BOMAR

No había ventanas en la Sección de Archivos de Accionistas del Departamento del Tesoro de la American Forge and Foundry Company. Pero el altavoz que estaba en la pared verde, junto al reloj, emitía una música dulce y suave que aumentaba la productividad de la sección en un 3%, seguía el ritmo de las estaciones y ofrecía algo parecido a una ventana a la plantilla: Bud Carmody, Lou Sterling y Nancy Daily.

El altavoz emitía canciones de primavera cuando Carmody y Sterling lo dejaron todo a cargo de la señorita Daily, de sesenta y cuatro años de edad, y se fueron a tomar el café de la mañana.

Contentos y ajenos a toda ambición, los dos pasearon despreocupadamente por la calle de la fábrica hasta llegar a la puerta principal, en cuyo exterior se encontraba el Acme Grille. Les habían dejado bien claro que ninguno de los dos tenía el inestimable material del que estaban hechos los ejecutivos. Así que, a diferencia de tantos hombres apresurados y frenéticos de la empresa, eran libres de vestir de forma cómoda y barata y de salir a tomar café tantas veces como les apeteciera.

También disponían de un campo del humor que les estaba vetado a las personas con futuros brillantes en la organización: podían hacer bromas sobre la American Forge and Foundry Company, así como de sus productos, sus directivos y sus accionistas.

Carmody, de cuarenta y cinco años, estaba teóricamente a cargo de la Sección, del joven Sterling, de la señorita Daily y de los archivos; pero tenía un espíritu anarquista y nunca daba órdenes. Era un soñador alto y delgado, que se enorgullecía de ser creativo en lugar de dominante, y dedicaba sus energías a abarrotar el buzón de sugerencias, decorar el despacho los festivos y recopilar quintetos humorísticos, que guardaba en un cajón cerrado de su mesa.

Carmody se había convertido en un hombre solitario y algo amargado por las oleadas y oleadas de jóvenes emprendedores que lo habían superado en la escalera del éxito. Pero entonces, tras prestar servicios inapreciables en otros departamentos, llegó Sterling, de veintiocho años de edad, también alto, delgado y soñador, y la vida de la sección se volvió vibrante.

Carmody y Sterling se estimulaban el uno al otro para alcanzar cotas nuevas de creatividad. Y de la unión increíblemente fructífera de sus talentos respectivos surgieron muchas cosas, la mejor de las cuales era el mito de Bomar Fessenden III.

Bomar Fessenden III existía de verdad; era un accionista de la empresa. Lo único que Carmody y Sterling sabían de él era la cantidad de acciones que poseía, cien, y su dirección, el 5889 de la calle Seaview Terrace, en Great Neck, localidad de Long Island, Nueva York. Pero su nombre era tan magnífico que desató la imaginación de Sterling.

Empezó a hablar sobre la vida disipada de Fessenden, pagada con los dividendos cuyo detalle le llegaba a él a través de la sección. Decía que era un viejo amigo, un compañero de club universitario que le escribía regularmente desde antros de perdición de todo el mundo como Acapulco, Palm Beach, Niza, Capri y otros. A Carmody le encantó el mito y contribuyó generosamente a alimentarlo.

—¡Qué día! —exclamó Carmody cuando salieron por la puerta principal—. Es una lástima que Bomar Fessenden III no esté aquí para verlo.

—Esa es una de las muchas razones por las que jamás me cambiaría por Bomar —dijo Sterling—. Ni por todas sus riquezas, sus comodidades y sus mujeres hermosas… nunca puede ver el cambio de las estaciones.

—Bomar está separado de la vida. Es como si estuviera muerto —observó Carmody—. Cuando llega el invierno, ¿qué hace?

—Huye de él —respondió Sterling—. Es patético. Huye de todo. Acabo de recibir una carta suya en la que afirma que se marcha de Buenos Aires porque no soporta la humedad.

