GUARDIÁN DE LA PERSONA

«Desearía que no hubiera tanto dinero», dijo Nancy Holmes Ryan, «te juro que desearía que no estuviera allí». Nancy llevaba casada una hora y media. Conducía con su esposo de Boston a Cape Cod. El momento era el mediodía de un día de finales de invierno; el paisaje, un mar plomizo, casas de campo cerradas, chaparros que aún aferraban sus hojas marrones, arbustos de arándanos con las ramas heladas…

«Esa cantidad de dinero es embarazosa», continuó Nancy, «lo digo en serio». No lo decía en serio de verdad; o por lo menos, no demasiado. Sufría el limbo particular que se extiende desde la boda hasta la noche de bodas. Como muchas doncellas en ese limbo, descubrió que su propia voz le sonaba irreal, como un eco en un cubo enorme de hojalata; oyó que esa voz hablaba con una intensidad disparatada y se oyó expresando opiniones extravagantes como si fueran el lecho de su alma.

No eran el lecho de su alma. Nancy se estaba marcando un farol al fingir que amaba esto y odiaba aquello; estaba afrontando tan bien como podía el confuso hecho del limbo, de no ser nada ni nadie ni de ningún sitio hasta que su vida nueva, su vida de casada, empezara realmente.

Segundos antes, Nancy se había embarcado en una diatriba sorprendentemente amarga contra las casas de estuco y la gente que vivía en ellas. Le había hecho prometer a su esposo que no vivirían nunca en una casa de estuco. Tampoco lo decía en serio.

Ahora, fuera de control, sin decirlo verdaderamente en serio, Nancy deseaba que su esposo fuera pobre.

Él estaba muy lejos de ser pobre. Estaba valorado en alrededor de doscientos mil dólares.

El marido de Nancy era estudiante de ingeniería en el M.I.T. Se llamaba Robert Ryan, hijo. Robert era alto, tranquilo, agradable y educado, pero retraído con frecuencia. Se había quedado huérfano a los nueve años de edad. Desde ese momento, estuvo al cuidado de sus tíos de Cape Cod. Como muchos huérfanos menores con mucho dinero, Robert tuvo dos guardianes: uno para sus finanzas y otro para su persona. La Merchants Trust Company de Cape Cod era su guardián financiero; su tío Charley Brewer, el guardián de su persona. Y Robert no se dirigía únicamente a Cape Cod para pasar su luna de miel, sino también para tomar el control absoluto de su herencia. El día de su boda había coincidido con el día de su vigésimo primer cumpleaños, y la tutela financiera de su cuenta bancaria había llegado legalmente a su final.

Robert se encontraba en su propio limbo. No estaba para hablar. Se comportaba de forma casi completamente mecánica, en armonía con el automóvil y poco más. Sus respuestas a su parlanchina, rosada y flamante mujer eran tan automáticas como sus respuestas ante la carretera.

Una y otra vez, Nancy hablaba y hablaba.

—Preferiría empezar sin nada —dijo—. Desearía que mantuvieras el dinero lejos de mí… que lo dejaras en el banco para un caso de urgencia.

—Entonces, olvídalo —dijo Robert. Pulsó el encendedor del coche, que hizo clic un momento después. Robert se encendió un cigarrillo sin apartar los ojos de la carretera.

—Voy a seguir trabajando. Nos las arreglaremos con nuestros propios medios —declaró Nancy. Era secretaria en el departamento de admisiones del M.I.T. Robert y ella sólo se conocían desde dos meses antes de casarse—. Viviremos con lo que podamos ganar por nuestra cuenta.

—Bien —dijo Robert.

—No sabía que tuvieras ni un céntimo cuando dije que me casaría contigo.

—Lo sé.

—Espero que tu tío lo sepa.

—Se lo diré —dijo Robert. Ni siquiera le había dicho a su tío Charley que tuviera intención de casarse. Iba a ser una sorpresa.

Lo de dar grandes sorpresas era típico de Robert, porque tomaba las decisiones en soledad. Incluso a la temprana edad de nueve años, había tomado la decisión de que, por algún motivo, era importante que mostrara una dependencia emocional muy escasa hacia sus tíos. En todos los años que vivió con ellos, sólo se hizo un comentario sobre su costumbre de mantener las distancias. Su tía Mary dijo en cierta ocasión que Robert era su huésped.

La tía Mary ya había muerto. El tío Charley seguía con vida y se iba a reunir con Robert para comer en el Atlantic House, el bar restaurante que estaba enfrente del banco. Charley vagaba por todo Cape Cod en un viejo, enorme y triste Chrysler y se dedicaba a llamar a puertas de desconocidos; era vendedor estrictamente a comisión de una combinación de ventanas y contraventanas de aluminio especiales para tormentas.

—Espero caerle bien a tu tío —dijo Nancy.

