Si Fred Hackleman y las Navidades se hubieran podido evitar, se habrían evitado. Fred era un soltero, un director de periódico, un genio de la prensa, y yo había trabajado para él como reportero durante tres años insufribles. Hasta donde yo sabía, él y el espíritu de las Navidades tenían tan poco en común como un gato de granja y la Audubon Society.
Y Fred era como un gato de granja en muchos sentidos. Era solitario, engañosamente perezoso y displicente y rápido con las uñas afiladas por su autoridad e ingenio.
Tenía cuarenta y tantos años cuando trabajé para él, y al parecer le había perdido el respeto no sólo a las Navidades sino también al Gobierno, al matrimonio, a los negocios, al patriotismo y prácticamente a cualquier otra institución que se pueda mencionar. Las entradillas escuetas, la buena ortografía, la exactitud y la rapidez a la hora de informar sobre la estupidez de la especie humana eran los únicos ideales a los que apeló alguna vez en mi presencia.
Sólo recuerdo unas Navidades durante las que irradió, aunque débilmente, algo parecido a dicha y buena voluntad. Pero fue una coincidencia. Alguien se había fugado de una cárcel el 25 de diciembre.
Recuerdo otras Navidades en las que hizo llorar a una redactora con sus críticas porque había escrito en un reportaje que un hombre había muerto después de haber sido atropellado por un tren de mercancías.
—¿Acaso se levantó, se quitó el polvo, soltó una risita y siguió hacia donde fuera antes de ese pequeño malentendido con la locomotora? —quiso saber Hackleman.
—No. —La redactora se mordió el labio—. Murió y…
—¿Y por qué no lo has escrito así? Murió. Murió cuando la locomotora y sus tiernos cincuenta y ocho vagones cargados, incluido el furgón de cola, le pasaron por encima. Creo que se lo podemos decir a nuestros lectores sin temor a equivocarnos. Sería periodismo de primera categoría… El hombre murió. ¿O es que fue al cielo? ¿Fue allí donde murió?
—Yo… no lo sé.
—Pues en tu texto se afirma que lo sabemos. ¿El reportero ha dicho que tenga información contrastada que indique que el muerto está en el cielo o de camino a él? ¿Has hablado con el sacerdote de la víctima para ver si tiene un fantasma o la posibilidad de conseguirlo?
La chica rompió a llorar.
—¡Espero que esté en el cielo! —exclamó, furiosa—. ¡Intentaba decir que espero que lo esté! ¡Y no lo lamento! —Se alejó, se sonó la nariz y se detuvo en la puerta para lanzar una mirada asesina a Hackleman—. ¡Porque es Navidad! —gritó. Y dejó el mundo del periodismo para siempre.
—¿Navidad? —preguntó Hackleman. Parecía desconcertado. Miró a su alrededor como esperando que alguien le explicara el significado de la extraña palabra—. Navidad —repitió. Se acercó al calendario de la pared y pasó el dedo por las fechas hasta llegar al veinticinco—. Ah… es el que está marcado en rojo. Hum.
Pero las Navidades que mejor recuerdo fueron las últimas que pasé con él. Los días del gran delito, del robo que Hackleman proclamó, frotándose las manos, el delito más infame de la historia de la ciudad.
Debía de ser alrededor del 1 de diciembre cuando le oí decir, mientras consultaba su correo de la mañana: «¡Maldición! ¿Cuánta gloria puede caer sobre un hombre en una vida tan corta?».
Me llamó a su mesa y siguió hablando.
—No es justo que yo sea el único que disfrute de todos los honores que se vierten cada día sobre esta redacción. Esos honores os corresponden realmente a vosotros, los recios trabajadores.
—Eres muy amable —dije con incertidumbre.
—Así que, en lugar del aumento que indudablemente mereces, te voy a convertir en mi ayudante.
—¿Ayudante del director?
—Mejor que eso. Amigo mío, te acabas de convertir en el nuevo ayudante del director de publicidad del Annual Christmas Outdoor Lighting Contest. Seguro que pensabas que no me había dado cuenta del brillante y desinteresado trabajo que has estado haciendo para el periódico, ¿verdad? —Me estrechó la mano—. Pues bien, aquí tienes tu premio. Felicidades.
—Gracias. ¿Qué tengo que hacer?
—Los ejecutivos mueren jóvenes porque no saben delegar su autoridad —afirmó Hackleman—. Esto añadirá veinte años a mi esperanza de vida, porque por la presente delego en ti toda mi autoridad como director publicitario, cargo que la Cámara de Comercio me acaba de ofrecer. Las puertas de la oportunidad se te han abierto de par en par. Si tu publicidad consigue que el Annual Christmas Outdoor Lighting Contest sea el mejor y más brillante que se ha visto, no habrá altura en el mundo del periodismo que no puedas alcanzar. Además, ¿dónde está escrito que no puedas llegar a ser el próximo director publicitario de la National Raisin Week?