—En realidad, Bomar está huyendo todo el tiempo de sí mismo, de la futilidad de su propia existencia. —Carmody se sentó en uno de los reservados del Acme Grille—. Pero su vacuidad le persigue con tanta tenacidad como los cheques de sus dividendos.

—Dos bollitos y dos cafés solos —dijo Sterling a la camarera.

—Caray… lo que daría el viejo Bomar por estar aquí, con nosotros, en este momento, compartiendo una conversación sencilla con gente sana y sencilla y alimentos sanos y sencillos.

—Daría lo que fuera. Sé leer sus cartas entre líneas —afirmó Sterling—. Esté donde esté, todos los días se gasta una fortuna en alcohol, mujeres bellas y juguetes caros… cuando podría encontrar la paz de espíritu aquí mismo, con nosotros, por veinte centavos de nada.

—Veinticinco por barba —puntualizó la camarera.

—¿Veinticinco? —dijo Carmody con incredulidad.

—El café ha subido cinco centavos —le informó la camarera.

Carmody sonrió lánguidamente.

—Bueno, Bomar tendría que pagar cinco centavos más por su paz de espíritu. —Carmody echó una moneda de cinco a la mesa—. Malditos precios…

—Olvídalo. Este día hay que celebrarlo. Tómate otro bollito —declaró Sterling.

—¿Quién es Bomar? —preguntó la camarera—. Siempre estáis hablando de Bomar.

—¿Que quién es Bomar? —dijo Sterling, lanzándole una mirada de lástima—. ¿Bomar? ¿Bomar Fessenden III? ¡Pregunta a cualquiera!

—Pregunta a la señorita Daily —dijo Carmody con regocijo—. Si verdaderamente quieres saberlo todo sobre Bomar, pregúntale a ella. No puede pensar en otra cosa.

—Pídele su opinión sobre la última novia de Bomar —sugirió Sterling.

Carmody apretó los labios como la señorita Daily y dijo, imitando su voz:

—¡Esa fresca de Copacabana!

La pobre señorita Daily, que llevaba treinta y nueve años en la empresa, había pasado el mes anterior a la Sección de Archivos de Accionistas y se creía todo lo que Sterling y Carmody le decían de Bomar.

Carmody continuó con su imitación experta de la señorita Daily.

—Las leyes deberían castigar a las personas como Bomar, cargadas de dinero y malgastándolo como si nada con tantos hambrientos como hay en el mundo —dijo con indignación—. Si yo fuera un hombre, iría a buscarlo, apartaría a su estirado mayordomo y le daría la paliza de su vida.

—¿Cómo se llama el mayordomo? —preguntó Sterling.

—¿Dawson? —dijo Carmody, pero sacudió la cabeza—. ¿Redfield? No, no es Redfield.

—Vamos, hombre, piénsalo… —le presionó Sterling—. Lo has mencionado tú.

—¿Perkins? No, no… Se me ha ido completamente de la cabeza. —Sonrió y se encogió de hombros—. No importa. La señorita Daily se acordará. No ha olvidado un solo detalle de toda la espantosa historia que es la vida de Bomar Fessenden III.

—Ah, ya están aquí —dijo Carmody, mostrando su liderazgo, cuando Sterling y él volvieron al despacho del sótano después de tomar el café—. Será mejor que nos pongamos con ello, ¿no?

El despacho estaba lleno de cajas de cartón que contenían los cheques de los dividendos de primavera, que en la sección debían cotejar con la información actualizada sobre el paradero y la cantidad de acciones en manos de los miles de accionistas de la empresa. La señorita Daily, pequeña y tímida, de ojos tan brillantes como los de un pollo, ordenaba el contenido de una de las cajas.

—No tenemos que mirar todos los cheques, señorita Daily —dijo Carmody—. Sólo los que tengan un cambio reciente de dirección o de propiedad.

—Lo sé. Tengo la lista en la mesa —dijo la señorita Daily.

—Bien. Excelente. Veo que ya está en la… ¿Es posible que haya llegado tan lejos durante la ausencia del señor Sterling y yo?

