RUTH

Las dos mujeres se dedicaron un asentimiento formal a través del umbral de la puerta. Eran mujeres solitarias, viudas; una de mediana edad y la otra, joven. El encuentro, dirigido ostensiblemente a derrotar su sentimiento de soledad, sólo enfatizó lo solas que se sentían las dos.

Ruth, la joven, había hecho un viaje de mil seiscientos kilómetros para reunirse con una desconocida; había soportado el traqueteo, el hollín y el picor de un vagón de tercera clase en un tren que salió de la primavera de una ciudad militar de Georgia y llegó a una ciudad industrial del aún congelado valle de Nueva York. Ahora se preguntó por qué le había parecido tan adecuado y tan imperioso lo de ir a verla. Las cartas de aquella mujer pesada y de mayor edad, que bloqueaba la entrada y apenas sonreía, parecían indicar que ella también deseaba el encuentro.

—Así que usted es la mujer que se casó con mi Ted —dijo la mujer mayor con frialdad.

Ruth intentó imaginarse con un hijo casado y supuso que probablemente habría formulado la pregunta del mismo modo. Dejó la maleta en el suelo. Había supuesto que entraría en el piso entre saludos afectuosos, que se calentaría delante de un radiador y que se lavaría antes de empezar a hablar de Ted; en cambio, la madre de su marido parecía decidida a examinarla antes de permitirle entrar.

—Sí, señora Faulkner —declaró Ruth—. Estuvimos cinco meses juntos y luego se marchó al extranjero. Cinco meses felices —se sorprendió añadiendo, casi a la defensiva, ante la mirada crítica de la otra mujer.

—Ted era todo lo que yo tenía —dijo la señora Faulkner. Lo dijo como si fuera un reproche.

—Ted era un buen hombre —afirmó Ruth, insegura.

—Mi pequeño —dijo la señora Faulkner. Sonó a acotación dirigida a un público invisible y comprensivo. Se encogió de hombros—. Pero pase, señorita Hurley; debe de tener frío. —Hurley era el apellido de soltera de Ruth.

—Me puedo alojar en un hotel. No sería ningún problema —dijo Ruth. La mirada de la otra mujer le hacía sentirse extraña, demasiado consciente de su forma de arrastrar las palabras y de su ropa, que era insustancial y sólo adecuada en un clima más cálido.

—No permitiré que se aloje en ningún sitio que no sea esta casa. Tenemos que hablar de muchas cosas. ¿Cuándo va a dar a luz?

—Dentro de cuatro meses. —Ruth empujó la maleta y la dejó junto a la entrada. Después, se sentó con aire de temporalidad en el borde de un sofá con una cubierta resbaladiza, de zaraza. La única luz de la excesivamente cálida habitación procedía de una lámpara que estaba en la repisa de la chimenea, y cuyo tenue brillo se filtraba a través de una pantalla de carey—. Ted me contó tantas cosas sobre usted que ardía en deseos de conocerla.

Durante el largo viaje en tren, se había dedicado a imaginar durante horas que hablaba con la señora Faulkner y se ganaba su afecto desde el principio. Había ensayado y perfeccionado su biografía una docena de veces, anticipándose al momento en que la señora Faulkner diría: «Hábleme un poco de usted». Y había preparado una respuesta: «Me temo que no tengo familiares; o por lo menos, familiares cercanos. Mi padre fue coronel de caballería y…». Pero la madre de Ted no preguntó por ella.

Silenciosa y pensativa, la señora Faulkner alcanzó una licorera de aspecto caro y sirvió dos copitas de jerez. Cuando por fin habló, dijo:

—Sus efectos personales… me han dicho que se los han enviado.

Ruth tardó un momento en reaccionar.

—Ah, se refiere a las cosas que tenía en el extranjero. Sí, las tengo yo. Es lo habitual… bueno, creo que lo es, creo que tienen la rutina de enviar las cosas al cónyuge.

