FUERA, VELA EFÍMERA

Para Annie Cowper, las cartas de Schenectady eran como una brisa cálida y agradable en el atardecer de su vida. En realidad, Annie estaba a mitad de camino entre los cuarenta y los cincuenta cuando empezó a recibirlas, así que faltaba bastante para el atardecer de su vida. Aún tenía todos los dientes, y sólo utilizaba sus gafas, de montura de metal, para leer.

Se sentía vieja porque su marido, Ed, el verdadero viejo, había fallecido y la había dejado sola en una granja de cerdos del norte de Indiana. Cuando Ed murió, ella vendió los animales, alquiló la llana, negra y rica tierra a los vecinos y se dedicó a leer su Biblia, regar sus plantas, alimentar a sus pollos, cuidar de su pequeño huerto y mecerse con toda tranquilidad mientras esperaba, pacientemente y sin rencor alguno, al luminoso Ángel de la Muerte.

Ed le había dejado un montón de dinero, de modo que no estaba obligada a hacer nada más. Y los vecinos de la zona, la única zona que Annie conocía, le hacían sentir que estaba haciendo lo correcto, lo tradicional, lo único posible.

Aunque no tenía familiares, no le faltaban visitas. Era habitual que algunas esposas de las granjas cercanas pasaran a verla y le ofrecieran una o dos horas de compasión reprimida entre tartas y café.

—Si mi Will muriera, no sabría qué hacer —declaró una—. No creo que las mujeres de la ciudad sepan realmente lo que significa ser carne de una sola persona. Cambian de maridos con tanta frecuencia como les apetece, y uno es tan bueno como otro.

—Sí —dijo Annie—. Yo no sería capaz de hacer eso. Pero toma otro suspiro de melocotón, Doris June.

—A fin de cuentas, los hombres y las mujeres de la ciudad no se necesitan para nada excepto para… —Delicadamente, Doris June dejó la frase sin terminar.

—Si, es cierto —asintió Annie. Había aprendido que, entre sus deberes como viuda, estaba el de ofrecer a las esposas de la zona una prueba dramática de que, por malos que fueran sus maridos, la vida sin ellos sería peor.

Annie no quiso destrozar la ilusión de Doris June con la mención de las cartas. No quiso decirle lo que había descubierto, a una edad ya avanzada, sobre la felicidad femenina; no quiso hablarle del hombre que era capaz de hacerla feliz desde un lugar tan remoto como Schenectady.

A veces, los maridos de otras mujeres se acercaban a la granja, bruscos y formales, para llevar a cabo labores de hombre que, en opinión de sus esposas, urgía realizar: arreglar un tejado, cambiar la goma de la bomba de agua y engrasar la maquinaria en desuso del granero. Sabían que era una viuda virtuosa y la trataban con un respeto grave. Casi no le dirigían la palabra.

A veces, Annie se preguntaba cómo reaccionarían los maridos si supieran lo de las cartas. Cabía la posibilidad de que, entonces, la tomaran por una disoluta y aceptaran sus formales invitaciones a café, que ellos debían rechazar. Incluso también cabía la posibilidad de que hicieran comentarios con segundas, llenos de coqueteo tímido; la clase de comentarios que dedicaban a la desvergonzada camarera del bar del pueblo.

Estaba segura de que, si les hubiera enseñado las cartas, habrían visto algo sucio en ellas. Pero en las cartas no había nada de eso. Eran espirituales, poéticas, y ni Annie conocía el aspecto del hombre que las escribía ni, a decir verdad, le importaba.

A veces, el sacerdote pasaba de visita. Era un viejo sombrío, muy delgado, del color del polvo, que rebosaba de alegría ante la seguridad ética y la paz casi mortal de Annie.

—Usted me da fuerzas para seguir adelante, señora Cowper. Me gustaría que hablara alguna vez con nuestros jóvenes. No creen que una persona pueda llevar una vida de cristiano en estos tiempos modernos.

