Conduje hasta Columbia sin poner música. Me daba la impresión de ir a la deriva por la Interestatal 26, en dirección noroeste, atravesando los condados de Dorchester, Orangeburg y Calhoun. Las luces de los coches que se cruzaban conmigo en la oscuridad parecían luciérnagas que se movían en paralelo y que se desvanecían o se perdían en la distancia por los recodos y curvas de la carretera.
Por todas partes había árboles y, en la negrura que se expandía tras ellos, la tierra se atormentaba con su propia memoria. ¿Podía ser de otra manera? Había sido mancillada por la historia y fertilizada con los cuerpos de los muertos que yacían debajo de las hojas y de las piedras: británicos y colonos, confederados y unionistas, esclavos y ciudadanos libres, poseedores y poseídos. Más al norte, en las comarcas de York y de Lancaster, perduraban las huellas que una vez dejaron allí los jinetes de la noche. Allá por donde pasaban, los jinetes espoleaban a sus caballos disfrazados de fantasma y moteados de lodo, y galopaban por el barro y el agua para atemorizar, para aniquilar y para sembrar la semilla de un nuevo futuro en la tierra que hendían los cascos de sus cabalgaduras.
Y la sangre de los muertos se fundía con la tierra y enturbiaba los ríos que bajaban de los montañosos bosques de álamos, de arces rojos, de cornejos florecidos, y los peces incorporaban aquella sangre a su organismo al filtrarse por sus branquias, y las nutrias que los pescaban de un zarpazo los devoraban, y de ese modo aquella sangre entraba también a formar parte de ellas. Aquella sangre estaba en las moscas de mayo y en las moscas de la piedra que oscurecían el aire de Piedmont Shoals, en las pequeñas percas que se quedaban inmóviles en el fondo del agua para no ser engullidas, en los pejesoles que rondaban en torno a la zona de protección que les brindaban los lirios araña, que disimulaban la fealdad arácnida de su parte inferior con la belleza de sus flores blancas.
Aquí, en estas aguas cargadas de sedimentos, la luz del sol destella y crea formas extrañas, independientes de la corriente del río o de los caprichos de la brisa, a causa de esos pequeños peces plateados que se funden con la luz reflejada en la superficie, deslumbrando a los predadores, que ven el banco de peces como una única entidad, como una forma de vida enorme y amenazadora. Estos pantanos son su refugio, a pesar de que la vieja sangre también ha entrado en ellos.
(¿Y por eso estabas allí, Tereus? ¿Era ésa la razón de que en tu pequeña habitación hubiese tan pocas huellas de tu existencia? Porque en la ciudad tú no existes, allí no eres en verdad tú mismo. En la ciudad sólo eres un ex presidiario, un desgraciado que tiene que limpiar la basura de los que son más ricos que tú, un testigo de sus caprichos, mientras le rezas a tu Dios por la salvación de sus almas. Pero eso es sólo una tapadera, ¿verdad? Tu verdadera personalidad es muy distinta. Tu personalidad se desarrolla aquí, en los pantanos, donde has vivido oculto durante todos estos años. Ése eres tú. Estás dándoles caza, ¿no es cierto? ¿Los castigas por lo que hicieron hace tanto tiempo? Éste es tu territorio. Descubriste lo que hicieron y decidiste hacerles pagar por ello. Pero la cárcel se interpuso en tu camino —aunque incluso desde allí hiciste que alguien pagara por sus pecados— y tuviste que esperar para proseguir tu tarea. No te culpo. No creo que nadie que supiera lo que hicieron aquellas criaturas se resistiese a castigarlos de una manera o de otra. Pero ésa no es la verdadera justicia, Tereus, porque, al hacer lo que haces, la verdad de lo que hicieron —Mobley y Poveda, Larousse y Truett, Elliot y Foster— nunca se sabrá, y sin saber la verdad, sin esa revelación, no puede hacerse justicia).
(¿Y qué me dices de Marianne Larousse? Su desgracia fue nacer en el seno de aquella familia y estar estigmatizada por el crimen que cometió su hermano. Sin saberlo, fue la depositaria de los pecados de su hermano y castigada por pecados falsos. Ella no se lo merecía. Con su muerte, las cosas se llevaron a un terreno donde la justicia y la venganza no se diferencian entre sí).