—Me temo que no estoy muy familiarizado con esa expresión artística en particular —dije yo.
—No hay mucho que contar. El Annual Christmas Outdoor Lighting Contest es un concurso donde los participantes cuelgan luces de colores en las fachadas de sus casas. El tipo cuyo contador eléctrico gire más deprisa, gana —explicó—. Esas van a ser tus Navidades.
Como diligente ayudante del director de publicidad, me puse al día con la historia del concurso y descubrí que se había celebrado todos los años, exceptuados los de la guerra, desde 1938. El primer ganador se llevó el premio con un Papá Noel de dos pisos de altura, decorado con luces en la fachada de su casa. El ganador siguiente se lo llevó con dos campanillas gigantescas de contrachapado, decoradas con luces y colgadas del alero de la casa, donde oscilaban de un lado a otro mientras un altavoz escondido entre los arbustos hacía ding dong.
Y la cosa siguió así. Cada ganador mejoraba al ganador del año anterior, hasta que ningún participante tuvo la menor esperanza de ganar si no contaba con la ayuda de un técnico en electricidad y con la complicidad de la Compañía Eléctrica, cuyos equipos se acercaban peligrosamente a la sobrecarga durante la noche del certamen, la Nochebuena.
Como ya he dicho, Hackleman no quería saber nada al respecto. Pero desgraciadamente para él, el editor del periódico acababa de ser nombrado presidente de la Cámara de Comercio, y se molestó al saber que uno de sus empleados se hacía el longui con un deber cívico.
El editor pasaba muy poco por la redacción, pero sus visitas siempre eran memorables. Sobre todo, la visita que hizo dos semanas antes de Navidad para educar a Hackleman sobre su doble papel en la comunidad.
—Hackleman —dijo—, los hombres de esta plantilla no son periodistas únicamente; también son ciudadanos activos.
—Yo voto —dijo Hackleman—. Pago mis impuestos.
—Y nada más —afirmó el editor en tono de reproche—. Eres director desde hace diez años, y durante diez años te has dedicado a evitar las responsabilidades cívicas que recaen sobre un hombre de tu posición y a endilgárselas al reportero que tuvieras más cerca. —El editor me señaló a mí—. Enviar a chicos como éste a hacer un trabajo que la mayoría de los ciudadanos consideraría un honor es una bofetada en la cara de la comunidad.
—No tengo tiempo —dijo Hackleman, resentido.
—Pues busca el tiempo. Nadie te pide que pases dieciocho horas al día en la redacción. Eso es cosa tuya. No es necesario. Sal de vez en cuando con tus colegas, Hackleman; sobre todo en esta época. Es Navidad, hombre. Encárgate de ese concurso y…
—¿Y a mí qué me importa la Navidad? —exclamó Hackleman—. No soy un hombre religioso ni un hombre de familia. Además, el ponche de huevo me produce gastritis. Al cuerno con las Navidades.
El editor se quedó de piedra.
—¿Al cuerno con las Navidades? —repitió el editor, con voz quebrada.
—Por supuesto que sí.
—Hackleman, te ordeno que formes parte de la organización del concurso —declaró, sin alterarse—. Imprégnate del espíritu navideño. Te hará bien.
—Dimito —anunció Hackleman—. Y no creo que mi dimisión te haga ningún bien a ti.
Hackleman tenía razón. Su dimisión no le hizo ningún bien al periódico. Fue un desastre porque, durante muchos años, él había sido el periódico.
Sin embargo, en la dirección ejecutiva no hubo gemidos ni golpes de pecho; sólo una añoranza paciente y tranquila. Hackleman ya había dimitido antes, pero no podía estar más de veinticuatro horas lejos del periódico. El periódico era su vida. En su caso, hablar de dimisión era como si una trucha hablara de abandonar un río de montaña para conseguir un empleo de dependiente en un todo a cien.
Batiendo un nuevo récord de incomparecencia en el periódico, Hackleman volvió a su mesa veintisiete horas después de dimitir. Estaba ligeramente borracho y se portó de forma hosca, sin mirar a nadie a los ojos.
Cuando pasé silenciosa y respetuosamente por delante de su mesa, me dijo algo en voz baja.
—¿Cómo? —pregunté.
—Feliz Navidad, he dicho.
—Igualmente.
—Bueno, ya no falta mucho para que el viejo descerebrado de la larga barba blanca aparezca tintineando en los tejados de las casas con regalos para todos, ¿verdad?
