Cuando volví al hotel, tenía un mensaje. Era de Phil Poveda. Quería que lo llamase. Me dio la impresión de que no estaba nervioso ni asustado. De hecho, percibí un deje de alivio en su voz. Pero antes llamé a Rachel. Cuando contestó, se encontraba en la cocina con Bruce Taylor, uno de los policías de Scarborough, que en aquel momento estaba tomándose un café con galletas. Sentí alivio al saber que la policía se dejaba caer por allí, según me había prometido MacArthur, y que el Klan Killer andaría por algún sitio, porque era alérgico a la lactosa y a otras cosas.
—Wallace también ha venido varias veces —me dijo Rachel.
—¿Cómo está el señor Corazón Solitario?
—Se fue de compras a Freeport. Se compró un par de chaquetas en Ralph Lauren, algunas camisas y unas corbatas. Es un diamante en bruto, y todo se andará. Además, creo que a Mary le gusta.
—¿Tan desesperada está?
—La palabra correcta es «acomodadiza». Ahora, esfúmate. Un atractivo chico con uniforme está cuidando de mí.
Me despedí de ella y marqué el número de Phil Poveda.
—Soy Parker —le dije cuando contestó.
—Hola. Gracias por llamar. —Noté que estaba optimista, casi alegre. Aquel Phil Poveda tenía poco que ver con el que me había amenazado con una pistola dos días atrás—. He estado poniendo en orden mis asuntos. Ya sabe, el testamento y todas esas gilipolleces. Soy un hombre muy rico, sólo que nunca lo supe. Hay que reconocer que tendré que morirme para sacar provecho de ello, pero es cojonudo.
—Señor Poveda, ¿se encuentra bien?
Era una pregunta que estaba de más. Phil Poveda daba la impresión de sentirse mejor que bien. Por desgracia, me imaginé que se debía a que estaba perdiendo el juicio.
—Sí —me dijo, y por primera vez su voz era dubitativa—. Sí, creo que sí. Tenía razón, Elliot ha muerto. Encontraron su coche. Lo he leído en el periódico. —No contesté—… Como usted dijo, sólo quedamos Earl y yo, y, a diferencia de Earl, no tengo ni papi ni amigos nazis que me protejan.
—¿Se refiere a Bowen?
—Exacto, Bowen y su monstruo ario. Pero no podrán protegerlo siempre. Algún día, cuando esté solo… —Prefirió dejar correr los puntos suspensivos antes de reanudar la conversación—. Lo único que quiero es que todo termine.
—¿Qué es lo que quiere que termine?
—Todo: el asesinato, la culpa. Sobre todo la culpa. Si dispone de tiempo, podemos hablar de ello. Yo tengo tiempo, aunque no mucho. No mucho. El tiempo se me está agotando. El tiempo se está agotando para todos nosotros.
Le dije que me pasaría por su casa en cuanto colgara el teléfono. También quise advertirle que se alejase del botiquín y de cualquier objeto punzante, pero en ese momento el rayo fugaz de cordura que le había traspasado había sido absorbido ya por las nubes negras que vagaban por su cerebro.
—¡Cojonudo! —exclamó, y colgó.
Hice el equipaje y pagué la factura del hotel. Pasase lo que pasase, no regresaría a Charleston durante una temporada.
Phil Poveda me abrió la puerta en calzoncillos, con unos zapatos náuticos de marca y una camiseta blanca en la que estaba estampada la imagen de Jesucristo con la túnica abierta para mostrar su corazón coronado de espinas.
—Jesús es mi Salvador —me explicó Poveda—. Cada vez que me miro al espejo, me lo recuerda. Está dispuesto a perdonarme.
Las pupilas de Poveda se habían reducido al tamaño de la cabeza de un alfiler. Fuese lo que fuese lo que se había metido, se trataba de una mercancía muy fuerte. Algo que si se lo hubieran dado a los pasajeros del Titanic, los hubiésemos visto descender bajo las olas con una sonrisa beatífica. Me condujo a su ordenada cocina con muebles de roble y preparó un par de descafeinados. Durante la hora que estuvimos hablando, no tocó su taza de café. Al poco de empezar la conversación, hice lo mismo.
