consta.
—Oh, vaya. ¿Tan grande es?
—Diecinueve habitaciones, un kilómetro de playa privada, pistas de tenis y una piscina —respondió Ben—. Sin embargo, no tiene caballeriza. Quizás la llamen casita por eso.
Ella suspiró.
—Yo esperaba que fuera una pequeñez dulce y acogedora.
—Lamento decepcionarla —dijo Ben—. Sólo tiene que dar media vuelta y seguir por donde ha venido hasta que llegue a… —Ben se detuvo un momento—. ¿No conoce el pueblo?
—No.
—Bueno, es que es difícil de explicar. Está bastante escondido. Será mejor que suba a mi camioneta y la guíe hasta allí.
—No quiero causarle molestias.
—De todas formas, iba a cerrar dentro de un minuto. No tengo nada más que hacer.
—Necesito comprar algo de comida antes de que nos marchemos.
—Mis acreedores se alegrarán mucho —dijo Ben. El sentimiento de soledad y de inutilidad lo dominaba cuando miró a la chica de arriba a abajo. Por sus manos, supo que se mordía las uñas. Por sus zapatos blancos, recios y de tacón bajo, dedujo que era algún tipo de criada y que normalmente llevaba uniforme. Le pareció bonita, pero no le gustó que estuviera tan acobardada.
—¿A qué se dedica? ¿Es su ama de llaves o algo por el estilo? —preguntó Ben—. ¿La ha enviado para que averigüe lo que tiene aquí?
—¿A quién se refiere?
—A la enfermera, a la Cenicienta, a la que maneja todo el cotarro —contestó—. A la chica de las friegas de alcohol de un millón de dólares. ¿Cómo se llamaba? ¿Rose? ¿Rose algo?
—Ah —dijo ella, que asintió—. Sí, he venido por eso… —Apartó la mirada de Ben y la clavó en los estantes que se encontraban a su espalda—. Veamos… necesito una lata de sopa de fideos con ternera, una lata de tomate… una caja de copos de maíz… una barra de pan, medio kilo de margarina…
Ben juntó los alimentos en el mostrador. Dejó la margarina con un golpe seco, golpeando el cartón encerado contra la madera.
La joven se asustó.
—Tranquila… está más nerviosa que un flan —dijo Ben—. ¿Rose la ha puesto en ese estado? ¿Es de ese tipo de personas? ¿Rose quiere lo que quiere y cuando lo quiere?
—Rose es una enfermita sencilla y regordeta que aún no es consciente de lo que le ha pasado —declaró, rígida—. Está muerta de miedo.
—Se le pasará pronto. A todos se les pasa pronto. Vuelva el verano que viene y Rose se estará pavoneando como si hubiera inventado la pólvora.
—No creo que sea de esa clase de gente. Y desde luego, espero que no lo sea.
Ben sonrió con recelo y dijo:
—Sólo es un ángel misericordioso. —Le guiñó un ojo—. Dios mío… por doce millones de pavos, hasta yo mismo habría cuidado de ese tipo.
—Rose no tenía ni idea de que le iba a dejar todo su dinero.
Ben apoyó la espalda en los estantes y fingió estar crucificado.
—Oh, vamos… vamos, vamos —ironizó—. Un viejo solitario está en su lecho de muerte en su gigantesco piso de Park Avenue, aferrándose a la vida, rogando por su vida, rogando que alguien cuide de él. —Ben narró la escena con intensidad—. Kilraine grita en mitad de la noche y ¿quién acude? Rose, el ángel misericordioso. —Volvió a sonreír—. Le ahueca la almohada, le dice que todo va a salir bien y le da sus pastillas para dormir. Ella lo es todo para él. —Ben la apuntó con un dedo, que sacudió—. ¿Y usted pretende convencerme de que a Rose no se le pasó por su cabecita que quizás le dejaría un poquito de algo para que se acordara de él?