—No, supongo que no.
—Un hombre que fustiga a unos renos pequeñitos es capaz de cualquier cosa —dijo Hackleman.
—Sí, supongo que sí.
—Anda, chico, ponme al día. ¿De qué diablos va eso del concurso?
El comité que supuestamente dirigía el concurso estaba desequilibrado por la presencia de famosos tan importantes y tan ocupados que no podían dedicar ni un segundo al concurso: el alcalde, el presidente de una gran empresa industrial y el director de la Real Estate Board. Hackleman me mantuvo en calidad de ayudante, y todo el trabajo preparatorio recayó sobre nosotros y sobre algunos don nadie de la Cámara de Comercio.
Todas las noches salíamos a ver los proyectos de los participantes, y había miles. Intentábamos redactar una lista con los treinta mejores para que el comité eligiera al ganador en Nochebuena. Los subordinados de la Cámara de Comercio exploraban el sur de la ciudad mientras Hackleman y yo explorábamos el norte.
Tendría que haber sido agradable. El clima era fresco, pero no glacial; las estrellas se veían todas las noches, brillantes, intensas y frías contra un cielo negro de terciopelo. Las calles estaban limpias de nieve, pero ésta se acumulaba en los jardines y en los tejados, logrando que el mundo entero pareciera puro y mullido, y en la radio de nuestro coche sonaban villancicos.
Sin embargo, no fue agradable porque Hackleman hablaba casi todo el tiempo para censurar amargamente las Navidades.
En cierta ocasión, yo estaba oyendo una emisora con un coro de niños que interpretaba Noche de paz y me sentía tan cercano al cielo como podía sentirme sin ser virtuoso y estar muerto. De repente, Hackleman cambió la emisora y el coche se llenó con el estruendo de una banda de jazz.
—¿Por qué has hecho eso? —pregunté.
—Porque ponen ese villancico hasta en la sopa —dijo Hackleman, irritado—. Esta noche ya lo hemos oído ocho veces. Venden las Navidades como si fueran cigarrillos, machacando y machacando con la misma frase una y otra vez. Estoy de Navidades hasta la coronilla.
—No las venden; es que están contentos —dije.
—Eso sólo es otra forma de publicidad de grandes almacenes.
Yo giré el dial para volver a la emisora con el coro de niños.
—Si no te importa, me gustaría oírlo hasta el final. Luego puedes cambiar otra vez.
«Y la estreeella de paaaaz», chillaron las pequeñas y dulces voces. Y después, llegaron los anuncios: «Este interludio de quince minutos con sus villancicos preferidos ha llegado a ustedes por cortesía de los grandes almacenes Bullard Brothers, que permanecerán abiertos hasta las diez en punto todas las noches a excepción del domingo. No dejen sus compras de Navidad para el último momento. Ahórrense las prisas».
—¿Lo ves? —dijo Hackleman, triunfante.
—Eso es secundario —alegué—. Lo importante es que el Señor nació en Navidad.
—Te equivocas de nuevo. Nadie sabe cuándo nació. En la Biblia no se dice nada al respecto. Ni una sola palabra.
—Tú eres la última persona a la que acudiría si quisiera la opinión de un experto sobre la Biblia —declaré, indignado.
—Me la aprendí de memoria cuando era niño. Todas las noches tenía que aprender un versículo nuevo. Si fallaba en una sola palabra, mi viejo me daba una buena azotaina.
—¿Qué?
El giro de los acontecimientos no podía ser más inesperado. Inesperado porque parte del carisma de Hackleman descansaba en su discreción, en el hecho de que jamás hablara de su pasado ni de lo que hacía o pensaba cuando no estaba en el trabajo.
Ahora estaba hablando de su infancia. Por primera vez, me estaba mostrando una emoción más profunda que la impaciencia y la ironía.
—Durante diez años, no me perdí ni uno de los seminarios dominicales. Tanto si me encontraba bien como si me encontraba mal, tanto si llovía como si hacía buen tiempo, yo estaba allí.
—Eras todo un devoto, ¿eh?
—No, es que tenía pánico al cinturón de mi viejo.
—¿Sigue vivo? Me refiero a tu padre…
—No lo sé —respondió Hackleman sin interés—. Me escapé a los quince años y no volví nunca.
—¿Y tu madre?
—Murió cuando yo era una criatura de un año.
—Lo siento.
—¿Quién narices te ha pedido que lo sientas?
