27

Empezaron a entrar en el estado durante los dos días siguientes. Algunos venían en grupos, otros solos, pero siempre por carretera, nunca en avión. Estaba la pareja que se registró en el hotelito de las afueras de Sangerville. Aquella pareja que se besaba y se hacía arrumacos como los jóvenes amantes que aparentaban ser, unos amantes que sin embargo dormían en camas separadas en su habitación doble. Estaban los cuatro hombres que desayunaron a toda prisa en Miss Portland Diner, en Marginal Way, y sin quitarle ojo al monovolumen negro en que habían venido. Cada vez que alguien se aproximaba a él, se ponían tensos y sólo se relajaban cuando pasaba de largo.

Y estaba el hombre que venía de Boston y se dirigía hacia el norte en un camión, evitando, siempre que podía, las carreteras interestatales, hasta que al final se encontró entre bosques de pinos y un lago que brillaba en lontananza. Miró el reloj, pensó que aún era demasiado temprano y volvió a Dolby Pond y a La Casa Exotic Dancing Club. Se imaginó que había otras formas peores de pasar unas horas.

La peor de las previsiones se cumplió: el juez de la Corte Suprema, Wilton Cooper, revocó el fallo del Tribunal Superior de Primera Estancia Estatal por el cual se le denegaba la fianza a Aaron Faulkner. En las horas que precedieron al fallo, el fiscal Bobby Andrus y su equipo presentaron las conclusiones en contra de la fianza en el despacho de Wilton Cooper, argumentando que estaban convencidos de que Faulkner se daría a la fuga y de que los testigos potenciales estarían expuestos a la intimidación. Cuando el juez les preguntó si tenían alguna prueba nueva que presentar, Andrus y su equipo se vieron obligados a admitir que no.

En su alegato, Jim Grimes argumentó que la acusación no había presentado pruebas suficientes para demostrar que Faulkner había cometido crímenes capitales. También expuso las pruebas médicas que habían realizado tres autoridades en la materia. Las tres pruebas concluían que la salud de Faulkner se estaba agravando en la cárcel (pruebas que el mismo Estado era incapaz de rebatir, ya que sus propios médicos habían encontrado que Faulkner padecía una enfermedad, aunque no pudieron precisar de qué enfermedad se trataba, salvo que perdía peso por días, que tenía una fiebre más alta de lo normal y que tanto la tensión arterial como el ritmo cardiaco eran anormalmente altos), que el estrés que le provocaba el hecho de estar encarcelado estaba poniendo en peligro la vida de su cliente, contra el que la acusación aún no había sido capaz de hacer recaer ningún cargo fundamentado, y que resultaba injusto e inhumano que su cliente siguiese en la cárcel mientras la acusación intentaba acumular pruebas suficientes para sostener el caso. Puesto que su cliente requeriría una vigilancia médica intensiva, no había riesgo real de fuga, y por ese motivo solicitaban que se fijara una fianza acorde con las circunstancias.

Al emitir su fallo, Cooper desestimó la mayor parte de mi declaración basándose en la reputación tan poco fiable que yo tenía como testigo y determinó que el fallo de no conceder la fianza emitido por un tribunal inferior había sido erróneo, ya que la acusación no había aportado las pruebas suficientes para demostrar que Faulkner hubiera cometido un delito capital en el pasado. Además, admitió el alegato de Jim Grimes según el cual la debilitada salud de su cliente implicaba que no suponía ninguna amenaza para la integridad del proceso judicial y que la necesidad de un tratamiento médico continuado disipaba el riesgo de fuga. Fijó la fianza en un millón y medio de dólares. Grimes comunicó que el depósito se haría en efectivo. Faulkner, que estaba esposado en una sala contigua bajo la custodia de los oficiales de justicia, iba a ser liberado de inmediato.

Como el fiscal Andrus había previsto la posibilidad de que Cooper concediera la fianza, se dirigió a regañadientes al FBI para pedirle que entregasen a Faulkner, una vez fuese liberado, una orden judicial de detención acusado de delitos federales. Pero Andrus no tuvo la culpa de que en la orden judicial hubiese un defecto de forma: algún funcionario escribió mal el nombre de Faulkner, lo que supuso la nulidad del documento. Cuando Faulkner abandonó los juzgados, nadie le hizo entrega de ninguna orden judicial.

