Mi buena y bienamada esposa, Amy Lou Little de soltera, vino a mí procedente de la sección femenina. Y qué maravilla de concepto para un hombre solitario: una sección entera de chicas cálidas y dispuestas.
Amy Lou Little tenía veinte años y era una chica guapa y segura de Birmingham, Alabama. Cuando mi futura esposa terminó sus estudios en el instituto de secretariado de su ciudad natal, la dirección dijo que era rápida y precisa. Un representante de la Montezuma Forge and Foundry Company, con sede en el Norte, se interesó por ella y le ofreció un salario excelente si se mudaba a Pittsburgh.
Cuando mi futura esposa llegó a Pittsburgh, la pusieron en la sección femenina de la Montezuma Forge and Foundry Company, con unos cascos, un dictáfono y una máquina de escribir eléctrica. La pusieron en una mesa contigua a la de la señorita Nancy Hostetter, que llevaba veintidós años en la sección femenina y dirigía el Departamento C. La señorita Hostetter era todo un pedazo de mujer; recta, fuerte, sana e inconcebiblemente rápida y precisa. Le dijo a Amy que cuidaría de ella como una hermana mayor.
Yo también estaba en la Montezuma Forge and Foundry Company, aunque no dependía de ninguna sección y me dedicaba a complacer a clientes desconocidos. Los clientes escribían a la empresa y veinticinco de los nuestros contestaban con cordialidad y eficacia. Ni yo veía nunca a los clientes ni los clientes me veían a mí, y nadie propuso que intercambiáramos fotos.
Me pasaba el día entero hablando con un dictáfono, y los mensajeros llevaban las grabaciones a la sección femenina, que yo tampoco había visto.
Había sesenta chicas en la sección femenina, diez por departamento. En los tablones de anuncios de todos los despachos se afirmaba que las chicas pertenecían a cualquiera que tuviera acceso a un dictáfono, y casi cualquier hombre habría encontrado una chica a su gusto entre las sesenta. Había vírgenes como mi futura esposa, mujeres de mucho mundo arregladas como coristas, matronas con cara de pan y solteronas rígidas e independientes como la señorita Hostetter.
Las paredes de la sección femenina eran de un verde descansaojos, con cuadros de apacibles escenas campestres. El ambiente era una rapsodia de los perfumes de las chicas y de la música grabada de André Kostelanetz y Mantovani. De la mañana a la noche, las voces de los hombres de Montezuma, registradas en los archivos de los dictáfonos, llenaban sus oídos.
Pero los hombres sólo enviaban sus voces, nunca sus caras, y siempre hablaban exclusivamente de negocios. Además, «operadora» era lo máximo que llegaban a llamar a las chicas.
—Molibdeno, operadora —dijo una voz al oído de Amy—. Deletreado m-o-l-i-b-d-e-n-o.
La nasal voz yanqui hizo daño a los oídos de Amy. Dijo que sonaba como si alguien golpeara una campana cascada con una cadena. Era mi voz.
—Clanc clonc —se burló Amy.
—Todas las juntas de la unidad son de silicio —dijo mi voz—. Se deletrea s-i-l-i-c-i-o.
—Venga ya, no hace falta que me deletree silicio —dijo Amy—. Después de seis meses en este antro, no hay nada sobre el silicio que yo no sepa.
—Atentamente —dijo mi voz—, Arthur G. Whitney, hijo. Departamento de Atención al Cliente. Sección de Ventas de Calderas. División de Aparatos pesados. Despacho 412, edificio 77. Delegación de Pittsburgh.
—Aceptado: todo, escribió Amy al pie de la carta. Acto seguido, separó la carta y las copias del papel carbón, las dejó en la bandeja de salida y sacó mi grabación de su dictáfono.
