AL MANDO

Earl Harrison era un creador de imperios por naturaleza, molesto por ser más bajo que la mayoría de los hombres, enormemente musculoso, hecho a sí mismo, incapaz de relajarse y obsesionado por ser el centro de atención en cualquier acto. Los callos de sus manos eran tan duros como la espalda de un cocodrilo. Se ganaba la vida construyendo carreteras y, a sus treinta y tantos años, era cada vez más rico. Legiones de camiones, bulldozers, niveladoras, excavadoras, apisonadoras, asfaltadoras y palas hidráulicas llevaban su nombre a todos los rincones del estado.

Pero ser propietario del equipamiento y contemplar su colosal trabajo le gustaba más que los lujos que le podía deparar. Casi todo el dinero que ganaba iba directamente al negocio, que crecía y crecía y crecía sin obstáculo a la vista.

A excepción de los puros, los trenes a escala y el buen whisky, Earl llevaba una vida espartana. Trabajaba con los operarios de sus máquinas y la mayor parte del tiempo se vestía como ellos, con calzado resistente y prendas desgastadas de color caqui. Su casa era pequeña y su joven y bella mujer, Ella, no tenía criados. El pasatiempo de las maquetas de trenes encajaba a la perfección con Earl, porque consistía en construir y controlar un mundito complicado y lleno de acción con máquinas maravillosas. Y al igual que su negocio, su imperio de contrachapado creció tanto como si estuviera bajo la dirección de Napoleón. En la imaginación de Earl, el modelismo de trenes podía llegar a ser tan real e importante como los asuntos del mundo a escala natural.

Metal contra metal, las grandes ruedas de la negra y contundente 482 pasaron con un estruendo sobre el tembloroso puente. La locomotora, conocida como la Old Spitfire en la red ferroviaria, entró por la boca del túnel, agitando los traqueteantes y chirriantes vagones de carga que arrastraba, y salió cinco segundos después con el rugido de un demonio herido.

Era sábado por la mañana y Earl Cojinete Harrison estaba a los mandos. Sus ojos, de color gris plomizo, eran rendijas bajo la visera de su gorra de rayas. Su mercancías iba con retraso, avanzando hacia el Este por la vía por donde estaba a punto de pasar, en dirección contraria, un tren de pasajeros. Entre la Old Spitfire y la seguridad del apartadero siguiente se encontraba la curva más traicionera de Harrisonburg y del Earl City Railroad, la Horquilla de la Viuda.

El tren de pasajeros silbó lastimeramente en la distancia. Cojinete apretó los dientes. Sólo se podía hacer una cosa. Cuando la Old Spitfire pasó ante el depósito de agua y tomó la curva, apretó a fondo el acelerador.

Los raíles se retorcieron bajo la furia del mercancías. De repente, en el punto más cerrado de la curva, la locomotora empezó a dar sacudidas. Cojinete gritó. La locomotora se salió de la vía y los vagones la siguieron en su estrepitosa caída por el terraplén.

Se hizo el silencio.

—¡Maldita sea! —gruñó Earl. Cortó la electricidad, se levantó del taburete y se inclinó sobre el lugar donde la Old Spitfire yacía tumbada.

—Se le han doblado la biela principal y la lateral —se lamentó Harry Zellerbach. Earl y él llevaban dos horas en el sótano, llevando y trayendo trenes míticos de mercancías y de pasajeros, incansablemente, entre la caldera y el descalcificador.

Earl puso la Old Spitfire en los raíles y la movió hacia delante y hacia atrás para probar.

—Sí… y se le ha mellado la tolva. —Earl lo dijo con gravedad y suspiró—. La Old Spitfire fue la primera locomotora que compré cuando empecé con la maqueta. ¿Te acuerdas, Harry?

—Claro que me acuerdo, Cojinete.

—Pues la Old Spitfire va a seguir en marcha hasta que me canse de los trenes.