Fuera del Juzgado Número Uno había un tipo, sentado en un banco, que llevaba una cazadora Timberland. Hizo una llamada telefónica. A dieciséis kilómetros de distancia, sonó el móvil de Cyrus Nairn.

—Tienes vía libre…

Cyrus apagó el teléfono y lo arrojó a los arbustos que había junto a la carretera. Arrancó el coche y condujo hasta Scarborough.

Tan pronto como Grimes apareció delante de las escaleras del juzgado, los flashes de las cámaras fotográficas abrieron fuego, pero Faulkner no lo acompañaba. Un Nissan Terrano, en cuya parte trasera iba Faulkner cubierto con una manta, giró a la derecha y se dirigió hacia el aparcamiento de Public Market, en la calle Elm. Por encima del coche zumbaba un helicóptero. Lo seguían dos coches. La oficina del fiscal general no estaba dispuesta a que Faulkner desapareciese en las profundidades de la colmena.

Un Buick amarillo abollado se paró detrás del Terrano cuando llegó a la entrada del aparcamiento, y provocó que se cortara el tráfico. El Terrano no tuvo que detenerse a la entrada del aparcamiento para recoger el ticket porque todo estaba calculado al milímetro: mientras el guardia jurado estaba distraído intentando sofocar un fuego intencionado en un cubo de basura, alguien inutilizó la máquina expendedora de tickets con pegamento, de modo que las barreras de entrada y de salida estaban levantadas a la espera de que reparasen el desperfecto.

El Terrano pasó deprisa, pero el Buick que lo seguía se paró en seco delante de la entrada y la bloqueó. Transcurrieron unos segundos cruciales antes de que los policías se dieran cuenta de lo que estaba pasando. El primero de los coches policiales dio marcha atrás y se dirigió a toda velocidad a la rampa de salida. Dos agentes que salieron del segundo coche corrieron hacia el Buick, sacaron al conductor y despejaron la entrada.

Cuando los agentes encontraron el Terrano, hacía mucho que Faulkner se había largado.

A las siete de la tarde, Mary Mason salió de su casa, situada al final de Seavey Landing, para acudir a una cita con el sargento MacArthur. Desde su casa se divisaba la marisma y las aguas del río Scarborough, que fluían alrededor de la franja ojival de Nonesuch Point y desembocaban en el mar en Saco Bay. Para ella, MacArthur representaba su primera pareja seria desde que se divorció, hacía tres meses, y tenía esperanzas de que la relación se afianzara. Conocía al policía de vista y, a pesar de su aspecto desaliñado, le encontraba cierto atractivo a su aire general de abatimiento. En su primera cita no hubo nada que la obligara a reconsiderar su primera impresión. De hecho, él había estado de lo más encantador y, cuando la llamó la noche anterior para confirmar que la segunda cita seguía en pie, se pasaron casi una hora hablando por teléfono, cosa que, sospechó, a él debió de sorprenderle tanto como a ella.

Ya estaba a un paso del coche cuando un tipo se acercó a Mary Mason. Salió de entre los árboles que preservaban su casa de la curiosidad del vecindario. Era un tipo bajo y jorobado, con una melena negra que le llegaba hasta los hombros. Tenía los ojos casi negros, como los de ciertas criaturas nocturnas que viven bajo tierra. Se disponía a sacar del bolso el spray paralizador cuando el tipo le dio un revés en la cara y la tiró al suelo. Antes de que le diese tiempo a reaccionar, la inmovilizó hincándose de rodillas encima de sus piernas. Sintió un dolor en el costado, un dolor inmenso y ardiente, a medida que el cuchillo le entraba por debajo de las costillas y empezaba a deslizarse hacia el estómago. Quiso gritar, pero él le había tapado la boca con la mano y todo lo que podía hacer era revolverse en vano, mientras el cuchillo seguía su trayectoria.

Y justo en el momento en que creyó que ya no podría aguantar más, que iba a morir de dolor, oyó una voz y vio aproximarse, por encima del hombro de su agresor, una figura enorme y robusta, detrás de la cual había un Chevy, hecho un trasto, en punto muerto. Tenía barba y llevaba un chaleco de piel encima de una camiseta. Mary vio que tenía un tatuaje de una mujer en el antebrazo.