—Supongo que todo se hace automáticamente en Washington —comentó la señora Faulkner con ironía—. Un general pulsa el botón de una máquina y… —dejó la frase sin terminar—. ¿Podría darme sus cosas, por favor?

—Son mías —contestó Ruth, para pensar después que su afirmación habría sonado infantil—. Creo que él quería que yo las tuviera. —Miró la copita de jerez, absurdamente pequeña, y deseo tomarse veinte más para soportar el mal trago de aquella experiencia.

—Si se siente mejor así, siga pensando que son suyas —declaró pacientemente la señora Faulkner—. Yo sólo quiero que todo esté en el mismo sitio… bueno, lo poco que queda.

—No la entiendo.

La señora Faulkner le dio la espalda y habló con voz suave y santurrona.

—Si todo está en el mismo sitio, será como si él estuviera un poco más cerca. —Se acercó a una lámpara de pie, apretó un conmutador y la sala se llenó de repente con una luz blanca—. Esas cosas no significan nada para usted; pero si fuera madre, comprendería que para mí tienen un valor absolutamente inestimable. —Limpió una mota de polvo de la recargada vitrina que estaba contra la pared, sobre unas patas que simulaban garras de león—. ¿Lo ve? He hecho sitio en la vitrina para las cosas que usted tiene.

—Es todo un detalle —dijo Ruth. Se preguntó qué habría pensado Ted sobre la vitrina, que contenía sus zapatitos de bebé, un libro de cuentos infantiles, un cortaplumas, la insignia de los boyscout… Al margen del sentimentalismo barato, sabía que Ted también habría visto algo enfermizo y malsano en todos aquellos objetos que la señora Faulkner miraba con los ojos muy abiertos, sin parpadear, hechizada.

Ruth habló para romper el hechizo.

—Ted me contó que las cosas le iban maravillosamente bien en la tienda. ¿Siguen tan bien como siempre?

—La he dejado —contestó, ausente.

—¿Sí? Entonces, supongo que dedicará todo su tiempo a las actividades de su club…

—He dimitido.

—Ah. —Ruth estaba tan nerviosa que se quitó los guantes y se los puso de nuevo—. Ted me dijo que usted era una decoradora increíblemente hábil, y ya veo que estaba en lo cierto. Me dijo que cambia toda la decoración cada año o cada dos años. ¿Qué piensa cambiar la próxima vez?

La señora Faulkner se apartó de la vitrina a regañadientes.

—No volveré a cambiar nada. ¿Las cosas están en su maleta? —preguntó, extendiendo una mano.

—No hay gran cosa. Su billetera…

—De cordobán, ¿verdad? Se la regalé cuando Ted hacía primero en el instituto.

Ruth asintió. Abrió la maleta y rebuscó en el fondo.

—También hay una carta dirigida a mí, dos medallas y un reloj —le informó.

—El reloj, por favor. Si no recuerdo mal, en el grabado de la parte de atrás se dice que fue un regalo mío por su veintiún cumpleaños. Tengo un sitio preparado para él.

Resignada, Ruth le ofreció los objetos con las manos en cuenco y dijo:

—Me gustaría quedarme con la carta.

—No hay motivo para que no se pueda quedar con la carta y con las medallas. No tienen nada que ver con el niño al que quiero recordar.

—Era un hombre, no un niño —dijo Ruth con voz dulce—. Él querría que lo recordara así.

—Esa es su forma de recordarlo. Respete la mía.

—Lo siento —se disculpó—. Le aseguro que la respeto. Pero debería sentirse orgullosa de él por su valentía, por su…

—Era amable, sensible e inteligente —la interrumpió con apasionamiento—. No deberían haberlo enviado al extranjero. Puede que intentaran convertirlo en un hombre duro y ordinario, pero seguía siendo mi niño en su corazón.

Ruth se levantó y se apoyó en la vitrina, en el santuario. Por fin entendía lo que estaba pasando, lo que se ocultaba tras su hostilidad. Para la señora Faulkner, ella era uno de los conspiradores misteriosos y remotos que le habían robado a Ted.