—Hasta que las ranas críen pelo —dijo Harry con satisfacción. Tenía un motivo para estar satisfecho con ello. El alto, delgado y pálido hombre, que se pasaba la vida metido en sótanos, era propietario de la tienda local de modelismo. En términos de su modesto concepto de riqueza, había encontrado un filón con Earl Harrison. No había nada en escala H0 que Earl no comprara.

—Hasta que las ranas críen pelo —repitió Earl. Sacó una lata de cerveza de detrás de una montaña hecha de escayola y bebió por el mundo que era enteramente suyo y que seguía creciendo.

—Earl… —lo llamó su esposa, Ella, desde lo alto de las escaleras del sótano—. La comida se está enfriando, cariño. —Lo dijo con tono educado y de disculpa, aunque era la tercera vez que lo llamaba.

—Ya voy, ya voy. Estaré en un periquete.

—Por favor, Earl —gritó su madre—. Ella ha preparado una comida maravillosa y se va a pasar si no subes inmediatamente.

—Ya voy —dijo Earl, distraído, mientras intentaba enderezar la biela principal de la Old Spitfire con un destornillador—. Mamá, ¿podéis hacerme el favor de tranquilizaros un poco? Sólo serán un par de segundos.

La puerta de lo alto de las escaleras se cerró con un chasquido y Earl suspiró, aliviado.

—Te juro por Dios, Harry, que esta casa parece últimamente una hermandad femenina. Mujeres, mujeres.

—Sí, ya me lo imagino. Aunque podría ser peor —observó Harry—. En lugar de tener a tu madre de visita, podrías tener a tu suegra como yo. Tu madre parece una dama encantadora.

—No hay ninguna duda al respecto. Lo es —dijo Earl—. Pero me sigue tratando como si yo fuera un niño y me saca de quicio. Ya no soy un niño.

—Pasaré la voz, Cojinete —dijo Harry, siempre fiel.

—Valgo diez veces más de lo que mi viejo valía y mis responsabilidades son cien veces mayores.

—Y que lo digas, Cojinete.

—Earl… —insistió Ella—. Cojinete, cariño…

—¡Earl! —bramó su madre—. Estás siendo muy grosero.

—¿Lo comprendes ahora? —dijo Earl a Harry—. Igual que si yo fuera un niño. —Earl se giró hacia la escalera—. ¡He dicho que ya subo! —Earl volvió a lo suyo—. La Old Spitfire está destrozada, pero ¿a quién le importa? Las mujeres siempre están diciendo que los hombres deberían intentar comprender mejor su psicología, pero dudo que dediquen ni diez segundos al año a intentar ver las cosas desde el punto de vista de un hombre.

—Cuánta razón tienes, Cojinete.

—Earl, por favor… caray —protestó Ella.

—Estaré arriba en un santiamén.

Cojinete no subió hasta veinte minutos después, y la comida estaba fría. Harry Zellerbach rehusó la poco entusiasta invitación de Ella con la excusa de que todavía debía llevar algunos pasadores y vigotas a un hombre que estaba montando una maqueta de la Constitution en su sótano.

Earl se quitó la gorra y el pañuelo rojo de jefe de máquinas y besó primero a su madre y luego a su esposa.

—¿Qué pasa, que el guardagujas te ha retrasado? —preguntó Ella.

—Es que tenía muchos envíos urgentes para la defensa nacional —intervino la madre de Earl—. No podía dejar en la estacada a los chicos del frente porque la comida se estuviera quedando fría. —Era ligera como un pajarito, extremadamente femenina, y parecía necesitar protección; pero el destino le había dado seis hijos pendencieros, de los que Earl era el mayor, y se tuvo que acostumbrar a ser tan rápida y astuta como una mangosta para meterlos en vereda. Habría dado cualquier cosa por tener una hija dulce y frívola y, en cambio, había aprendido judo y a atar corto—. Si cortas el suministro ferroviario a las tropas, tendrán que abandonar el calentador de agua y retirarse a la caja de fusibles.