—¡Eh, tú! —dijo Bear—, ¿qué coño estás haciendo?

Cyrus no quería utilizar la pistola. Había decidido hacerlo lo más en silencio posible, pero el tipo grande y extrañamente familiar que corría por el sendero del garaje en dirección a él no le dejó elección. Se levantó y, antes de que pudiese terminar de rajarla, se sacó la pistola del cinturón y abrió fuego.

Dos monovolúmenes blancos tomaron el desvío de Medway por la Interestatal 95 y siguieron por la carretera 11, atravesando por East Millinocket, para dirigirse a Dolby Pond. En el primer monovolumen iban tres hombres y una mujer, todos ellos armados. El segundo lo ocupaban un hombre y una mujer, también armados, y el reverendo Aaron Faulkner, que leía en silencio, en la parte de atrás del vehículo, una Biblia apoyada en una bandeja abatible. En aquel momento, cualquier médico estatal podría comprobar que la temperatura del viejo predicador era normal y que todos los síntomas de su presunta enfermedad habían empezado a remitir.

La llamada de un móvil rompió el silencio en el interior del segundo monovolumen. Uno de los hombres contestó con brevedad. Después se volvió hacia Faulkner.

—En este instante va a aterrizar —le dijo al anciano—. Nos estará esperando cuando lleguemos. Todo va según lo previsto.

Faulkner asintió, pero no dijo nada. Seguía con los ojos fijos en la Biblia y en las diversas pruebas a que fue sometido Job.

Cyrus Nairn estaba sentado al volante de su coche en Black Point Market bebiéndose una Coca-Cola. La tarde era calurosa y necesitaba refrescarse. El aire acondicionado del coche estaba estropeado. De todas formas, a Cyrus eso no le importaba mucho: una vez que la mujer estuviese muerta, se desharía del coche y se dirigiría al sur. Sería el final de todo. Tendría que soportar aquella incomodidad, pero, a fin de cuentas, aquello no era nada comparado con lo que estaba a punto de soportar la mujer.

Terminó de beberse el refresco, condujo hacia el puente y arrojó la lata por la ventanilla al agua. En Pine Point, las cosas no le habían ido según lo previsto. En primer lugar, cuando él llegó, la mujer ya había salido de la casa y enseguida se dispuso a buscar el spray paralizador que llevaba en el bolso, lo que le obligó a tener que abordarla en la calle. En segundo lugar, se presentó aquel tipo enorme y no le quedó otra elección que utilizar la pistola. Durante un momento, temió que la gente hubiese escuchado el disparo, pero no sintió ningún tipo de alboroto ni tampoco gritos. Para colmo, Cyrus se vio forzado a salir a toda prisa y a él le gustaba tomarse su trabajo con calma.

Miró el reloj y, moviendo los labios en silencio, contó del diez al cero. Cuando llegó al uno, creyó oír una explosión amortiguada proveniente de Pine Point. Al mirar por la ventanilla del coche, una columna de humo subía desde allí: el coche de Mary Mason estaba ardiendo. La policía o los bomberos no tardarían en acudir y encontrarían a la mujer y el cadáver del hombre. Había preferido dejar a la mujer agonizante en vez de muerta. Quería oír la sirena de la ambulancia y sentir el aturdimiento que padecería el policía MacArthur, incluso a pesar del riesgo que corría si ella lograba facilitarle una descripción de su agresor. Sospechaba que no la había rajado lo suficiente y que podría sobrevivir a las heridas. Se preguntaba si no la habría dejado demasiado cerca del coche, si no estaría quemándose. Porque no quería que hubiese ninguna duda en torno a la identidad de ella. Eran detalles insignificantes, pero a Cyrus le preocupaban. La perspectiva de que lo capturasen, en cambio, no le preocupaba lo más mínimo: Cyrus preferiría morir antes que volver a la cárcel. Le habían prometido la salvación, y los que gozan de la promesa de la salvación no le temen a nada.

A su derecha ascendía una carretera de muchas curvas que bordeaba un bosquecillo. Cyrus aparcó el coche en un lugar donde nadie pudiese verlo y, con el estómago tenso por la excitación, avanzó colina arriba. Echó a andar entre los árboles y pasó por delante de un cobertizo en ruinas que había a la izquierda. Una casa blanca resplandecía enfrente de él. Los cristales de las ventanas reflejaban los últimos rayos del sol. Muy pronto, la marisma estaría también envuelta en llamas y las aguas se volverían de color naranja y rojo.