—¡Por todos los santos, querida! ¡Cuidado!

Ruth se sobresaltó y apartó el hombro de la vitrina. Un objeto pequeño se tambaleó en uno de los estantes abiertos y estalló en pedacitos blancos al caer al suelo.

—¡Oh! Lo siento tanto…

La señora Faulkner se arrodilló y barrió el suelo con los dedos para juntar los fragmentos.

—¿Cómo ha podido? ¿Cómo ha podido?

—Lo siento terriblemente. ¿Puedo comprarle otro?

—Ella quiere saber si le puede comprar otro —se burló la señora Faulkner, con voz temblorosa, y otra vez para una audiencia invisible—. ¿Dónde podría comprar un platillo de caramelo que hizo el propio Ted con sus manitas cuando tenía siete años?

—Se puede arreglar —dijo Ruth, sintiéndose impotente.

—¿Se puede? —preguntó dramáticamente la señora Faulkner. Alzó los fragmentos y los puso ante la cara de Ruth—. Ni todos los hombres del rey ni todos los caballos del rey…

—Gracias a Dios, había dos —observó Ruth, que señaló un segundo platillo en el estante.

—¡No lo toque! ¡No toque nada!

Temblando, Ruth se apartó de la vitrina.

—Será mejor que me vaya. —Se subió el cuello de su chaqueta, de paño fino—. ¿Me permite usar su teléfono para pedir un taxi?

La agresividad de la señora Faulkner se disolvió inmediatamente en una expresión de lástima.

—No, no me puede quitar al hijo de mi niño. Por favor, querida, intente comprenderme y perdonarme. Ese platillo era sagrado. Todo lo que queda de mi pequeño es sagrado… por eso me he comportado así. —Cerró la mano sobre un trozo de la manga de Ruth y apretó con fuerza—. Lo comprende, ¿verdad? Si hay una pizca de misericordia en usted, me perdonará y se quedará.

Ruth expulsó el aire de sus pulmones con toda su exasperación reprimida.

—Me gustaría irme a la cama, si no le importa. —No estaba cansada; en realidad, estaba tan nerviosa que esperaba pasar la noche mirando el techo. Pero no quería intercambiar ni una palabra más con aquella mujer. Sólo quería esconder su humillación y su decepción en el olvido blanco de la cama.

La señora Faulkner se convirtió en la anfitriona perfecta, respetuosa y solícita. La pequeña habitación de invitados era un lugar fresco, decorado con buen gusto y yermo; como el resto de las habitaciones, invitaba a sentirse como en casa y, al mismo tiempo, puntualizaba que tal cosa era imposible. Estaba fría, como si los radiadores no se hubieran encendido hasta una hora antes o así, y el ambiente tenía el aroma dulce de la cera para muebles.

—¿Es para el bebé y para mí? —Ruth tenía intención de marcharse a la mañana siguiente, pero se sintió obligada a dar conversación a la señora Faulkner, que se quedó en la entrada.

—Sólo es para usted, querida. He pensado que el bebé estará más cómodo en mi dormitorio. Es más grande, ¿sabe? Aquí ni siquiera podría poner una cuna —dijo, sonriendo remilgadamente—. Y ahora, tendrá la cortesía de disculparme. ¿Verdad, querida?

La señora Faulkner se dio la vuelta sin esperar respuesta y se fue a su habitación, tarareando suavemente.

Ruth estuvo tumbada una hora, con los ojos abiertos, bajo las tiesas sábanas. Sus pensamientos se presentaban en destellos inconexos, con visiones de tal o cual momento. El rostro largo y meditabundo de Ted apareció una y otra vez. Ruth lo veía como a un niño solitario, como al niño que era cuando lo conoció, y luego lo veía como amante y como hombre. El santuario, que conmemoraba al niño y hacía caso omiso del hombre, tenía una lógica patética; para la señora Faulkner, Ted murió cuando se enamoró de otra mujer.