—Es muy amable de su parte. Creo que todos los jóvenes tienden al desenfreno y que se tranquilizan con el tiempo… ¿No le apetece tomar otra delicia de frambuesa? Si no se las come, se estropearán y tendré que tirarlas.

—Usted no conoció el desenfreno, ¿verdad, señora Cowper?

—Bueno… tenga en cuenta que me casé con Ed cuando yo tenía poco más de dieciséis años. No tuve ocasión de andar por el mundo.

—Pero si la hubiera tenido, tampoco habría sido una alocada —afirmó el cura, triunfante.

Ella sintió la extraña tentación de llevarle la contraria y decirle, orgullosamente, lo de las cartas que recibía. Pero refrenó el impulso infame y asintió con gravedad.

Annie también recibía las atenciones de unos cuantos pretendientes, de intenciones honestas y un deseo poderoso por sus propiedades. Los pretendientes se expresaban de forma poética, aunque torpe, sobre sus campos, pero ninguno de ellos lograba que se sintiera algo más de lo que ella misma veía cuando se miraba al espejo: una mujer alta y enjuta, tan poco adornada como un poste de teléfonos, de manos gruesas y endurecidas por el trabajo y una nariz larga cuya punta estaba permanentemente roja por el frío. Al igual que Ed, nunca lo intentaron.

Cada vez que un pretendiente se alejaba tras una visita gélida, mascullando algo sobre el tiempo y la cosecha y retorciéndose el sombrero, Annie sentía la necesidad imperiosa de volver a leer las cartas de Schenectady.

Entonces cerraba la casa, bajaba las persianas, se tumbaba en la cama y las leía y releía una y otra vez hasta que el hambre, el sueño o una llamada a la puerta la obligaban a esconderlas de nuevo, hasta otra ocasión.

Ed falleció en octubre y Annie siguió adelante sin él y sin las cartas hasta la primavera siguiente o, más bien, hasta lo que debería haber sido la primavera. A principios de mayo, una helada repentina acabó con los brotes de los narcisos y Annie escribió:

«Estimado 5587, ésta es la primera vez que escribo a un desconocido. Estaba esperando en la farmacia a que me dieran un medicamento para la sinusitis cuando alcancé un ejemplar de la revista Western Romance. No acostumbro a leer ese tipo de publicaciones. Pero la abrí casualmente por la sección de cartas de los lectores, vi la suya y leí que se siente solo y que le vendría bien una amiga. —Annie sonrió ante su propia insensatez—. Le hablaré un poco de mí. Sigo siendo razonablemente joven; tengo cabello castaño, ojos verdes y…».

La respuesta llegó una semana más tarde. El código numérico de la revista se había transformado en un nombre, Joseph P. Hawkins, de Schenectady, en Nueva York.

«Mi querida señora Cowper —había escrito Hawkins—, he recibido muchas respuestas a mi petición de amigos, pero ninguna me ha llegado más hondo que la suya. Un encuentro de almas gemelas, pues creo que lo somos, es un hecho extraordinario en este valle de lágrimas; y hay más dicha verdadera en él que en el más perfecto de los contactos físicos. Usted me parece un ángel porque la voz que oigo en sus cartas es la voz de un ángel. Y en el instante en que ese ángel apareció, la soledad se esfumó y yo supe que no estaba realmente solo en este planeta enorme y abarrotado de gente…».

Annie soltó unas risitas nerviosas cuando leyó la primera carta; se sentía culpable por haber llevado a tanto al pobre hombre y también algo sorprendida por el tono apasionado de sus palabras. Pero se descubrió releyendo la carta varias veces al día y, cada vez, con más compasión. Al final, enfebrecida por la piedad, le concedió el deseo al pobre hombre e intentó crear, minuciosamente, otro ángel para él.

Desde ese momento no hubo vuelta atrás ni voluntad de que la hubiera.

