Volvimos a pie al coche de Louis, pero no dimos con Kittim por el camino.
—¿Lo entiendes? —me preguntó Louis—. ¿Entiendes ahora por qué no podemos dejar que se escapen, por qué no podemos dejar con vida a ninguno?
Asentí.
—La vista para decidir si puede salir bajo fianza es dentro de tres días —me dijo—. El predicador va a salir por pies, y ninguno de nosotros volverá a estar a salvo.
—Yo sí —le dije.
—¿Estás seguro?
No me dio tiempo a dudarlo.
—Lo estoy. Y Kittim, ¿qué?
—Y él, ¿qué?
—Ha escapado.
Louis amagó una sonrisa.
—¿De veras?
Kittim condujo a gran velocidad por Blue Ridge, hasta que llegó de madrugada a su destino. Ya tendría otras ocasiones, otras oportunidades. De momento, le quedaba tiempo para descansar y para esperar a que el predicador saliese de la cárcel para ponerlo a salvo. Después vendría la nueva energía que los conduciría al triunfo.
Aparcó delante de la cabaña, se encaminó a la puerta y la abrió con una llave. La luz de la luna entraba a raudales por la ventana e iluminaba los muebles baratos y las paredes vacías. También brillaba en la cara de un hombre que estaba sentado enfrente de la puerta y en la pistola con silenciador que empuñaba. Llevaba zapatillas de deporte, unos pantalones vaqueros gastados y una chillona camisa de seda que se había comprado en las rebajas finales de Filene's Basement. Tenía la cara muy blanca e iba sin afeitar. Ni siquiera parpadeó cuando le disparó a Kittim en el abdomen. Kittim se desplomó e intentó sacar la pistola que llevaba en el cinturón, pero el otro fue hacia él y le apuntó a la sien derecha. Kittim apartó la mano del cinturón y el otro hombre lo desarmó.
—¿Quién eres? —gritó—. ¿Quién coño eres?
—Soy un ángel —le contestó el hombre—. ¿Quién coño eres tú?
En aquel momento se vio rodeado por otras figuras que le pusieron las manos a la espalda y se las esposaron, antes de darle la vuelta para que viera a sus captores: el hombre bajito de la camisa estridente, dos hombres más jóvenes, armados con pistolas, que habían entrado por el patio, y un anciano que había emergido de la oscuridad de la parte trasera de la cabaña de Kittim.
—Kittim —le dijo Epstein, mientras lo examinaba—. Un nombre poco común. Un nombre erudito. —Kittim no se movió. A pesar de la agonía, se mantenía alerta. Fijó los ojos en el anciano—. Recuerdo que Kittim era el nombre de la tribu destinada a encabezar el ataque final contra los hijos de la luz, el nombre de los representantes en la tierra de los poderes de la oscuridad —continuó diciendo Epstein. Se inclinó delante del hombre herido y se acercó tanto a él que podía olerle el aliento—. Deberías haber leído tus manuscritos con mayor atención, amigo: nos dicen que el dominio de los Kittim es efímero, y que no habrá escapatoria para los hijos de la oscuridad.
Epstein había mantenido las manos a la espalda, pero en ese instante dejó que se vieran y la luz destelló en el estuche metálico que sostenía.
—Tenemos que hacerte algunas preguntas —dijo Epstein, que sacó una jeringuilla y lanzó al vacío un hilillo de líquido transparente. La aguja descendió hacia Kittim, mientras que la cosa que habitaba en su interior empezó a forcejear inútilmente para escapar de su anfitrión.
Dejé Charleston al día siguiente por la tarde. A los agentes de la División Estatal de Seguridad de Columbia, con Adams y Addams detrás de ellos en la sala de interrogatorios, les conté casi todo lo que sabía. Sólo mentí para omitir la participación de Louis y el papel que yo tuve en la muerte de los dos hombres en el Congaree. Tereus se había deshecho de los cuerpos mientras yo estaba atado en la cabaña, y los pantanos tienen una larga tradición de tragarse los restos de los muertos. Nunca los encontrarían.
En cuanto a los que murieron en la antigua cantera, les conté que los mataron Tereus y la mujer, que los rodearon por sorpresa, antes de que pudieran reaccionar. Encontraron el cadáver de Tereus flotando en la superficie, pero no había rastro de Earl Jr. ni de la mujer. Cuando estaba sentado en la sala, volví a verlos caer y hundirse en las oscuras aguas. La mujer arrastrando el cuerpo del hombre entre las corrientes que fluían por debajo de la roca, sujetándolo hasta que se ahogó. Los dos juntos, camino de la muerte, camino del más allá.