—Aaaaaah —dijo Earl, sonriendo con una mezcla de timidez e irritación—, creo que estoy en mi derecho de relajarme de cuando en cuando. No tengo por qué disculparme. —Hasta dos días antes, cuando llegó su madre, no se le había pasado por la cabeza que alguien esperara una disculpa de él. Ella no lo había molestado con la maqueta hasta entonces. De repente, se había abierto la veda para los modelistas de trenes.

—Las mujeres también tienen sus derechos —observó su madre.

—Han conseguido el voto y el acceso a los bares —dijo Earl—. ¿Qué quieren ahora? ¿Participar en las pruebas de lanzamiento de peso masculino?

—Un poco de cortesía —protestó su madre.

Él no dijo nada; se acercó a su montón de revistas y se llevó una a la mesa. Por casualidad, la revista se abrió en un anuncio de maquetas de tanques y de piezas de artillería a escala H0 y verosímiles hasta en el menor de los detalles. Earl escudriñó la fotografía, intentando hacer caso omiso del artículo que la rodeaba para tener más sensación de realismo.

—Earl… —dijo Ella.

Cojinete, te está hablando tu esposa, la compañera que te acompañará toda la vida —intervino su madre.

—¿Qué? —preguntó Earl, dejando la revista a regañadientes.

—Me preguntaba si no podríamos salir a cenar juntos esta noche… para variar —contestó Ella—. Podríamos ir al Lou’s Steak House y…

—Esta noche no, cariño —dijo Earl—. Tengo que solucionar un problema con el sistema de bloqueo.

—Sé bueno —dijo su madre—. Llévala a cenar, Earl. Id los dos solos. Yo me quedaré aquí y me prepararé algo.

—Pero si salimos… salimos muchas veces —se defendió Earl—. ¿No salimos juntos el martes pasado, Ella?

Ella asintió ligeramente.

—Fuimos al almacén para ver la locomotora nueva con turbina de gas. Estaba en una exposición.

—Oh, qué maravilla —se burló la madre—. Nadie me ha llevado nunca a ver una locomotora.

Earl sintió que el rubor del enfado se extendía por su nuca.

—¿A cuento de qué viene esto? ¿Es que ahora me necesitáis todo el tiempo? Trabajo mucho y creo que tengo derecho a divertirme mucho. ¿Qué hay de malo en que me gusten los trenes? ¿Qué tienen de malo los trenes?

—Los trenes no tienen nada de malo, querido —dijo su madre—. No sé qué sería del mundo sin los trenes. Pero también hay otras cosas importantes. Trabajas de lunes a viernes quién sabe dónde, vuelves a casa tan agotado que no puedes ni saludar y pasas los fines de semana en el sótano. ¿Qué tipo de vida le estás ofreciendo a Ella?

—Mamá… —intervino Ella, en un intento muy poco creíble de detenerla.

—¿Por quién crees que trabajo de diez a doce horas diarias? ¿De dónde crees que sale el dinero para pagar esta casa, esta comida, los coches y la ropa? Adoro a mi esposa y trabajo como una bestia por ella.

—¿Y no podrías encontrar un punto medio? —dijo su madre—. Tu pobre mujer…

—Escucha un momento —la interrumpió Earl—. En el negocio de la construcción de carreteras, al hombre que intenta encontrar un punto medio, se lo comen vivo.

—¡Menuda imagen! —ironizó su madre.

—Pues es la verdad. Además, mi esposa sabe que la he invitado a jugar un montón de veces. Puede bajar y sumarse a la diversión cuando le apetezca. ¿No es cierto, Ella? Muchas esposas comparten el interés de sus maridos por las maquetas.

—En efecto —dijo Ella—. La esposa de Harry Zellerbach sabe instalar vías, devanar un transformador y hablar durante horas sobre las locomotoras articuladas 4664 y las pequeñas 040.