Nos detuvimos delante de la última casa que pensábamos visitar aquella noche. Era una mansión de color rosa asalmonado con una verja de picas, flamencos de hierro y cinco antenas de televisión que unían en el mismo monstruo los peores rasgos de la arquitectura latinoamericana, de la electrónica y de los nuevos ricos. No vimos nada con luces navideñas; sólo vimos las luces normales del interior de la casa.
Llamamos a la puerta para asegurarnos de estar en el lugar correcto. Un mayordomo nos dijo que efectivamente tenían decoración navideña, pero que estaba al otro lado de la casa y que no podía encender las luces sin el permiso de su señor.
Momentos después, apareció su señor. Era un hombre gordo, peludo y con dos incisivos superiores prominentes. Parecía una marmota embutida en una bata carmesí.
—Señor Fleetwood —dijo el mayordomo a su señor—, estos caballeros…
El señor alzó una mano para acallar al mayordomo.
—¿Qué tal estás, Hackleman? Es un poco tarde para recibir visitas, pero mi casa siempre está abierta a los viejos amigos.
—Gribbon —dijo Hackleman, sin poder creerlo—. Leu Gribbon… ¿Desde cuándo vives aquí?
—Ahora me apellido Fleetwood, Hackleman… J. Sprague Fleetwood, y es estrictamente legal. La última vez que nos vimos estaba metido en un lío, pero esta vez no lo estoy. Salí hace un año y he estado viviendo tranquila y decentemente.
—¿Gribbon Perro Loco salió hace un año de la cárcel y yo no me he enterado? —preguntó Hackleman.
—A mí no me mires —me defendí—. Yo llevo las noticias de educación y las del departamento de bomberos.
—Ya he pagado mi deuda con la sociedad —afirmó Gribbon.
Hackleman jugueteó con la visera del casco de una armadura que custodiaba la entrada a un salón aristocrático.
—A mí me parece que has pagado tu deuda con la sociedad a razón de dos centavos por dólar —dijo.
—Inversiones —declaró Gribbon—. Inversiones legítimas en bolsa.
—¿Cómo se las arregló tu corredor para quitarle la sangre a los billetes y averiguar de qué valor eran? —preguntó Hackleman.
—Hackleman, si vas a abusar de mi hospitalidad con tu mala educación, tendré que echarte —dijo Gribbon—. ¿A qué has venido?
—Desean ver la iluminación navideña, señor —intervino el mayordomo.
Hackleman pareció avergonzado tras oír el anuncio de nuestra misión.
—Es verdad —masculló—. Formamos parte de un estúpido comité.
—Creía que el premio se adjudicaba en Nochebuena —comentó Gribbon—. No tenía intención de encenderlas hasta entonces… iba a ser una sorpresa agradable para la comunidad.
—¿Has instalado un generador de gas mostaza? —ironizó Hackleman.
—Ya vale, tipo listo —protestó Gribbon con altivez—. Esta noche vas a ver la clase de ciudadano que es J. Sprague Fleetwood.
El jardín nevado de J. Sprague Fleetwood, alias Gribbon Perro Loco, resultó ser un mundo de formas vagas y sombras azules. Era medianoche y Hackleman y yo dimos pisotones y nos soplamos las manos para mantener el calor, mientras Gribbon y tres criados corrían de un lado a otro y se dedicaban a ajustar empalmes eléctricos y a manipular destornilladores y botes de aceite sobre lo que parecían ser estatuas.
Gribbon insistió en que nos mantuviéramos lejos para tener una visión de conjunto, fuera lo que fuera lo que iba a encender. No teníamos ni idea de lo que íbamos a ver, pero estábamos especialmente extrañados por lo que el mayordomo estaba haciendo: hinchar un globo atmosférico enorme con una bombona de gas.
El globo se alzó majestuosamente, cautivo al final de un cable, cuando el mayordomo cerró la llave.
—¿Para qué será eso? —susurré a Hackleman.
—Para pedirle a Dios las instrucciones finales —dijo Hackleman.
—¿Por qué estuvo en la cárcel?
—Llevó las cuentas del ayuntamiento durante una temporada y ordenó el asesinato de unas veinte personas para mantener la concesión. Lo condenaron a cinco años por no pagar el impuesto sobre la renta.
—¿Ya están las luces? —gritó Gribbon, de pie en el porche, con los brazos alzados, dirigiendo un milagro.
—Ya están —respondió una voz entre los arbustos.
—¿Y el sonido?
—También, señor.
—¿Y el globo?
—En alto, señor.
—¡Pues vamos allá!
En las copas de los árboles, chillaron demonios.
Estallaron soles.
Hackleman y yo nos asustamos y, de forma instintiva, nos cubrimos la cara con los brazos.