Sobre todo de rojo.

Mary Mason estaba tumbada de espaldas en el césped, mirando con fijeza el cielo. Había visto al jorobado tirar el artefacto dentro de su coche, con la espoleta retardada echando humo, y se imaginó de qué se trataba, pero estaba paralizada, incapaz de mover las manos para restañar la hemorragia y no tenía posibilidad alguna de apartarse del coche.

Empezaba a debilitarse.

Estaba muriéndose.

Notó que algo le rozaba la pierna y consiguió levantar un poco la cabeza. Al avanzar dolorosamente hacia ella, el hombretón había dejado un largo reguero de sangre. Ya se encontraba casi al lado de la mujer, reptando con dificultad con sus uñas rotas y manchadas de sangre. Cuando estuvo a su lado, le agarró la mano y se la apretó contra la herida del costado. Mary gritó ahogadamente a causa del dolor, pero él la obligó a mantener la presión.

Luego, la agarró por el cuello de la camisa y empezó a arrastrarla poco a poco para alejarla del coche. Mary Mason soltó un alarido, aunque procuraba mantener la mano presionada sobre la herida, hasta que Bear ya no pudo tirar más de ella. El hombretón se dejó caer en el tronco del viejo árbol que había en el jardín, con la cabeza de ella apoyada en sus piernas, y puso su mano encima de la de la mujer para mantener la presión. La anchura del tronco del árbol les sirvió de escudo cuando, unos segundos más tarde, la bomba explosionó dentro del coche, hizo añicos los cristales del automóvil y de las ventanas de la casa y propagó una oleada de calor que fue rodando sobre el césped hasta tocar la punta de los pies de ella.

—Aguanta —dijo Bear jadeante—. Aguanta un poco. Vendrán enseguida.

Roger Bowen estaba sentado bebiéndose tranquilamente una cerveza en una esquina del pub Tommy Condon's, en Church Street, allá en Charleston. Tenía el teléfono móvil encima de la mesa. Esperaba recibir una llamada que le confirmase que el predicador se encontraba a salvo y de camino hacia Canadá. Bowen estaba mirando su reloj de pulsera cuando dos jóvenes, que rondaban los treinta años, pasaron junto a él, bromeando y dándose empujones. El que estaba más cerca de Bowen tropezó con la mesa y el móvil se cayó al suelo. Bowen se levantó furioso. El joven le pidió disculpas y puso el teléfono en la mesa.

—Jodido gilipollas —le insultó Bowen.

—Oiga, tranquilo —le dijo el joven—. Le he dicho que lo siento.

Ambos jóvenes salieron del pub dedicándose un gesto de complicidad. Bowen los vio subirse a un coche y alejarse.

Dos minutos más tarde sonó el teléfono.

Durante los segundos que transcurrieron antes de presionar la tecla es probable que el teléfono le resultase un poco más pesado de lo normal y que le diese la impresión de que con la caída se le había arañado un poco.

Pulsó la tecla verde y se llevó el móvil a la oreja justo en el momento en que una explosión le arrancó de cuajo ese lado de la cabeza.

Cyrus Nairn se encontraba de pie delante de la casa con un mapa en la mano, fingiendo haberse perdido. No tenía madera de actor, ni falta que le hacía, ya que en la casa no se apreciaba ningún movimiento. Echó a andar hacia la puerta mosquitera y miró a través de ella. Como los goznes de la puerta estaban bien engrasados, la abrió sin hacer ruido. Entró lentamente e inspeccionó todas las habitaciones, asegurándose de que estaban vacías, pendiente por si aparecía el perro, hasta que llegó a la cocina.

El hombretón estaba delante de la mesa de la cocina, bebiendo leche de soja en un tetrabrik. Llevaba una camiseta con la leyenda KLAN KILLER. Miró a Cyrus con sorpresa. Se disponía a echar mano de la pistola que tenía encima de la mesa cuando Cyrus abrió fuego y el tetrabrik reventó en medio de un torbellino de leche y sangre. El hombretón cayó hacia atrás, y rompió una silla. Cyrus se quedó mirándolo hasta que vio que el vacío se había apoderado de sus ojos.

