Fue el olor lo que me despertó. El olor de las hierbas medicinales que se usaban en la preparación del ungüento para la piel de la mujer. Yo estaba tumbado en el suelo de la cocina de la cabaña, atado de pies y manos. Al levantar la cabeza, me di un golpe contra la pared. El dolor fue intenso. Me dolían los hombros y la espalda. Había desaparecido mi cazadora, y supuse que la había perdido mientras Tereus me arrastraba de vuelta a la cabaña. Tenía el vago recuerdo de haber pasado por un bosque, entre árboles muy altos, y de que la luz del sol traspasaba el toldo de hojas. La pistola y el teléfono móvil se habían esfumado. Me dio la impresión de que había permanecido tumbado en el suelo durante varias horas.
Oí algo en la puerta de entrada y vi la silueta de Tereus recortada contra la luz crepuscular. Sujetaba una pala en la mano, pero la dejó apoyada en el marco de la puerta antes de entrar en la cabaña. No había rastro alguno de la mujer, aunque notaba su cercanía, y supuse que habría regresado a su cuarto oscuro, rodeada por las imágenes de una belleza física que ella nunca volvería a disfrutar.
—Bienvenido, hermano —me dijo Tereus.
Se quitó las gafas oscuras. De cerca, la membrana que cubría sus ojos se veía más clara. Me recordó un tapetum, la superficie brillante que desarrollan algunos animales nocturnos para aumentar su visión en la oscuridad. Llenó una botella de agua en el grifo, se puso en cuclillas delante de mí e inclinó la botella para acercármela a la boca. Bebí hasta que el agua corrió por mi barbilla. Tosí y puse una mueca de dolor, porque al toser me crujió la cabeza.
—Yo no soy tu hermano.
—Si usted no fuera mi hermano, ahora estaría muerto.
—Tú los has matado, ¿verdad?
Se inclinó y se acercó a mí.
—Esa gente tenía que aprender la lección. Éste es un mundo de equilibrios. Ellos se llevaron una vida por delante y destruyeron otra. Debían aprender que el Camino Blanco está ahí, tenían que ver lo que les esperaba, atravesarlo y convertirse en parte de él.
Miré hacia la ventana y vi que la luz menguaba y que pronto anochecería.
—La rescataste, ¿verdad?
Asintió con la cabeza.
—No pude salvar a su hermana, pero a ella sí.
Advertí que había dolor en él, y algo más: advertí que había amor.
—Tenía quemaduras muy graves, pero aguantó bajo la superficie y las corrientes subterráneas la sacaron a flote. La encontré tendida en una piedra, la traje a casa y mi madre y yo la cuidamos. Cuando murió mi madre, tuvo que valerse por sí misma durante un año, hasta que salí de la cárcel. Ahora he vuelto.
—¿Por qué no fuiste a la policía para decirles lo que había pasado?
—Así no se resuelven estas cosas. De todas formas, el cuerpo de su hermana desapareció. Era una noche muy oscura y ella sufría. Ni siquiera podía hablar. Tuvo que escribirme los nombres de aquellos tipos, pero incluso si hubiese podido decírmelos, ¿quién iba a creer una cosa así de unos muchachos blancos y ricos? Ni siquiera estoy seguro de que ella se acuerde de lo que pasó. El dolor la volvió loca.
Pero aquello no era una respuesta. Aquello no bastaba para explicar lo que había sucedido, lo que había sufrido y lo que había obligado a sufrir a otros.
—Fue por Addy, ¿verdad?
No contestó.
—Tú la querías, quizás antes de que apareciese Davis Smoot. Era tu hijo, ¿verdad, Tereus? Atys Jones era hijo tuyo. ¿Le daba miedo decírselo a los demás porque se trataba de ti, porque incluso los negros te despreciaban, porque eras un paria de los pantanos? Por eso saliste en busca de Smoot. Por eso no le dijiste a Atys por qué fuiste a parar a la cárcel: no le dijiste que mataste a Smoot porque eso no tenía importancia. No creías que Smoot fuese su padre, y estabas en lo cierto. Las fechas no cuadraban. Mataste a Smoot por lo que le hizo a Addy y, cuando volviste, te encontraste con que a la mujer a la que querías la habían vuelto a violar. Pero antes de que pudieras vengarte en Larousse y en sus amigos, la policía vino por ti y te llevó de vuelta a Alabama para que te procesaran, y tuviste suerte de que te condenasen sólo a veinte años, ya que había testigos de sobra para respaldar que lo hiciste en legítima defensa. Creo que cuando el viejo Davis te vio, se fue derecho al arma que tenía más cerca y ésa fue tu excusa para matarlo. Ahora que has vuelto, estás recuperando el tiempo perdido.