—No, es que estaba buscando al buen señor Bomar Fessenden III —respondió con gravedad la señorita Daily.

—¿Todo está en orden con mi viejo amigo? —se interesó Sterling.

La señorita Daily se puso blanca de resentimiento.

—Sí, completamente —dijo, resuelta—. Doscientos cincuenta dólares.

—Una gota en el océano —comentó Sterling—, una gota tan irrelevante que dudo que Bomar sea consciente de que posee una parte de esta empresa. El dinero de verdad le llega de la Standard Oil, la DuPont, la General Motors y otras parecidas.

—¡Son cien acciones! ¿Cien acciones le parecen irrelevantes?

—Bueno, tenga en cuenta que sólo valen alrededor de diez mil dólares —declaró Carmody, pacientemente—. Sólo el collar que le regaló a Carmella en Buenos Aires vale más que eso.

—Querrá decir Juanita… —dijo la señorita Daily.

—Sí, discúlpeme, quería decir Juanita.

—Carmella era la hija del torero de Ciudad de México —afirmó la señorita Daily—. A ella le regaló un Cadillac.

—Tiene toda la razón —intervino Sterling, que lanzó una mirada de reproche a Carmody—. ¿Cómo has podido confundir a Carmella con Juanita?

—Qué tonto soy —dijo Carmody.

—No se parecen nada —insistió la señorita Daily.

—De todas formas, ya se ha separado de Juanita —dijo Sterling—. Se ha marchado de Buenos Aires. Por la humedad.

—¿Por la humedad? ¡Dios mío! No hay nada más terrible que la humedad —ironizó la señorita Daily.

—¿Qué más se cuenta el viejo Bomar? —preguntó Carmody.

—Oh… ahora está en Montecarlo. Llegó en avión y ya ha encontrado una chica nueva, Fifi. La conoció jugando a la ruleta. Dice que perdió cinco mil dólares por mirarla a ella en lugar de estar atento al juego —respondió Sterling.

Carmody rió y dijo:

—Bomar es todo un personaje.

La señorita Daily bufó.

—Bueno, bueno, no se enfade con Bomar, señorita Daily —dijo Sterling—. Sólo es un hombre juguetón y lleno de vida. A todos nos gustaría vivir por lo alto… si pudiéramos.

—Hable por usted —declaró la señorita Daily, molesta—. Es el hombre más indecente del que he oído hablar en mi vida… y aquí estamos nosotros, enviándole más dinero, un dinero que ni siquiera notará, para que lo malgaste a su antojo. No es cristiano. Desearía haberme jubilado para no tener que soportar todo esto.

—Apriete los dientes como el señor Sterling y yo —le recomendó Carmody.

—Muerda la bala, señorita Daily —dijo Sterling.

Dos semanas después, Carmody y su protegido, Sterling, estaban en el Acme Grille. Por primera vez en su relación, Carmody le hablaba con severidad.

—Tío, has matado la gallina de los huevos de oro. Eres débil. Has sucumbido a la tentación —le recriminó.

—Tienes razón, tienes razón —dijo Sterling, abatido—. Ahora me doy cuenta. Me he excedido. No sé lo que me ha pasado… será por las veinticuatro horas de catarro.

—¿Que te has excedido? ¡Has embarcado a Bomar en el Queen Elizabeth!

—Bomar cabeza loca —dijo Sterling, arrepentido—. Cuando la señorita Daily lo ha puesto en duda, he intentado convertirlo en una broma.

—Lo has convertido todo en una broma. Cuando te ha empezado a interrogar sobre todo lo que le hemos contado, te has liado —le recordó.

—Eran tantas cosas que había perdido la cuenta —se defendió Sterling—. ¿Qué puedo decir? Ya me he disculpado… Sólo lamento que se lo haya tomado tan mal.

—Por supuesto que se lo ha tomado mal. Se siente humillada. Le has robado una parte fundamental de su vida. Es un alma vieja y solitaria para la que Bomar era lo que un misionero baptista para un caníbal. Amaba a Bomar. Le hacía sentirse tan recta… y se lo has quitado. Se lo has quitado a ella y nos lo has quitado a nosotros.