—Le gustarás. No te preocupes por eso.

—Me preocupo por todo —sentenció.

En calidad de guardián financiero de Robert, la Merchants Trust Company de Cape Cod tenía unos requisitos determinados que satisfacer el día del vigésimo primer cumpleaños de Robert. Le tenían que dar un montón de documentos para que los firmara y le tenían que dar la contabilidad de los doce años de su custodia.

En el banco lo esperaban a la una y media.

En cuanto al otro guardián de Robert, su tío Charley, el guardián de su persona, no tenía que hacer nada en particular aquel día. Desde un punto de vista legal, la responsabilidad de Charley hacia el chico se acababa de evaporar así como así, automáticamente.

Pero Charley no iba a renunciar sin más. A fin de cuentas, Charley no tenía hijos, adoraba a Robert y pensaba que criarlo había sido lo mejor que su esposa y él habían hecho con sus vidas. En consecuencia, Charley planeó una pequeña ceremonia sentimental de capitulación para antes de que Robert fuera al banco.

Charley no sabía nada del matrimonio de Robert, así que el plan de Charley era sólo para dos personas.

Charley entró en el Atlantic House media hora antes de lo acordado. Se dirigió al bar del restaurante, eligió una mesa pequeña para dos, se sentó y esperó.

Varias personas del bar lo conocían y asintieron a modo de saludo. Los que lo conocían bien, se llevaron una sorpresa al verlo en la zona del bar porque Charley no se había atrevido a tomar una copa en ocho años. No se había atrevido a beber porque era alcohólico. Una caña de cerveza bastaba para empujar a Charley a una juerga que podía durar semanas.

Le tomó nota una camarera nueva, que no lo conocía. La camarera se acercó a la barra y lo anunció en voz alta y clara. «Un bourbon con hielo», dijo. Lo dijo sin emoción alguna. Ella no podía saber que estaba dando una gran noticia, que Charley Brewer se iba a tomar una copa después de ocho años secos como el polvo.

Charley consiguió su copa. Ned Crosby, el propietario del Atlantic House, apareció con ella.

Cuando la camarera dejó la bebida delante de Charley, Ned se sentó en la silla que estaba enfrente de él.

—Hola, Charley —dijo Ned, atento, con suavidad.

Charley dio las gracias a la camarera por la bebida y disfrutó tomándose su tiempo antes de saludar a Ned.

—Hola, Ned. Me temo que tendrás que dejar esa silla muy pronto. Mi chico llegará en cualquier momento.

—¿La copa es para él? —preguntó Ned.

—Es para mí —respondió con una sonrisa serena.

Los dos hombres tenían cuarenta y muchos años; los dos se estaban quedando calvos y los dos habían pasado por el alcoholismo. Además, habían sido compañeros de farra años atrás, habían jurado dejar el alcohol al mismo tiempo y habían ido juntos a su primera reunión de Alcohólicos Anónimos.

—El chico cumple veintiún años hoy, Ned. Hoy se convierte en un hombre.

—Me alegro por él —declaró Ned, que señaló la copa—. Supongo que eso es para celebrarlo.

—Es para celebrarlo —dijo Charley sin más. No hizo ademán alguno de tocar la bebida. No pensaba beber hasta que Robert llegara al local.

Cualquier desconocido que observara a Charley y a Ned habría llegado a la conclusión de que Ned estaba arruinado y Charley nadaba en la abundancia. Se habrían equivocado por completo. Ned, regordete y humilde, con su arrugada ropa deportiva como si colgara de un simple perchero, sacaba treinta mil dólares al año del Atlantic House. Charley, alto y elegante, luciendo un mostacho británico, ganaba más o menos una décima parte con la venta de ventanas y contraventanas para tormentas.

—¿Llevas un traje nuevo, Charley? —preguntó Ned.

—No, es uno que tenía desde hace tiempo —respondió Charley. De hecho, el traje, oscuro, caro y muy señorial tenía dieciséis años; era un recuerdo de la época en la que Charley había sido realmente el hombre rico que parecía. Al igual que la persona de la que era guardián, Charley también había heredado mucho dinero. Lo perdió todo en una serie de empresas a cual más fantástica: una fábrica de persianas venecianas, una cadena de natillas congeladas, un transbordador que haría el trayecto entre Hyannis y Nantucket e incluso un proyecto para aprovechar el vapor que los volcanes italianos expulsaban.

—No te preocupes por la copa, Ned.

—¿He dicho yo que esté preocupado?

—No hay que tener mucha imaginación para adivinar lo que estás pensando —contestó Charley. Una celebración era la trampa más obvia en la que un alcohólico podía caer, y Charley lo sabía de sobra.

—Es lo más halagador que me han dicho en toda la semana —afirmó Ned.

—Esta no es una celebración normal y corriente, Ned.