Lenta y temerosamente, abrimos los ojos y vimos que ante nosotros se extendía un belén de tamaño natural con luces tan chillonas como chabacanas. Los altavoces escupían villancicos ensordecedores por todas partes. Y por todas partes había reses y ovejas de escayola que meneaban la cabeza mientras unos pastores subían y bajaban el brazo derecho, como la barrera de un paso a nivel, para apuntar al cielo.
José y la Virgen María miraban cariñosamente a Jesús, tumbado en el pesebre. Unos ángeles mecánicos batían las alas y unos Reyes Magos mecánicos hacían y deshacían reverencias como pistones.
—¡Mira! —La voz de Hackleman se alzó por encima del barullo. Señalaba el mismo lugar que los pastores; el lugar por donde el globo había desaparecido en la noche.
Sobre el palacio rosa salmón de Gribbon Perro Loco, colgando de un globo de gas en el cielo de las Navidades, brillaba una imitación de la estrella de Belén.
De repente, todo volvió a la oscuridad y al silencio anterior.
Mi mente estaba embotada. Hackleman miraba estupefacto y mudo de asombro el lugar donde había estado la estrella.
Gribbon se acercó al trote.
—¿Hay algo en la ciudad que esté a la altura de esto? —preguntó, orgulloso, entre jadeos.
—No —respondió Hackleman, fúnebre.
—¿Crees que ganaré?
—Sí —susurró Hackleman—. A menos que alguien provoque una explosión nuclear y el hongo atómico tenga la forma de Rodolfo, el reno de la nariz roja.
—La gente vendrá de todas partes a verlo —afirmó Gribbon—. Sólo tienes que decir en el periódico que sigan a la estrella.
—Mira, Gribbon… —dijo Hackleman—. Sabes que no se concede ningún premio en metálico, ¿verdad? Sólo dan un diplomita asqueroso que no valdrá más de un dólar.
Gribbon pareció ofendido.
—Por supuesto que lo sé. Esto es un servicio público, Hackleman.
Hackleman gruñó.
—Vámonos, chico. Ya hemos trabajado bastante por hoy.
Fue todo un descanso. Faltaba una semana para que el jurado se reuniera y ya habíamos encontrado al ganador indiscutible del concurso.
Eso significaba que, en lugar de recorrer la ciudad durante horas, intentando decidir quién era el mejor entre más o menos veinte candidatos igualmente buenos, los jueces y los ayudantes como yo podríamos pasar casi toda la Nochebuena en compañía de nuestras familias. Ahora sólo tendríamos que conducir hasta la mansión de Gribbon, dejarnos cegar y ensordecer, estrechar su mano, entregarle el diploma y volver a casa a tiempo de decorar el árbol, llenar los calcetines y tomarnos varias rondas de ponche de huevo.
Mientras el concepto de las Navidades convertía a la neurótica plantilla de Hackleman en un grupo de sentimentales y delicados, mientras se extendía el estrambótico rumor de que el director del periódico tenía un corazón de oro, Hackleman se comportaba como siempre en esas fechas y declaraba que iban a rodar cabezas porque Gribbon Perro Loco había salido un año antes de la cárcel y ningún reportero se había enterado.
—Dios mío, tendré que volver a la calle —dijo—. O el periódico se hundirá por falta de noticias. —Y de no haber sido por las noticias de teletipos, el periódico habría corrido exactamente esa suerte durante los dos días posteriores. Porque Hackleman envío a casi toda la plantilla a averiguar qué tramaba Gribbon.
Hackleman nos tenía locos, pero no pudimos encontrar ni el menor indicio de trapicheos en la vida de Gribbon desde que salió de la cárcel. La única conclusión a la que podíamos llegar era que el delito salía tan rentable que Gribbon se podía jubilar a los cuarenta y pocos años y vivir lujosa y legalmente hasta el fin de sus días.
—Su dinero procede realmente de acciones y obligaciones —le dije, agotado, al final del segundo día—. Paga sus impuestos como un buen chico y no ve nunca a sus viejos amigos.
—Está bien, está bien, está bien —dijo Hackleman con irritación—. Olvídalo. No importa.
Jamás le había visto tan nervioso. Daba golpecitos en la mesa con los dedos y se sobresaltaba con cualquier ruido inesperado.
—¿Tienes algo concreto contra él? —pregunté. No era normal que Hackleman persiguiera a nadie con tanto celo. Nunca parecía haberle importado que el delito triunfara sobre la justicia o viceversa. Normalmente, sólo le importaban las historias buenas que surgían de un conflicto—. Al fin y al cabo, ese tipo lleva una vida realmente recta.
—Olvídalo —repitió.
