10 000 DÓLARES AL AÑO, FÁCILES

—Así que al final te mudas, ¿eh? —dijo Gino Donnini. Era un hombre pequeño y de aspecto feroz que, en algún momento, había sido un tenor operístico brillante. Su brillantez había desaparecido y, ya por encima de los sesenta, daba lecciones de canto para pagarse puros caros, un poco de comida y de vino y el abarrotado apartamento donde vivía, debajo del mío—. Uno a uno, mis amigos jóvenes se están marchando. ¿Cómo me mantendré joven cuando no quede ninguno?

—Pensé que te alegrarías de tener alguien arriba que no carezca de oído musical —ironicé.

—Tonterías… tú no careces de sentido musical. ¿Qué es ese libro que llevas?

—Estaba limpiando nuestro trastero y he encontrado el anuario de mi antiguo instituto, maestro. —Abrí el libro por el damero de caras y biografías breves que era la sección dedicada a los ciento cincuenta estudiantes de último curso de aquel año—. ¿Ves como he fracasado? Pronosticaron que algún día sería un gran novelista, y me dedico a trabajar para una compañía telefónica como técnico de mantenimiento.

—Ajá —dijo Gino, examinando el libro—, qué ambiciosas son las expectativas de los chicos estadounidenses. —Era estadounidense desde hacía cuarenta años, pero aún se veía como un extranjero perplejo—. Ese chico gordito iba a ser millonario y esa chica, la primera mujer portavoz de la Cámara de Representantes.

—Ahora, él tiene una tienda de comestibles y ella es ama de casa.

—Ah, cómo caen los poderosos… ¡Y aquí está Nicky! Siempre olvido que los dos fuisteis compañeros de clase.

Después de la guerra, Nicky Marino empezó a estudiar canto con Gino, un viejo amigo de su padre, y me encontró un apartamento en el mismo edificio cuando decidí aprovechar la Ley de Veteranos de Guerra para sacarme una licenciatura técnica.

—Bueno, la previsión sobre Nicky se ha ajustado bastante a la realidad —observé yo.

—Es un gran tenor. Como su padre.

—O como tú, maestro.

Gino sacudió la cabeza.

—Él era mejor que yo. Ni te lo imaginas. Te podría poner unos cuantos discos y, a pesar de lo mal que los grababan por entonces, la voz del padre de Nicky te parecería más conmovedora que nada de lo que escuches en la actualidad. Pueden pasar muchas generaciones sin que surja el milagro de una voz como ésa. Y tuvo que morirse a los veintinueve.

—Menos mal que dejó un hijo.

Nicky y yo habíamos crecido en una localidad pequeña donde todo el mundo sabía de quién era hijo. Y nadie dudaba de que, cuando creciera, lograría que nuestra ciudad fuera famosa. Ningún acto municipal se daba por concluido antes de que él cantara lo que creyera más adecuado para la ocasión. Su madre, una profesional cuyo negocio no tenía nada que ver con la música, dedicaba casi todo su dinero a pagar lecciones de canto y de lengua a Nicky, recreando en él la imagen de su difunto marido.

—Sí —dijo Gino—, menos mal que dejó un hijo. ¿Te apetece que nos despidamos con una copa? ¿O te parece demasiado pronto, después del desayuno?

—Esto no es exactamente una despedida; no nos mudamos hasta dentro de dos días. Te lo agradezco mucho, pero prefiero que dejemos la copa para otro momento. Tengo que devolver unos libros a Nicky.

Cuando llegué, Nicky Marino estaba en la ducha, cantando con el volumen de un órgano de vapor. Me senté a esperar en el apartamento, de un solo ambiente.

Las paredes estaban llenas de fotografías de su padre y de carteles viejos con el nombre de su padre. En la mesa, junto a una cafetera, una taza mellada sobre un platillo lleno de colillas y un metrónomo, había un álbum de recortes por cuyos bordes sobresalían los extremos ajados de las notas de prensa sobre su padre.