—Bueno, es que algunas mujeres pueden ir demasiado lejos; creo que Maude Zellerbach se lo toma demasiado en serio —dijo Earl—. Pero Ella se podría divertir si le concediera una oportunidad. Le regalé una Browser M1 482 para su cumpleaños y no la ha sacado del depósito de locomotoras en seis meses.

—¿Cómo has podido, Ella? —dijo la madre de Earl—. Si yo tuviera mi propia Browser, no me quedaría un segundo libre para las labores de la casa.

—Vale, ya os habéis divertido a mi costa. Ahora, dejad que este hombre coma en paz. Tengo muchas cosas que pensar.

—Esta tarde podríamos salir a dar una vuelta en el coche —dijo Ella—. Podríamos enseñarle la zona a mamá y tú podrías pensar al aire libre.

El ambiente de conspiración sólo sirvió para que Earl se pusiera cabezota. No iba a permitir que lo engatusaran.

—Desgraciadamente, Harry espera una remesa esta tarde y me va a permitir que sea el primero en echarle un vistazo. Con la escasez de metal, las remesas son pequeñas y Harry vende los productos al primero que aparece. Id vosotras. Yo me tengo que quedar.

—Ah, es como tener por hijo a un drogadicto —se quejó su madre—. No lo crié para que fuera así.

—Aaaaaah —volvió a decir Earl. Sus ojos se clavaron en la revista y vio un artículo que, irónicamente, hablaba de un hombre cuya esposa había pintado un fondo para su maqueta con graneros pequeños, almiares, montañas de cumbres nevadas, nubes, pájaros y todo lo demás.

—Earl, hace cuatro meses que no llevas a Ella a cenar o al cine. Deberías sacarla esta noche —dijo su madre.

—Da igual, mamá —dijo Ella.

Earl dejó la revista.

—Madre, te quiero con toda mi alma, como todo buen hijo debería querer a su madre; pero ya no soy tu niño —declaró Earl sin alterarse—. Soy un hombre adulto con derecho a tomar sus propias decisiones y no voy a permitir que controles mi vida. Entre Ella y yo no hay ningún problema. Salimos siempre que tengo un rato libre. ¿No es verdad, Ella?

—Sí —contestó Ella. Pero arruinó la afirmación de inmediato—. Supongo.

—Como ya he dicho, esta tarde llega un envío y, además, el sistema de bloqueo se ha estropeado. Así que, sintiéndolo mucho…

—Ella te podría echar una mano con el sistema de bloqueo —dijo su madre—. Te podría ayudar esta tarde y de ese modo tendrías libre la noche.

—Eso es cierto, Earl —dijo Ella.

—Bueno, es que… en fin, quiero decir que… —Earl se encogió de hombros—. De acuerdo.

Ella trabajó tan dura como animosamente en el sótano. Sus finos dedos eran hábiles, y Earl sólo tuvo que hacerle una demostración para que cogiera el tranquillo a soldar y empalmar cables.

—¡Recórcholis, Ella! —dijo Earl—. Deberíamos haberlo hecho antes. Es divertido, ¿verdad?

—Sí —contestó, mientras dejaba caer una gota de soldadura sobre una conexión.

Earl, que se movía afanosamente por el borde de la maqueta, abrazaba a Ella con pasión cada vez que pasaba a su lado.

—¿Lo ves? Nunca lo sabes hasta que lo intentas…

—No, nunca.

—Y cuando termines con ese circuito, que es el último, empezará la diversión de verdad —declaró Earl—. Cuando los trenes echen a andar y veas cómo funciona el sistema.

—Si tú lo dices… Ya está. He terminado.

—Excelente.

Entre los dos, escondieron los cables del sistema de bloqueo bajo las traviesas de las vías.