(Así que hay que pararte los pies, porque la historia de lo que sucedió en el Congaree debe contarse por fin. De lo contrario, la mujer de la piel llena de escamas continuará vagando entre los cipreses y los acebos: una figura entrevista en las tinieblas, pero jamás vista en realidad, a la espera de encontrar de una vez a su hermana perdida y abrazarla con fuerza, limpiarle la sangre y la mugre, la pena y la humillación, la deshonra y el dolor y el desconsuelo).
Los pantanos: en aquel momento pasaba junto a ellos. Durante unos segundos me distraje y noté que el coche se salía de la carretera y cruzaba el arcén dando tumbos contra el firme irregular, hasta que lo enderecé. Los pantanos son una válvula de seguridad: absorben las riadas e impiden que las lluvias y los sedimentos afecten a las llanuras costeras. Pero los ríos siguen fluyendo por ellos y aún perviven los rastros de la sangre. Permanecen en ellos cuando las aguas invaden las llanuras costeras, cuando confluyen con las aguas negras, cuando la corriente de las marismas de agua salada comienza a disminuir y, finalmente, cuando desaparecen en el mar: toda una tierra y todo un océano contaminados de sangre. Un solo acto y sus ramificaciones repercuten en la totalidad de la naturaleza. Y, de ese modo, una sola muerte puede cambiar un mundo y alterarlo de manera indescriptible.
Las llamas: el brillo de los fuegos encendidos por los jinetes de la noche. Las casas y los cultivos ardiendo. El relincho de los caballos cuando empiezan a oler el humo y el pánico, y los jinetes tirando de las riendas para sujetarlos, procurando que los animales no vean las llamas. Pero, cuando se marchan, hay fosas en el terreno, oscuras fosas en cuyo fondo se empantana un agua negra, y emergen de ellas otras llamas, unas columnas de fuego que se elevan desde cavernas comunicadas entre sí, y los gritos de la mujer quedan ahogados por el rugido crepitante del fuego mismo.
El condado de Richland: el río Congaree fluía hacia el norte buscando una salida, y yo parecía fluir por la carretera, impulsado siempre hacia delante por el propio entorno. Me dirigía hacia Columbia, hacia el noroeste, para llevar a cabo lo que podría denominarse un ajuste de cuentas, pero no era capaz de pensar en nada, salvo en la muchacha tirada en el suelo, con las mandíbulas separadas y los ojos sin vida.
Acaba con ella.
Ella parpadea.
Acaba con ella.
Ya no soy yo.
Acaba con ella.
Sus ojos se quedan en blanco. Ve cómo cae la piedra.
Acaba con ella.
Ha muerto.
Reservé una habitación en Claussen's Inn, en Greene Street, una panadería convertida en hostal, en el barrio de Five Points, cerca de la Universidad de Carolina del Sur. Me di una ducha y me cambié de ropa. A continuación llamé a Rachel. Necesitaba oír su voz más que nada en el mundo. Cuando la oí, parecía un poco borracha. Se había tomado una jarra de Guinness, la amiga de las preñadas, en compañía de una colega de Audubon, en Portland, y se le había subido a la cabeza.
—Es por el hierro —me dijo—. Es bueno para el embarazo.
—Dicen lo mismo de un montón de cosas, pero por lo general es mentira.
—¿Cómo van las cosas allá en el sur?
—Lo mismo de lo mismo.
—Me tienes preocupada.
Su voz había cambiado. Ya no se trababa al hablar ni parecía borracha, y me di cuenta de que aquel deje de borrachera era sólo un disfraz, como un boceto realizado a toda prisa, pintado encima de una obra maestra de la pintura para ocultarla y hacerla irreconocible. Rachel quería estar borracha. Quería sentirse feliz, alegre y despreocupada, dejarse llevar por un vaso de cerveza, aunque sin conseguirlo. Estaba embarazada, el padre de su hijo se encontraba muy lejos de ella y la gente alrededor de él moría. Mientras tanto, un hombre que nos odiaba estaba intentando salir de la cárcel y las propuestas de tratos y de treguas que me había hecho resonaban con un ruido sordo dentro de mi cabeza.
—En serio, estoy bien —le mentí—. Me voy acercando a la verdad. Ahora lo entiendo todo. Creo que sé lo que pasó.
—Cuéntamelo —me dijo.
Cerré los ojos y tuve la sensación de que estábamos juntos tumbados en la cama en la oscuridad del dormitorio. Capté su olor y creí sentir su peso contra mi cuerpo.
—No puedo.