Ella bajó la mirada.
—Es posible que lo pensara, sí —susurró.
—¿Posible? —dijo Ben, triunfante—. Por supuesto que lo pensó; y no una vez, sino cientos de veces. Yo no la he visto nunca, pero si hay una cosa que he aprendido en este negocio, es cómo funciona la mente humana. —Dejó la cuenta en el mostrador—. Son noventa y cinco dólares.
Ben se quedó asombrado al ver lágrimas en sus ojos.
—Eh… oh… no, no —dijo, arrepentido. La tocó—. Oiga… no me haga caso.
—No me parece decente que diga esas cosas sobre personas a las que ni siquiera conoce.
Ben asintió.
—Tiene razón, tiene razón. No me haga caso. Es que ha elegido un momento difícil para venir a la tienda. Estaba buscando algo que golpear… además, qué se yo. Puede que Rose sea la sal de la tierra.
—Yo no he dicho eso. Yo nunca he dicho eso.
—Bueno, haya dicho lo que haya dicho, le ruego que no me lo tome en consideración. —Sacudió la cabeza y pensó en sus dos años perdidos en la tienda de comestibles. La ansiedad y un millón de detalles fastidiosos lo habían mantenido prisionero desde el principio; lo habían adormecido, lo habían dejado seco. No había tenido tiempo ni para el amor ni para la diversión; no lo había tenido ni para pensar en ellos.
Cerró los puños y los volvió a abrir, convencido de que el amor y la diversión no volverían a sus manos.
—No debería chinchar a una joven tan agradable como usted. Debería ofrecerle una sonrisa y una gardenia.
—¿Una gardenia?
—Claro. Hace dos años, cuando abrí la tienda, ofrecía una sonrisa y una gardenia a todas las clientas. Y como usted va a ser la última, creo que también merece algo. —Ben le dedicó su mejor sonrisa de las mañanas.
La sonrisa y el ofrecimiento de una gardenia encantaron y confundieron a la pobre y bonita ratoncita, que se ruborizó.
Ben estaba fascinado.
—Vaya, es la primera vez que lamento de verdad que la floristería echara el cierre.
El placer de la joven aumentó, al igual que el de él. Ben casi pudo oler la gardenia; casi la pudo ver a ella, acariciando torpemente la flor.
—¿Va a vender la tienda? —preguntó la joven.
Se había establecido una conexión entre ellos. En todo lo que decían había un trasfondo. Pero en sí misma, la conversación era formal, anodina.
—El negocio ha sido un fracaso —dijo Ben. Ya no le importaba.
—¿Qué piensa hacer ahora?
—Buscar almejas. A menos que se le ocurra una idea mejor. —Ladeó la cabeza y, con la habilidad de un actor, mostró en su rostro lo profundamente atraído que se sentía por ella.
Ella apretó los dedos sobre su bolso, pero no apartó la mirada.
—¿Es un trabajo duro? —preguntó.
—Y frío —puntualizó él—. Un trabajo solitario el de andar por ahí con un tenedor.
—¿Da para ganarse la vida?
—Para la mía, sí —contestó—. No tengo esposa ni hijos… ni vicios caros. Pero da menos de lo que el viejo Kilraine se gastaba en tabaco.
—Al final de su vida, sus puros eran lo único que tenía.
—Y su enfermera.
—Él está muerto y usted es joven y está vivo.
—¡Hurra! Supongo que, al final, soy el ganador del gran premio.
Ben cogió la bolsa con los alimentos, salió al exterior y vio el enorme coche en el que había llegado la joven.
—¿Rose le ha prestado ese transatlántico? —bromeó—. ¿Qué va a conducir ella si lo necesita?
—Es embarazoso. Es demasiado grande. Cuando paso por los pueblos, me quiero esconder detrás del salpicadero.
Ben abrió la portezuela delantera y ella se acomodó en el asiento de cuero. Frente al tablero de mandos y el gigantesco volante, parecía tan pequeña como una niña de diez años.