—Yo no he dicho que todo sea una invención.

—Pero es evidente. Lo único que la podría convencer ahora de su existencia real es que Bomar apareciera en carne y hueso.

Sterling removió su café, pensativo.

—Bueno… eso no es totalmente imposible, ¿verdad?

—No, no lo es —admitió Carmody.

—¡Ya lo tengo! —dijo Sterling—. Siempre oscurece un poco más antes del amanecer… ¡Imagina lo que sentiría la señorita Daily si pudiera conocer en persona a Bomar Fessenden III! Significaría mucho para ella. Se jubila dentro de tres meses, después de cuarenta años de servicio. ¡Menuda forma de acabar!

Carmody asintió con interés mientras mascaba.

—¿Tu bollito no sabe un poco raro?

—Si pides un bollito, te dan un bollito —respondió Sterling—. Pero volviendo a Bomar… debería ser un tipo gordo y disoluto, bajo e insolente…

—Con una chaqueta de sport hasta las rodillas, una corbata como la bandera de Liberia y suelas de goma tan anchas como un pudín.

La señorita Daily había salido del despacho cuando Carmody y Sterling regresaron tras una búsqueda exhaustiva de una réplica del Bomar Fessenden III de su imaginación. Encontraron al hombre que buscaban en un almacén del Laboratorio de Desarrollo e Investigación y contrataron sus servicios por cinco dólares. Se llamaba Stanley Broomy, como Bomar, era perfecto.

—Ni siquiera tendrá que fingir ser despreciable —comentó Sterling con alegría—. Es despreciable.

—¡Calla! —dijo Carmody. Y la señorita Daily, entró.

Parecía terriblemente alterada.

—Se están riendo otra vez de mí —sentenció.

—¿Por qué nos íbamos a reír de usted? —preguntó Carmody.

—Se lo inventaron todo… todo lo de Bomar.

—¿Que nos lo inventamos? —dijo Sterling, con gesto de incredulidad—. Mi querida señorita Daily, Bomar estará en este mismo despacho antes de veinticuatro horas. Acabo de recibir un telegrama suyo. Como sabe, estaba en Montecarlo; pero pasará por aquí de camino a Catalina.

—Oh, vamos, ya se han divertido bastante. No saben lo que han hecho —dijo ella.

—No es una broma, señorita Daily —insistió Sterling—. Estará aquí mañana y podrá verlo con sus propios ojos. Incluso podrá pellizcarlo si quiere. Es real; absolutamente real. —La observó con detenimiento, asombrado por la importancia que le daba a Bomar—. Pero si Bomar fuera una broma… ¿qué más daría?

—¿Es real? ¿Me lo prometen?

—Lo verá usted misma mañana —intervino Carmody.

—¿Me juran que ha hecho todo lo que me han dicho que ha hecho? —preguntó la señorita Daily.

—Lo del Queen Elizabeth me lo inventé —confesó Sterling.

—¿El resto es verdad?

—Por supuesto. Bomar es un vivalavirgen, señorita Daily —dijo Carmody.

Inexplicablemente, la señorita Daily pareció muy aliviada. Se sentó en su sillón y sonrió con debilidad.

—Es cierto. Gracias a Dios —dijo en voz baja—. Si todo hubiera sido una invención, yo… —Sacudió la cabeza y dejó la frase sin terminar.

—Si todo hubiera sido una invención, ¿qué habría pasado? —se interesó Carmody.

—No importa, no importa —contestó, distraída—. Si todo es cierto, no me arrepiento de nada.

—¿De qué se tendría que arrepentir? —preguntó Carmody.

—No importa, carece de importancia —dijo con voz cantarina—. Así que mañana, por fin, podré estar cara a cara con el señor Fessenden… ¡Bien!

En el Acme Grille, poco después de las ocho de la mañana siguiente, Sterling y Carmody pusieron a Stanley Broom a ensayar la obra que estaba a punto de representar para la señorita Daily en la Sección de Archivos de Accionistas.