En el suelo estaban su pijama, de color chillón, y el correo matinal, consistente en una carta a la que habían adjuntado un cheque y una fotografía con un clip. Era de su madre, que jamás le escribía sin adjuntar algún recuerdo del aparentemente inagotable almacén de recuerdos del padre de Nicky.

Su madre tenía una pequeña tienda de regalos; el cheque procedía de las ganancias de la tienda y, por pequeña que fuera la cantidad, Nicky la debía estirar al máximo porque carecía de otros ingresos.

—¿Cómo ha sonado eso? —dijo Nicky al salir del cuarto de baño. Su grande, oscuro y lento cuerpo estaba mojado y brillaba.

—¿Cómo quieres que lo sepa? Sólo distingo la diferencia entre alto y bajo. Has cantado muy alto. —Yo había mentido a Gino con lo de devolver libros a Nicky. Quería verlo porque tres meses antes le había prestado diez dólares y todavía no me los había devuelto—. Mira, sobre los diez pavos que…

—¡Ya te los devolveré! —exclamó, histriónico—. Todos los que han sido buenos con el Nicky desconocido serán ricos cuando Nicky sea rico.

No estaba bromeando. Su madre hablaba del mismo modo, sin un ápice de incertidumbre sobre su futuro profesional. Llevaba toda la vida hablando y oyendo hablar de él en esos términos. A veces, se comportaba como si ya hubiera llegado a lo más alto.

—Es muy amable de tu parte, Nicky, pero prefiero librarte de ese compromiso por diez dólares… así no tendrás que hacerme rico más tarde. Podrás quedártelo todo.

—¿Estás siendo sarcástico? —La sonrisa de Nicky desapareció—. ¿Insinúas que no llegará el día en que…?

—No, no… no sigas. Supongo que llegará. Pero, ¿cómo puedo estar seguro? Yo sólo quiero mis diez dólares para alquilar una furgoneta y hacer la mudanza.

—¡Dinero!

—¿Qué se puede hacer sin dinero? Ellen y yo lo necesitamos para mudarnos.

—Yo siempre salgo adelante sin él. Primero, la guerra me robó cuatro años de mi vida… y ahora, problemas económicos. Bah.

—No creo que sea comparable. Diez dólares no te van a quitar varios años de tu vida.

—Diez, cien, mil… —Se sentó, abatido—. Gino dice que se notará en mi voz… me refiero a la inseguridad. Dice que yo canto a la felicidad y que la inseguridad cala y la envenena. Y si canto a la desdicha, también la estropeará… porque mi desdicha real no es ni grande ni noble, sino una simple y barata desdicha económica.

—¿Gino dice eso? Yo pensaba que, cuanto peor le va a un artista con el dinero, mejor artista es.

Nicky bufó.

—Los artistas son mejores cuanto más ricos son —afirmó—. Especialmente, los cantantes.

—Estaba bromeando, Nicky.

—Discúlpame si no me río. La gente que fabrica tornillos, frutos secos, locomotoras y zumos de naranja congelados gana millones, mientras la gente que se esfuerza por llevar un poco de belleza al mundo, por dar algún sentido a la vida, se muere de hambre.

—Tú no te mueres de hambre, ¿verdad?

—No, físicamente, no —admitió, dándose un golpecito en el estómago—; pero mi espíritu está hambriento de seguridad, de unos cuantos extras, de un poco de orgullo.

—Hum.

—Oh, ¿qué puedes saber tú? Lo tienes todo… un plan de pensiones, aumentos salariales automáticos y seguros gratuitos para cualquier cosa que puedas imaginar.

—Odio mencionar esto, pero…

—¡Lo sé, lo sé, lo sé! Vas a decir que por qué no me busco un empleo.

—Iba a ser más diplomático. Comprendo que no quieras renunciar al canto, pero podrías ganarte un dinerillo y un poco de seguridad mientras estudias con Gino, mientras te preparas para el gran momento. No puedes cantar constantemente.

—Puedo y debo.

—Está bien. Entonces, búscate un empleo en la calle.