Oyó un ladrido proveniente de la parte trasera de la casa. Era un perro joven y tonto, y a Cyrus lo único que le preocupaba era que sus ladridos hubiesen puesto a la mujer sobre aviso. Con sigilo, miró por la ventana de la cocina y vio que la mujer paseaba por el jardín, cerca de la linde de la marisma, y que el perro estaba con ella. Se encaminó a la puerta trasera y salió en cuanto comprobó que la mujer no podía verlo. Rodeó la casa pegado a la pared. Vio a la mujer de nuevo. Estaba fuera de su parcela, en una zona en la que crecía la maleza. Cada vez se alejaba más de la casa, agachándose de vez en cuando para cortar flores silvestres. Apreció la hinchazón del vientre de la mujer y su deseo en cierto modo se entibió. A Cyrus le gustaba jugar con las mujeres antes de liquidarlas. Nunca había intentado jugar con una embarazada y algo le decía que no iba a disfrutar con aquello, aunque él siempre estaba abierto a experiencias nuevas. La mujer se desperezó, llevándose una mano a la espalda, y Cyrus se ocultó de nuevo entre las sombras. Pensó que era una mujer guapa, con aquella cara tan blanca realzada por su melena pelirroja. Aspiró y procuró tranquilizarse. Cuando volvió a mirar, ella se había adentrado en la maleza y se acercaba al brillo vespertino de las aguas. El perro corría delante de ella. Cyrus dudó si aguardar a que regresase a la casa, pero temía que alguien subiese por aquella carretera llena de curvas y viese su coche, en cuyo caso podrían atraparle. No, allí fuera le protegían los árboles y la maleza, y los arbustos le servirían de parapeto cuando la abordase.

Cyrus desenvainó el cuchillo y, sujetándolo cerca del muslo, se fue hacia la mujer.

La avioneta Cessna se ladeó y fue descendiendo despacio hacia el lago Ambajejus. Cuando amerizó, fue rebotando en el agua antes de pararse del todo, con las alas levemente inclinadas mientras se acercaba al viejo embarcadero. El hombre que pilotaba la Cessna se llamaba Gerry Szelog y lo único que le habían pagado por hacer aquel vuelo era el combustible. No importaba, porque Gerry era creyente, y los creyentes hacen siempre lo que les piden, sin recibir nada a cambio. En el pasado, la Cessna de Szelog había transportado armas, fugitivos y, en una ocasión, el cuerpo de una periodista que había metido la nariz donde no debía y que descansaba en el fondo de Carolina Shoals. Un par de días antes, Szelog había estado explorando el lago en un vuelo operado por Katahdin Air Service, una línea aérea que tenía su base en Spencer Cove. También había comprobado los horarios de vuelo para asegurarse de que los pilotos de la Katahdin no estuvieran por los alrededores haciendo preguntas cuando él amerizase.

La Cessna se detuvo y un hombre surgió de detrás de un árbol en la orilla. Szelog vio que llevaba un mono de faena azul que le ondeaba un poco mientras corría hacia la avioneta. Sería Farren, el responsable de ultimar los detalles de la operación. Szelog salió de la pequeña cabina y saltó al embarcadero para reunirse con aquel hombre que se acercaba.

—Según lo previsto —dijo Szelog, y se quitó las gafas de sol.

Se detuvo.

El hombre que tenía ante sí no era Farren, porque Farren se suponía que era blanco y aquel hombre era negro. También tenía una pistola en la mano.

—Sí —le dijo el hombre—. Ten por seguro que vas a morir según lo previsto.

A Cyrus le llevó unos segundos darse cuenta de por qué la mujer parecía absorta en su propio mundo, ya que de otra manera habría oído el disparo. Se detuvo en la orilla de un riachuelo, agarró un pequeño bolso que llevaba colgado a la cintura y presionó un botón del discman para buscar la canción que quería. Cuando la encontró, volvió a colocarse el aparato en la cintura y siguió paseando entre los árboles, con el perro delante de ella. El animal se había detenido una o dos veces a mirar hacia atrás, hacia el lugar en que se hallaba Cyrus, que avanzaba encorvado entre la maleza con mucha cautela, pero la vista del perro no era lo suficientemente buena como para distinguirlo entre la hierba que se mecía al viento. Tenía empapados los pies y el bajo de los pantalones vaqueros. Aquello le resultaba molesto, pero se acordó de la cárcel y del hedor viciado de su celda y decidió que, después de todo, estar mojado no era tan grave. La mujer rodeó la linde del bosquecillo y casi la perdió de vista, aunque Cyrus aún podía distinguir el traje celeste moviéndose entre los troncos y los arbustos. Los árboles le proporcionarían el escondite que necesitaba.