—¿Por qué no te pasas alguna vez por la sección femenina y enseñas tu cara, Arthur? —preguntó mi futura esposa a mi grabación—. Te trataríamos como a Clark Gable, como a cualquier hombre. —Alcanzó otra grabación de la bandeja de entrada y la metió en el dictáfono—. Vamos, viejo diablo —dijo a la grabación nueva—, calienta a esta chica medio congelada de Alabama. Haz que me derrita.
—Cinco copias, operadora —dijo la nueva y dura voz en el oído de Amy—. Al señor Harold N. Brewster, de la División de Cojinetes de Empuje de la Jorgenson Precision Engineering Products Corporation. Calle Lansing, n.° 5. Michigan.
—Vaya, eres un tipo de lo más ardiente, ¿eh? —dijo Amy—. ¿Qué os vuelve tan apasionados a los hombres de aquí? ¿El calor de las calderas?
—¿Me has dicho algo, Amy? —preguntó la señorita Hostetter, que se quitó los cascos. Era una mujer alta, sin más adornos que el alfiler de oro que le habían regalado por sus veinte años de servicio a la empresa. Miró a Amy con inhóspita recriminación—. ¿Se puede saber qué pasa ahora?
Amy detuvo el dictáfono.
—Estaba hablando con el caballero de la grabación —contestó—. Si no hablara con nadie, me volvería loca.
—Hay un montón de personas magníficas con las que puedes hablar —declaró la señorita Hostetter—. Eres demasiado crítica para no haberte tomado la molestia de descubrir de qué va todo esto.
—Pues dime de qué va todo esto —dijo mi futura esposa, incluyendo al conjunto de la sección femenina con un movimiento de su mano.
—En el Montezuma Minutes hay una historieta muy buena que lo explica —dijo la señorita Hostetter. El Montezuma Minutes era el semanario de la empresa dirigido a los empleados.
—¿La del fantasma de Florence Nightingale inclinándose sobre una máquina de estenotipia?
—Esa era buena, sí, pero yo estaba pensando en la que muestra a un hombre con su nueva caldera Thermolux, rodeado de miles de mujeres fantasmales. «No envía orquídeas, pero se las debería enviar —dice la leyenda— a las diez mil mujeres que están detrás de cada producto de Montezuma».
—Fantasmas, fantasmas, fantasmas —protestó mi futura esposa—; aquí todos son fantasmas. Salen de entre la niebla y el frío por la mañana y se dedican a trabajar como posesos y a preocuparse todo el día con calderas, juntas de silicio y molibdeno para desaparecer y disolverse a las cinco sin pronunciar una sola palabra. Aquí no he conocido a nadie que se case, se enamore o descubra algo de lo que te puedas reír. Cuando yo estaba en el instituto…
—El instituto no es la vida —la interrumpió.
—Pues si esto es la vida, que Dios ampare a las mujeres… encerradas juntas y con una planta entera sólo para nosotras —ironizó mi futura esposa.
Las dos mujeres se miraron con una antipatía que, durante seis meses, habían afilado hasta dejarla tan cortante como una navaja. La hoja brillaba en sus ojos mientras las dos sonreían cortésmente.
—La vida es lo que tú haces de ella —observó la señorita Hostetter—. Y la ingratitud es uno de los peores pecados. ¡Mira a tu alrededor! Cuadros en las paredes, moqueta en los suelos, una música preciosa, servicio médico y jubilación, la fiesta de Navidad, flores frescas en nuestras mesas, descansos para tomar café, nuestra propia cafetería y nuestra propia sala de esparcimiento con televisión y pimpón.
—Tenemos de todo menos vida —dijo mi futura esposa—. El único indicio de vida que he encontrado aquí es lo del pobre Larry Barrow.
—¿El pobre Larry Barrow? —preguntó la señorita Hostetter, alarmada—. ¡Amy…! ¡Mató a un policía!