De repente, Hackleman partió un lapicero en dos, se levantó y se marchó a toda prisa varias horas antes de su hora habitual.
El día siguiente era mi día libre. Habría dormido hasta las doce, pero un repartidor de periódicos se puso a vender una edición extra debajo de mi ventana. El titular era enorme, negro y de una sola palabra: ¡RAPTADOS!
En la nota inferior se afirmaba que al señor J. Sprague Fleetwood le habían robado las imágenes de escayola de Jesús, María y José y que su dueño ofrecía una recompensa de mil dólares por cualquier información que sirviera para recuperarlas antes de Nochebuena, cuando se eligiera al vencedor del Annual Christmas Outdoor Lighting Contest.
Hackleman me llamó pocos minutos después. Yo debía ir inmediatamente al periódico para ayudar a seguir la ingente cantidad de pistas que estaban llegando.
La policía se quejó de que, si efectivamente había pistas, las hordas de investigadores aficionados las habrían destruido. Pero la policía no recibió presión alguna para resolver el robo. Cuando llegó la noche, la búsqueda se había convertido en una moda jubilosa a la que nadie escapaba y de la que nadie quería escapar. Y era una búsqueda para la gente, no para la policía.
La muchedumbre iba de puerta en puerta, preguntando si alguien había visto al niño Jesús.
En los cines se proyectaban películas ante butacas vacías, y en un programa de concursos de una radio local se declaró con voz lastimera que nadie estaba en casa por las noches para contestar al teléfono.
Miles de personas se empeñaron en registrar las únicas caballerizas de la ciudad, cuyo dueño hizo una pequeña fortuna vendiendo rosquillas y chocolate caliente. Los emprendedores dueños de cierto hotel pagaron un anuncio a toda página donde se afirmaba que, si alguien encontraba a Jesús, María y José, ellos se encargarían de darles alojamiento.
La búsqueda era la noticia principal en todas las portadas de los periódicos, y todas las ediciones se agotaban.
Hackleman seguía tan sarcástico, tan cínico y tan eficaz como siempre.
—Es un milagro —le dije—. Al coger esa historia sin importancia y hacerla grande, has conseguido que la Navidad cobre vida.
Hackleman se encogió de hombros con apatía.
—Simplemente, se ha presentado cuando andábamos cortos de noticias. Si surge algo mejor, y espero que surja, dejaré ese asunto de inmediato. Ya es hora de algún tipo se vuelva loco y entre con una automática en un jardín de infancia, ¿no te parece?
—Siento haber abierto la boca.
—¿Ya te he felicitado las Saturnales?
—¿Las Saturnales?
—Sí… una antigua y terrible festividad pagana que se celebraba a finales de diciembre. Los romanos cerraban los colegios, comían y bebían en cantidades absurdas, afirmaban amar a todo el mundo y se hacían regalos los unos a los otros. —Hackleman contestó una llamada telefónica—. No, señora, todavía no hemos encontrado al culpable. Sí, señora, habrá una edición extra si aparece. Sí, señora, las caballerizas ya se han registrado a fondo. Gracias. Adiós.
La búsqueda fue más una fiesta espontánea y juguetona que una cacería concienzuda de las figuras perdidas. Siendo realistas, los miembros de las partidas no tenían ni la menor oportunidad. Hacían mucho ruido y sólo iban a los lugares que les resultaban agradables o interesantes. Al ladrón, que al parecer era un chiflado, no le habría costado mantener oculto su peculiar botín.
Pero los miembros de las partidas se habían empapado tanto con la alegoría de lo que estaban haciendo que surgió una potente esperanza de la nada, sin ayuda alguna de la prensa: todo el mundo estaba convencido de que la Sagrada Familia aparecería en Nochebuena.
Pero cuando llegó la Nochebuena, la única estrella nueva que brillaba en el cielo de la ciudad era la de las luces de quinientos vatios que colgaba de un globo sobre la mansión de Sprague Fleetwood, alias Gribbon Perro Loco, la víctima del hurto.
El alcalde, el presidente de la gran empresa industrial y el director de la Real Estate Board viajaron en el asiento trasero de la limusina del alcalde mientras a Hackleman y a mí nos tocaron los asientos plegables que estaban frente a ellos. Íbamos a entregar el diploma de ganador a Gribbon, que había sustituido las figuras robadas por unas nuevas.
—¿Tengo que girar en esta calle? —preguntó el chófer.
—Siga la estrella —contesté yo.
—Sólo es un maldito artefacto eléctrico que cualquiera podría colgar sobre su casa si tuviera el dinero necesario —intervino Hackleman.
—Pues siga el maldito artefacto eléctrico —dije yo.