Dejó la bolsa en el suelo del coche, frente al asiento contiguo, y respiró hondo.
—Si los fantasmas olieran a algo, éste sería el olor del fantasma de Joel Kilraine… olor a puros. —Ben no tenía intención de despedirse de ella. Se sentó a su lado como si necesitara descansar un poco y poner orden en sus pensamientos—. ¿Le han contado cómo hizo su fortuna? Allá por 1922, se le ocurrió que… —Ben dejó de hablar al ver que el hechizo se había roto y que la joven estaba a punto de llorar otra vez—. Caramba, señorita, es de lagrimal flojo.
—Lloro todo el tiempo —dijo con voz aflautada—. Todo me hace llorar. No lo puedo evitar.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Ben—. ¿Por qué llora?
—Por todo —dijo desconsoladamente—. Yo soy Rose. Y todo me hace llorar.
El mundo de Ben pegó un bandazo, se enderezó y volvió a su rumbo.
—¿Usted? ¿Usted es Rose? ¿La de los doce millones de dólares? ¿Y lleva un abrigo de paño? ¿Y compra copos de maíz y margarina? ¡Fíjese en su bolso! El charol se le está cayendo a cachos…
—Así es como he vivido siempre —se defendió.
—Pero es un siempre de una vida muy joven.
—Me siento como Alicia en el país de las maravillas, cuando se encoge y se encoge y se encoge y todo es demasiado grande para ella.
Ben rió sin humor.
—Volverá a recuperar su tamaño.
Ella se frotó los ojos.
—Creo que el señor Kilraine lo hizo para gastar una especie de broma al mundo. Hacer tan rica a una persona como yo… —Estaba temblando, pálida.
Ben la tomó firmemente del brazo, para tranquilizarla.
Ella se quedó mustia, agradecida por el contacto. Los ojos se le empañaron.
—Nadie a quien acudir, nadie en quien confiar, nadie que me comprenda —siguió ella en un sonsonete—. No había estado tan sola, cansada y asustada en toda mi vida. Todo el mundo se queja, se queja, se queja. —Cerró los ojos y se recostó en el asiento como una muñeca de trapo.
—¿Se sentiría mejor con una copa? —preguntó él.
—Yo… no lo sé —contestó débilmente.
—¿Bebe alcohol?
—Bebí una vez.
—¿Quiere volver a probarlo, Rose?
—Es posible… es posible que me sienta mejor con una copa. Es posible. No lo sé. Estoy cansada de pensar. Haré cualquier cosa que me pidan.
Ben se lamió los labios.
—Iré a buscar mi camioneta y una botella de la que mis acreedores no tienen noticia —declaró—. Sígame después.
Ben guardó la compra de Rose en la inmensa cocina de la casita de Kilraine. Los alimentos se perdieron en cañones de porcelana y acero.
Abrió la botella, sirvió dos copas y las llevó al vestíbulo. Rose, que todavía llevaba el abrigo, se había sentado en la escalera espiral y contemplaba la tarta de bodas del altísimo techo.
—He encendido la calefacción —le informó Ben—. Pasará un rato antes de que lo sintamos.
—Dudo que pueda volver a sentir algo —dijo Rose—. Ya nada tiene sentido. Hay demasiado de todo.
—Siga respirando. De momento, es lo más importante.
Rose inhaló y exhaló ruidosamente.
Parte de los sentimientos de la joven empezó a calar hasta los huesos de Ben. Tenía la sensación inquietante de que en la casa había una tercera persona; no el eco de Joel Kilraine, sino el fantasma de doce millones de dólares.
Ni él ni ella podrían hablar sin dedicar un asentimiento educado y nervioso a la fortuna de Kilraine. Y los doce millones de dólares, mil al día al tres por ciento, se aprovecharían de su intimidación y se presentarían en todas las conversaciones, pegándoles un tirón duro y descortés.