Amy abrió el cajón superior de su mesa y miró la fotografía de Larry Barrow que decoraba la portada del Montezuma Minutes. Barrow, un joven y atractivo delincuente, había disparado a un policía dos días antes, durante el atraco a un banco de Pittsburg. Lo habían visto por última vez saltando una valla con intención de esconderse en algún lugar de la gigantesca fábrica de Montezuma. Había montones de sitios donde se podía esconder.
—Podría salir en las películas —dijo Amy.
—Es un asesino.
—No necesariamente —puntualizó—. Por su aspecto, podría ser cualquiera de los muchos chicos decentes que conocí en el instituto.
—No seas infantil —dijo la señorita Hostetter, que sacudió sus grandes manos con brío—. Bueno, no estamos avanzando mucho con el trabajo, ¿no te parece? Faltan diez minutos para el descanso del almuerzo. Aprovechémoslos al máximo.
Amy se giró hacia su dictáfono.
—Estimado señor Brewster —dijo la voz—, su petición de un presupuesto sobre la modernización de su sistema de calefacción actual con conversores de condensación DM-114 Thermolux, se ha enviado por el teletipo de la empresa a nuestro especialista de Thermolux en su zona…
Amy, cuyos dedos bailaban con maestría sobre el teclado, era libre de pensar en lo que le viniera en gana. Y como el cajón superior seguía abierto y la fotografía de Larry Barrow seguía a la vista, pensó en un hombre herido, aterido, hambriento, odiado, perseguido y solo que se escondía en alguna parte de la fábrica.
—Teniendo en cuenta la conductividad térmica de las paredes de ladrillo de los edificios que se deben calentar —continuó la voz en los oídos de Amy—, a cinco UTB… UTB es la sigla de Unidad Térmica Británica, operadora… por metro cuadrado por hora, por grado Fahrenheit… Fahrenheit se escribe con mayúscula, operadora… por pulgada…
Y mi futura esposa se vio a sí misma con las nubes de tule rosa que se había puesto la noche de junio del baile de graduación del instituto, paseando del brazo con un renqueante, libre y en vías de recuperación Larry Barrow. La escena se desarrollaba en el Sur.
—Y teniendo en cuenta la difusión térmica… d-i-f-u-s-i-ó-n, operadora… en términos de vatio por metro kelvin… —siguió la voz—, puedo afirmar sin temor a equivocarme que…
Y mi futura esposa se había enamorado locamente de Larry Barrow. El amor llenaba su vida y la entusiasmaba hasta el punto de no le importaba nada más.
—Tilín… —dijo la señorita Hostetter, mirando el reloj de la pared y quitándose los cascos. Tenían un descanso para almorzar por la mañana y otro para el café de la tarde, y la señorita Hostetter los anunciaba siempre como si ella fuera una alegre campanilla conectada al reloj—. Tilín, todo el mundo…
Amy miró la cara curtida, sin amor y sin humor de su jefa y su sueño estalló en pedazos.
—Un penique por tus pensamientos, Amy —dijo la señorita Hostetter.
—Estaba pensando en Larry Barrow. ¿Qué harías si lo vieras?
—Seguir andando —contestó con voz remilgada—. Fingir que no lo reconozco y seguir andando hasta encontrar ayuda.
—¿Y si te agarrara de repente y te hiciera su rehén?
El rubor se extendió por los altos pómulos de la señorita Hostetter.
—Basta de hablar en esos términos —protestó—. Así es como empieza el pánico. Comprendo que algunas de las chicas de la Sección de Cables y Conexiones se asustaran tanto entre sí con ese hombre que se tuvieran que marchar a casa, pero eso no va a pasar aquí. Las chicas de la sección femenina tenemos más categoría.
—Pero a pesar de ello… —insistió Amy.
—Ese delincuente no está cerca de nuestro edificio. Y de todas formas, es posible que haya fallecido —dijo la señorita Hostetter—. Se dice que había sangre en el despacho donde se coló anoche… no estará en condiciones de ir por ahí secuestrando a la gente.
—Nadie sabe si eso es cierto.