Tereus no contestó. No estaba dispuesto a confirmarlo ni a negarlo. Me agarró por el hombro con una de sus grandes manos y me ayudó a incorporarme.
—Hermano, ha llegado el momento. Levántate, levántate.
Me desató los pies con un cuchillo. Cuando la sangre empezó a circular, sentí un gran dolor.
—¿Adónde vamos?
Mi pregunta pareció sorprenderle. Entonces me di cuenta de lo loco que estaba, de que ya estaba loco incluso antes de que lo atasen a aquel poste bajo el sol abrasador, lo suficientemente loco como para cuidar, con la ayuda de una anciana, durante tantísimos años, a una mujer herida, para de ese modo cumplir algún extraño precepto mesiánico de su propia invención.
—De vuelta al infierno —me dijo—. Volvemos al infierno. Es la hora.
—¿La hora de qué?
Me atrajo hacia sí con delicadeza.
—La hora de enseñarles el Camino Blanco.
Me desató las manos y, aunque el bote tenía motor, me obligó a remar. Él tenía miedo: miedo de que el ruido atrajese la atención de los hombres antes de que él estuviese listo, miedo de que me volviese contra él si no encontraba una manera de mantenerme ocupado. Una o dos veces estuve tentado de lanzarme contra él, pero empuñaba el revólver con firmeza. Si dejaba de remar, inclinaba la cabeza y sonreía en señal de advertencia, como si fuésemos dos viejos amigos que disfrutaran de un paseo en barca mientras la noche derrotaba al día y la oscuridad iba envolviéndonos.
No sabía dónde estaba la mujer. Sólo sabía que había salido de la cabaña antes que nosotros.
—Tú no mataste a Marianne Larousse —le dije cuando divisamos una casa apartada de la orilla. Un perro nos ladró y la cadena a la que estaba atado tintineó en el aire vespertino. Se encendió la luz del porche y vi la silueta de un hombre que salía de la casa. Oí cómo hacía callar al perro. Su voz no aparentaba enfado, y de repente sentí una ráfaga de afecto por él. Lo vi acariciar y revolver el pelaje del perro, que movía el rabo de un lado a otro. Me notaba cansado. Me daba la impresión de que me acercaba al final de todo, como si el río fuese la laguna Estigia y me hubiesen forzado a remar por ella en ausencia del barquero. Imaginaba que tan pronto como la barca tocase la orilla, descendería al infierno y me perdería en el laberinto.
—Tú no mataste a Marianne Larousse —repetí.
—¿Y eso qué importancia tiene?
—La tiene para mí. Probablemente también la tuvo para Marianne en el momento de morir. Pero no la mataste tú. Todavía estabas en la cárcel.
—Dijeron que la mató el chico, y ahora él ya no puede desmentirlo.
Dejé de remar y oí que amartillaba el percutor de la pistola.
—Señor Parker, no me obligue a dispararle.
Apoyé los remos y levanté las manos.
—Lo hizo ella, ¿verdad? Melia mató a Marianne Larousse, y su propio sobrino, tu hijo, murió a consecuencia de aquella muerte.
Me observó en silencio antes de decidirse a hablar.
—Ella conoce el río —me dijo—. Conoce muy bien los pantanos. Deambula por ellos. A veces le gusta mirar a la gente que bebe y que liga con putas. Me imagino que le recuerda lo que ha perdido, lo que le arrebataron. Que viese aquella noche correr a Marianne Larousse entre los árboles fue una pura y maldita casualidad, nada más. Le gusta ver fotografías de mujeres hermosas y la reconoció por las que aparecían de ella en las páginas de sociedad de los periódicos. Aprovechó la ocasión. Una maldita casualidad —repitió—. Eso fue todo.