Hawkins era elocuente y poético, pero sobre todo era exquisitamente receptivo a los humores de una mujer. Cuando estaba deprimida, Annie se lo callaba; pero él lo notaba y decía lo más adecuado para animarla. Y cuando estaba eufórica, él alimentaba su euforia y la mantenía viva durante semanas en lugar de unos fugaces minutos.

Annie intentó hacer lo mismo por él y, sorprendentemente, sus torpes esfuerzos parecían tener éxito con su amigo.

Hawkins no escribió nada vulgar ni una sola vez; ni siquiera subrayaba el hecho de que ella era una mujer y él, un hombre. Eso carecía de importancia, decía con vehemencia. Lo único importante era que sus almas no volverían a estar solas, tan espléndidamente unidas como estaban. Era una correspondencia de alto nivel; de un nivel tan alto que Annie y Hawkins continuaron un año entero sin referirse a cosas tan prosaicas como el dinero, el trabajo, la edad, el aspecto físico, las creencias religiosas o la política. La naturaleza, el destino y los indefinibles y dulces achaques del espíritu se bastaban y se sobraban para que los dos siguieran escribiendo una y otra y otra vez.

Para Annie, el segundo invierno sin Ed no fue peor que un mayo fresco. A fin de cuentas, acababa de descubrir la amistad verdadera.

Cuando su correspondencia bajó finalmente al terreno de lo práctico, no fue por decisión de Joseph P. Hawkins, sino por Annie. Un día, ya en primavera, le estaba escribiendo como él a ella; le hablaba de los millones de tiernos retoños que se abrían, de los cantos de los pájaros, de los capullos de los árboles y de las abejas que llevaban el polen de una planta a otra cuando, repentinamente, se sintió obligada a hacer lo que Hawkins le había prohibido que hiciera.

«Por favor —le había escrito él—, no descendamos a la vulgaridad de lo que llaman “intercambiar fotos”. Ningún fotógrafo, salvo en el cielo, podría conseguir una imagen del ángel que se alza desde sus cartas y me ciega de adoración».

Sin embargo, durante aquella cálida y embriagadora noche de primavera, Annie introdujo una fotografía suya en el sobre. Se la había sacado Ed cinco años antes y, en su momento, Annie había pensado que esa mujer no se parecía nada a ella. Pero ahora, mientras la observaba antes de cerrar el sobre, descubrió algo importante que no había visto con anterioridad: una neblina de belleza espiritual que suavizaba todas las líneas severas.

Los dos días siguientes fueron de espera y de pesadilla. Se odiaba a sí misma por haber enviado la fotografía y se repetía que era la mujer más horrible de la Tierra y que había destrozado su relación con Hawkins. Después, se intentaba calmar por el procedimiento de decirse que no podía cambiar nada; que su relación era puramente espiritual; que por bella o fea que fuera, aquella imagen sería tan irrelevante como si hubiera adjuntado una hoja de papel en blanco. Pero Joseph P. Hawkins era el único que podía confirmar el efecto de la foto.

Y lo hizo. Por correo aéreo especial.

«¡Adieu, ángel luminoso!», escribió. Y Annie rompió a llorar.

Pero luego se obligó a seguir leyendo: «Frágil y etérea falsificación de mi mente, apártate. Has sido destronada por mi cálida, terrenal y vibrante novia… ¡Mi Annie tal como es! ¡Adieu, espectro! ¡Haz sitio a la vida! ¡Porque Annie vive, yo vivo y es primavera!».

Annie estaba alborozada. No había estropeado nada con la fotografía. Hawkins también había visto la bruma de belleza espiritual.

Hasta que no se sentó a escribir, no comprendió lo mucho que había cambiado su relación. Habían admitido que no eran sólo espíritu, sino también carne. Y Annie sentía un cosquilleo en la piel. Y la estilográfica, antes alada, ya no fluía. Todas las frases que se formaban en su mente le parecían tontas y ampulosas, aunque frases como ésas le hubieran parecido profundas en el pasado.

