SR. Z

George era hijo de sacerdote y nieto de sacerdote. Estuvo en la guerra de Corea y, cuando terminó, decidió que él también seria sacerdote.

Era un inocente. Quería ayudar a la gente con problemas. Así que ingresó en la Universidad de Chicago. Pero no se limitó a estudiar teología; también estudió sociología, psicología y antropología. Iba a la facultad todo el año, y durante unos cursos de verano, descubrió que había uno en criminología.

George no sabía nada sobre delincuentes, de modo que se apuntó. Y le pidieron que fuera a la cárcel del condado a entrevistar a una reclusa.

Se llamaba Gloria St. Pierre Gratz. Era esposa de Bernard Gratz, de quien se decía que era asesino a sueldo y ladrón. Irónicamente, Bernard andaba suelto y nadie lo perseguía porque no había pruebas contra él. Su esposa estaba en la cárcel por posesión de bienes robados que, casi con toda seguridad, había robado su marido. Ni ella le había implicado ni había dado ninguna explicación razonable sobre el origen de los diamantes y de los abrigos de piel. La habían condenado a un año y un día. Cuando George fue a verla, estaba a punto de salir.

Pero George no la iba a entrevistar por el simple hecho de que fuera una delincuente, sino porque Gloria St. Pierre Gratz tenía un coeficiente intelectual pasmosamente alto. Le dijo a George que prefería que la llamara por su apellido de soltera, el que había usado durante su época de bailarina exótica. «Nunca me acostumbré a lo de señora Gratz —le confesó—. No tengo nada en contra de Bernie… es que nunca me acostumbré». De modo que George la llamaba señorita St. Pierre.

Habló con la señorita St. Pierre a través de una tela metálica. Era la primera vez que George visitaba una cárcel. Había apuntado los hechos más significativos de su biografía en un bloc de anillas, y ahora estaba comprobando la información.

—Veamos… —le dijo—. Dejó el instituto a mitad del primer año y se cambió el nombre de Francine Pefko por Gloria St. Pierre. Dejó de ver al Sr. F y empezó a trabajar como camarera de un auto restaurante de las afueras de Gary. ¿Fue allí donde conoció al Sr. G?

—Arny Pappas.

—Sí… Arny Pappas, el Sr. G. —dijo George—. ¿Autorestaurante se escribe junto? ¿O separado?

—Junto, separado… dudo que alguien lo haya escrito alguna vez —contestó. Era una chica pequeña, una chuchería morena, muy bonita, muy pálida y dura como el acero. Estaba muerta de aburrimiento con George y sus preguntas. Bostezaba mucho y no se molestaba en taparse la boca. Y sus respuestas eran desconcertantemente desdeñosas.

George no se desanimó por ello. Bien al contrario, intentó sonar profesional y brioso.

—¿Tuvo algún motivo para abandonar los estudios?

—Mi padre era un borracho y mi madrastra arañaba. Yo ya era mayor. Parecía de veintiuno y podía ganar todo el dinero que quisiera. Arny Pappas me dio un Buick amarillo descapotable para mí sola. Cariño… ¿de qué me servían a mí el álgebra e Ivanhoe?

—Comprendo —dijo George—. Entonces apareció el Sr. H y él y el Sr. G se liaron a puñetazos por usted, ¿verdad?

—A cuchilladas. Fue una pelea a cuchillo —puntualizó—. Se llamaba Stan Carbo… ¿por qué lo llama Sr. H?

—Para protegerlo… para mantener todo esto en el terreno de lo confidencial… para proteger a cualquier persona de quien desee hablarme.

Ella rió. Metió la punta de un dedo por la tela metálica y lo meneó hacia George.

—¿Usted? ¿Usted va a proteger a Stan Garbo? Me encantaría que pudiera verlo. Me encantaría que él pudiera verlo a usted.

—Bueno, puede que nos conozcamos algún día —dijo George, sin convicción.

—Está muerto —afirmó. No parecía lamentarlo. Ni siquiera parecía interesarle.

—Es una lástima.

—Usted es la primera persona que dice eso.

—En cualquier caso —continuó George, echando un vistazo a sus notas—, mientras todavía estaba entre los vivos, el Sr. H le ofreció un trabajo como bailarina exótica en un club nocturno del este de Chicago… y usted aceptó.