—Bueno, aquí estamos —dijo Ben, dándole su copa.
—Y aquí estoy yo —dijo la docena de millones.
—Dos personas somnolientas… —continuó Ben.
—Yo no duermo nunca —declaró la fortuna de Kilraine.
—El destino es algo extraño. Unirnos así, en una noche como ésta… —declaró Ben.
—Eh, eh, eh —intervino la docena de millones. Los eh sonaron espaciados y su sarcasmo chirrió como bisagras oxidadas.
—¿Qué tienen que ver conmigo esta casa y todo lo demás? —se preguntó Rose—. Sólo soy una persona común y corriente.
—Con doce millones de machacantes comunes y corrientes —dijo la fortuna de Kilraine.
—Por supuesto que lo es —intervino Ben—. Usted es como las chicas con las que salía en el instituto.
—Pero con doce millones de hombres de hierro —alegó la fortuna.
—Yo era feliz con lo que tenía —dijo Rose—. Había terminado los estudios de enfermera y me estaba abriendo camino. Tenía buenos amigos y un Chevy del 49, de color verde, que ya casi estaba pagado.
Los doce millones soltaron una larga y húmeda pedorreta.
—Y ayudaba a la gente —continuó Rose.
—Como ayudaste a Kilraine por toda su guita —dijo la docena.
Ben bebió con avidez. También Rose.
—Creo que tus sentimientos hablan muy bien de ti —declaró Ben.
—Y yo creo que alguien la va a engatusar y le va a sacar la pasta si no espabila —afirmó la docena.
—Lo de los problemas es increíble —dijo Ben, arqueando las cejas—. Usted tiene problemas, yo tengo problemas…, todo el mundo tiene problemas, tanto si tienen mucho dinero como un poco o nada en absoluto. Al final resulta que el amor, la amistad y hacer el bien son las cosas realmente importantes.
—Sin embargo, repartir el dinero por ahí sería un experimento interesante —ironizó la fortuna de Kilraine—. Sólo para comprobar si no hace más feliz a la gente.
Ben y Rose se taparon las orejas al mismo tiempo.
—Pongamos un poco de música en este mausoleo —dijo Ben. Se dirigió al salón, cargó el enorme tocadiscos y subió mucho el volumen. Durante unos momentos, pensó que había acallado a la fortuna de Kilraine. Durante unos momentos, pudo apreciar a Rose por lo que era: rosa, dulce y afectuosa.
Pero entonces, los doce millones de dólares se pusieron a cantar siguiendo la melodía.
—Tela, pasta y lucro —cantó—. Cuartos, guita y tintineos. Plata, pavos y parné. Napos, cobres y clinc.
—¿Bailar? —dijo Ben con desenfreno—. Rose, ¿quiere bailar?
No bailaron. Se acurrucaron juntos contra una de las esquinas del salón. Los brazos de Ben suspiraban, agradecidos de cerrarse sobre Rose. Ella era lo que él necesitaba. Sin tienda y sin crédito, sólo se podía sentir completo con el contacto de una mujer.
Y supo que él también era lo que Rose necesitaba.
Tensó músculo tras músculo, poniéndose duro y abultándose. Rose se deleitó contra aquella pared de roca.
Bajas las cabezas y abrigados contra sus cuerpos respectivos, casi podían hacer caso omiso de la bulla de la fortuna de Kilraine. Pero la fortuna seguía brincando a su alrededor; seguía cantando y haciéndose la lista; seguía empeñada en ser el espíritu de la fiesta.
Ben y Rose hablaban en susurros, con la esperanza de mantener alguna intimidad.
—El tiempo es algo curioso —dijo Ben—. Creo que podría ser el próximo gran tema para la ciencia.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Rose.
—Bueno, ya sabe… a veces, dos años parecen diez minutos. A veces, diez minutos parecen dos años.