—Y caería enfermo de bronquitis. Además, tú sabes lo que trabajar para otra persona le haría a mi espíritu… lamer botas, decir todo el tiempo, postrarse.

—Ya sé que trabajar por cuenta ajena es terrible.

Alguien llamó a la puerta. Gino se levantó y abrió.

—Vaya, ¿aún sigues aquí? Te he traído el periódico de la mañana, Nicky. Yo ya lo he leído.

—Estábamos hablando sobre la inseguridad, maestro —dije yo.

—Sí, es todo un tema de conversación, desde luego —declaró Gino, pensativo—. Ha destruido espíritus más grandes que los nuestros y ha privado al mundo de Dios sabe cuánta belleza. Lo he visto más veces de las que me gusta pensar.

—¡A mí no me va a pasar! —declaró Nicky con vehemencia.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Gino, que se encogió de hombros—. ¿Te vas a buscar un trabajo? Eres demasiado artista para eso. Pero si estuvieras decidido y quisieras probar de todas formas, supongo que el sitio para empezar sería la sección de ofertas de empleo. Podrías conseguir uno y, quizás, hacer una fortuna para dejar de trabajar a continuación y volver a concentrarte en tu voz… pero no, no me gusta. Además, me siento responsable de ti.

Nicky suspiró.

—Dame el periódico. El hombre medio no puede ni imaginar el precio que un artista debe pagar para llevar belleza al mundo. Ahora, el hijo de Angelo Marino va a buscar trabajo. —Se giró hacia mí para amonestarme, como si yo fuera representante del hombre medio global—. ¿Comprendes lo que eso significa?

—He adoptado una política de esperar y ver —respondí yo.

—Nicky, tienes que prometerme una cosa —dijo Gino con gravedad—: que no permitirás que el trabajo te robe lo mejor de ti; que, en todo momento, serás consciente de tu objetivo final… el canto.

Nicky pegó un puñetazo en la mesa.

—Por Dios, Gino… ¿cómo es posible que digas eso? Yo pensaba que, con excepción de mi madre, eras la persona que mejor me conocía.

—Lo siento.

—Bueno, veamos qué dice ese estúpido periódico.

Cuando llegó el día de nuestra mudanza, Nicky insistió en llamar mi atención sobre asuntos bastante más importantes que mis insignificantes asuntos: sus asuntos. Llevaba dos días pateando las calles, investigando ofertas de la sección de oportunidades comerciales.

—¿Dónde podría conseguir mil dólares? —preguntó.

Gruñí mientras subía una silla a la furgoneta que habíamos alquilado. Nicky no intentó ayudarme. Se quedó a un lado con expresión de disgusto, como si yo no tuviera derecho a dividir mi atención.

—Bueno, quinientos dólares… —continuó.

—Estás loco. Estoy empeñado con el coche, la casa nueva y el bebé. Si el kilo de pavo estuviera a diez centavos, no podría comprar ni el pico.

—¿Cómo diablos voy a comprar esa tienda de rosquillas?

—¿Qué rayos crees que soy? ¿La Fundación Guggenheim?

—El banco me prestará cuatro mil si yo pongo cuatro mil —dijo Nicky—. Estás perdiendo la oportunidad de tu vida. Esa tiendecita asquerosa da diez mil dólares al año. Su dueño me lo demostró. Diez mil dólares, fáciles —continuó, sobrecogido—. Veintisiete dólares al día, todos los días. Y están ahí, esperando. Las máquinas fabrican las rosquillas y tú compras la mezcla en bolsas y te sientas a ganar dinero.

Gino salió de mi apartamento. Llevaba dos lámparas.

—¿Ya has vuelto del banco, Nicky?

—Sólo me prestan la mitad, Gino. ¿Te lo puedes creer? Quieren que ponga cuatro mil de mi bolsillo.

—Bonita cifra, cuatro mil —dijo Gino.

—¡Es una miseria! El dueño ha estado sacando diez mil dólares al año aunque no se anunciaba ni preparaba un café decente ni probaba con sabores nuevos ni… —Se detuvo en seco y su entusiasmo decayó—. Hay que ver las estupideces que tiene que hacer un hombre de negocios para que algo salga adelante. En fin, qué más da.