Broom llevaba un atuendo ampuloso y lucía una sonrisa insolente que parecía invitar a todo el mundo a darle de bofetadas.

—No puedo estar mucho tiempo —dijo Broom—, porque si estoy mucho, me echarán del trabajo.

—Nos veremos dentro de quince minutos en el exterior del edificio. Entraremos juntos al despacho y yo le presentaré a Carmody y a la señorita Daily de manera informal. Recuerde que viaja de Montecarlo a Catalina y que se ha dejado caer para verme a mí, su viejo amigo de la universidad —dijo Sterling—. ¿Entendido?

—Entendido. Pero esa mujer no la tomará conmigo, ¿verdad?

—Es incapaz de matar una mosca —continuó Sterling—. No llega a metro y medio y, además, pesa menos de cincuenta kilos.

—Podría ser nervuda… —observó Broom.

—Qué va… Pero volviendo a lo nuestro, ¿cuál es el nombre de su yate?

—El Golden Eagle. Y está anclado en Miami Beach —contestó—. Estoy considerando la posibilidad de ordenar a la tripulación que lo lleve a la costa Oeste por el Canal de Panamá.

—¿De quién está enamorado ahora? —preguntó Sterling.

—De Fifi. La conocí en Montecarlo, pero tardará unos días en reunirse conmigo en Catalina; naturalmente, a costa de mi bolsillo. Tiene que librarse de un conde con quien mantenía una relación.

—¿Qué le ha regalado hasta ahora? —insistió Sterling.

—Hum… esmeraldas y un abrigo de visón azul.

—De visón azul plateado —puntualizó Carmody—. Bueno, yo diría que estamos preparados. Volveré al despacho y me aseguraré de que la señorita Daily esté allí para contemplar la entrada triunfal de Bomar.

La señorita Daily estaba roja de entusiasmo mientras esperaba a Bomar, sentada en el despacho. Respiraba con dificultad. Hojeaba documentos con nerviosismo, pero sin hacer nada. Movía los labios, pero sin decir nada.

—¿Cómo? ¿Ha dicho algo, señorita Daily? —preguntó Carmody.

—No estaba hablando con usted —declaró cortésmente—. Estaba ordenando cosas en mi cabeza.

—Sí, por supuesto. Tiene intención de decirle lo que piensa de él, ¿verdad?

—¡Bomar, viejo amigo! —exclamó Sterling en el corredor, junto a la puerta del despacho—. ¡Qué alegría de verte!

La señorita Daily rompió la punta de su lapicero en un espasmo nervioso, y Sterling y Broom entraron en la sala.

Broom dio una chupada a un puro estrambóticamente grande y fétido y miró el despacho con desdén.

—Tercera clase… —dijo—. ¿Cómo puedes soportarlo? Sólo llevo aquí diez segundos y ya me está sacando de quicio.

La señorita Daily estaba blanca y temblorosa, pero también muda, fascinada.

—¿Me quieres decir que la gente vive así de verdad? —preguntó Broom.

—Vive así —dijo la señorita Daily, en voz baja y tensa— cuando no son demasiado vagos ni están demasiado mimados como para ayudar a que el mundo funcione.

—Supongo que eso es un insulto —declaró Broom—, pero no es muy bueno, porque hay poco en el mundo que merezca la pena. Además, alguien tiene que dedicar toda su atención a los aspectos más selectos de la vida… de lo contrario, la civilización no existiría.

—¿Se refiere a Fifi? ¿A Carmella? ¿A Juanita? ¿A Amber? ¿A Colette? —preguntó la señorita Daily.

—Aquí hacéis algo más que llevar la cuenta de las acciones, ¿verdad? —ironizó Broom.

—Le hemos hablado un poco de ti, Bomar —se justificó Sterling.

—Hasta hace poco, yo ni siquiera sabía que tuviera acciones en esta empresa —dijo Broom—. Pero, al parecer, la señorita Entrometida me conoce de toda la vida.