A continuación, Earl le pasó un brazo alrededor del cuerpo y le dio un largo discurso, que por momentos fue poético, filosófico y técnico sobre el funcionamiento de una maqueta. Al final, la sentó en el taburete con un gesto de grandiosidad, llevó la mano de su esposa a los mandos y le puso la gorra de jefe de máquinas en la cabeza, donde se le encajó hasta la altura de las orejas.

Los grandes y oscuros ojos de Ella quedaban casi ocultos bajo la visera y brillaban como los ojos de un animal acorralado en un agujero poco profundo.

—Bueno, veamos qué situación podemos crear —dijo Earl.

—Te costará encontrar una situación más increíble que ésta —comentó su esposa, mirando sombríamente el paisaje de la miniatura, mientras esperaba instrucciones.

Earl, que estaba sumido en sus pensamientos, dijo:

—Hay una diferencia entre el ferrocarril de juguete de un niño y un ferrocarril como Dios manda. Un niño sólo querría que su tren diera vueltas y más vueltas; pero toda esta maqueta está pensada para llevar a cabo misiones de transporte como en el mundo real.

—Me alegra que haya una diferencia.

—Vale, ya tengo la situación. Pongamos que un gran cargamento de carne congelada acaba de llegar a los almacenes de Earl City para que se envíe a Harrisonburg.

—Oh, Dios mío —dijo ella, sintiéndose impotente.

—No te asustes. Sólo tienes que tranquilizarte y pensarlo bien —dijo Earl con afecto—. Coge la Baldwin diesel, la locomotora para maniobras; después, recoge los contenedores del almacén, llévalos a la plataforma de carga, dirígete a la planta de congelados, cruza el puente en dirección sur y ve a la estación de clasificación. Luego, sacas tu Browser del depósito de locomotoras, la enganchas a los vagones que tengas a mano, cargas los contenedores y te pones en marcha.

—Ah.

—Venga, te echaré una mano esta vez.

Earl se puso detrás de su esposa y la envolvió con sus brazos mientras pulsaba botones y dispositivos.

Varias horas después, los dos seguían en el sótano; pero ahora estaban sentados uno junto al otro, en sendos taburetes, delante del panel de control.

Extasiado y fresco como una margarita, Earl cerró un circuito. Una locomotora diesel eléctrica, de nariz chata, salió retumbando de una vía muerta, recogió una fila de vagonetas y empezó a ascender lentamente por una larga cuesta de escayola hacia la zona de carga de carbón. «¡Ding ding ding ding!», sonó la campana del cruce, y un robot minúsculo salió de su caseta e hizo oscilar un farol.

Exhausta, pero clavada tristemente en su puesto, Ella condujo su tren de pasajeros por un paso inferior, debajo de la locomotora diesel eléctrica.

Earl pulsó un botón, Ella pulsó otro y las dos locomotoras se silbaron con alegría entre sí.

—Ella… —gritó la madre de Earl desde lo alto de la escalera—. Si Earl y tú vais a ir a cenar, será mejor que os vistáis.

—Parece que sólo han sido unos minutos, ¿verdad? —Earl rió—. ¡Se nos ha ido toda la tarde como si nada! —añadió con un chasquido de dedos.

Ella tomó de la mano a su esposo y fue como si volviera a la vida, como si fuera un pez al que habían desenganchado de un anzuelo y devuelto a unas frías y profundas aguas.

—Vamos —dijo Ella—. ¿Qué me pongo? ¿Adónde podemos ir? ¿Qué vamos a hacer?

—Sube y empieza a arreglarte. Yo subiré en un periquete, en cuanto devuelva el equipo a los depósitos.

Como final grandioso a su tarde de camaradería en el sótano, Earl y Ella habían puesto en funcionamiento la práctica totalidad de las máquinas con ruedas del pequeño mundo, así que Earl tenía una misión complicada por delante si quería ordenarlo todo mientras Ella se duchaba y se vestía. Si hubiera cogido las miniaturas y las hubiera puesto donde deseaba, habría terminado en uno o dos minutos: pero habría preferido robar del cepillo de una iglesia antes que hacer semejante cosa. Con potencia propia, arrastrándose a velocidades a escala, los convoyes se dirigieron a sus destinos respectivos, donde se separaron los vagones y las locomotoras.