Acércate ahora, pensó Cyrus.

Ya queda poco.

Y la voz de Leonard repitió sus palabras.

Ya queda poco.

El único vehículo con el que el pequeño convoy de Faulkner se encontró cuando ascendía por Golden Road fue un enorme camión que transportaba contenedores y que tenía puesto el intermitente derecho para salir de Ambajejus Parkway. El hombre que estaba al volante levantó tres dedos a modo de saludo cuando se cruzaron. Después empezó a girar para meterse en la carretera. Miró por el espejo retrovisor y vio que los monovolúmenes giraban hacia la Fire Road 17 en dirección al lago.

Dejó de girar el camión y comenzó a dar marcha atrás.

Cyrus apretó el paso y sus cortas piernas pugnaron por acortar la distancia que le separaba de la mujer. En aquel momento la vio con mayor claridad. Había salido de la arboleda y estaba en campo abierto, con la cabeza agachada, apartando a su paso la maleza, que enseguida volvía a su sitio. Cyrus vio que llevaba atado al perro. No le importó mucho. Era poco probable que el animal reaccionara con rapidez ante la amenaza que representaba Cyrus, en el caso de que llegara a reaccionar. La hoja del cuchillo de Cyrus medía unos doce centímetros. Le cortaría el cuello al perro con la misma facilidad con que se lo cortaría a la mujer.

Cyrus dejó atrás la sombra de los árboles y se adentró en la marisma.

Fire Road estaba cubierta de hojas pardas y amarillas. Era una carretera flanqueada por enormes rocas, detrás de las cuales se alzaban macizos de árboles. Cuando la gente de Faulkner quedó a la vista desde la orilla del lago, la ventanilla del conductor del monovolumen que iba en cabeza se desintegró en un estallido de cristal y de plástico. Las balas abatieron al conductor y el vehículo se abalanzó hacia los árboles. La mujer que estaba a su lado intentó hacerse con el volante para girarlo a la derecha, pero entonces se produjo una nueva ráfaga de disparos que hizo añicos el parabrisas y que agujereó los laterales del vehículo. La puerta trasera se abrió y los que se encontraban dentro intentaron echar a correr para resguardarse, pero cayeron muertos antes de pisar la carretera.

El conductor del segundo monovolumen reaccionó con rapidez. Se mantuvo agachado y apretó el acelerador. Pasó derrapando alrededor del vehículo inutilizado, levantando una nube de hojarasca, y acabó estrellándose de frente contra una de las rocas que había al borde de la carretera. Aturdido, el conductor buscó debajo del salpicadero, sacó una escopeta de cañones recortados y se incorporó justo a tiempo para que una bala disparada por Louis le atravesara el pecho. Se desplomó hacia delante y la escopeta cayó de sus manos.

Mientras tanto, la mujer ya había saltado a la parte trasera del monovolumen, dispuesta a plantar cara. Agarró a Faulkner por el brazo y le dijo que corriera hacia el lago en cuanto ella abriese la puerta. Llevaba un rifle automático H K G11, capaz de disparar ráfagas de tres descargas, que consistían en un cartucho especial sin funda que era simplemente un trozo de explosivo con una bala incrustada en el centro. Contó de tres a cero, abrió la puerta y empezó a disparar. Delante de ella, un tipo bajito y gordo fue lanzado hacia atrás por el impacto de las descargas y quedó tirado en la carretera, retorciéndose. Cubierto por los disparos de la mujer, Faulkner echó a correr hacia los árboles y las aguas que se encontraban al otro lado. Ella descargó varias ráfagas hacia el borde de la carretera y luego fue tras él. Casi lo había alcanzado cuando notó un impacto en el muslo izquierdo que la hizo caer de bruces. Se dio la vuelta, tiró del cierre para dejar el arma en posición automática y siguió disparando contra los hombres que se acercaban, mientras ellos intentaban ponerse a cubierto apresuradamente. Cuando el rifle se quedó sin munición, lo arrojó a un lado y se dispuso a sacar una pistola. Una mano le tocó el brazo en el preciso instante en que iba a desenfundarla. Volvió la cabeza, pero su brazo pareció moverse unas milésimas de segundo más tarde. Apenas si tuvo tiempo de percatarse del gran diámetro del cañón del arma que le apuntaba a la cara antes de que su vida terminase.