—Por favor, sea lo que sea, compártelo conmigo. Necesito que compartas algo importante conmigo, que te comuniques conmigo de algún modo.
Y se lo conté:
—Rachel, violaron a dos muchachas. Eran hermanas. Una de ellas era la madre de Atys Jones. La golpearon con una piedra hasta matarla y a la otra la quemaron viva.
No dijo nada, pero oí que respiraba hondo.
—Y Elliot fue uno de ellos.
—Pero fue él quien te pidió que le ayudaras.
—Exacto, eso fue lo que hizo.
—Todo fueron mentiras.
—No, no todo —le dije, porque la verdad siempre estuvo casi en la superficie.
—Tienes que salir de ahí. Tienes que dejarlo.
—No puedo.
—Por favor.
—Rachel, no puedo y tú lo sabes.
—¡Por favor!
Me comí una hamburguesa en Yesterday, en la calle Devine. La voz de Emmylou Harris ambientaba el local. Cantaba una versión de un tema de Neil Young, Wrecking Ball, y el propio Neil Young le hacía los coros con su voz cascada. Es posible que ambos ya no estuviesen en la cumbre de su carrera, sino que fuesen más bien cuesta abajo. Pero en la era de las Britneys y de las Christinas resultaba consolador y a la vez extrañamente conmovedor, que sus viejas voces lograran emocionar con una canción sobre el amor, el deseo y la posibilidad de un último baile. Rachel me había colgado el teléfono llorando. Sólo me sentía culpable por lo que estaba haciéndole pasar, pero no podía marcharme. Ya no podía.
Cuando terminé, salí del comedor y me senté a una mesa en la zona del bar. Debajo del plexiglás que recubría la mesa había fotografías y viejos anuncios que comenzaban a amarillear: un hombre gordo en pañales hacía el bobo ante la cámara fotográfica, una mujer sostenía un perrito, varias parejas se abrazaban y se besaban… Me pregunté si habría alguien que recordara sus nombres.
Sentado a la barra había un tipo con la cabeza afeitada y con pinta de estar a punto de entrar en la treintena. Por el espejo que había detrás de la barra vi que me echaba un vistazo y después clavaba los ojos en la cerveza que tenía delante. Apenas habíamos cruzado una mirada, pero no pudo disimular que me reconocía. Me fijé en su nuca y capté la fuerza de los músculos de su cuello y de sus hombros, la estrechez de su cintura y la envergadura de sus dorsales. A simple vista, parecía un tipo pequeño y casi afeminado, pero era enjuto y fuerte, uno de esos a los que cuesta trabajo tumbar y que si consigues tumbarlos vuelven a levantarse enseguida. Por debajo de la manga de la camiseta asomaban las terminaciones de unos tatuajes en los tríceps. El antebrazo no lo tenía tatuado, y los músculos y tendones se le contraían al abrir y cerrar los puños. Observé cómo echaba un segundo vistazo al espejo, y más tarde un tercero. Por último, metió la mano en el bolsillo del ceñido y desgastado vaquero y, antes de saltar del taburete, dejó unos cuantos billetes de un dólar encima de la barra. Bombeando aún los puños, avanzó hacia mí, justo en el momento en que el tipo que estaba sentado a su lado, y mayor que él, se percató de lo que pasaba e intentó detenerlo.
—¿Tienes algún problema conmigo? —me preguntó.
Las conversaciones de las mesas contiguas a la mía fueron amortiguándose, hasta que se desvanecieron. Tenía un piercing en la oreja izquierda y el orificio estaba circundado por un tatuaje que representaba un puño cerrado. Tenía la frente muy ancha y la cara muy blanca, en la que resaltaba el azul de sus ojos.
—Por cómo me mirabas en el espejo, pensé que ibas a tirarme los tejos —le dije.
A mi derecha, oí una voz masculina que se reía con disimulo. El cabeza rapada también debió de oírla, porque se volvió con brusquedad hacia allí. El de la risa se calló. El otro concentró de nuevo su atención en mí. En aquel momento, saltaba sobre la punta de los pies con la agresividad contenida de un púgil.
—¿Quieres joderme? —me preguntó.
—No —le contesté con candidez—. ¿Te gustaría que lo hiciera?
Le regalé mi sonrisa más simpática. Se puso muy colorado y, cuando parecía que estaba a punto de abalanzarse sobre mí, alguien detrás de él dio un silbido. El mayor de los dos, que tenía el pelo largo, oscuro y lustroso peinado hacia atrás, apareció y lo sujetó por el brazo.