Las señales se encendían y se apagaban, las barreras de los pasos a nivel subían y bajaban y el orgullo y la euforia llenaban el alma de Cojinete Harrison, que tenía aquel pedazo del universo exactamente donde quería, en sus manos.

Sobre el barullo a escala de la maqueta, Earl oyó que la puerta exterior del sótano se abría y se cerraba. Se dio la vuelta y vio a Harry Zellerbach, que sonreía mientras abrazaba una caja grande y pesada contra su pecho.

—¡Harry! Caray, pensé que te habías olvidado de mí. He estado esperando toda la tarde a que me llamaras por teléfono.

Cojinete, me olvidaría antes de mi propio nombre que de ti —dijo Harry. Lanzó una mirada llena de intención a la caja que llevaba y guiñó un ojo—. Casi todo lo que ha llegado esta tarde era basura o trastos que ya tienes, así que no me he molestado en llamarte. Pero hay una cosa, Cojinete… —volvió a mirar la caja, esta vez con timidez coqueta—. Descontando a mi mujer, serás el primero en verlo. Los demás ni siquiera imaginan que lo tengo.

Earl le agarró del brazo.

—¡Eres todo un amigo!

—Intento serlo, Cojinete. —Harry dejó la caja en el borde de la maqueta y alzó la tapa lentamente—. Es la primera que llega al estado, Cojinete.

En el interior de la caja, brillando como una tiara, descansaba una larga y estilizada locomotora naranja, negra y plateada.

—La Westinghouse de turbina a gas… —dijo Earl con voz ronca, sobrecogido.

—Ha sido una ganga. Te la dejo a sólo sesenta y ocho dólares con cuarenta y nueve centavos, prácticamente a precio de coste. Tiene un silbato incorporado.

Earl la colocó en la vía con reverencia y activó la corriente. Harry se puso a los mandos sin decir una palabra y su amigo la acechó por la maqueta, hechizado, sin dejar de admirar aquel sueño de locomotora desde todos los ángulos posibles, llamando la atención de Harry cuando la ilusión de realidad resultaba particularmente asombrosa.

—Earl… —Ella lo llamó.

Earl no contestó.

¡Cojinete!

—¿Sí? —respondió, distraído.

—Si queremos ir a cenar, será mejor que subas.

—Pon otro plato en la mesa, ¿quieres? Harry se va a quedar. —Earl se giró hacia Harry—. Te quedarás, ¿verdad? Querrás estar aquí cuando descubramos lo que esta muñeca es capaz de hacer.

—Será un placer, Cojinete.

—Te recuerdo que íbamos a salir a cenar —dijo Ella.

Earl se enderezó.

—Ah… caramba. Es verdad, íbamos a salir.

—Escucha esto —dijo Harry. La locomotora soltó un silbido profundo, fuerte y disonante.

Earl sacudió la cabeza con admiración.

—¡El lunes! —gritó a Ella—. ¡Saldremos el lunes! Acaba de pasar algo importante, cariño… te va a encantar cuando lo veas.

—Earl, casi no hay nada en casa para cenar —dijo Ella, desolada.

—Sándwiches, sopa, queso… cualquier cosa. No te molestes por nosotros.

—Fíjate en la energía de reserva, Cojinete —dijo Harry—. Va a subir esa cuesta a media potencia y sin ningún problema. Mira, mira…

—¡Guau! —exclamó Earl. Justo entonces, notó que alguien le ponía una mano en el hombro—. Ah, hola, mamá… —Earl señaló la nueva locomotora—. ¿Qué te parece eso? Lo que estás viendo aquí es la nueva era de los ferrocarriles, mamá. Las turbinas.

—Earl, no puedes hacerle esto a Ella. Se había arreglado y estaba tan entusiasmada… y tú la dejas plantada sin más.