—Olvídate de los diez mil al año —dijo Gino.

Una hora después, cuando subí a la furgoneta y arranqué, Nicky salió corriendo de su apartamento.

—¡Apaga el motor!

Obediente, lo hice.

—Por última vez, Nicky, ni siquiera me puedo permitir el lujo de los diez dólares que ya me debes.

—Ya no lo necesito —anunció.

—¿Has renunciado a la idea? Me alegro. Creo que has hecho bien.

—No, una persona ha puesto la pasta. En el banco le hablaron de mí. Será mi socio en la sombra.

—¿Quién ha sido?

—Alguien que sólo quiere que lo conozca como un amigo de la ópera —respondió, triunfante—. He conseguido un mecenas. Como los artistas del pasado.

—El primer mecenas de la historia del arte que financia a un fabricante de rosquillas.

—¡Esa no es la cuestión!

—¿Qué estás gritando, Nicky? —intervino Gino desde la puerta de su semisótano.

Nicky lo miró con tristeza, avergonzado.

—Ahora estoy en el mundo de los negocios, maestro.

—Para ser grande, hay que sufrir —afirmó Gino.

Nicky asintió.

—Usaré un nombre falso. No puedo usar el apellido Marino.

—No, no puedes —dijo Gino.

—Jeffrey —declaró Nicky, pensativo—. George B. Jeffrey.

—Sal por ahí y vende, George —sentenció Gino.

Mi nueva vida no llegó a entrar en contacto con la nueva vida de Nicky, pero sólo tenía que coger la prensa para comprobar que mi amigo seguía en el mundo de los negocios. Publicaba un anuncio en casi todas las secciones, y yo me sorprendía siempre por la cantidad de cosas que se le ocurrían a favor de las rosquillas.

—Quizás deberíamos ir y comprar unas cuantas —dijo una mañana Ellen, mi esposa, durante el desayuno—. Quizás le moleste que no hayamos ido.

—Nada le molestaría más que vernos en su tienda —observé—. Ya se siente bastante humillado como para que, además, aparezcan sus viejos amigos. El momento de visitarlo llegará cuando deje atrás todo esto, cuando haga fortuna o se arruine y vuelva a estudiar con Gino.

Aquella mañana, de aproximadamente seis meses después de que Nicky decidiera prostituirse, yo esperaba el autobús junto a un semáforo cuando oí música a un volumen irritantemente alto. Me pareció que sería la radio de un coche, pero aparté la vista del periódico y me encontré ante una rosquilla de dos metros de altura con cuatro ruedas, un parabrisas y parachoques.

En su interior viajaba Nicky. Tenía la cabeza echada hacia atrás y sus blancos dientes brillaban. Estaba cantando.

La alegría desbordante de la canción, me emocionó. Aunque no podía decir lo mismo de la melodía.

—¡Nick, chico! —grité.

Él dejó de cantar y adoptó un tono sombrío y sarcástico.

—Sube. —Me saludó y abrió la portezuela—. Te llevo al centro.

—No te pilla de camino. Tu tienda está a tres manzanas de aquí, si no recuerdo mal.

—Tengo cosas que hacer en el centro —dijo con tristeza.

Descubrí que en el interior de la rosquilla había un jeep, cuya parte posterior estaba llena de cajas de rosquillas de muchos colores.

—Hum. Tienen un aspecto magnífico —declaré.

—Eso, restriégamelo por la cara.

—Es verdad que tienen un aspecto magnífico —insistí.

—Seis meses más y podré vender el negocio. Y si alguien me ofrece alguna vez una rosquilla, lo partiré en dos.

—Pues me has parecido muy contento en el semáforo…

—Ríe, payaso, ríe.

—¿Es tan terrible? ¿Tan mal va el negocio? —pregunté.

—¿El negocio? ¿Quién quiere hablar del negocio?

—¿Cómo va la música?

—Ah, la música. Gino dice que la seguridad me ha venido bien.