—Amy, necesitas una taza de café caliente y una partida, rápida de pimpón —afirmó su jefa—. Vamos. Te voy a dar una paliza.
—Estimado señor —dijo una voz, aquella tarde, en las preciosas orejas de mi futura esposa—: Estaríamos encantados de contar con su presencia, en calidad de invitado, en la demostración de la línea entera de los equipos calefactores Thermolux que se llevará a cabo en la Sala Dorada del Hotel Gresham a las cuatro y media del miércoles… —La carta no se dirigía a un hombre, sino a treinta. Cada uno de ellos iba a recibir una invitación personalizada y escrita a máquina.
Después de escribir las primeras diez cartas, todas iguales, Amy se sentía como si se estuviera ahogando. Abandonó el proyecto temporalmente y, para variar un poco, alcanzó otra grabación de la bandeja de entrada y la introdujo en el dictáfono.
Puso los dedos en el teclado, sobre las letras a, s, d y f y sobre las letras j, k, l y ñ, esperando órdenes de la grabación. Pero sólo oyó un ruido siseante, como el de la mar en una caracola.
Tras muchos segundos, una voz suave, profunda y dulcemente aduladora habló al oído de Amy.
—He visto el tablón de anuncios y he leído lo de las chicas. Dice que las chicas pertenecéis a cualquiera que tenga acceso a un dictáfono —afirmó la voz del hombre, que rió discretamente—. Pues bien, yo tengo acceso a un dictáfono.
La grabación pasó a otro largo silencio.
—Estoy solo, me siento mal, tengo frío y tengo hambre, señorita —continuó al fin. Se oyó una tos—. Tengo fiebre y me estoy muriendo, señorita. Supongo que todo el mundo se llevará una alegría cuando me muera.
Otro silencio y otra tos.
—El único delito que he cometido es no permitir que me avasallen. Cabe la posibilidad de que en algún lugar, en alguna parte, exista una chica que piense que ningún chico merece que le disparen, lo maten de hambre o le encierren como si fuera un animal. Puede que en alguna parte haya una chica que aún tenga corazón… una chica que tenga corazón y que sea capaz de llevar unas vendas y algo de comer a este chico, para darle la oportunidad de vivir un poquito más. Aunque quizás tenga el corazón de hielo y se lo diga a la policía para que le puedan disparar… y ella se sienta orgullosa y satisfecha.
La voz siguió hablando a mi futura esposa.
—Señorita, le voy a decir dónde he estado y dónde estaré cuando oiga esto. Haga lo que quiera conmigo; sálveme, haga que me maten o deje simplemente que me muera. Estaré en el edificio 227, detrás de un barril. —El hombre volvió a reír con suavidad—. No es un edificio grande, señorita. No le costará encontrarme.
La grabación terminó.
Amy se imaginó sosteniendo la cabeza de cabellos rizados de Larry Barrow entre sus suaves y redondeados brazos.
—Vaya, vaya —murmuró—. Vaya, vaya. —Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Alguien le puso una mano en el hombro. Era la mano de la señorita Hostetter.
—¿Es que no me has oído el tilín del descanso? —preguntó.
—No —contestó Amy.
—Te he estado observando. No has escrito nada; te has limitado a oír esa grabación. ¿Es que hay algo extraño en ella?
—Es una grabación absolutamente normal.
—Pero pareces tan triste…
—Estoy bien. Muy bien —afirmó, tensa.
—Soy tu hermana mayor —declaró la señorita Hostetter—. Si hay algo que pueda hacer…
—¡No quiero una hermana mayor! —bramó Amy con vehemencia.
La señorita Hostetter se mordió el labio, palideció y se fue a la sala de esparcimiento, ofendida.