—¿Como cuándo?
—Como ahora, por ejemplo.
—¿Como ahora? —preguntó Rose, haciéndole saber, por su tono de voz, que estaba completamente perdida—. ¿Qué insinúa?
—Que tengo la sensación de haber estado bailando durante horas. Que me siento como si la conociera de toda la vida.
—Qué extraño.
—¿Extraño?
—Es que yo siento lo mismo —susurró Rose.
Ben rebotó en carambola hasta el baile del último año del instituto, cuando su infancia terminó, cuando empezó el curso trabajoso de la madurez. El baile había sido una orgía de irrealidad. Y ahora volvía a tener aquella sensación. Ben era alguien. Su chica era la más bella del mundo. Todo iba a salir bien.
—Rose, yo… me siento como si hubiera vuelto a casa. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Sí.
Ella echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
Ben se inclinó para besarla.
—Hacedlo bien —dijo la fortuna de Kilraine—. Es un beso de doce millones de dólares.
Ben y Rose se quedaron helados.
—Cuatro labios y doce millones de dólares son tres millones por labio —continuó la fortuna.
—Rose, yo… —empezó a decir Ben. No se le ocurrió nada más.
—Pretende decir que te querría —se entrometió la docena de millones— aunque no ganaras mil dólares al día y no hubieras tocado la suma principal. Te querría aunque la suma principal no hubiera roto el techo en un mercado alcista. Te querría aunque él tuviera dos monedas de diez centavos que fueran suyas. Te querría aunque no estuviera harto de trabajar. Te querría aunque no deseara tanto el dinero que puede notar su sabor en la boca. Te querría aunque no hubiera soñado toda su vida con salir a pescar anjovas en un yate propio, con la mejor de las cañas, con el mejor de los carretes, con el mejor de los sedales y con una caja de cerveza Schlitz bien fría.
La fortuna Kilraine pareció callar para recobrar el aliento.
Ben y Rose se soltaron. Sus manos cayeron lejos del otro, sin vida.
—Te querría —continuó la fortuna— aunque no hubiera dicho cien veces que la única forma de ser rico era casarse con una mujer rica. —Se preparó para dar la estocada final, aunque no era necesario. El momento perfecto de amor ya estaba muerto, tieso y con ojos desorbitados.
—Será mejor que le dé las buenas noches —dijo Rose a Ben—. Gracias por haber encendido la calefacción y por todo lo demás.
—No hay de qué —dijo Ben, desolado.
La docena de millones asestó el golpe de gracia:
—Te querría, Rose, aunque no seas lo que la gente entiende por una belleza despampanante o una chica con personalidad… te querría aunque nadie, salvo un viejo enfermo, se haya enamorado antes de ti.
—Buenas noches —le deseó Ben—. Que duermas bien.
—Buenas noches —le deseó ella—. Dulces sueños.
Ben pasó toda la noche en su arrugada y estrecha cama haciendo inventario de las virtudes de Rose, cualquiera de las cuales le parecía más tentadora que los doce millones de dólares. En su agitación, arrancó el papel pintado de la pared.
Cuando amaneció, sabía que un beso era lo único que podía ahogar a la fortuna de Kilraine. Si Rose y él se besaban y hacían caso omiso de todas las cosas desagradables que la fortuna diría, se podrían demostrar el uno al otro que su amor estaba por encima de ninguna otra cosa y que vivirían felices.
Ben decidió tomar a Rose como una tormenta, abrumarla con su virilidad. Al fin y al cabo, si se despojaban de todo lo demás, sólo eran un hombre y una mujer.
A las nueve de la mañana, Ben alzó la enorme aldaba de la puerta principal de la casita de Kilraine.
La dejó caer. El bum resonó y se apagó en las diecinueve habitaciones.