Gloria volvió a reír.

—Por Dios santo, cariño… debería verse la cara. ¡Está rojo como un tomate! ¿Sabe una cosa? Por el aspecto de su boca, cualquiera diría que ha estado chupando limones. —Ella sacudió la cabeza—. ¿Qué cree que está haciendo aquí, bombón? Dígamelo otra vez.

George ya había contestado varias veces a esa pregunta. La contestó otra vez.

—Como le he dicho —declaró pacientemente—, soy estudiante de sociología, que es la ciencia que estudia la sociedad humana. —No tenía sentido que le dijera que el curso no era de sociología, sino de criminología. Podría encontrarlo insultante. Aunque, en realidad, no tenía sentido que le dijera nada.

—¿Hay una ciencia sobre la gente? —preguntó ella—. Pues debe de ser una locura de ciencia…

—Bueno, se podría decir que sigue en pañales.

—Como usted. ¿Cuántos años tiene, criatura?

—Veintiuno —respondió George, rígido.

—¡Qué bárbaro! —ironizó—. ¡Veintiuno! ¿Qué se sentirá al ser tan viejo? Yo cumplo veintiuno en marzo. —Gloria se echó hacia atrás—. Mire, tengo ocasión de conocer con cierta frecuencia a personas como usted, y me he dado cuenta de que hay gente que puede crecer en este país sin ver nada y sin que nunca les pase nada.

—Yo estuve un año y medio en Corea —dijo George—. Creo que me han pasado algunas cosas.

—Le propongo una cosa. Yo escribiré un libro sobre sus aventuras y usted puede escribir uno sobre las mías. —En ese momento, para consternación de George, se sacó del bolsillo un cabo de lapicero y un paquete de tabaco vacío. Rompió el paquete y lo alisó para tener donde escribir—. Muy bien, bombón, vamos allá. Lo llamaremos La vida apasionante del Sr. Z… para protegerlo. Nació en una granja, ¿verdad, Sr. Z?

—Por favor… —dijo George, que efectivamente había nacido en una granja.

—Yo he contestado a sus preguntas. Conteste ahora las mías. —Ella frunció el ceño—. ¿Cuál es su dirección actual, Sr. Z?

George se encogió de hombros y le dio su dirección. Vivía encima del garaje del decano de la Facultad de Teología.

—¿Ocupación? Estudiante. ¿Se escribe junto? ¿O separado?

—Separado —respondió George.

Estu diante —escribió ella—. Ahora necesito investigar su vida amorosa, Sr. Z. En realidad, la vida amorosa es una parte esencial de la ciencia que estudia, aunque efectivamente esté en pañales. Quiero que me hable de todos los corazones que ha roto durante su apasionada y desenfrenada vida. Empecemos por la Srta. A.

—Gracias por su tiempo, señorita St. Pierre. Le agradezco que haya hablado conmigo. —Cerró el bloc y se levantó.

George le dedicó una sonrisa sombría; Gloria, una sonrisa cegadora.

—Oh, por favor, siéntese. No he sido nada amable… y a pesar de todas las cosas horribles que he dicho, usted ha sido un encanto conmigo. Por favor, le ruego que se siente. Responderé a cualquier pregunta que quiera formular. Cualquier pregunta. Pregúnteme algo que sea verdaderamente difícil y haré lo que pueda. ¿No tiene ninguna pregunta verdaderamente importante?

George fue tan tonto que se relajó un poco y se volvió a sentar. Tenía una pregunta verdaderamente importante. Y como no le quedaba más dignidad ni nada más por perder, la formuló. Sin rodeos.

—Tiene un coeficiente intelectual muy alto, señorita Pierre. ¿Cómo es posible que una persona tan inteligente como usted lleve la vida que lleva?

—¿Quién dice que soy inteligente?

—La han evaluado —contestó—. Su coeficiente supera la media de los médicos.

—Será porque un médico medio no sería capaz de encontrarse a sí mismo ni con las dos manos.