Pero, por supuesto, no fue casualidad. La historia de aquellas dos familias, los Larousse y los Jones, la sangre derramada y las vidas destruidas, establecía que nunca se toparían por mera casualidad. Después de más de dos siglos, ambas familias habían hecho un pacto de mutua destrucción, sólo reconocido en parte por cada bando, un fuego avivado por un pasado en el que a un hombre le estaba permitido poseer y abusar de otro hombre, un fuego atizado por el recuerdo de las heridas y por la violencia de las reacciones que tales heridas provocaron. Sus caminos se entretejían, se entrelazaban en los momentos cruciales de la historia de este estado y de la vida de las dos familias.
—¿Sabía ella que el chico que se encontraba con Marianne era su propio sobrino?
—No lo vio hasta que la muchacha ya estaba muerta. Yo… —Se detuvo por un instante—. Como ya te he dicho, no sé lo que ella piensa, aunque sabe leer un poco. Vio los periódicos, y creo que de madrugada se acercaba a la cárcel donde estaba Atys.
—Pudiste haberlo salvado —le dije—. Si hubieses ido con ella a la policía, podrías haber salvado a Atys. Ningún tribunal la hubiese condenado por asesinato. Está loca.
—No, yo no podía hacer eso.
No podía hacerlo porque, si lo hacía, no podría seguir castigando a los hombres que violaron y asesinaron a la mujer que amaba. En última instancia, estaba dispuesto a sacrificar a su propio hijo por su afán de venganza.
—¿Mataste a los otros?
—Los matamos los dos.
La rescató, la puso a salvo y después mató por ella y por la memoria de su hermana. En cierto sentido, había sacrificado su vida por ellas.
—Sucedió como tenía que suceder —comentó, como si adivinase lo que yo pensaba—. Y eso es todo lo que tengo que decir.
Volví a remar, dibujando profundos arcos en las aguas. El agua que levantaban los remos volvía a caer al río de una forma increíblemente lenta, como si de alguna manera yo estuviese aminorando la velocidad del paso del tiempo, alargando y alargando cada instante, hasta que al final el mundo se detuviese: los remos paralizados en el preciso instante en que hendían las aguas, los pájaros inmóviles en pleno vuelo, los insectos como motas de polvo en el marco de un cuadro. Y de ese modo no tendríamos que seguir nuestro camino. Nunca nos hallaríamos al borde de aquella infernal fosa negra, que olía a aceite de motor y a aguas residuales, con el recuerdo de las llamas mantenido en forma de lenguas negras en los surcos de la piedra.
—Sólo quedan dos —dijo Tereus—. Sólo dos más y todo habrá acabado.
No sabría decir si hablaba para sus adentros, si me hablaba a mí o bien a un ser invisible. Miré hacia la orilla del río, esperando verla allí, pendiente de nuestro avance. Una figura consumida por el dolor. O ver a su hermana, con la mandíbula rota y la cara destrozada, pero con los ojos frenéticos y brillantes, ardiendo de una rabia tan intensa como las llamas que devoraron a Melia.
Pero sólo vi la sombra de los árboles, el cielo oscurecido y las aguas que brillaban con los fantasmas fragmentarios del claro de luna.
—Aquí es donde nos bajamos —me susurró.
Desvié el bote hacia el lado izquierdo de la orilla. Cuando tocó tierra, oí a mis espaldas un leve chapoteo y vi que Tereus ya se había bajado. Con un gesto me indicó que me dirigiera hacia los árboles. Eché a andar. Tenía los pantalones mojados y el agua chapoteaba dentro de mis zapatos. Estaba lleno de picaduras de mosquito. Me notaba la cara hinchada. Y la parte de la espalda y del pecho que tenía al descubierto me picaban de una manera horrible.
—¿Cómo sabes que estarán ahí? —le pregunté.
—Oh, seguro que están —me contestó—. Les prometí las dos cosas que más desean: decirles quién mató a Marianne Larousse.
—¿Y qué más?
—Y usted, señor Parker. Usted ya no les resulta útil. Me da la impresión de que ese tal señor Kittim va a enterrarle.