—Ninguna lo es, Charley.

—Lo que hoy celebro es lo único que ha salido realmente bien.

—Hum —dijo Ned. Su cara mantuvo una expresión alegremente socarrona—. Sigue adelante y celebrarlo si quieres… pero no aquí.

Charley cerró la mano alrededor de la copa y dijo:

—Será aquí y será muy pronto.

El gesto dramático de tomarse una copa respondía a un plan de Charley; llevaba demasiado tiempo esperando ese momento como para renunciar a él. Era plenamente consciente del peligro que la bebida representaba. A decir verdad, estaba muerto de miedo. Era una prueba tan aterradora como cruzar las cataratas del Niágara caminando sobre una cuerda.

Pero el peligro era la clave del asunto.

—Ned, ese chico me va a mirar con espanto cuando yo beba. ¿Y sabes lo que me va a pasar? —Charley se inclinó hacia delante—. Nada —se volvió a echar hacia atrás—. Mírame con espanto si quieres; que todo el mundo me mire con espanto. Hasta puedes vender entradas. Podrías venderlas a buen precio, porque el espectáculo lo merece. ¡Charley Brewer se va a tomar su primera copa en ocho años y se la va a tomar de golpe sin que la bebida le afecte! ¿Y sabes por qué?

Charley formuló la pregunta con tanta energía que se oyó en todo el bar.

—¿Sabes por qué no me va a afectar ese veneno? —continuó, señalando la copa. Se respondió a sí mismo con voz suave y sibilante—. Porque hoy, mis pensamientos están completamente ocupados con un éxito absoluto. Hoy, mis fracasos no me van a asaltar en manada, farfullando y graznando.

Charley sacudió la cabeza con un gesto de gratitud y de incredulidad y añadió:

—Ah, ese chico, ese magnífico chico mío… Ned, hoy me puedo tomar una copa porque hoy no soy un hombre decepcionado.

Robert Ryan hijo detuvo el coche en el aparcamiento adoquinado que estaba detrás del Atlantic House. Era la primera parada en su vida de casado, y su flamante esposa llevaba la cuenta de todas las primeras ocasiones.

—Esta es nuestra primera parada —dijo Nancy Holmes Ryan. Fingió que memorizaba el lugar, que encontraba algo poético en la parte trasera de una tienda de baratillo, de una tienda de radios y del bar restaurante Atlantic House—. Siempre me acordaré de que este sitio fue el primero donde nos detuvimos.

Robert salió del coche de inmediato, se acercó a la portezuela de Nancy y se la abrió.

—Espera —dijo ella—. Ahora que estamos casados, tendrás que aprender a esperar un poco. —Nancy giró el retrovisor del coche para poder mirarse en él—. Tendrás que aprender que una mujer no puede afrontar las cosas tan deprisa como un hombre. Necesita prepararse un poco.

—Lo siento.

—Especialmente, si va a conocer a un familiar nuevo. —Nancy frunció el ceño sin apartar la vista del espejo y, en rápida sucesión, practicó toda una serie de expresiones por las que podía ser juzgada—. Además, casi no sé nada de él.

—¿Del tío Charley?

—No me has dado mucha información. Dime… cuéntame un poco.

Robert se encogió de hombros.

—Es un soñador —declaró.

Nancy intentó sacar alguna conclusión a partir del dato, pero no decía gran cosa.

—¿Un soñador?

—Perdió todo lo que tenía con negocios a cual más demencial —respondió Robert.

Nancy asintió.

—Comprendo —dijo, sin comprender nada—. ¿Bob?

—¿Sí?

—¿Qué tiene eso que ver con los sueños?

—Que mi tío nunca ve las cosas como son en realidad —afirmó Robert. Su voz sonó levemente tensa—. La realidad nunca ha sido suficientemente buena para él. —La tensión de su tono aumentó en la frase siguiente—. En sus fantasías, todos los asuntos en los que se ha metido eran lo más extraordinario de lo que había oído hablar.

—Yo diría que es una buena forma de ser… —El propio tono de Nancy sonó vagamente tenso en la réplica inconsciente a Robert.

—Una forma pésima de ser —alegó con severidad.

—No veo por qué —dijo Nancy.

—El pobre hombre se apuesta la vida una y otra y otra vez en cosas que son —sacudió la cabeza con fuerza—… ¡Nada! ¡Nada en absoluto!

La amargura de Robert impresionó a Nancy y la dejó consternada.

—¿Es que no le quieres, Robert?

—¡Claro que le quiero! —bramó.

El tono de Robert se había vuelto tan duro, tan prosaico, tan solitario y poco romántico, tan inadecuado para el día de su boda que fue como una bofetada para ella. Tras un instante de asombro, no pudo contener las lágrimas. Fueron pocas y no estuvieron acompañadas por ningún sonido; pero estaban allí, a la vista, brillando en los bordes de sus ojos.