Pero entonces, la estilográfica se empezó a mover con voluntad propia. Escribió dos palabras que decían más de lo que Annie había dicho en los cientos de páginas anteriores.

—Ya voy.

Estaba ciega de amor. Gloriosamente fuera de control.

La respuesta de Hawkins, un telegrama, fue casi tan corta como la carta de Annie: «POR FAVOR, NO VENGAS. ESTOY MORTALMENTE ENFERMO».

Fue su última comunicación. Ni los telegramas ni las cartas certificadas de Annie obtuvieron respuesta de Joseph P. Hawkins. Incluso intentó poner una conferencia, pero descubrió que Hawkins no tenía teléfono.

Annie estaba destrozada. No podía pensar en nada salvo en el caballeroso y solitario hombre que se consumía sin nadie que se preocupara por él, sin nadie que se preocupara realmente, a más de mil kilómetros de la vibrante novia de su corazón.

Tras una semana agónica de silencio profundo de Hawkins, Annie salió a toda prisa de la estación de ferrocarril de Schenectady, sonrojada de amor, sofocada por su faja nueva y martirizada por sus ahorros, que crujían y arañaban bajo la parte superior de sus medias y entre sus parcos senos. Llevaba una maleta pequeña y su bolsa de hacer punto, en la que había volcado todo el contenido de su botiquín.

Nunca había visto nada remotamente parecido a las nubes de humo y al fragor metálico de Schenectady. De hecho, era la primera vez que viajaba en tren. Pero no tenía miedo; ni siquiera estaba tensa. Avanzaba adormecida por el deber y el amor, impresionantemente alta y de zancadas grandes, inclinada hacia delante de forma agresiva.

La parada de taxis estaba desierta, pero Annie preguntó a un mozo por la dirección de Hawkins y el mozo le indicó un autobús que la llevaría a su destino.

—Pregúntele al conductor por su parada —le recomendó el mozo.

Y Annie lo preguntó; cada dos minutos. Se sentó muy recta detrás del conductor, con su modesto equipaje en el regazo.

Mientras el autobús realizaba su recorrido por el laberinto de barrios bajos y fábricas ruidosas y humeantes, saltando sobre los baches y las vías férreas, Annie podía ver a Hawkins, alto, delicado, de ojos azules, delgado y pálido, apagándose poco a poco en el camastro estrecho y duro de una habitación de hostal.

—¿Ésta es mi parada?

—No, señora; aún no hemos llegado. Ya le avisaré.

Los barrios bajos y las fábricas desaparecieron, sustituidos por casitas encantadoras de jardines minúsculos, pero verdes y bien cuidados. Asomada a la ventanilla, Annie imaginó al antes fuerte y ahora pálido Hawkins en la cama de su domicilio de soltero, de habitaciones pequeñas como camarotes, mientras la enfermedad le robaba las fuerzas.

—¿Me bajo aquí?

—Aún queda mucho, señora. Ya le avisaré.

Las casitas dieron paso a casas más grandes que, a su vez, dieron paso a mansiones; las mansiones más enormes que Annie había visto.

Para entonces se había convertido en la única pasajera del autobús, y estaba sobrecogida por la nueva imagen de Hawkins, que había pasado a ser un anciano y digno caballero de cabello plateado y bigote fino que languidecía en una cama tan grande como su huerto.

—¿Éste es el barrio? —preguntó Annie con incredulidad.

—Está por aquí, en alguna parte. —El conductor redujo la velocidad y comprobó los números de las mansiones. Al llegar a la esquina siguiente, detuvo el vehículo y abrió la puerta—. Debe de ser en esta manzana. He estado buscando el número, pero no lo he visto.

—Puede que sea en la manzana siguiente —declaró Annie, que también había estado mirando los números de las mansiones, pero ella con el corazón en un puño, mientras se acercaban más y más al número que tan bien conocía.