Furtivamente, Amy envolvió la grabación de Larry Barrow con pañuelos de papel y la escondió en el cajón inferior de la mesa, con su crema de manos, su crema facial, su pintalabios, sus polvos de tocador, su colorete, su perfume, su pintauñas, sus tijeras de manicura, su lima de uñas, su lima abrillantadora, su lápiz de ojos, sus pinzas, sus horquillas, sus pastillas de vitaminas, su aguja, su hilo, sus gotas para los ojos, su cepillo y su peine.
Cerró el cajón y, cuando alzó la vista, se encontró ante la mirada torva de la señorita Hostetter, que la observaba a través de una cortina de chicas trabajadoras desde la puerta de la sala de esparcimiento; la observaba por encima de una taza de café humeante y de un platillo con dos galletitas.
Amy le lanzó una sonrisa vidriosa y caminó hacia ellas.
—¿Alguien quiere jugar al pimpón? —preguntó, intentando sonar tranquila.
Recibió una docena de alegres desafíos y, durante el período de descanso, soñó despierta con el toc toc de la pelota de pimpón en lugar de con el tac tac de la máquina de escribir.
A las cinco, las sirenas sonaron triunfantes en las fábricas de todo Pittsburgh.
Mi futura esposa había pasado la tarde en un frenesí contenido de temor, entusiasmo y amor. Su papelera estaba abarrotada de errores. No se había atrevido a volver a oír la grabación de Barrow ni a cruzar una simple mirada con la señorita Hostetter por miedo a revelar su terrible secreto.
Entonces, a las cinco, se apagaron los radiadores del sistema de calefacción y la música de André Kostelanetz y Mantovani. Las chicas del correo llegaron con bandejas llenas de cilindros que se debían transcribir a primera hora de la mañana. Incluso se retiraron las flores mustias de los jarrones de las mesas, que al día siguiente se volverían a llenar con flores procedentes del invernadero de la empresa.
La sección femenina se convirtió en un montón de remolinos alrededor de una docena de percheros. Amy y la señorita Hostetter, metidas en remolinos diferentes, se pusieron sus abrigos.
A continuación, la sección femenina pasó a ser un río que fluía por la escalera de incendios, de hierro, hasta llegar a la calle de la empresa. Y justo al final de aquel río, estaba mi futura esposa.
Amy se detuvo y el río la dejó atrás, entre los pequeños ciclones de partículas de carbón, en el cañón amurallado por las fachadas numeradas de los distintos edificios.
Amy regresó a la sección. La única luz que quedaba era la procedente de los fuegos naranja que ardían en los hornos, a lo lejos.
Temblando, abrió el cajón inferior de la mesa y descubrió que la grabación había desaparecido.
Enfadada y atónita, abrió el cajón inferior de la señorita Hostetter. La grabación estaba dentro. Los únicos otros objetos en el receptáculo verde de metal eran un frasquito de mercromina y un recorte de prensa del Montezuma Minutes, titulado «El credo de una mujer de Montezuma», que empezaba así: «Soy una mujer de Montezuma, codo a codo con los hombres, marchando por un futuro mejor bajo los tres estandartes de Dios, la nación y la empresa, sosteniendo el escudo orgulloso del servicio».
Amy soltó un gemido de angustia. Salió corriendo de la sección, bajó por la escalera de hierro, siguió por la calle de la empresa hasta llegar a la puerta principal y se dirigió al puesto de la policía en la Montezuma Forge and Foundry Company. Estaba segura de que la señorita Hostetter estaría allí, contándoles orgullosamente a los agentes lo que había oído en la grabación.
El puesto de la policía estaba en una esquina del gran vestíbulo situado junto a la puerta principal. En las paredes de la sala se anunciaban productos y métodos de la empresa. En el centro había un quiosco, en régimen de concesionario, donde un gordo vendía golosinas, tabaco y revistas.
Una mujer alta, con abrigo, charlaba animadamente con el agente de servicio.
—¡Señorita Hostetter! —dijo Amy, con voz jadeante, al aparecer tras ella.