—¡Excelente! Así que por fin tienes seguridad.

—Hasta cierto punto… bueno, sí —admitió—. Gino quiere que coja mi dinero y lo deje.

—Pero acabas de decir que tienes que seguir seis meses más…

—Estoy atrapado —declaró con amargura—. Mi socio, el gran amigo de la ópera, arregló las cosas para que yo no pudiera vender la tienda sin su permiso. ¡Dios mío! ¡Qué ingenuo he sido!

—Caramba, qué mala suerte. ¿Cómo se llama?

—Quién sabe. El banco lo representa.

—De todas formas, parece que te va bien.

—Tal vez te lo parezca a ti. No soy yo quien debería estar en el mundo de los negocios, sino tú. Te gustaría mucho. Estudiar a la competencia, imaginar estrategias y productos nuevos… y todas esas tonterías. —Me dio una palmadita en la rodilla—. ¡Un hombre del siglo XX! Da gracias a tus hados por no haberte traído al mundo con talento.

—Ya, bueno. ¿Te importa que te pregunte a qué vas al centro?

—Ah… una de las empresas lácteas está considerando la posibilidad de ofrecer nuestras rosquillas junto con la leche que sirven por las mañanas. Quieren hablar conmigo.

—¿Sólo están considerando la posibilidad?

—No. Lo van a hacer —contestó.

—¡Nicky! ¡Vas a nadar en dinero! Eres un genio de los negocios. ¡Lo llevas en la sangre!

—Mira que puedes llegar a ser insensible, ¿eh?

—No pretendía ofenderte. ¿Te importa que coja una rosquilla?

—Coge una de color verde claro —dijo Nicky.

—¿Están envenenadas?

—Son de un sabor nuevo que estamos probando.

Yo le pegué un mordisco.

—¡Guau! Menta… Está buena.

—¿Te gusta? ¿En serio? —preguntó con ansiedad.

—¿Qué más te da, artista?

—Ya que estoy atrapado, intentaré sacar lo que pueda.

—Bueno, aguanta y apriétate los machos. Yo me bajo aquí.

Nicky frenó, pero no me miró cuando me bajé. Estaba mirando algo al otro lado de la calle.

—Ese mentiroso hijo de puta… —murmuró. Y se fue.

Al otro lado de la calle había un restaurante, sobre el que se leía, en bombillas eléctricas: La mejor taza de café de la ciudad.

El día de mi cumpleaños, justo después de Semana Santa, llegó un paquete de Nicky. No nos habíamos visto en casi doce meses. Yo suponía que, para entonces, su socio le habría permitido vender la tienda y que él, rico como Midas, estaría estudiando todo el día con Gino. Por lo que tenía entendido, la idea de vender juntas la leche y las rosquillas había salido bien. Yo le había encargado a mi lechero que, cada tres días, me llevara media docena; de menta.

El paquete, que llegó por la tarde, confirmó parte de mi suposición: que Nicky nadaba en la abundancia.

—¿Qué es eso? —preguntó Ellen.

—Algo tan grande y tan pesado que podría ser un triciclo —respondí. Quité el chillón envoltorio y me quedé perplejo al ver un juego entero de té, de plata de ley; el tipo de cosa que, en mi imaginación, los embajadores regalaban a las princesas cuando se casaban.

—¡Dios mío…! —exclamó Ellen—. ¿Qué es lo que está pegado a la bandeja?

—Un billete de diez dólares y una nota. —Alcancé la nota y la leí en voz alta—. «Seguro que ya no pensabas que te lo devolvería. Gracias. Feliz cumpleaños. Nicky».

—Esto es muy embarazoso —dijo Ellen—. ¿Qué voy a hacer con eso? ¿Dónde lo voy a poner?

—Con lo que valdrá, podríamos pagar la hipoteca. —Me encogí de hombros—. Maldita sea… esto es ridículo. Iré a verlo y se lo devolveré.

Ellen volvió a envolver el regalo y yo lo cogí, subí al coche y me dirigí al apartamento de Nicky.