—Eso no es enteramente cierto…

—Los médicos me enferman —afirmó. Y entonces se volvió realmente desagradable. Entonces, cuando ya había conseguido que George se relajara, le dedicó una explosión de malevolencia—. Pero los universitarios me enferman aún más —continuó—. Márchese ahora mismo de aquí. ¡Es el memo más aburrido que he conocido en toda mi vida! —Hizo un gesto lacio, de disgusto, con la mano—. ¡Lárguese! Dígale a su profesor que soy como soy porque me gusta ser como soy. Puede que lo nombren profesor de personas como yo.

Cuando George salió a la antesala de la cárcel, se le acercó un joven bajo, inquietante y de aspecto sanguinario. Miró a George como si lo quisiera matar. Tenía voz como de estornino. Era Bernard Gratz, el esposo de la dama.

—¿Acaba de estar con Gloria St. Pierre? —preguntó Gratz.

—En efecto —contestó, educadamente.

—¿De dónde es? ¿Qué quería de ella? ¿Quién le ha pedido que viniera?

George tenía una carta de presentación del profesor que daba el curso de criminología. Se la dio a Gratz.

Gratz le echó un vistazo y se la devolvió.

—Eso no sirve conmigo. Se supone que Gloria no puede hablar con nadie excepto con su abogado y su esposo. Ella lo sabe de sobra —dijo.

—Ella aceptó voluntariamente —explicó—. Nadie la ha obligado a hablar conmigo.

Gratz agarró el bloc de George.

—Vamos, déjeme verlo… —exigió—. ¿Qué esconde en esa libreta?

George tiró del bloc y lo alejó de él. Además de las notas que había tomado con Gloria, también tenía notas de todos los cursos.

Gratz volvió a agarrar el bloc y se lo quitó. Después, arrancó todas las hojas y las lanzó al aire.

George hizo algo muy poco cristiano: pegó un puñetazo al hombrecillo y lo tumbó.

Revivió a Gratz lo suficiente como para conseguir de él la promesa de que lo mataría lentamente. Después, George recogió sus papeles y se fue a casa.

No pasó gran cosa durante las dos semanas siguientes. George no tenía miedo de que lo mataran. No creía que Gratz tuviera forma alguna de encontrar su habitación, encima del garaje del decano de la Facultad de Teología. De hecho, le costaba creer que la aventura de la cárcel hubiera sido real.

Un día, vio una fotografía en el periódico; era de Gloria St. Pierre, saliendo de la prisión en compañía de Bernard Gratz. George tampoco creyó que fuera real.

Y entonces, una noche, estaba leyendo la Enciclopedia de Criminología cuando llamaron a la puerta. Buscaba pistas que le ayudaran a comprender la vida que Gloria St. Pierre había elegido llevar. La enciclopedia, tan exhaustiva como pretendía ser, no decía ni una sola palabra sobre los motivos por los que una joven bella e inteligente había decidido malgastar la vida con un hombre tan cruel, feo y codicioso.

George abrió la puerta y se encontró con dos jóvenes desconocidos. Uno de ellos pronunció cortésmente el nombre de George; lo tenía apuntado, junto con su dirección, en el papel arrugado de un paquete de cigarrillos. Era el paquete de tabaco en el que Gloria St. Pierre había empezado a escribir la biografía de George, La vida apasionante del Sr. Z.

Un segundo antes de que los dos jóvenes lo empezaran a golpear, George supo lo que iba a ocurrir. Cada vez que le pegaban, lo llamaban profesor. No parecían enfadados en absoluto.

Pero conocían su profesión. George acabó en el hospital con cuatro costillas rotas, dos tobillos rotos, una oreja cortada, un ojo hinchado y un montón de magulladuras.

A la mañana siguiente, George estaba sentado en la cama del hospital, e intentaba escribir una carta a sus padres. «Queridos papá y mamá —escribió—, estoy en el hospital, pero no os preocupéis».

Estaba pensando en cómo seguir cuando una rubia platino con pestañas tan largas como el látigo de un cochero entró en la habitación. Llevaba una planta en un tiesto y un ejemplar de El verdadero detective.

Olía como a entierro de gánster.

Era Gloria St. Pierre, pero George no habría podido reconocerla. Hasta Bernard Baruch habría pasado desapercibido tras un disfraz como ése.

Llegó con regalos, pero sin compasión alguna. Se interesó por las heridas de George, pero su interés fue aséptico. Era evidente que la utilizaban para comprobar el estado de los tipos a los que pegaban una paliza y, como espectáculo, dio a George una nota baja.