La mujer se giró y miró con curiosidad a mi futura esposa antes de volver a mirar al policía. No era la señorita Hostetter. Era una desconocida que había participado en una visita a las instalaciones de la empresa y no encontraba su bolso.
—Puede que lo haya perdido o que me lo hayan robado en ese sitio donde había un ruido espantoso, el de las chispas y el hierro fundido —dijo la mujer—. El de ese martillo enorme que caía con un estruendo; donde ese científico nos enseñó su laboratorio, si es que se le puede llamar así… ¡qué sé yo, en alguna parte! Puede que el asesino que ronda por ahí me lo quitara cuando yo no estaba mirando.
—Señorita —dijo el agente con paciencia—, lo más probable es que esté muerto. Y si sigue con vida, no se dedicará a robar bolsos. Buscará algo de comer. Lucha por la supervivencia. —El policía sonrió con gravedad—. Pero no lo va a conseguir… si está vivo, caerá pronto.
Las comisuras de la dulce boca roja de mi futura esposa se inclinaron involuntariamente hacia abajo.
En algún lugar, aullaron unos perros.
—¿Oye eso? —dijo el policía, lleno de satisfacción—. Tenemos perros que lo están buscando. Si ese hombre tiene su bolso, y le aseguro que no lo tiene, lo recuperaremos en un santiamén.
Amy echó un vistazo a su alrededor, buscando a la señorita Hostetter; pero la señorita Hostetter no estaba allí.
El sentimiento de impotencia la debilitó hasta el extremo de tener que sentarse en un banco, junto a un cartel que decía: «¿Podría ser el silicio la solución a sus problemas?».
Amy cayó en una depresión que reconoció al instante; era la depresión que siempre sentía cuando terminaba una buena película. Las luces del cine se encendían y le robaban el júbilo, el sentimiento de importancia y el amor que, en realidad, no tenía derecho a reclamar. Ella sólo era una espectadora; una entre tantos.
—¿Ha oído los perros? —preguntó el del quiosco a un cliente, detrás de Amy—. Me han dicho que son de una raza especial. Los sabuesos son los perros más agradables del mundo, pero los que están buscando a Barrow tienen algo de coonhound. Se les puede enseñar a ser duros… para que se encarguen de los clientes difíciles.
Amy se levantó súbitamente y se acercó al quiosco de golosinas.
—Quiero una barrita de chocolate, de las grandes, de las de veinticinco centavos. Y una de coco, una Butterfinger, una de esas cosas de caramelo… y unos cacahuetes —dijo.
—¡Marchando, señorita! Se va a dar un verdadero festín, ¿eh? Tome… pero tenga cuidado de no estropear esa figura con demasiados dulces.
Amy regresó a la fábrica y se metió en un autobús de la empresa, abarrotado de gente. Era la única chica en el autobús; los demás eran hombres del turno de noche que, cuando vieron a mi futura esposa, adoptaron una actitud exageradamente educada y atenta.
—¿Podría avisarme cuando lleguemos al edificio 227? —preguntó Amy al conductor—. No sé dónde está.
—Ni usted lo sabe ni yo lo sé —le confesó el conductor—. No me suelen pedir que vaya a ese sitio. —Bajó la visera del parabrisas y sacó un mapa sobado y doblado.
—¿Que no te lo suelen pedir? No te lo piden nunca —intervino un pasajero—. En el 227 no hay nada salvo un porrón de linternas, algunos barriles de arena y quizás una estufa panzuda. No vaya al 227, señorita.
—Un hombre ha llamado a la sección femenina y ha pedido una taquígrafa para trabajar esta noche —explicó Amy—. Creo recordar que ha dicho 227. —Miró el mapa del conductor y vio que su dedo señalaba un rectángulo minúsculo y solitario en mitad de las vías del ferrocarril. Era el 227, pero se fijó en un edificio grande que se encontraba a poca distancia, el 224— Aunque ahora que lo pienso, quizás ha dicho 224.