—Me llamo señorita Daily —dijo la señorita Daily—. Señorita Nancy Daily.

—Pues deje de pontificar a mi costa, señorita Daily. Yo no he hecho nada que dañe a las clases bajas.

—Usted es lo que falla en el mundo —declaró la señorita Daily con valentía, espalda recta y labios temblorosos—. Y ahora que lo he conocido y he visto que es peor de lo que había imaginado, no lamento en absoluto lo que hice. De hecho, me alegro.

—¿Cómo? —dijo Broom, confuso. Lanzó una mirada de incomprensión a Carmody y Sterling, quienes miraron a su vez, inquietos, a la señorita Daily.

—Me refiero a su último cheque, señor Fessenden —dijo ella—. Firmé con su nombre en el dorso y lo envié a la Cruz Roja.

Carmody y Sterling se miraron, horrorizados.

—Lo he hecho por mi cuenta —continuó la señorita Daily—. Ni el señor Carmody ni el señor Sterling sabían nada al respecto. Sólo eran doscientos cincuenta dólares, así que no los echará de menos… y estarán en mejores manos que si se los hubiera dado a esa desvergonzada de Fifi.

—Ah —dijo Broom, completamente perdido.

—Bueno, ¿no piensa llamar a la policía? —preguntó la señorita Daily—. Si quiere presentar cargos contra mí, estoy preparada.

—Bueno, yo… esto… —masculló Broom. Carmody y Sterling ya no le podían ayudar con las frases de su personaje, porque estaban estupefactos—. Lo que llega con facilidad, se pierde con facilidad —dijo al fin—. ¿No es cierto, Sterling?

Sterling sacó fuerzas de flaqueza.

—Y que lo digas —declaró, desolado.

Broom buscó algo más que decir, pero fracasó.

—En fin, me voy a Montecarlo. Gracias por todo.

—A Catalina —puntualizó la señorita Daily—. Acaba de llegar de Montecarlo.

—A Catalina —dijo Broom.

—¿No se siente mejor ahora, señor Fessenden? —preguntó ella—. ¿No se alegra de haber hecho algo altruista para variar?

—Claro —contestó Broom, que asintió con gravedad y se marchó.

—Se lo ha tomado como un caballero —dijo la señorita Daily a Carmody y Sterling.

—Oh, eso es fácil para Bomar —declaró Carmody, sombrío, mientras miraba con odio a Sterling, el Frankenstein que había creado el monstruo. Ahora tendrían que hacer un cheque nuevo para el verdadero Bomar, y a Carmody no se le ocurría ninguna forma elegante de explicar a los poderes de arriba lo que le había pasado al cheque viejo. Carmody, Sterling y la señorita Daily estaban acabados como empleados de la American Forge and Foundry. El monstruo se había revuelto salvajemente contra ellos y los había destruido a los tres.

—Creo que el señor Fessenden ha aprendido una lección —dijo la señorita Daily.

Carmody le puso una mano en el hombro.

—Señorita Daily, hay algo que debe saber —declaró en tono grave—. Estamos metidos en un lío. El hombre que ha estado aquí no es el verdadero Bomar Fessenden III. Y nada de lo que le hemos contado de Bomar es verdad.

—Era una broma —dijo Sterling con amargura.

—Bueno, debo decir que la broma no tenía ninguna gracia. Me han tratado como a una idiota. Ha sido una grosería por su parte —protestó la señorita Daily.

—Eso es cierto. Ha terminado tan mal que no tiene ninguna gracia —dijo Carmody.

—No tiene tanta gracia como mi broma de la falsificación del cheque —dijo la señorita Daily.

—¿Era una broma? —preguntó Carmody.

—Por supuesto que sí —respondió con dulzura—. Pero, ¿no va a sonreír, señor Carmody? Y usted, señor Sterling, ¿ni siquiera va a soltar una risita? Por Dios… será mejor que me jubile. Parece que ya nadie sabe reírse de sí mismo.