Ruth apartó las sábanas y caminó hasta la ventana; necesitaba ver el exterior para despejarse. Sólo se veía una pared de ladrillo, a pocos metros de distancia y medio cubierta de nieve.

Salió de puntillas al corredor y avanzó hacia las grandes ventanas del salón, que enmarcaban las estribaciones azules del macizo montañoso de Adirondack. Pero se detuvo.

La señora Faulkner, cuya silueta gruesa se vislumbraba tras un camisón fino, estaba ante la vitrina de recuerdos, hablando con ellos.

—Buenas noches, cariño, estés donde estés. Espero que me puedas oír y que sepas que tu madre te adora. —Se detuvo un momento, hizo como si estuviera escuchando a alguien y adoptó una expresión de sabiduría—. Tu hijo estará en buenas manos, cariño; las mismas manos que cuidaron de ti. —Alzó las manos para que la vitrina las viera—. Buenas noches, Ted. Dulces sueños.

Ruth se escabulló a la habitación de invitados. Instantes después, oyó pasos de pies descalzos en el pasillo. Una puerta se cerró y todo quedó en silencio.

—Buenos días, señorita Hurley. —Ruth parpadeó al mirar a la madre de Ted. La nieve había desaparecido de la pared de ladrillo que se veía por la ventana, y que ahora resplandecía. El sol estaba alto—. ¿Ha dormido bien, querida mía? —preguntó con voz alegre, cómplice—. Casi es mediodía. Le he preparado el desayuno. Huevos, café, panceta y tostadas. Espero que le gusten.

Ruth asintió, se estiró y dudó, somnolienta, de que la pesadilla de la noche anterior hubiera sido real. La luz del sol lo inundaba todo, disipando la náusea fúnebre de su encuentro con la señora Faulkner.

La tranquilidad y el desayuno pausado, sin prisas, dio a la mesa de la cocina un ambiente aromático.

Cuando Ruth devolvió una sonrisa a la señora Faulkner por encima de su tercera taza de café, se sentía en paz y contenta con empezar una nueva vida en un lugar tan acogedor. Lo de la noche anterior sólo había sido un malentendido entre dos mujeres cansadas y nerviosas.

Ted no surgió en la conversación; no al principio. La señora Faulkner habló con humor de sus primeros días como empresaria en un mundo de hombres y quitó importancia a los años posteriores a la muerte de su esposo, que debían de haber sido terribles para ella. Después, incitó a Ruth a hablar de su vida y la escuchó con halagadora atención.

—Supongo que algún día querrá volver al Sur para quedarse a vivir allí.

Ruth se encogió de hombros.

—No hay nada que me ate al Sur… ni, a decir verdad, a otra parte. Mi padre trabajaba para el Ejército y yo he vivido en casi todos los destinos que pueda imaginar.

—¿Dónde le gustaría establecer su hogar?

—Oh… esta zona del país me parece muy agradable.

—Pero hace un frío terrible —observó la señora Faulkner con una carcajada—. Es la capital mundial del asma y de la sinusitis.

—Bueno, imagino que Florida sería un lugar más amigable. Sí, si tuviera la posibilidad de elegir, Florida me gustaría más.

—Tiene la posibilidad de elegir.

Ruth dejó la taza en la mesa.

—Voy a quedarme a vivir aquí. Es lo que Ted quería.

—Me refería a después del parto —puntualizó la señora Faulkner—. Será libre para ir adonde quiera. Tiene el dinero del seguro y, con lo que yo pueda añadir, podría conseguir una casa bonita en Saint Petersburg o algún lugar parecido.

—¿Y usted? Pensaba que querría estar cerca del niño…

La señora Faulkner extendió un brazo hacia el frigorífico.