—¡Seguro que sí! —dijo el conductor con alegría—. Es la sección de transportes. El edificio que está buscando.
Todos los pasajeros suspiraron con alivio y miraron con afectuoso orgullo a la bonita y pequeña sureña de la que estaban cuidando tan bien.
Amy se había convertido en el último pasajero del autobús. En ese momento, el vehículo cruzaba el descampado situado entre el corazón de la fábrica y el patio del ferrocarril, una tundra de montones de escombros y desechos oxidados. Afuera, lejos de la carretera, se veía una constelación de luces de linternas que oscilaban.
—Son los policías y los perros —dijo el conductor.
—¿En serio? —preguntó Amy, distraída.
—Empezaron a buscar en el despacho donde entró anoche —explicó el conductor—. Por los ladridos de los perros, deben de estar cerca de él.
Amy asintió. Mi futura esposa estaba hablando con la señorita Hostetter en su imaginación. «Si se lo has dicho a la policía, le has matado —le decía en su mente—. Tan seguro como si le hubieras apuntado con una pistola y hubieras apretado el gatillo. ¿Es que no lo entiendes? ¿Es que no te importa? ¿Es que no te queda ni una pizca de humanidad?».
Dos minutos después, el conductor dejó a Amy delante de la sección de transportes.
Cuando el autobús desapareció, Amy se sumergió en la noche y se detuvo en el límite del patio del ferrocarril, un mar de carbonilla espolvoreada con señales luminosas de color rojo, verde y amarillo y atravesado por raíles centelleantes.
Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, su pulso se aceleró. Eligió una de entre las muchas moles que veía a su alrededor; un edificio pequeño y bajo que, con toda seguridad, sería el edificio 227, el lugar donde un hombre moribundo había dicho que esperaría a una chica con corazón.
El mundo desapareció en la distancia y fue como si la noche agarrara a Amy y la hiciera girar como un tapón. Corrió por el mar de carbonilla, hacia el edificio. Cuando llegó, mi futura esposa se apoyó en los desgastados tablones, jadeando, y se esforzó por oír algo más que el rugido de la sangre en sus sienes.
Notó un movimiento en el interior y suspiró.
Amy caminó hacia la puerta, pegada a la pared externa. Alguien había arrancado el candado y el picaporte de la madera vieja.
Llamó a la puerta y susurró:
—Hola. Le he traído algo de comer.
Amy oyó una respiración, pero nada más.
Empujó la puerta.
En la cuña de la débil luz grisácea que entró por la puerta, se encontraba la señorita Hostetter.
Las dos mujeres se atravesaron con la mirada, como deseando borrarse mutuamente, con expresiones en blanco.
—¿Dónde está? —preguntó Amy al fin.
—Muerto —contestó la señorita Hostetter—. Está muerto… detrás de los barriles.
Amy inició un paseo sin rumbo fijo por toda la habitación, arrastrando los pies. Se detuvo cuando llegó al punto más alejado posible de la señorita Hostetter, de espaldas a ella.
—¿Muerto? —murmuró.
—Tan muerto como una piedra.
—¡No hables de él con tan poco respeto! —protestó mi futura esposa.
—Lo siento, pero está muerto como una piedra —insistió la señorita Hostetter.
Amy se giró hacia ella.
—No tenías derecho a quitarme mi grabación —declaró, enfadada.
—Esa grabación no era de nadie —puntualizó la señorita Hostetter—. Además, me pareció que no tendrías el valor necesario para hacer algo al respecto.
—Pues lo tenía —afirmó Amy—, y supuse que estar sola era lo menos que podía esperar. Pensé que habrías ido a la policía.
—Pues no he ido —afirmó la señorita Hostetter—. Además, tendrías que haber imaginado que estaría aquí… tú, precisamente tú, tendrías que haberlo sabido.
—¿Yo? Es la mayor sorpresa que me he llevado en toda mi vida —declaró Amy.