—¿Es que no has oído que lo hemos dejado para otro momento? Saldremos el lunes en lugar de salir hoy. Además, ahora está loca por la maqueta. Lo comprenderá. Hemos pasado un buen rato aquí, esta tarde.

—Pues yo no había visto a una persona tan decepcionada en toda mi vida —observó su madre.

—No es algo que tú estés en posición de entender.

Su madre le dio la espalda sin decir una palabra más y se marchó.

Ella llevó sándwiches, sopa y cerveza a Earl y a Harry, que le dieron las gracias de forma galante.

—Ya lo verás, cariño. El lunes saldremos y nos lo pasaremos en grande —dijo Earl.

—Bien —dijo Ella sin ningún entusiasmo—. Bueno. Me alegro.

—¿Mamá y tú vais a cenar arriba?

—Mamá se ha marchado.

—¿Que se ha marchado? ¿Adónde?

—No lo sé. Pidió un taxi y se marchó.

—Siempre ha sido así. Se le mete algo en la cabeza y zas, antes de que te des cuenta, se ha marchado por cualquier locura. No hay nada que la retenga. Es condenadamente independiente.

El teléfono sonó y Ella se disculpó para ir a contestar.

—Es para ti, Harry —dijo—. Es tu esposa.

Cuando Harry Zellerbach volvió al sótano, sonreía de oreja a oreja. Se acercó a Earl, le pasó un brazo por encima de los hombros y, para sorpresa de su amigo, le empezó a cantar el cumpleaños feliz.

—Cumpleaños feliz, te desee-a-mos todos, cumpleaños feeeliiz —concluyó.

—Te lo agradezco mucho, pero mi cumpleaños fue hace nueve meses.

—¿Sí? Oh. Qué extraño.

—¿A qué te refieres?

—Bueno… tu madre acaba de pasar por mi tienda y te ha comprado un regalo. Le ha dicho a mi mujer que era para tu cumpleaños —contestó—. Maude me ha llamado para que yo fuera el primero en felicitarte.

—¿Qué ha comprado? —preguntó Earl.

—Será mejor que no te lo diga, Cojinete. Tiene que ser una sorpresa. Ya te he dicho más de lo que debía.

—¿Algo en escala H0? —preguntó Earl, intentando sonsacarlo.

—Sí… se ha asegurado de que lo fuera. Pero no te voy a decir nada más.

—Ah, ya vuelve —dijo Earl, que oyó el susurro de los neumáticos al pasar por la grava del vado—. Es una dama encantadora, ¿verdad?

—Es tu madre, Cojinete —dijo Harry, muy serio.

—Antes tenía un carácter de mil demonios y corría como el viento… de cuando en cuando, me alcanzaba y me daba una buena zurra. Aunque, ¿sabes una cosa? Todas las veces me estuvo bien empleado. Pero bien.

—Las madres siempre saben lo que es mejor, Cojinete.

—Madre —dijo Ella en lo alto de la escalera—, ¿dónde te habías metido? Por todos los santos, ¿qué vas a hacer? Madre…

—Rápido —susurró Earl a Harry—, simulemos que estamos haciendo algo en la maqueta para que no sospeche que sabemos lo del regalo. Dejemos que nos sorprenda.

Los dos se pusieron a trastear con los trenes, como si no hubieran oído los pasos en la escalera.

—Venga, probemos con una situación nueva, Harry —dijo Earl—. Hay una convención de masones en Harrisonburg y tenemos que preparar un par de trenes especiales para… —Dejó la frase sin terminar. Harry miraba el pie de la escalera con consternación.

Un grito espeluznante rasgó el aire.

Earl se giró hacia su madre, el vello de la nuca se le había erizado.

Y su madre volvió a gritar.

—¡Eeeeeaaaaaaaaarl!