—Ha salido bien parado —dijo ella, dando por sentado que George la había reconocido.

—No estoy muerto —dijo George—. Eso es verdad.

Ella asintió.

—Un comentario inteligente; más inteligente de lo que le creía capaz —comentó Gloria—. Tenía muchas posibilidades de acabar muerto. Me sorprende que siga con vida.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Pensé que ya estaría escaldado de hacer preguntas —respondió.

Por fin, George reconoció su voz. Se recostó en la cama y cerró el ojo bueno.

—Le he traído una planta y una revista —continuó ella.

—Gracias —dijo, deseando que se marchara. No tenía nada que decirle. Gloria St. Pierre era tan despiadada y tan ajena a él que ni siquiera podía pensar en ella.

—Si quiere otra planta u otra revista, dígamelo.

—No, está bien. —A George le empezó a doler la cabeza.

—Pensé en traer algo de comer, pero me dijeron que su estado es grave y me pareció que tal vez sea mejor que no coma.

George abrió el ojo. No tenía ni idea de que su estado fuera grave.

—¿Estoy grave? —preguntó.

—No me habrían dejado entrar si no hubiera dicho que soy su hermana. Creo que han cometido un error con usted. A mí no me parece que esté grave.

George suspiró o, más bien, intentó suspirar. En realidad, soltó un gemido. Y a través de los trallazos y de los destellos rojos de su dolor de cabeza, declaró:

—Deberían permitir que mi estado lo decida usted.

—Supongo que me responsabiliza de lo ocurrido. Supongo que así es como funciona su mente.

—Mi mente no funciona en este momento —ironizó.

—Estoy aquí porque me da lástima. Pero no le debo ninguna disculpa. Usted mismo se lo buscó. Espero que haya aprendido algo —dijo ella—. Los libros no contienen todo lo que hay que aprender.

—Ahora ya lo sé —confesó George—. Gracias por venir y gracias por los regalos, señorita St. Pierre. Creo que será mejor que descanse un poco.

George fingió quedarse dormido, pero Gloria St. Pierre no se marchó. George podía sentir su aroma y su presencia, muy cerca de él.

—He abandonado a Bernard. ¿Me oye?

George siguió fingiendo.

—Al saber lo que le hizo, lo abandoné —continuó.

George siguió con los ojos cerrados. Al cabo de un rato, Gloria St. Pierre se fue.

Y al cabo de un rato, George se quedó realmente dormido. Y al quedarse dormido con la cabeza fuera de servicio y en una habitación excesivamente caldeada, soñó con Gloria St. Pierre.

Cuando despertó, la habitación del hospital también le pareció parte del sueño. Intentando separar la realidad de la fantasía, George examinó los objetos de la mesita; entre ellos, estaban la planta y la revista que Gloria le había regalado.

La portada de la revista podría haber formado parte de su sueño, de modo que la desestimó. Como lectura completamente cuerda, se inclinó por la etiqueta de la planta, que resultó ser razonablemente cuerda: Geranio de floración doble Clementine Hitchcock. Pero lo que decía a continuación era de locura: ¡Advertencia! ¡Esta es una planta sujeta a patente! La ley prohíbe taxativamente la reproducción asexuada.

George dio gracias a Dios cuando la viva imagen de la realidad, un policía gordo, entró dando pisotones. Quería que George le contara lo de la paliza.

George le contó la lúgubre historia desde el principio y, mientras se la contaba, se dio cuenta de que no quería presentar cargos. En lo ocurrido había una especie de justicia cruda. A fin de cuentas, había desencadenado los acontecimientos al golpear a un gánster famoso y mucho más pequeño que él. Además, sus pensamientos estaban tan revueltos que no recordaba prácticamente nada sobre los hombres que le habían dado la paliza.

El agente no presionó a George para que presentara una denuncia. Se alegró de ahorrarse trabajo. Sin embargo, hubo un detalle en su historia que le interesó.

—¿Dice que conoce a esa Gloria St. Pierre? —preguntó.

—Sí, se lo acabo de decir.

—Está ingresada en este mismo hospital, a dos puertas de aquí.

—¿En serio?

—Sí. A ella también le han pegado una paliza… en el parque que está al otro lado de la calle.