Mary Mason oyó las sirenas y las voces de sus vecinos. Alargó una mano para hacérselo saber al hombretón, pero advirtió que estaba totalmente quieto.

Se echó a llorar.

El camión bajó dando marcha atrás hasta el paraje donde se había producido la emboscada. Abrieron las puertas traseras, bajaron una rampa y metieron en el contenedor los dos monovolúmenes inutilizados, con los cadáveres de sus ocupantes dentro. Dos hombres, que llevaban unas aspiradoras colgadas a la espalda, limpiaron la carretera de sangre y de cristales rotos.

Pero el anciano seguía corriendo a toda velocidad, a pesar de los espinos que le rasgaban los pies y de los ramajos que se le enganchaban en la ropa. Resbaló con las hojas húmedas y, cuando intentó levantarse, empuñando una pistola en la mano derecha, se dio cuenta de que lo estaban rodeando. Se puso de pie justo en el momento en que uno de sus perseguidores salía de entre los árboles y corría para cortarle el paso. Intentó darse la vuelta para dirigirse a un claro del bosque que conducía hacia el norte, pero apareció una segunda figura delante de él y el anciano se detuvo.

Faulkner arrugó la cara, en un gesto que daba a entender que lo reconocía.

—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó Ángel. Empuñaba displicentemente una pistola, con los brazos caídos.

A la derecha de Faulkner, Louis andaba con paso lento sobre la tierra y las piedras. Llevaba también una pistola. Faulkner intentó retroceder y, al darse la vuelta, se topó con mi cara. Levantó el arma. Me apuntó primero a mí, después a Ángel y, por último, a Louis.

—Adelante, reverendo —le dijo Louis, que, con un ojo cerrado, apuntaba ya a Faulkner—. Tú decides.

—Todo el mundo lo sabrá —dijo Faulkner—. Haréis de mí un mártir.

—Nunca te encontrarán, reverendo —le dijo Louis—. Lo único que sabrá la gente es que desapareciste de la faz de la tierra.

Levanté mi pistola. Ángel hizo lo mismo.

—Pero nosotros lo sabremos —le dijo Ángel—. Siempre lo sabremos.

Faulkner intentó volver su pistola contra él, pero antes de que pudiera moverse siquiera le alcanzaron tres disparos simultáneos. El anciano se convulsionó y cayó tumbado boca arriba, mirando al cielo. Por las comisuras de los labios le salían unos hilos de sangre. Los tres nos inclinamos para verlo y el cielo se borró de sus ojos. Abría y cerraba la boca, como si intentase decirnos algo, y se lamía la sangre con la lengua, para después tragársela. Cuando me vio, hizo un movimiento débil con los dedos de la mano derecha.

Lentamente y con precaución, me arrodillé.

—Tu puta está muerta —me susurró, y sus ojos se cerraron por última vez.

Cuando me incorporé y miré hacia arriba, los árboles estaban llenos de cuervos.

Cyrus tenía la boca seca. Y ya se encontraba tan cerca de ella… Nueve metros, quizá diez. Recorrió el filo del cuchillo con los dedos y vio que el perro tiraba con fuerza de la correa, obligando a su dueña a que lo siguiera, distraído por la presencia de los pájaros y de los pequeños roedores que correteaban entre la hierba. Lo que Cyrus no comprendía era por qué había atado al perro. Pensó: déjalo correr. ¿Qué daño puede hacer ese animal?

Seis metros. Sólo unos pasos más. La mujer entró en un bosquecillo que rodeaba una pequeña charca, una antesala del gran bosque que ensombrecía la marisma en dirección norte, y de repente desapareció de su vista. Delante de él, Cyrus oyó que sonaba un móvil. Corrió. Le dolían las piernas cuando llegó a los árboles. Lo primero que vio fue al perro, que estaba atado al tronco podrido de un árbol caído. El animal miró a Cyrus con perplejidad y después dio un ladrido de alegría cuando vio lo que había detrás de él.