Ben llevaba el atuendo para recoger almejas, tan grande como Paul Bunyan: botas hasta las caderas, dos capas de pantalones, cuatro capas de jerséis y una espantosa gorra negra. Sostenía el angazo como si fuera un hacha de guerra. A su lado había un cubo con un saco dentro.
La heredera de la fortuna de Kilraine abrió la puerta. Se había puesto una bata vieja con un estampado de margaritas enormes.
—¿Sí? —dijo Rose. Dio un paso atrás—. Ah, es usted… No estoy acostumbrada a verlo con botas.
Apoyado por su ropaje, Ben mantuvo un aire de pesada indiferencia.
—Si no tiene nada que objetar, me gustaría buscar almejas en su playa.
Rose se mostró tímidamente interesada.
—¿Quiere decir que en mi playa hay almejas?
—Sí, señorita. Almejas finas.
—Vaya, nunca lo habría imaginado. ¿Como en un restaurante?
—Los de los restaurantes son quienes las compran —explicó.
—Caray, Dios le ha hecho un favor a los habitantes de Cape Cod al dejar toda esa comida para cualquiera que lo necesite —comentó ella.
—Sí —dijo Ben, llevándose una mano a la gorra—. En fin, gracias por todo.
Se dio la vuelta lentamente, calculando el movimiento para que Rose supiera que estaba a punto de salir de su vida. Y entonces, de repente, se giró nuevamente hacia ella y la agarró con pasión.
—Rose, Rose, Rose —dijo Ben.
—Ben, Ben, Ben —dijo Rose.
La fortuna de Kilraine pareció chillarles desde algún lugar profundo de la casita. Antes de que se pudieran besar, volvió con ellos.
—Esto hay que verlo… un beso de doce millones de dólares —dijo.
Rose agachó la cabeza.
—No, no, no, Ben, no.
—Olvídate de lo demás. Nosotros somos lo que importa —alegó Ben.
—Olvídate de doce millones de dólares como te olvidarías de un sombrero viejo —dijo suavemente la fortuna—. Olvídate de todas las mentiras que la mayoría de los hombres serían capaces de decir por doce millones de dólares.
—Ya no podré saber nunca lo que importa de verdad —dijo Rose—. Ya no podré creer en nada ni en nadie. —Lloró silenciosamente y cerró la puerta en las narices de Ben.
—Adiós, Romeo —le dijo a Ben la docena de millones—. No estés triste. El mundo está lleno de chicas tan buenas como Rose, y más bonitas. Y todas se quieren casar con un hombre como tú por amor, amor, amor.
Ben se alejó lentamente, con el corazón roto.
—Y como todos sabemos —le gritó la fortuna de Kilraine—, el amor es lo que mueve el mundo.
Ben dejó el saco en la playa, frente a la casita de Kilraine, y entró en el agua con el cubo y el angazo. Hundía los dientes del angazo en el fondo de la bahía y los arrastraba por la arena.
Un clic revelador ascendió por el mango del angazo hasta los dedos enguantados de Ben, que tiró del angazo y lo sacó del agua. Descansando en los dientes había tres almejas gordas.
Ben se alegró de dejar de pensar en el amor y en el dinero. Envuelto en la sensación agradable de la lana ancha y sin oír otra cosa que las voces del mar, se concentró totalmente en la búsqueda del tesoro bajo la arena.
Estuvo así una hora, durante la que recogió casi dieciocho kilos de almejas.
Regresó a la playa, vació el cubo en el saco, se sentó y fumó. Los huesos le dolían dulcemente, con satisfacción varonil.
Por primera vez en dos años, pensó que hacía un día precioso y que vivía en una parte del mundo verdaderamente bella.
Entonces, su mente empezó a jugar con números: seis dólares por treinta y cinco kilos, tres horas para recoger los treinta y cinco, seis horas al día, seis días a la semana… ocho dólares semanales por el alquiler de la habitación… dólar y medio diario por la comida… cuarenta centavos diarios para cigarrillos… quince dólares mensuales por los intereses del préstamo bancario…
El dinero volvió a hablar a Ben. Esta vez no fue el gran dinero, sino el pequeño. Le chinchó, lo acosó, se quejó y lloriqueó, tan lleno de temores y amargura como una bruja solterona.