—Lo siento, querida, no me había dado cuenta de que necesitaba nata. —Sacó el bol y lo dejó delante de Ruth—. ¿No se da cuenta de que sería lo mejor para las dos? Podría dejar al niño conmigo y ser libre para llevar la vida que cualquier joven debería llevar. Es lo que Ted quiere.

—¡Ted nunca habría querido eso!

La señora Faulkner se levantó.

—Creo que yo estoy en mejor posición que usted para juzgarlo. Ted está conmigo cada minuto que paso en esta casa.

—Ted está muerto —dijo Ruth, incapaz de creer que hablara en serio.

—Para usted es cierto; para usted, está muerto —declaró con impaciencia—. Lo conocía muy poco y no puede sentir su presencia ni sus deseos. Nadie llega a conocer a una persona en cinco meses.

—¡Fuimos marido y mujer!

—La mayoría de los maridos y de las esposas son desconocidos hasta que la muerte los separa, querida. Yo estuve varios años con mi esposo y apenas lo conocía.

—Y algunas mujeres intentan que todas las mujeres, menos ellas mismas, sean unas desconocidas para sus hijos —replicó Ruth, con amargura—. Usted estuvo a punto de conseguirlo con Ted; pero gracias a Dios, falló por un pelo.

La señora Faulkner despareció en el salón a grandes y masculinas zancadas. Ruth oyó el chirrido de los muelles de la silla que estaba delante de la vitrina sagrada. Una vez más, el cuchicheante diálogo con el silencio le llegó a través del pasillo.

En diez minutos, Ruth había hecho la maleta y estaba en el salón.

—¿Adónde va, niña? —preguntó la señora Faulkner, sin mirarla.

—Lejos… al Sur, supongo. —Los pies de Ruth permanecieron juntos, con los altos tacones de sus zapatos hundiéndose en la alfombra mientras cambiaba el peso, enfurruñada, de un pie a otro. Tenía muchas cosas que decir a la mujer mayor, y esperó a que la mirara a la cara. Por su cabeza habían pasado un centenar de frases vengativas, justas e irrebatibles al hacer el equipaje.

La señora Faulkner no se giró hacia ella; siguió mirando fijamente los recuerdos de Ted. Sus grandes hombros estaban hundidos y su cabeza, gacha. La suya era una actitud de sabia y eucarística terquedad.

—¿Quién se ha creído que es, señorita Harley? ¿Una especie de diosa que puede dar o quitar lo más precioso para la vida de una persona?

—Usted me ha pedido mucho más de lo que tiene derecho a pedir. —Ruth imaginó cómo se sentiría un niño pequeño, de pie en ese mismo lugar, mientras aquella matona entusiasta decidía lo que él tenía, exactamente, que hacer.

—Sólo le pido lo que mi hijo quiere.

—Eso no es verdad.

—Se equivoca… ¿verdad, cariño? —dijo la señora Faulkner a la vitrina—. No te quería tanto como para oírte ahora; pero tu madre, sí.

Ruth salió de la casa con un portazo, corrió hasta la mojada calle e hizo señas a un motorista, que se quedó desconcertado, para que se detuviese.

—No soy un taxi, señorita.

—Por favor, lléveme a la estación.

—Mire, señorita… voy al centro, no a las afueras. —Ruth rompió a llorar—. ¿Está bien, señorita? Por Dios santo, está bien… Suba.

«El tren 427, el Séneca, está entrando por el andén cuatro», dijo una voz por megafonía. La voz parecía empeñada en destrozar la esperanza de los pasajeros de que el lugar al que iban fuera mejor que el lugar que dejaban. Pronunciaba San Francisco con una monotonía tan sombría como si pronunciara Troya, y Miami no sonaba más tentadora que Knoxville.

Un trueno retumbó sobre el techo de la sala de espera. La columna que estaba junto a Ruth, tembló. Alzó la mirada de la revista que estaba leyendo y miró el reloj de la estación. Su tren era el siguiente. Con rumbo al Sur.