—No, tiene que ser en ésta. Más allá no hay nada salvo un cementerio que ocupa seis manzanas enteras.

Annie bajó a la tranquila y sombreada calle.

—Muchísimas gracias —dijo.

—No hay de qué —dijo el conductor. Hizo ademán de cerrar la puerta, pero dudó—. ¿Sabe cuánta gente está muerta en ese cementerio?

—No. Soy nueva en la ciudad —respondió Annie.

—Todos —sentenció, triunfante, el conductor.

La puerta se cerró con un golpe seco y el autobús se alejó retumbando.

Una hora después, Annie había llamado a todos los timbres y había recibido un ladrido de todos los perros de la manzana.

Nadie sabía nada de Joseph P. Hawkins. Todos coincidían en que, si aquella dirección existía realmente, debía ser una tumba del cementerio.

Desolada y con sus grandes pies torturados por el dolor, Annie continuó a duras penas por la hierba que crecía junto a la verja de hierro forjado del cementerio. Los ángeles de piedra eran los únicos que le devolvían su mirada ansiosa y llena de perplejidad.

Por fin, llegó al arco de piedra de la entrada y se sentó sobre la maleta, derrotada, a esperar el autobús siguiente.

—¿Busca a alguien? —preguntó una voz áspera a sus espaldas.

Annie se giró y vio a un enano viejo bajo el arco del cementerio. Tenía un ojo ciego y blanco como un huevo cocido y la pupila del otro, brillante y astuto, vagaba de un lado a otro sin descanso. Cargaba una pala con restos de tierra fresca.

—Yo… estoy buscando al señor Hawkins —respondió Annie—. Al señor Joseph P. Hawkins. —Se levantó e intentó disimular su horror.

—¿Por algún asunto del cementerio?

—¿Es que trabaja aquí?

—Trabajaba —contestó el enano—. Ha muerto.

—¡No!

—Sí —dijo el enano sin emoción alguna—. Lo he enterrado esta mañana.

Annie descendió hasta que se volvió a quedar sentada sobre la maleta y rompió a llorar, suavemente.

—Tarde, demasiado tarde —añadió.

—¿Era amigo suyo?

—El mejor amigo que jamás haya tenido una mujer —declaró Annie con voz rota y llena de pasión—. ¿Lo conocía?

—No. Se limitaron a encargarme el trabajo cuando enfermó —dijo— pero, por lo que he oído, era todo un caballero.

—Lo era, lo era —afirmó Annie. Miró al viejo y contempló la pala con inquietud—. Dígame una cosa, por favor… no trabajaba como sepulturero, ¿verdad?

—No. Era diseñador de jardines y conservador de monumentos.

—Ah —dijo Annie, que sonrió entre las lágrimas—. Me alegro tanto… —continuó, sacudiendo la cabeza—. Pero es tarde, demasiado tarde. ¿Qué voy a hacer ahora?

—Tengo entendido que le gustaban mucho las flores.

—Sí. Decía que eran amigas que siempre volvían y que no le decepcionaban nunca. ¿Dónde podría comprar un ramo?

—Bueno, se supone que va contra la ley, pero podría coger unas cuantas flores de azafrán de las que crecen junto a la puerta… siempre que no la vea nadie, por supuesto. Y encontrará violetas al fondo, junto a su casa.

—¿Su casa? ¿Dónde está su casa?

El viejo señaló un edificio de piedra, bajo, pequeño y cubierto de hiedra, que se alzaba en el interior del cementerio.

—Oh, pobre hombre… —dijo Annie.

—No es tan terrible. Ahora es mi domicilio —explicó el viejo—. Vamos. Cuando coja las flores, la llevaré a su tumba en la camioneta. Está lejos y se perdería si fuera sola. Se encuentra en la parte nueva que acabamos de abrir… de hecho, es la primera tumba de esa parte.