—Tú me has traído aquí, querida mía —dijo la señorita Hostetter. Durante unos instantes, pareció que la expresión de su cara se iba a relajar; pero sus músculos se tensaron y las austeras líneas de su rostro se mantuvieron firmes—. Dijiste muchas cosas de mi vida, Amy, y las oí todas. Todas me dolieron… y aquí estoy. —Se miró las manos y movió lentamente sus rápidos y exactos dedos—. ¿Todavía soy un fantasma? ¿He dejado de ser un fantasma por haber hecho esta locura de excursión para ver a un hombre muerto?
Los ojos de mi futura esposa se llenaron de lágrimas.
—Oh, siento haberte hecho daño… Tú no eres un fantasma. Claro que no lo eres. Nunca lo has sido. —Amy estaba abrumada por la lástima que le daba aquella mujer solitaria y severa—. Estás llena de amor y de piedad. Si no lo estuvieras, no habrías venido.
La señorita Hostetter no pareció afectada por sus palabras.
—¿Y por qué has venido tú, Amy?
—Porque estaba enamorada de él —respondió. El orgullo de mujer enamorada le enderezó la espalda, llevó el rubor a sus mejillas y le hizo volver a sentirse bella e importante—. Porque le amo.
La señorita Hostetter sacudió su hogareña cabeza con expresión triste.
—Si es verdad que estabas enamorada de él, échale un vistazo. Tiene un amoroso cuchillo en su amoroso regazo y una sonrisa amorosa que te habría encanecido el pelo.
Amy se llevó una mano a la garganta.
—Ah.
—Al menos, ahora somos amigas. ¿No es verdad, Amy? —preguntó la señorita Hostetter—. Ya es algo, ¿no crees?
Amy sonrió con debilidad y respondió lánguidamente.
—Oh, sí, sí… es mucho.
—Será mejor que nos marchemos —dijo su jefa—. Los hombres y los perros están a punto de llegar.
Las dos salieron del edificio 227 mientras los hombres y los perros zigzagueaban por el descampado, a medio kilómetro de distancia.
Las dos subieron a un autobús de la empresa delante de la sección de transportes y se mantuvieron en silencio durante el largo y sombrío camino de vuelta a la puerta principal.
Ya en su destino, llegó el momento de separarse. Debían ir a paradas distintas de autobús.
Con esfuerzo, consiguieron hablar.
—Adiós —dijo Amy.
—Te veré por la mañana —dijo la señorita Hostetter.
—Saber lo que se debe hacer es tan difícil para una chica… —confesó mi futura esposa, dominada por un sentimiento de debilidad y de nostalgia.
—No tiene por qué ser fácil. De hecho, creo que nunca lo ha sido.
Amy asintió con sobriedad.
—Ah, Amy… —La señorita Hostetter le puso una mano en el brazo—. No te enfades con la empresa. No tienen la culpa; sólo quieren que sus cartas estén bien escritas.
—Lo intentaré.
—En algún lugar hay un joven encantador que está buscando a una joven encantadora como tú. Y mañana, será otro día —dijo la señorita Hostetter, cuya figura se difuminó y se volvió fantasmal entre el humo y el frío de Pittsburgh—. ¿Sabes que necesitamos? Un buen baño caliente.
Cuando Amy se arrastró como un fantasma a través de la niebla y llegó a su parada de autobús, me encontró allí, como un fantasma.
Los dos fingimos, con dignidad, que el otro no estaba allí.
Y de repente, mi futura esposa se vio superada por el terror que había conseguido dominar por un tiempo.
Rompió a llorar, se apoyó en mí y yo le di golpecitos en la espalda.
—Caramba, otro ser humano —dije.
—Nunca sabrá hasta qué punto lo soy —dijo ella.
—Puede que sí. Podría intentarlo.
Lo intenté y lo sigo intentando. Y os ofrezco el brindis de un hombre feliz: que los cálidos manantiales de la sección femenina no se sequen nunca.