Estuve a punto de alejarme de la puerta, pensando que se había mudado, cuando vi el nombre en el llamador: George B. Jeffrey. Además, los sonidos del interior también eran desconocidos: música bailable y voces de mujer. Con la excepción de su madre, Nicky nunca se había relacionado con mujeres. Se daba por sentado, él daba por sentado, que las mujeres aparecerían por cientos y todas bellas y talentosas cuando su carrera marchara a toda máquina. Era lo que le había pasado a su padre, luego también le pasaría a él.

Entonces, recordé que George B. Jeffrey era el nombre comercial de Nicky y llamé a la puerta. La abrió una criada de uniforme, con una bandeja llena de martinis.

—¿Sí?

Tras la criada, vi la única habitación del apartamento. Ahora estaba impecable y decorado elegantemente con muebles oscuros, de estilo Victoriano. El álbum de recortes seguía en la mesa, pero reencuadernado con tapas de cuero y felpa, de aspecto caro. Las fotografías y los carteles de su padre también seguían en las paredes, pero protegidos con cristales y enormes marcos dorados.

Más que un estudio, la habitación parecía un museo bien mantenido.

Los sonidos de fiesta me dejaron atónito porque no vi a nadie detrás de la criada y porque, además de la habitación única, el apartamento sólo tenía un cuarto de baño, un armario y la cocina americana.

—¿Está el señor Marino? —pregunté.

—¿El señor Jeffrey? —preguntó la criada.

—Sí, el señor Jeffrey. Soy amigo suyo.

Las cortinas pesadas que decoraban una de las paredes, se abrieron. Nicky apareció sonrojado y feliz y yo caí en la cuenta de que había derribado la pared que daba al apartamento contiguo y de que ahora tenía una suite.

Las cortinas se cerraron a su espalda, de modo que sólo pude atisbar lo que ocultaba: una sala chabacanamente moderna, brumosa por el humo del tabaco, de la que llegaban risas. Fue como contemplar una puesta de sol desde la entrada de una cueva.

—Feliz cumpleaños, feliz cumpleaños… —dijo Nicky.

—¿Celebras la venta del negocio?

—¿Cómo? Ah… no, no exactamente —respondió. Como la última vez, mi intromisión en su nueva vida pareció entristecerlo—. No, sólo estoy con unos socios. —Bajó la voz y adoptó un tono confidencial—. Hay que socializar un poco para que las cosas marchen bien.

—¿Sigues atrapado?

—Sí. Ese hijo de perra me tiene bien agarrado. Puede que dentro de seis meses…

—¿Vas a cerrar otro acuerdo?

—Esto es un problema tras otro —contestó con desaliento—. Una empresa de Milwaukee pretende abrir varias tiendas aquí… y no tenemos más remedio que extender nuestra cadena. Ya sabes lo que dicen, que un perro se come a otro. Pero dentro de seis meses, si todo va bien, George B. Jeffrey desaparecerá y Nicky Marino volverá a nacer.

—Georgie, chico, cántanos algo… —gritó una mujer desde la otra habitación.

Era evidente que Nicky no me quería presentar a sus asociados y que no me quería en la otra habitación; pero la mujer apartó las cortinas para llamarlo de nuevo y yo pude echar otro vistazo.

Observé que las paredes estaban decoradas con anuncios enmarcados y que, sobre la chimenea, había una caricatura: una rosquilla con la cara de Nicky, sonriendo, arrogante, feliz.

—Mira, Nicky, he venido para devolverte el regalo. Ha sido todo un detalle, pero me parece excesivo. Nosotros…

Nicky se puso nervioso. Aparentemente, ardía en deseos de que me fuera para poder volver a la fiesta.

—No, quiero que te lo quedes. No te habría hecho ese regalo si no lo merecieras. En los viejos tiempos, los diez dólares que me prestaste fueron como el rescate de un rey. —Empezó a llevarme hacia la puerta. De forma amistosa pero firme—. Quédatelo y saluda a Ellen de parte de George.

—¿De parte de quién?

—De Nicky.