Gribbon nos estaba esperando. Se había puesto un smoking y abrió la puerta en persona.
—Caballeros… Feliz Navidad. —Con la mirada baja y las manos cruzadas beatamente sobre su redondo estómago, nos llevó por un camino delimitado con cuerdas que daba la vuelta al belén y terminaba en la calle. Sobrepasó la esquina de la mansión y se detuvo a poca distancia del punto desde el que podríamos contemplar el espectáculo—. Me gusta pensar que es un santuario, con gentes que vienen de muchos kilómetros a la redonda, siguiendo la estrella. —Se echó a un lado y nos hizo una seña para que siguiéramos adelante.
Y la asombrosa escena nos volvió a dejar pasmados. Era como una clase haciendo ejercicios de calistenia al aire libre, con figuras inexpresivas que se inclinaban, agitaban los brazos y batían las alas.
—El cielo de un gánster —susurró Hackleman.
—Oh, Dios mío —dijo el alcalde.
El director de la Real Estate Board parecía horrorizado, pero carraspeó y adoptó un tono animoso:
—Esto sí que es un espectáculo —dijo, aferrándose obstinadamente a su integridad.
—¿De dónde has sacado las figuras nuevas? —preguntó Hackleman.
—Las compré al por mayor en un almacén de suministros para el hogar —contestó Gribbon.
—Menuda proeza técnica… —dijo el industrial.
—He necesitado cuatro electricistas —declaró Gribbon, orgulloso—. Gracias a Dios, el que me levantó las figuras dejó las aureolas de neón. Están conectadas… si creen que quedaría mejor, puedo hacer que parpadeen.
—No, no, no ricemos el rizo —intervino el alcalde.
—Entonces… ¿he ganado? —preguntó Gribbon, educadamente.
—¿Cómo? —preguntó el alcalde—. Ah, que si ha ganado… Bueno, es evidente que tendremos que deliberar. Se lo haremos saber esta noche.
Como a nadie se le ocurrió nada que añadir, nos dirigimos de vuelta a la limusina.
—Treinta y dos motores eléctricos, tres kilómetros de cables y novecientas setenta y seis bombillas, sin contar los neones —dijo Gribbon mientras nos alejábamos.
—Pensaba que le íbamos a dar el diploma sin más —comentó el hombre de la Real Estate Board—. Ése era el plan, ¿no?
—Sí, pero no he sido capaz de dárselo —respondió el alcalde, con un suspiro—. He pensado que antes podríamos detenemos en algún sitio y tomar una copa.
—Es obvio que ha ganado el concurso —declaró el industrial—. No nos atreveríamos a concederle el premio a otra persona. Ha ganado por fuerza bruta… dólares brutos y kilovatios brutos, por muy mal gusto que tenga.
—Aún tenemos que hacer otra visita —dijo Hackleman.
—Creí entender que era una expedición de una sola parada —dijo el industrial—. Creí que estábamos de acuerdo en eso.
Hackleman sacó una tarjeta y dijo:
—Bueno, sólo es por cubrir el expediente. El plazo oficial de candidaturas terminaba al mediodía de hoy. Esto llegó por correo urgente apenas dos segundos antes de que el plazo se cumpliera, y no hemos tenido ocasión de ir a verlo.
—Seguro que no está a la altura de lo de Fleetwood. ¿Cómo podría? —se preguntó el alcalde—. ¿Dónde es?
Hackleman se lo dijo.
—Es un barrio pobre de las afueras de la ciudad —comentó el director de la Real Estate Board—. No será competencia para nuestro amigo Fleetwood.
—Olvidémoslo —propuso el industrial—. Yo tengo invitados en casa y…
—Sería un error en términos de relaciones públicas —declaró Hackleman, muy serio. Oír aquellas palabras de su boca, pronunciadas con respeto, fue toda una sorpresa para mí. En cierta ocasión, había dicho que las tres formas de vida más repelentes eran las ratas, las sanguijuelas y los relaciones públicas, en orden inverso.
Sin embargo, aquellas palabras causaron impresión e inquietud a los tres hombres importantes del asiento trasero. Hablaron entre dientes y se movieron con nerviosismo, pero no encontraron el valor necesario para oponerse.
—Hagámoslo deprisa —dijo el alcalde. Hackleman le dio la tarjeta al chófer.
Al detenernos en un semáforo, nos quedamos en paralelo con un grupo de alegres buscadores que se dirigieron a nosotros y nos preguntaron dónde estaba escondida la Sagrada Familia.
Impulsivamente, el alcalde bajó la ventanilla y respondió.
—Allí no le encontrarán —dijo, moviendo el dedo hacia la luz que pendía sobre la casa de Gribbon.