Sabía que lo que decía era verdad, que el papel que Kittim iba a interpretar era el último acto del drama que habían planeado. En teoría, Elliot me había llamado para averiguar las circunstancias del asesinato de Marianne, en un esfuerzo por probar la inocencia de Atys Jones, pero en realidad, y en connivencia con Larousse, lo había hecho para averiguar si su asesinato estaba relacionado con lo que les estaba pasando a los seis hombres que violaron a las hermanas Jones, que mataron a una de ellas y que dejaron a la otra consumirse en el fuego. Mobley había trabajado para Bowen y supuse que, en un momento dado, Bowen se enteró de lo que hicieron Mobley y los demás, lo que le valió para aprovecharse de Elliot y, también, con toda probabilidad, de Earl Jr. Elliot me había llevado allí para que le ayudase y Kittim me mataría. Si llegaba a descubrir quién estaba detrás de los asesinatos antes de morir, tanto mejor. Si no lo averiguaba, tampoco iba a vivir el tiempo suficiente como para poder cobrar mis honorarios.
—Pero tú no vas a entregarles a Melia —le dije.
—No, voy a matarlos.
—¿Tú solo?
Sus dientes blancos soltaron un destello de luz.
—No —me dijo—. Ya se lo he dicho. Nunca lo hago solo.
A pesar de todos los años transcurridos, el lugar era tal y como Poveda me lo había descrito. Estaba la alambrada rota que rodeé unos días antes y el letrero acribillado de PROHIBIDO EL PASO. Vi las excavaciones, algunas de ellas pequeñas y recubiertas de maleza, pero otras tan grandes que incluso habían crecido árboles en su interior. Habíamos andado durante unos cinco minutos cuando me vino el hedor punzante de algún producto químico que al principio resultaba simplemente desagradable pero que, a medida que nos acercábamos a la fosa, empezó a quemarme la nariz y a irritarme los ojos. Había chatarra esparcida por todas partes, y no parecía que nadie fuese a tomarse la molestia de retirarla. Los esqueletos de árboles podridos, con sus troncos grises y sin vida, extendían su raquítica sombra sobre la piedra caliza. La fosa en cuestión tenía un diámetro de unos seis metros y era tan profunda que el fondo se perdía en la oscuridad. Los bordes estaban cuajados de raíces y de hierbajos que descendían por la fosa hasta confundirse con la negrura.
Dos hombres miraban hacia el fondo de la fosa. Uno era Earl Jr.; el otro, Kittim, sin sus características gafas de sol. Él fue el primero en darse cuenta de que nos acercábamos. Ni siquiera se inmutó cuando nos detuvimos delante de la fosa, enfrente de ellos. Kittim se me quedó mirando durante un momento, antes de fijar su atención en Tereus.
—¿Sabes quién es? —le preguntó a Earl Jr.
Earl Jr. negó con la cabeza. Kittim no pareció satisfecho con aquella respuesta, con el hecho de no contar con la información necesaria para llevar a cabo una valoración adecuada de la situación.
—¿Quién eres? —le preguntó Kittim.
—Me llamo Tereus.
—¿Mataste a Marianne Larousse?
—No. Yo maté a los otros, y vi a Foster empalmar la manguera al tubo de escape y meterla por la ventanilla del coche. Pero no maté a la chica Larousse.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
Ella estaba cerca. Lo sabía. Podía sentirla, y me dio la impresión de que Larousse también la sentía, porque me di cuenta de que volvió la cabeza con un movimiento repentino, como lo haría un ciervo asustado, y recorrió con la mirada la hilera de árboles buscando la fuente de su inquietud.
—Te he hecho una pregunta —insistió Kittim—. ¿Quién la mató?
En ese momento, tres hombres armados salieron de entre los árboles que nos rodeaban. Tereus dejó caer al instante su pistola al suelo y entonces supe que él nunca había planeado salir de allí con vida.
No reconocí a dos de los hombres que se pusieron a nuestro lado.
El tercero era Elliot Norton.
—Charlie, parece que no te sorprendes de verme —me dijo.
—Cuesta mucho trabajo sorprenderme, Elliot.
—¿Ni siquiera el regreso de entre los muertos de un viejo amigo?
—Presiento que en un futuro muy próximo regresarás al mundo de los muertos para pasar allí una temporada mucho más larga. —Estaba tan cansado que ni siquiera podía mostrar ira—. El golpe de efecto de las manchas de sangre en tu coche estuvo muy bien. ¿Cómo vas a explicar tu resurrección? ¿Diciendo que ha sido un milagro?
—Un negrata loco nos amenazaba, así que tuve que quitarme de en medio. ¿De qué van a acusarme? ¿De malgastar el tiempo de la policía? ¿De falso suicidio?