El alma de Ben se retorció y se anudó como un manzano viejo. Volvía a oír la voz que lo había tenido prisionero en la tienda durante dos años, que había agriado cada sonrisa desde la leche y la miel del instituto.
Se giró y miró la casita de Kilraine. La cara angustiada de Rose se asomaba a una de las ventanas del piso de arriba.
Al ver a la doncella cautiva, al recordar su propio cautiverio, Ben comprendió al fin que el dinero era un dragón gigante, con mil millones de dólares como cabeza y un penique en la punta de la cola. Tenía tantas voces como hombres y mujeres había en el mundo, y secuestraba a todos los que eran tan tontos como para prestarle oídos todo el tiempo.
Ben se cargó el saco de almejas al hombro y se dirigió una vez más a la puerta de la casita de Kilraine.
De nuevo, Rose abrió la puerta.
—Por favor… márchese, por favor —dijo ella, débilmente.
—He pensado que quizás querría unas almejas. Están muy buenas al vapor, metidas en mantequilla o margarina derretida.
—No, gracias —dijo Rose.
—Quiero darle algo, Rose. Las almejas son lo único que tengo. No son como doce millones de almejas, pero son almejas de todas formas.
Rose se sobresaltó.
Ben pasó a su lado y entró en el salón.
—Obviamente, si nos enamoramos y nos casamos, yo también seré rico —continuó él—. Será un cambio tan brutal para mí como lo fue para usted.
Rose estaba asombrada.
—¿Y se supone que debo reírme? ¿Se supone que hablar de esa forma es gracioso? —preguntó ella.
—Es la verdad; todo depende de lo que se haga con ella —respondió Ben—. Es la pura verdad. —Sacó un puro viejo de un humidificador. Las capas exteriores se desmenuzaron bajo sus dedos y cayeron sobre la alfombra.
—Le he pedido amablemente que se marche de aquí —dijo Rose, enfadada—. Ahora le voy a pedir, sin vacilación alguna, que haga el favor de marcharse… Es obvio que yo estaba en lo cierto, que sabía muy poco de usted. —Se estremeció—. Es grosero, ofensivo…
Ben dejó el saco en el suelo y encendió lo que quedaba de puro. Después, apoyó un pie en la repisa de una ventana y se giró hacia un lado, en una pose de espléndida arrogancia masculina.
—Rose —dijo—, ¿sabe dónde está toda esa maldita riqueza de usted?
—Está invertida por todo el país —contestó.
Ben señaló una esquina con el puro.
—No, está en la esquina, en el lugar al que pertenece, enfurruñada —afirmó—. Porque yo he dicho todo lo que se tenía que decir.
Rose miró la esquina, perpleja.
—El problema con el dinero es que no se puede ser educado con él —continuó Ben—. Si tiene algo sospechoso que decir y se lo calla, él lo dirá. —Apartó el pie del alféizar—. Si tiene un pensamiento de avaricia y se lo calla, él lo dirá. —Puso el puro en un cenicero—. Si algo le da miedo y se lo calla, él lo dirá. Dele una mano y le cogerá el pie.
Ben se quitó los guantes y los dejó en el alféizar.
—Por lo que sé, estoy enamorado de usted, Rose. Haré lo que pueda por hacerla feliz. Si usted me ama, béseme y hágame más rico que en el más descabellado de mis sueños. Después, cuando terminemos, pondremos a cocer esas almejas.
Rose lo pensó un momento, sin dejar de mirar la esquina.
Y luego hizo lo que Ben le había pedido que hiciera.
La fortuna de Kilraine pareció hablar otra vez.
—Estoy a su servicio —dijo.