Un segundo grupo cruzó la calle por delante de nosotros, cantando:
Porque Cristo ha nacido de María
y reunidos arriba, mientras los mortales duermen
los ángeles mantienen
su guardia de amor.
La luz cambió y seguimos nuestro camino, hablando poco mientras las mansiones elegantes quedaban atrás y el destello eléctrico del domicilio de Gribbon se perdía tras las chimeneas negras de las fábricas.
—¿Está seguro de que la dirección es correcta? —preguntó el chófer.
—Supongo que el tipo en cuestión sabrá dónde vive —observó Hackleman.
—Al cuerno con esto. No es una buena idea —intervino el industrial, mirando su reloj—. Llamemos a ese Gribbon o Fleetwood o como sea que se llame y digámosle que ha ganado.
—Estoy de acuerdo en que no es una buena idea —dijo el alcalde—; pero ya que hemos llegado tan lejos, sigamos hasta el final.
La limusina giró por una calle oscura, pegó un salto en un bache y se detuvo.
—Ya hemos llegado, caballeros —anunció el conductor.
Habíamos aparcado delante de una casa vacía, inclinada y sin tejado, cuya parte más sana era su revestimiento de madera, donde un cartel declaraba que la casa no era apta para ser habitable.
—¿Las ratas y las termitas se pueden presentar al concurso? —preguntó el alcalde.
—La dirección coincide —declaró el chófer a la defensiva.
—Un momento —dijo el de la Real Estate Board—. Hay luz en el cobertizo de atrás. He venido hasta aquí para valorar un proyecto y por Dios que lo voy a valorar.
—Vaya a ver quién está en el cobertizo —ordenó el alcalde al chófer.
El chófer se encogió de hombros, salió del vehículo y caminó por la nieve llena de basura hacia el cobertizo en cuestión.
Una vez allí, llamó. La puerta se abrió por el impacto de su puño. Y entonces, contra la luz titubeante y débil que surgía del interior, hincó las rodillas en el suelo.
—¿Está borracho? —dijo Hackleman.
—No lo creo —respondió el alcalde, que se lamió los labios—. Parece que está rezando… por primera vez en su vida.
El alcalde salió de la limusina y todos lo seguimos en silencio. Cuando llegamos a la altura del conductor, nos arrodillamos con él.
Ante nosotros estaban las tres figuras desaparecidas. José y María protegían de las corrientes de aire al niño Jesús, que dormía en su lecho de paja. No había más luz que la de un farol de aceite, y su destello tembloroso les daba vida, una vida de adoración y sobrecogimiento.
En la mañana de Navidad, el periódico informó a la población del lugar donde se encontraba la Sagrada Familia.
Durante todo el día de Navidad, la gente marchó en procesión hasta el frío y solitario cobertizo, para rendir culto.
En una nota pequeña, en páginas interiores, se anunciaba que el señor Sprague Fleetwood había ganado el Annual Christmas Outdoor Lighting Contest con treinta y dos motores eléctricos, tres kilómetros de cableado y novecientas setenta y seis bombillas, sin contar los neones, además de un globo meteorológico del Ejército.
Hackleman estaba trabajando en su mesa, tan crítico y desilusionado como de costumbre.
—Es una historia magnífica, verdaderamente magnífica —dije yo.
—Estoy hasta las narices de ella —declaró Hackleman, para frotarse las manos a continuación—. Estoy deseando que llegue enero con la factura de las Navidades… un montón de homicidios.
—Bueno, aún queda un detalle de la historia navideña que debemos investigar. Todavía no sabemos quién lo hizo.
—¿Y cómo vas a descubrir quién lo hizo? El nombre del formulario de inscripción en el concurso era falso, y el propietario del cobertizo no ha estado en la ciudad desde hace diez años.
—Por las huellas dactilares —respondí—. Podríamos buscar huellas dactilares en las figuras.
—Otra sugerencia como ésa y estás despedido.
—¿Despedido? ¿Porqué?
—¡Sacrilegio! —exclamó Hackleman con grandilocuencia.
Y dio carpetazo al asunto. Su mente, según dijo, estaba en las noticias del futuro. Nunca miraba atrás.
El último acto de Hackleman con respecto al robo y la búsqueda consistió en enviarnos a un fotógrafo y a mí al cobertizo, la noche de Navidad. Era una misión resobada y de rutina, que a él le aburría.
—Sacad una fotografía de la multitud desde la parte de atrás, con las figuras mirando a la cámara —ordenó—. A estas alturas deben de estar bastante sucias, con tantos pecadores manoseándolas. Será mejor que las limpiéis con un trapo húmedo antes de hacer la foto.