—Elliot, cometiste un crimen y has provocado la muerte de otros. Pagaste la fianza de Atys sólo para que tus amigos pudieran torturarlo y averiguar qué sabía.
Se encogió de hombros.
—Es culpa tuya, Charlie. Si hubieras hecho mejor tu trabajo y le hubieses obligado a que te contase todo, ahora podría estar vivo.
Hice una mueca. Me dio donde más me dolía, pero yo no estaba dispuesto a cargar solo con la responsabilidad de la muerte de Atys Jones.
—¿Y los Singleton? ¿Qué hiciste, Elliot? ¿Te sentaste con ellos en la cocina a beber limonada mientras esperabas a que llegasen tus amigos y los mataran, sabiendo que la única persona que podía protegerlos estaba en la ducha? El anciano dijo que quien los atacó fue un mutante y la policía creyó que lo decía por Atys, hasta que lo encontraron muerto por las torturas que le infligieron, pero se refería a ti. Tú eras el mutante. Mira a lo que te han reducido, a lo que te has reducido. Mira en lo que te has convertido.
Elliot volvió a encogerse de hombros.
—No tuve opción. Un día Mobley se emborrachó y le contó todo a Bowen. Landron nunca lo admitió, pero nosotros sabíamos que fue él. De esa manera, Bowen supo algo de nosotros que podía utilizar en nuestra contra y me pidió que te trajese aquí. Pero por entonces ya todo esto —con la mano que tenía libre hizo un gesto para abarcar la fosa, los pantanos, los muertos y el recuerdo de las chicas violadas— había empezado a suceder, así que te utilizamos. Eres bueno, Charlie, lo reconozco. En cierto sentido, eres el que nos ha traído aquí. Puedes irte a la tumba con la conciencia tranquila por haber cumplido con tu deber.
—De sobra —dijo Kittim—. Di al negrata que nos cuente lo que sabe y podremos dar todo este asunto por concluido.
Elliot levantó la pistola, apuntó primero a Tereus y después a mí.
—Charlie, no deberías haber venido solo a los pantanos.
Le sonreí.
—No lo he hecho.
La bala le dio en el puente de la nariz y le echó la cabeza hacia atrás con tanta fuerza que oí cómo le crujían las vértebras del cuello. Los dos hombres que estaban a su lado apenas si tuvieron tiempo de reaccionar antes de que cayesen también. Larousse se quedó donde estaba, totalmente confundido, y Kittim levantó su arma para disparar al mismo tiempo que Tereus me empujaba y yo caía al suelo. Hubo un tiroteo. Tenía los ojos salpicados de sangre caliente. Cuando levanté la vista, pude ver la sorpresa en los ojos de Tereus justo antes de que cayera en la fosa y se hundiera en las profundas aguas.
Alcancé su revólver y corrí hacia el bosque, esperando recibir un disparo de Kittim en cualquier momento pero él también había huido. Entreví a Larousse adentrándose en la arboleda, y enseguida lo perdí de vista.
Pero sólo durante un momento.
Reapareció unos segundos más tarde, retrocediendo poco a poco ante algo que salía de entre los árboles. La vi acercarse a él, cubierta con aquel tejido ligero, que era lo único que podía llevar sin que le doliese su destrozado cuerpo. Llevaba la cabeza al descubierto. Estaba calva y sus facciones eran una mezcla de desfiguración y de vestigios de belleza. Sólo tenía los ojos intactos, y le brillaban bajo los párpados hinchados. Le ofreció la mano a Larousse, y en aquel gesto hubo casi ternura, como si fuese una amante rechazada que le tiende por última vez la mano al hombre que se aleja. Larousse dio un grito y le golpeó el brazo, desgarrándole la piel. Instintivamente, se frotó la mano en la chaqueta. En un esfuerzo por deshacerse de ella, se giró con rapidez a la derecha, intentando buscar refugio en el bosque.
Louis surgió de la oscuridad y apuntó a la cara de Larousse.
—¿Adónde te crees que vas? —le preguntó.
Larousse se detuvo, atrapado entre la mujer y el arma.
Ella se abalanzó sobre él con tal ímpetu que ambos perdieron el equilibrio. Ella se agarró al cuerpo de Earl Jr. mientras caían —él gritando, ella en silencio— a las aguas negras. Durante un momento, creí ver algo blanco extendido sobre la superficie. Después desaparecieron.