Earl soltó un grito ahogado y retrocedió. Su madre lo miraba fijamente a través de unas gafas protectoras de aviador. Sostenía un B-36 y lo hacía descender y ascender con sonidos terroríficos.

—¡Madre! ¿Qué estás haciendo?

—¿Divertirme? Rrrrrrrrrrrummm. Piloto a bombardero. Bombardero a piloto. Roger Wilco. Runmnrunrun.

—¿Es que te has vuelto loca?

La madre de Earl circunvaló ruidosamente la caldera, haciendo rizos y toneles volados con la nave.

Roger Wilco. Roooo. Ra-ta-ta-ta-ta-ta. ¡Le he dado!

Earl cortó la electricidad de la maqueta y esperó impotentemente a que su madre reapareciera por detrás de la caldera.

Surgió con un rugido y, antes de que Earl se lo pudiera impedir, se subió a la maqueta con una agilidad sorprendente y puso un pie en un cañón y el otro, en un lago hecho con un espejo. El contrachapado crujió con su peso.

—¡Madre! ¡Bájate!

—¡Bombas fuera! —gritó. Soltó un silbido penetrante y le pegó una patada a un puente, que saltó en pedazos—. ¡Bum!

El bombardero empezó a ascender otra vez.

Mmmmmmm. Piloto a bombardero. ¿Está preparada la bomba atómica?

—¡No, no, no! —rogó Earl—. ¡Madre, por favor…! ¡Me rindo! ¡Lo dejo!

—No, la bomba atómica no —dijo Harry, horrorizado.

—Está preparada —dijo ella con gravedad. El bombardero trazó un picado, apuntando hacia el depósito de locomotoras—. ¡Allá va! ¡Fiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiuuuuuu!

La madre de Earl se sentó con todas sus fuerzas en el depósito.

—¡Blam!

Después, se bajó de la maqueta y subió a la casa antes de que Earl pudiera reaccionar.

Cuando Earl subió al fin, asombrado y derrotado, sólo encontró a su esposa. Ella estaba sentada en el sofá, con las piernas estiradas. Parecía aturdida.

—¿Dónde está mamá? —preguntó Earl. No había enojo en su voz; sólo sobrecogimiento.

—Se ha ido a ver una película —contestó Ella sin mirar a su esposo, con la mirada perdida en un espacio blanco de pared—. El taxi la estaba esperando.

Blitzkrieg —dijo Earl, sacudiendo la cabeza—. Cuando esa mujer se pica, se pica de verdad.

—Ya no está enfadada. Cantaba como una alondra cuando subió del sótano.

Earl masculló algo y cambió de posición.

—¿Qué? —preguntó Ella.

Él se ruborizó y echó los hombros hacia atrás.

—He dicho que supongo que me lo merecía —volvió a mascullar.

—¿Cómo?

Earl carraspeó.

—He dicho que siento haberte dejado en la estacada esta noche. Está visto que a veces no pienso con claridad. Pero todavía estamos a tiempo de ir a ver una película… ¿Te apetece salir conmigo?

—¡Eh, Cojinete! —exclamó Harry Zellerbach, entrando en tromba en la habitación—. ¡Es alucinante! ¡Es increíble!

—¿El qué?

—Parece como si lo hubieran bombardeado de verdad. No es broma. Si le haces una fotografía ahora mismo y se la enseñas a la gente, dirán: «Eso sí que es un campo de batalla». Iré a la tienda, desmontaré unas cuantas ametralladoras de las maquetas de aviones y esta noche pondremos pintura de camuflaje a tus trenes y convertiremos un par en trenes armados.

Además, tengo media docena de tanques Pershing a escala H0 que te podría prestar.

Los ojos de Earl se iluminaron con entusiasmo, como lámparas incandescentes que se encendieran, y se volvieron a apagar.

—Alcemos bandera blanca y dejémoslo por esta noche, Harry. Ya sabes lo que Sherman dijo sobre la guerra: «Prefiero ver lo que puedo hacer para conseguir una paz honrosa».