—¿Cómo se encuentra?

—Está en la lista de graves —respondió el agente—. Más o menos, con lo mismo que usted: un par de tobillos rotos, un par de costillas y los ojos a la funerala. ¿Todavía tiene todos los dientes?

—Sí —contestó George.

—Pues ella ha perdido los dos incisivos superiores —le informó el policía.

—¿Quién lo hizo?

—Su marido. Gratz.

—¿Lo han detenido?

—Está en el depósito de cadáveres. Un inspector lo pilló cuando estaba pegando a su esposa. Gratz salió corriendo y no obedeció cuando le dieron el alto, de modo que el inspector disparó. La dama se ha quedado viuda.

A George le escayolaron los tobillos aquel mismo día, después de comer. Le dieron una silla de ruedas y unas muletas.

Tardó un buen rato en encontrar el coraje necesario para visitar a la viuda de Gratz.

Por fin, rodó hasta su habitación y se acercó a su cama.

Gloria estaba leyendo un ejemplar de La Revista Femenina del Hogar. Cuando George entró en la silla de ruedas, se tapó la parte inferior de la cara con la revista. Se tapó demasiado tarde, porque George ya había visto que le faltaban dos dientes y que tenía los labios muy hinchados.

Sus ojos estaban negros y azules, pero su cabello estaba inmaculadamente cepillado. Y llevaba pendientes; unos aros bárbaros, gigantescos.

—Yo… lo siento —dijo George.

Ella no dijo nada. Sólo lo miró.

—Usted vino a verme e intentó animarme —continuó él—. Es posible que yo pueda animarla a usted.

Ella sacudió la cabeza.

—¿No puede hablar?

Ella volvió a sacudir la cabeza. Y unas lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Oh, Dios mío… —dijo George, lleno de compasión.

—Por favor, váyaze —rogó ella—. No me mire… por favor. Eztoy ezpantoza. Váyaze.

—No está tan mal —afirmó George, de todo corazón—. En serio.

—¡Me ha dejado zin dientez! —exclamó, y sus lágrimas empeoraron—. ¡Me ha dejado zin dientez y ya no le guztaré a ningún hombre!

—Oh, vamos, cuando la hinchazón baje, volverá a ser tan bella como antes —dijo George con suavidad.

—Pero tendré dientez falzoz. No he cumplido ni veintiuno y tendré dientez falzoz. Zeré como algo zacado del cubo de la bazura. Tendré que hacezme monja.

—¿Hacerse qué?

—Monja —repitió—. Todoz loz hombrez zon unoz cerdoz. Mi ezpozo era un cerdo, mi padre era un cerdo, uzted ez un cerdo. Todoz, cerdoz. Váyaze.

George suspiró y se fue.

George se echó una cabezadita antes de cenar y volvió a soñar con Gloria. Cuando despertó, encontró a Gloria St. Pierre junto a su cama, en una silla de ruedas, observándolo.

Su actitud era solemne. Había dejado los pendientes de aro en su habitación y no hacía nada por ocultar su hinchado rostro. Lo exponía valiente y casi orgullosamente, para que todos lo vieran.

—Hola —dijo ella.

—Hola —dijo George.

—¿Por qué no me dijo que era zacerdote?

—Porque no lo soy.

—Pero eztudia para zerlo

—¿Cómo sabe eso? —preguntó George.

Eztá en el pediódico —respondió. Llevaba el periódico con ella y le leyó el titular en voz alta—. «Eztudiante de teología y chica de piztolero, hozpitalizadoz por una paliza».

—Oh, vaya —susurró George, pensando en el efecto que el titular tendría en su casero, el decano de la Facultad de Teología, así como en sus propios padres cuando lo leyeran en su casa de tablones blancos de Wabash Valley, no lejos de allí.

—¿Por qué no me dijo zu profezión? De habelo zabido, nunca habría dicho lo que dije.

—¿Por qué no?

—Porque uzted ez de la única claze de hombrez que no zon cerdos. Penzé que zólo era un eztudiante univezitario… un cerdo como todoz loz demáz, aunque zin el valor necezario para compoztarse como tal.

—Hum —dijo George.

—Si ez zacerdote… o al menoz eztudiante… ¿por qué no me zermonea?

—¿Por qué la iba a sermonear?