Mientras compró el billete, facturó el equipaje y se sentó en un banco para matar el tiempo con la lectura, sus movimientos fueron rápidos y decididos y sus pasos, casi arrogantes. Fueron un acompañamiento para el diálogo salvaje que zumbaba en su cabeza. En su imaginación, arremetía contra la señora Faulkner con verdades despiadadas que arrancaban triunfalmente disculpas y lágrimas a aquella mujer formidable.

Durante unos instantes, la fantasía vengativa satisfizo a Ruth y sirvió para que olvidara a su atormentadora. Sólo sentía aburrimiento y una soledad incipiente. Para disipar las dos, se dedicó a observar a los grupos de la sala de espera; a interpretar sus rostros, su ropa, su equipaje y los relatos comunes y corrientes que habían llevado a cada cual a la estación.

Un soldado raso, alto y de cara aniñada, charlaba rígidamente con sus bien vestidos padre y madre. Arrancado de la universidad y de la franela gris por la llamada a filas… Nada salvo una medalla de tirador… Brillante y con mucho dinero… Un padre incómodo por el rango de su hijo y por sobrepasar la hora del aparcamiento…

De repente, un sonido violento atravesó los pensamientos de Ruth. Un anciano, apretujado contra el apoyabrazos del final de un banco completamente vacío, sufría un acceso de tos que lo había dejado doblado. El anciano esperó a que la tos amainara y dio otra calada al cigarrillo que sostenía entre unos dedos sucios.

Entre tanto, una anciana de ojos brillantes y aspecto frágil le daba un dólar a un mozo de equipajes. El mozo la escuchó con educación mientras ella le daba instrucciones precisas sobre la forma de tratar sus maletas… durante su expedición anual para criticar a sus hijos y mimar a sus nietos.

De nuevo, se oyó la tos. Ruth notó esta vez la peste del aliento del anciano, empujada hasta sus narices por la ráfaga súbita que entró por la puerta. La tos empeoró, dejándolo sin aire. El cigarrillo cayó al suelo. Ruth cambió de posición en el banco para que su mirada no recayera inevitablemente en el anciano.

Un gordo sin resuello, cuya cara roja resultaba obstinadamente jovial bajo un sombrero de fieltro, rogaba que le dejaran ponerse el primero en la cola de la taquilla. Debía de ser un vendedor… de rodamientos, de calderas o de algo así…

Volvió a sonar la tos angustiosa. Irritada ante el hecho de que una visión tan desagradable exigiera su atención, Ruth echó otro vistazo al anciano. Se había caído sobre el apoyabrazos, retorcido, temblando.

El vendedor gordo miró al anciano y volvió a mirar hacia delante, resignado a su lugar en la cola.

La anciana, que todavía daba órdenes al mozo de equipaje, alzó la voz para hacerse oír por encima de la interrupción.

El joven soldado y sus correctos padres no eran tan vulgares como para admitir algo antiestético tan cerca de ellos.

Un repartidor de periódicos irrumpió en la estación, avanzó a grandes zancadas por el pasillo junto a Ruth y al anciano, se detuvo unos metros más adelante y siguió hacia el extremo contrario de la sala de espera, gritando la noticia de una tragedia acaecida a dos mil kilómetros de distancia. «¡Lean lo sucedido!».

Otro tren retumbó sobre sus cabezas. Todo el mundo se movió hacia la rampa, evitando el pasillo donde estaba el anciano y sin dar muestras de haber elegido ese camino para dirigirse al tren por un motivo al margen del azar.

«Búfalo, Harrisburg, Baltimore y Washington», dijo la voz de megafonía.

Ruth cayó en la cuenta de que también era su tren y se levantó sin volver a mirar al anciano.

Se puso la revista y el bolso bajo el brazo y se dijo que no era nada más que un borracho repugnante; que merecía estar tumbado ahí, durmiendo la mona; que alguien, la policía o una organización benéfica o quien se encargara de esas cosas, iría a recogerlo.

«¡Pasajeros al tren!».