Nancy le dio la espalda.

Robert se ruborizó y sus manos sacudieron el aire en un gesto torpe.

—Lo siento —acertó a decir.

—Pareces tan enfadado…

—No lo estoy —afirmó.

—Pues has sonado como si lo estuvieras. ¿He dicho algo malo?

—No, nada… no tiene nada que ver contigo —dijo Robert, que suspiró—. ¿Ya estás preparada?

—No, ya no. No después de llorar.

—Tómate el tiempo que necesites.

Ned Crosby, el dueño del local, parecía más viejo que antes. Todavía estaba con Charley en la mesa para dos del bar. No había podido convencer a su viejo amigo para que renunciara a tomarse una copa. Cada vez que le daba un argumento nuevo, Charley se mostraba más radiante con el glamour de su plan.

Ned se levantó y Charley lo miró con afecto y humor.

—¿Te vas? —preguntó Charley.

—Me voy —dijo Ned.

—Espero haberte tranquilizado —dijo Charley con despreocupación.

—Claro —contestó Ned, forzando una sonrisa—. Prosit, skoal y a tu salud.

—Venga, tómate una copa con el chico y conmigo —lo desafió.

—Estoy tentado, pero me aterra que el mundo no se muestre dispuesto a cooperar.

—¿Qué podría salir mal? —preguntó Charley.

—No lo sé, ni tú tampoco; pero afuera hay un mundo terriblemente ocupado y lleno de gente que se mueve muy deprisa con sus grandes y disparatadas ideas propias. En cuanto nos bebiéramos esa primera copa, dando por sentado que el día iba a ser perfecto, aparecería alguien de repente y diría o haría exactamente lo justo para destruirlo todo.

Al final de su discurso, Ned intentó robarle la copa a Charley; pero no fue suficientemente rápido. Antes de que la pudiera alcanzar, Charley se puso en pie y alzó la copa para saludar a Robert, que estaba en la entrada del local.

Con tres tragos bravos y enormemente ceremoniosos, Charley se la tomó.

Nancy Holmes Ryan contempló la escena a través de la abertura pequeña que quedaba entre el hombro de su marido y el marco de la puerta. La abertura se ensanchó enseguida y ella se quedó sola en el umbral porque Robert se apresuró a acercarse a su tío.

Había un tercer hombre con ellos, de aspecto desaliñado y gesto de preocupación. El tercer hombre era, por supuesto, Ned, el dueño del establecimiento. De los tres, el único que parecía feliz era Charley.

—No te preocupes —dijo Charley a Robert.

—No… no estoy preocupado.

—No he vuelto a beber. No había tomado una copa desde que te marchaste. Esta es una copa especial. —Charley dejó el vaso con un movimiento melodramáticamente irrevocable—. Una, sólo una; una copa y nada más. ¿He sido motivo de vergüenza para el Atlantic House, Ned? —preguntó, mientras se giraba hacia su amigo.

—No —contestó Ned.

—Ni lo voy a ser —insistió Charley, que señaló la silla que tenía enfrente—. Siéntate, persona —dijo a Robert.

—¿Persona? —preguntó su sobrino.

—¿Qué crees que he estado custodiando durante doce años enteros? —dijo Charley—. ¿Qué te apetece tomar?

—Tío Charley… —empezó Robert, con intención de presentarle a Nancy.

—¡Pero siéntate, siéntate! —dijo Charley con vehemencia—. Sea lo que sea lo que nos tengamos que decir, digámoslo cómodos.

—Tío Charley —repitió Robert—… Me gustaría presentarte a mi esposa.

—¿Tú qué?

Hasta entonces, Charley ni siquiera se había fijado en Nancy. Cuando Robert señaló en su dirección, Charley permaneció sentado, mirándola con desconcierto.

—Mi esposa —volvió a decir Robert, tímidamente.

Charley se levantó sin apartar la vista de Nancy. Sus ojos estaban extrañamente vacíos.

—Encantado de conocerte —dijo.

Nancy le dedicó una reverencia leve.

—Encantada de conocerte —dijo ella.

—No he entendido tu nombre…

—Nancy —dijo Nancy.

—Nancy —repitió Charley.

—Nos hemos casado esta mañana —intervino Robert.

—Comprendo —Charley parpadeó varias veces y contorsionó el rostro como intentando ver mejor. Y entonces, al caer en la cuenta de que sus muecas se podían interpretar como un síntoma de embriaguez, se explicó en voz alta—. Es que se me ha metido algo en el ojo.

A continuación, Charley se giró hacia su amigo.

—No estoy borracho, Ned.

—Nadie ha dicho que lo estés, Charley.

—Creo —dijo Charley— que la mesa se nos ha quedado pequeña.