—Por todo lo malo que he hecho —respondió. No parecía estar bromeando. Pensaba que era mala y estaba convencida de que George tenía el deber de sermonearla.

—Bueno, hasta que no tenga mi propio púlpito…

—¿Por qué necezita un púlpito? ¿Ez que no cree en lo que cree? ¿Por qué necezita un púlpito? —Ella acercó la silla de ruedas—. Dígame que acabadé en el infiezno zi no cambio.

George hizo un esfuerzo y logró dedicarle una sonrisa modesta.

—No estoy seguro de que acabe en el infierno.

Gloria se apartó de George.

Uzted ez como mi padre —le recriminó—. Me perdona, me perdona y me perdona todo el tiempo… pero no me perdona de vezdad. Le da lo mizmo. —Gloria sacudió la cabeza—. Oh… ¡qué pena de zacerdote va a zer! ¡No cree en nada! Me da láztima.

Y se marchó.

Aquella noche, George tuvo otro sueño sobre Gloria St. Pierre. Sobre la Gloria del ceceo, la Gloria que había perdido dos dientes, la Gloria con los tobillos escayolados.

Fue el sueño más descabellado de todos, pero pudo pensar en él con alguna ironía. No se avergonzaba de tener un cuerpo, una mente y un alma. No culpaba a su cuerpo por desear a Gloria St. Pierre. Era algo perfectamente natural para un cuerpo.

Cuando salió a visitarla después del desayuno, imaginó que su mente y su alma no estaban involucradas de ninguna manera en su deseo.

Buenoz díaz —dijo ella.

Parte de la hinchazón había desaparecido. Su aspecto había mejorado y ya tenía una pregunta para él. La pregunta era ésta:

Zi fuera a zer un ama de caza con muchoz niñoz y loz niñoz fueran buenoz, ¿ze regocijaría?

—Por supuesto —contestó George.

Ez lo que zoñé anoche. Me había cazado con uzted y teníamoz libroz y niñoz por toda la caza. —No lo dijo como si tuviera buena opinión del sueño, ni pareció que su opinión sobre George hubiera mejorado.

—Bueno… yo… Me halaga que haya soñado conmigo.

Puez no ze zienta azi. Tengo zueñoz locoz todo el tiempo. Ademáz, el zueño de ayer iba máz de dientez poztizoz que de uzted.

—¿De dientes postizos? —preguntó George.

—Tenía unoz grandez dientez poztizoz. Y cada vez que intentaba decirle algo a uzted o a loz niñoz, loz dientez poztizoz ze me caían.

—Estoy seguro de que los dientes postizos se pueden fijar bien —observó él.

—¿Podría enamorarze de alguien con dientez poztizoz? —preguntó ella.

—Naturalmente.

—Al preguntarle que zi podría enamorarze de alguien con dientez poztizoz, ezpero que no haya pensado que le eztoy preguntando zi podría enamorarze de mí. Ezo no ez lo que le eztoy preguntando.

—Hum.

Zi noz cazaramos, no duraría. No ze enfadaría lo zuficiente conmigo zi yo me portara mal.

Se hizo un silencio; un silencio largo, durante el cual George empezó a comprenderla un poco. Se despreciaba a sí misma porque nadie la había querido lo suficiente como para importarle si se portaba bien o mal. Y como no tenía a nadie a que la castigara, se castigaba a sí misma.

George también empezó a entender que sería una desgracia de sacerdote mientras no se enfadara por lo que las personas se hacían a sí mismas. Un perdón insípido y tímido no servía de nada.

Gloria St. Pierre le estaba rogando que le importara lo suficiente como para enfadarse con ella. El mundo le estaba rogando que le importara lo suficiente como para enfadarse.

—Casada o no, si se sigue tratando como si fuera basura y sigue tratando la dulce tierra de Dios como si fuera un vertedero urbano, le deseo de todo corazón que arda en el infierno —dijo George.

El placer de Gloria St. Pierre fue luminoso y profundo.

George nunca había dado tanto placer a una mujer ni se lo había dado a sí mismo. Y, en su inocencia, supuso que el paso siguiente sería el matrimonio.

Le pidió que se casara con él. Ella aceptó.

Fue un buen matrimonio. Fue el fin de la inocencia para los dos.