Ruth eludió al anciano y avanzó a buen paso. El ruido y la humedad glacial que bajaba del andén surgieron de la rampa y la rodearon. Las luces pálidas, envueltas en el vapor del tren, se extendían aparentemente hasta el infinito; eran tan irreales que no le ofrecían nada que pudiera competir con sus pensamientos.

Y sus pensamientos la acosaban y la obligaban a imaginar un sonido repetitivo y fastidioso, la tos del anciano, cada vez más y más fuerte en su mente, como si resonara y aumentara de volumen en el interior de una cámara acorazada gigantesca.

«¡Pasajeros al tren!».

Ruth dio media vuelta y bajó corriendo por la rampa. Se plantó ante el anciano en cuestión de segundos, le aflojó el cuello de la camisa y le frotó las muñecas. A continuación, tumbó el frágil cuerpo en el banco y le puso su chaqueta debajo de la cabeza.

—¡Mozo! —gritó.

—¿Sí, señorita?

—¡Este hombre se está muriendo! ¡Pida una ambulancia!

—¡Sí, señorita!

Varios coches pitaron mientras Ruth caminaba contra la luz, pero no se dio cuenta; estaba ocupada con reprender en su mente a los insensibles hombres y mujeres de la estación de ferrocarril. La ambulancia se había llevado al anciano; y como ella había perdido el tren, tendría que pasar cuatro horas más en la localidad natal de Ted.

—No le han socorrido porque era feo y estaba sucio —dijo a la multitud imaginaria—. Estaba enfermo y necesitaba ayuda, pero ustedes son tan egoístas que han preferido seguir su camino antes que tocarlo. —Ruth miraba con expresión desafiante a las personas con quienes se cruzaba en la acera, y que la miraban a su vez con perplejidad—. Han preferido creer que no le pasaba nada grave —murmuró.

Ruth mató el tiempo con un truco femenino, fingiendo que estaba de compras. Contempló críticamente los escaparates, tocó telas, miró precios y prometió a varias dependientas que volvería a comprar algo después de ver un par de tiendas más. Su actividad fue automática casi por completo, de modo que sus pensamientos quedaron libres para seguir con su discurso de rectitud y satisfacción personal. Una y otra vez, se dijo que ella era una de las pocas personas que no huían de los desconocidos intocables, impuros y enfermos.

Era un pensamiento optimista, y Ruth se permitió creer que Ted lo compartía con ella.

Con el recuerdo de Ted, volvió la imagen de su formidable madre. El optimismo creció cuando Ruth comprendió que la señora Faulkner era extraordinariamente egoísta en comparación. Ella habría permanecido sentada en la sala de espera, ajena a todo excepto a la tragedia de su propia e intolerante existencia. Habría cuchicheado con un fantasma mientras un viejo perdía la vida.

Ruth revivió las pocas pero humillantes y amargas horas que había pasado con la mujer; el acoso y los tejemanejes en nombre de un concepto disparatado de la maternidad y de un puñado de baratijas.

El disgusto y la necesidad de huir volvieron a ella con toda su fuerza. Ruth se apoyó en el mostrador de una joyería y se miró la cara en un espejo.

—¿Puedo ayudarla, madame? —preguntó una dependienta.

—¿Qué? Oh… no, gracias —dijo Ruth. La cara del espejo era vengativa, pagada de sí misma. Los ojos tenían el mismo destello frío de los ojos que habían mirado al anciano en la estación y no habían visto nada.

—Parece enferma. ¿Quiere sentarse un momento?

—No, no… no me pasa nada —contestó Ruth, distraída.

—En la tienda tenemos un médico de guardia.

Ruth apartó la vista del espejo.

—Si seré tonta… he sentido un pequeño mareo hace un minuto, pero ya se me ha pasado. —Sonrió con inseguridad—. Muchísimas gracias. Tengo que irme.

—¿Va a coger un tren?

—No —respondió cansinamente—. Una anciana terriblemente enferma necesita mi ayuda.