De repente, me encontré en el pasillo exterior. Él me guiñó un ojo y cerró la puerta.

Bajé lentamente por la escalera, con el ridículo paquete entre los brazos, y llamé al apartamento de Gino.

El viejo entreabrió, sonrió de oreja a oreja y me invitó a entrar.

—Saludos, maestro. Pensé que te habrías marchado… tu letrero ya no está donde estaba.

—Sí… al final lo quité y me jubilé.

—Nicky me acaba de echar.

—No, el señor George B. Jeffrey te acaba de echar —puntualizó—. Nicky jamás te echaría de su casa. ¿Quieres tomar algo? —preguntó amablemente—. Tengo una botella bastante decente de whisky irlandés… me la envió un antiguo estudiante. Ahora es un soldador con éxito.

—Qué maravilla.

—En cualquier otra época del año, disfrutaría de la soledad… incluso en Navidades —dijo Gino mientras me servía la copa—. Pero en primavera me molesta y no tengo nada que hacer salvo emborracharme.

—¡Por la vida! —gritó Nicky en el exterior, al mundo en general. A través de la ventana del semisótano, Gino y yo contemplamos los abigarrados pies del séquito del rey de las rosquillas.

—Lleva muy bien su cruz, ¿no crees? —dijo Gino.

—Supongo que esa escena te romperá el corazón, ¿verdad, maestro?

—¿Debería rompérmelo? ¿Por qué?

—Bueno, ver a un artista prometedor como Nicky que se hunde más y más en el mundo de los negocios y se aleja más y más del canto…

—Ah, lo dices por eso. Es feliz aunque lo niegue. Eso es lo importante.

—Si hubiera conocido a alguno, diría que hablas como un traidor al arte.

Gino se sirvió otro chupito de whisky. Mientras regresaba a su silla, se inclinó sobre mí y me susurró al oído:

—Nicky sólo tendría una forma de servir al mundo del arte. Ser acomodador.

—¡Maestro! —exclamé yo, asombrado—. Decías que era la viva imagen de su…

—Lo decía él. Lo decía su madre. Yo nunca lo dije… me limité a no llevarles la contraria. Toda su vida era una gran mentira. Si le hubiera dicho que carecía de talento, habría sido capaz de suicidarse. Y estábamos llegando a un punto en el que no habría tenido más remedio que decirle algo.

—Entonces, lo del negocio de las rosquillas es lo mejor que le podría haber pasado —afirmé yo, pensativo—. Puede seguir creyendo que algún día será un tenor tan bueno como su padre y el negocio impedirá que lo demuestre.

—Como ves, debes tener cuidado antes de acusar a alguien de ser un traidor al arte. —Gino alzó su vaso para brindar con una audiencia imaginaria—. El año pasado, di diez mil dólares a la Asociación Municipal de la Opera.

—Diez mil dólares.

—Una miseria.

El estruendo del canto de Nicky llenó el patio del apartamento. Ahora estaba solo. Se había despedido de sus invitados.

—Sale George B. Jeffrey y entra Nicky Marino —susurró Gino.

Nicky asomó la cabeza por la puerta.

—¡Es primavera, amigos! ¡El mundo renace de nuevo!

—¿Qué tal va el negocio, Nicky? —preguntó Gino.

—¡El negocio! ¡A quién le importa el negocio! Seis meses más y lo mandaré al infierno, maestro. —Nicky guiñó un ojo y se fue.

—¿Diez mil dólares te parecen una miseria, Gino? —pregunté yo.

—Una miseria —repitió con grandiosidad—. Una absoluta miseria para el copropietario de la cadena de rosquillas que crece más deprisa en todo el mundo. ¿Dentro de seis meses, ha dicho? Dentro de seis meses, él y las rosquillas habrán hecho casi tanto bien a la Opera como su padre. Hasta es posible que algún día se lo cuente. —Gino sacudió la cabeza—. No, no… eso lo estropearía todo, ¿verdad? No… será mejor que el resto de su vida sea un interludio entre las promesas que su madre le hizo sobre sí mismo y el momento en que las haga realidad.