Cyrus se volvió y el leño le dio de lleno en la cara, le rompió la nariz y lo empujó, tambaleándose, fuera de la arboleda. Intentó levantar el cuchillo y recibió un golpe en el mismo sitio. El dolor lo cegó. Sintió un vacío debajo de los talones y levantó los brazos para no caerse, aunque al final se desplomó y cayó al agua con gran estrépito. Emergió a la superficie y empezó a chapotear con la intención de alcanzar la orilla, pero Cyrus no estaba hecho para nadar. A la primera brazada le entró el pánico, al darse cuenta de la profundidad del agua. El nivel de las aguas en las marismas de Scarborough iba de metro y medio hasta casi dos metros, pero la gran marea mensual había elevado el nivel a cuatro metros, y en algunos tramos casi a cinco. Cyrus no tocaba fondo con los pies.

Recibió otro golpe en la cabeza y notó que algo se le rompía dentro de ella. Le pareció que le abandonaban las fuerzas, que sus manos y piernas se negaban a moverse. Lentamente, empezó a hundirse, hasta que la parte inferior de su cuerpo se vio rodeada de algas y de ramas caídas y los pies tocaron el lodo del fondo. De su boca salían burbujas de aire, y aquello le animó a hacer un último y desesperado intento por emerger. Tomó impulso y empezó a bracear. Veía la superficie cada vez más cerca a medida que ascendía.

Algo tiró de los pies de Cyrus. Miró hacia abajo, pero sólo vio algas y plantas. Intentó patear para deshacerse de aquello que lo sujetaba, pero sus pies estaban presos en la oscuridad y en la vegetación del fondo, como si las ramas fuesen unos dedos que le atenazaban los tobillos.

Manos. Estaba rodeado de manos. Las voces dentro de su cabeza le gritaban y le mandaban mensajes contradictorios mientras iba asfixiándose.

Manos.

Ramas.

Sólo son ramas.

Pero notaba las manos allí abajo. Notaba cómo los dedos tiraban de él, arrastrándolo cada vez más abajo y obligándolo a que se reuniese con ellas. Supo que lo esperaban en las profundidades de las aguas. Las mujeres que se hallaban en los agujeros lo estaban esperando.

Una sombra cayó sobre él. La sangre le manaba copiosamente de la herida que tenía en la cabeza y también de la nariz y de los oídos. Miró hacia arriba y vio que la mujer lo observaba desde la orilla, acompañada del perro, que a su vez escudriñaba las aguas con gesto de perplejidad. La mujer se había quitado los auriculares y los llevaba alrededor del cuello, y algo le dijo a Cyrus que aquellos auriculares estaban mudos desde el momento en que ella se percató de su presencia y empezó a atraerlo hacia el interior de la marisma. Desde el fondo, Cyrus miraba suplicante a la mujer, con la boca abierta, como si le rogase que lo salvara, pero su último aliento se lo llevó la corriente y las aguas se tragaron su cuerpo. Mientras se hundía, levantaba las manos hacia la mujer. El único movimiento que ella hizo fue llevarse la mano derecha al vientre para acariciárselo lenta y rítmicamente, como si quisiera tranquilizar a la criatura que llevaba dentro. Aquella criatura que era consciente de lo que había sucedido fuera de su mundo y que se había convulsionado por ello. El rostro de la mujer no mostraba emoción alguna. No mostraba piedad, ni vergüenza, ni culpabilidad, ni pena. Ni siquiera ira, sólo una impasibilidad que era peor que cualquier ataque de furia que Cyrus hubiese visto o tenido jamás.

Cyrus notó un último tirón en los pies cuando se ahogaba. El agua le inundaba los pulmones y el dolor de cabeza crecía a medida que se quedaba sin oxígeno. Las voces se alzaron en un último crescendo, y después, poco a poco, fueran apagándose. Lo último que vio en este mundo fue a una mujer de piel muy blanca, una mujer imperturbable que se acariciaba con suavidad el vientre para tranquilizar a su hijo aún no nacido.