La pequeña camioneta del cementerio siguió las tiras de asfalto que atravesaban el tranquilo y frío bosque de mármol. El asiento estaba echado hacia delante para que al enano le llegaran los pies a los pedales, así que las largas piernas de Annie se encontraban dolorosamente apretujadas contra el salpicadero. En su regazo, llevaba un ramo de violetas y flores de azahar.

Ninguno de los dos habló. Annie no soportaba la idea de mirar a su acompañante ni sabía qué decir; y en cuanto a él, no parecía particularmente interesado en ella: se limitaba a realizar una tarea rutinaria y tediosa.

Por fin, llegaron a una puerta de hierro cerrada tras la que se veían dos surcos embarrados que desaparecían en un bosque.

El viejo abrió la puerta. Metió una marcha corta e introdujo la camioneta en la penumbra del bosque, con arbustos y ramas arañando la carrocería.

Annie gimió. Por delante de ellos se abrió un claro tranquilo; y allí, al sol, estaba la tumba.

—La lápida no ha llegado todavía —explicó el enano.

—Joseph, Joseph —susurró Annie—. Ya estoy aquí.

El enano detuvo la camioneta, cojeó hasta la portezuela del lado de Annie y la abrió en un gesto de cortesía. Luego, por primera vez desde su encuentro, le dedicó una sonrisa. Tenía una dentadura postiza y cadavérica, muy blanca.

—¿Podría dejarme a solas con él? —preguntó Annie.

—Esperaré aquí.

Annie dejó las flores en la tumba y se sentó al lado. Estuvo así una hora, repitiéndose a sí misma todas las cosas tiernas y maravillosas que Joseph le había escrito.

La cadena de sus pensamientos se habría alargado durante horas si el hombrecillo no la hubiera roto con un carraspeo.

—Deberíamos irnos —dijo—. El sol se ocultará dentro de poco.

—Dejarlo aquí, solo, me rompe el corazón.

—Puede volver en otro momento.

—Sí —dijo Annie—. Volveré.

—¿Qué clase de hombre era?

—¿Qué clase? —Annie se puso en pie—. No nos vimos nunca. Sólo nos escribíamos. Pero era un buen hombre, un hombre muy bueno.

—¿Por qué le parecía tan bueno?

—Porque logró que me sintiera bella —respondió—. Ahora sé lo que eso significa.

—¿Sabe qué aspecto tenía?

—No, no exactamente.

—Según tengo entendido, era alto y de hombros anchos. Tenía pelo rizado y ojos azules —afirmó—. ¿Se corresponde con la imagen que tenía de él?

—¡Oh, sí! —dijo Annie, llena de felicidad—. Era justo como lo imaginaba. Sabía que sería así.

El sol se estaba ocultando cuando el gnomo de un solo ojo regresó al cementerio en la camioneta, después de haber llevado a Annie a la estación y de haberle advertido contra los desconocidos. Las lápidas proyectaban sombras largas a su paso durante el camino de vuelta hasta la solitaria y poética tumba del bosque.

Al llegar, alcanzó el ramo de flores de Annie y suspiró. Después, volvió a la casa de piedra, puso agua en un jarrón y dejó las flores en su mesa de trabajo.

Las noches de principios de primavera eran húmedas, así que avivó el fuego del hogar. Se sirvió un café, se sentó y se inclinó hacia delante para poder oler las flores de Annie mientras redactaba una carta.

«Querida señora Draper —escribió—, es extraño que usted, mi alma gemela, mi mejor amiga, se encuentre en una granja de pollos de la Columbia británica, una tierra preciosa que, probablemente, no llegaré a conocer. A pesar de lo que afirma sobre ese lugar, debe de ser muy bello; a fin de cuentas, ¿no la creó a usted? Por favor, por favor, por favor —continuó, gruñendo mientras subrayaba los tres por favores— no descendamos a la vulgaridad de lo que llaman “intercambiar fotos”. Ningún fotógrafo, salvo en el cielo, podría conseguir una imagen del ángel que se alza desde sus cartas y me ciega de adoración».