En la terminal del Aeropuerto Internacional de Charleston había aparcada una limusina con las ventanillas ahumadas para que nadie pudiese distinguir quién había dentro. Mientras me dirigía a la puerta principal con mi equipaje, una de las ventanillas se abrió y Earl Larousse me miró, a la espera de que me acercase.
—Mi hijo…
—Está muerto. Ya se lo dije a la policía.
Le temblaron los labios, y al parpadear se le despejaron los ojos de lágrimas. No me daba ninguna lástima.
—Usted lo sabía —le dije—. Durante todo este tiempo, usted supo lo que hizo su hijo. Cuando regresó a casa aquella noche manchado de sangre, ¿no le contó todo lo que había pasado? ¿No le pidió ayuda? Y usted se la dio, para salvarle y para salvar el buen nombre de la familia, y se afanó en conservar aquel pedazo de tierra baldía con la esperanza de que lo que había pasado allí quedara en secreto. Pero entonces apareció Bowen y le obligó a morder el anzuelo, así que la cosa se le fue de las manos. Los esbirros de Bowen se instalaron en su casa, y mi teoría es que Bowen estaba sacándole dinero. ¿Cuánto le ha dado, señor Larousse? ¿Lo suficiente como para poder pagar la fianza de Faulkner, y algo más de propina?
No me miró. Retrocedió al pasado, sumergiéndose en la tristeza y la locura que al final acabarían consumiéndole.
—En esta ciudad éramos como la realeza —me susurró—. Lo hemos sido desde su fundación. Formamos parte de su historia y nuestro apellido ha sobrevivido a lo largo de los siglos.
—Pues ahora su apellido y su historia van a morir con usted.
Me alejé. Cuando llegué a la puerta de entrada, el coche ya no se reflejaba en el cristal.
En una cabaña de las afueras de Caina, en Georgia, Virgil Gossard se despertó al sentir una presión en los labios. Abrió los ojos justo cuando el cañón de la pistola le entraba en la boca.
La figura que estaba ante él iba vestida de negro, con la cara oculta por un pasamontañas.
—Arriba —dijo, y Virgil reconoció aquella voz: la voz que una noche le habló fuera del Little Tom.
Lo agarró por el pelo y lo levantó de la cama. Cuando le sacó la pistola de la boca, había en el cañón un reguero de sangre y saliva. Virgil, que sólo llevaba puestos unos calzoncillos harapientos, fue empujado a la cocina de su casa miserable. Allí había una puerta trasera que daba al campo.
—Ábrela. —Virgil empezó a llorar—. ¡Ábrela!
Abrió la puerta y de un empujón fue lanzado a la oscuridad de la noche. Atravesó descalzo su parcela, notando la frialdad de la tierra en los pies. Las largas cuchillas de la maleza le sajaban la piel. Oía a su espalda la respiración de aquel hombre mientras se encaminaba hacia el bosque que se abría en el lindero de su parcela. Había un murete de tres ladrillos de altura, cubierto con una plancha de calamina. Era el viejo pozo.
—Quita la tapa.
Virgil negó con la cabeza.
—No, no. Por favor…
—¡Hazlo!
Virgil se agachó, arrastró la plancha y dejó al descubierto la boca del pozo.
—Arrodíllate.
La cara de Virgil se retorcía por el miedo y el llanto. Notó en la boca sabor a sal y a mocos. Se inclinó y miró la oscuridad del pozo.
—Lo siento —dijo—. Sea lo que sea lo que yo haya hecho, lo siento.
Notó la presión de la pistola en la nuca.
—¿Qué viste? —preguntó el hombre.
—Vi a un tipo —dijo Virgil, tumbado ya en el suelo—. Miré arriba y vi a un tipo, un negro. Había otro con él. Un blanco. No pude verlo bien. No debí mirar. No debí mirar.
—¿Qué viste?
—Te lo he dicho. Vi…
Oyó que el otro amartillaba la pistola.
—¿Qué viste?
Y Virgil por fin comprendió.
—Nada. No vi nada. No reconocería a aquellos tipos si volviera a verlos. Eso es todo. No vi nada.
La pistola se apartó de su cabeza.
—Virgil, no me obligues a tener que regresar por aquí.
Los sollozos sacudían el cuerpo de Virgil.
—No lo haré. Te lo juro.
—Ahora, Virgil, no te muevas. Quédate ahí de rodillas.
—Lo haré —dijo Virgil—. Gracias. Muchas gracias.
—No hay de qué —dijo el hombre.
Virgil no lo oyó alejarse. Se quedó arrodillado hasta que empezó a amanecer y, tiritando, se incorporó y regresó a su casucha.