—Déjalo —le aconsejó.
—Me ha llamado marica —protestó el cabeza rapada.
—Lo único que quiere es provocarte. Lárgate.
Durante unos segundos, el cabeza rapada intentó zafarse de la mano del otro tipo, pero, como no lo consiguió, lanzó un salivazo al suelo y se fue hacia la puerta echando pestes.
—Tengo que pedirle disculpas por mi joven amigo. Es muy susceptible en esos asuntos.
Asentí con la cabeza y simulé que no me acordaba de él. Pero yo sabía que era el tipo que me siguió hasta el Charleston Place, el mensajero de Earl Jr., y el mismo que vi comiéndose un perrito caliente en el mitin de Roger Bowen. Ese tipo sabía quién era yo y había estado siguiéndome. Eso significaba que sabía dónde me alojaba e incluso el motivo por el que estaba allí.
—Seguiremos nuestro camino —me dijo.
Bajó la barbilla como para despedirse y se dio la vuelta, dispuesto a irse.
—Nos veremos —le dije.
Contrajo la espalda.
—¿Por qué lo cree? —me preguntó, e inclinó un poco la cabeza, de modo que pude apreciar su perfil: la nariz plana y la barbilla alargada.
—Tengo intuición para esas cosas —le contesté.
Se rascó la sien con el dedo índice de la mano derecha.
—Es usted un tipo muy divertido —me dijo con franqueza—. Cuando se vaya lo sentiré mucho.
Acto seguido, tomó el mismo camino que el cabeza rapada.
Salí del local veinte minutos más tarde rodeado de un grupo de estudiantes y me mantuve a su lado hasta que llegué a la esquina entre Green y Devine. No había rastro de los dos tipos, pero no me cabía duda de que se hallaban muy cerca. En el vestíbulo del Claussen sonaba música de jazz a muy poco volumen. Le di las buenas noches con un gesto de la cabeza al joven que estaba detrás del mostrador y él me las devolvió por encima de un libro de texto de psicología.
Desde la habitación llamé a Louis. Contestó con cautela al no reconocer el número que aparecía en la pantalla del móvil.
—Soy yo, Louis.
—¿Cómo te va?
—No muy bien. Creo que me están siguiendo.
—¿Cuántos son?
—Dos. —Y le conté la escena que había tenido lugar en el bar.
—¿Siguen allí?
—Supongo que sí.
—¿Quieres que vaya?
—No. Sigue ocupándote de Kittim y de Larousse. ¿Tienes algo que contarme?
—Nuestro amigo Bowen llegó esta tarde y se reunió un rato con Earl Jr. Después se quedó un rato más largo con Kittim. Deben de imaginarse que te tienen donde ellos quieren que estés. Tío, desde el principio ha sido una trampa.
No, no era sólo una trampa. Era algo más que una trampa. Marianne Larousse y Atys, la madre y la tía de Atys: lo que les había pasado a ellos era real y terrible y aquello no tenía nada que ver con Faulkner ni con Bowen. Se trataba de la verdadera razón por la que yo estaba allí, la razón por la que me había quedado. Lo demás no importaba.
—Estaremos en contacto —le dije, y colgué el teléfono.
Mi habitación daba a la fachada del hostal, con vistas a Greene Street. Saqué el colchón de la cama, lo tiré al suelo, cerca de la ventana, y lo cubrí con las sábanas revueltas. Me desvestí y me acosté. La puerta estaba cerrada con la cadena y atrancada con una silla. Tenía la pistola en el suelo, al lado de la almohada.
Ella se movía por allí fuera, en algún lugar: una silueta blanca entre los árboles, iluminada por la lúgubre luz de la luna. Detrás de ella, la luna engalanaba el río con estrellas relucientes cuando fluía por debajo de los árboles.
El Camino Blanco está en todas partes. Lo es todo. Nos hallamos dentro de él y formamos parte de él.
Duerme. Duerme y sueña con sombras que transitan por el Camino Blanco. Duerme para ver a esas niñas que aplastan los lirios al desplomarse cuando encuentran la muerte. Sueña con la mano desgarrada de Cassie Blythe, esa mano que surge de la oscuridad.
Duérmete sin saber si estás entre los perdidos o entre los encontrados, entre los vivos o entre los muertos.