Después de oír el relato de Poveda, no creí que pudiese volver a comer o a beber nunca más.
El bar Obee's ya no existe. Era un garito de carretera que estaba apartado de Bluff Road, un lugar donde los universitarios pijos podían comprar por cinco dólares una mamada a las negras y a las blancas paupérrimas que los llevaban entre los árboles hacia la oscuridad de las orillas del río Congaree. Después de eso, regresaban junto a sus amigotes con una sonrisa burlona y se chocaban entre sí la palma de la mano, mientras ellas se lavaban la boca en el grifo que había fuera del bar. Pero, cerca de donde una vez estuvo ese bar, habían construido uno nuevo: el Swamp Rat, donde Atys Jones y Marianne Larousse pasaron sus últimas horas juntos, antes de que la asesinaran.
Las hermanas Jones solían ir a beber al Obee's aun cuando una de ellas, Addy, sólo tenía diecisiete años y la hermana mayor, Melia, por un capricho de la naturaleza, parecía aún menor. Por aquel entonces, Addy ya había dado a luz a su hijo Atys, que fue el fruto, o eso decían, de una desafortunada relación que tuvo con uno de los pasajeros novios de su madre, el difunto Davis Smoot, apodado el Botas; una relación que podría definirse más bien como una violación si ella hubiese creído apropiado denunciar el hecho. Como la madre de Addy no podía soportar ver a su hija, ésta crió al niño con su abuela. Muy pronto, la madre ya no tendría que ignorarla, porque una noche tanto Addy como su hermana fueron borradas de la faz de la tierra.
Estaban borrachas y, cuando salieron del bar tambaleándose un poco, un coro de pitadas y silbidos las siguió, como un viento beodo que las impulsara hacia delante. Addy tropezó y cayó de culo. Su hermana se partió de risa. Ayudó a su hermana menor a levantarse, pero, al hacerlo, dejó a la vista su desnudez debajo de la falda. Ya de pie, mientras ambas se tambaleaban, vieron a los jóvenes apiñados dentro del coche. Los que estaban en la parte trasera se subían unos encima de otros para intentar ver algo más. Avergonzadas y un poco temerosas, a pesar de la borrachera, las risas de las muchachas se disiparon y enfilaron con la cabeza gacha el camino que llevaba a la carretera.
Apenas habían caminado unos metros cuando oyeron el ruido del coche detrás de ellas. Los faros las iluminaban en el camino cubierto de guijarros y de pinocha. Volvieron la cabeza y los miraron. Los faros, como ojos de luz idénticos y enormes, se les echaban encima, y de repente el coche ya estaba junto a ellas. Una de las puertas traseras se abrió. Una mano agarró a Addy. Le desgarró el vestido y le arañó el brazo.
Las muchachas echaron a correr hacia los matorrales, adentrándose en un territorio en que se oía el rumor del agua y en el que se expandía el olor de la vegetación putrefacta. El coche se detuvo a un lado de la carretera, las luces se apagaron y, con alaridos y gritos de guerra, continuó la persecución.
—Las llamábamos putas —contaba Poveda, mirándome con los ojos extrañamente brillantes—. Y si no lo eran, como si lo fueran. Landron lo sabía todo acerca de ellas. Ése era el motivo por el que le dejábamos que se juntase con nosotros, porque conocía a todas las putas, a todas las muchachas que se dejaban follar por un paquete de seis cervezas, a todas las muchachas que mantendrían la boca cerrada si teníamos que forzarlas un poco. Fue Landron el que nos habló de las hermanas Jones. Una de ellas era madre de un niño, y apenas contaba dieciséis años cuando lo parió. Y la otra, según Landron, estaba pidiendo a gritos que le hicieran otro de cualquier forma o en cualquier postura. Joder, ni siquiera llevaban bragas. Landron nos dijo que era para que los hombres se la metieran y se la sacaran con más facilidad. ¿Qué clase de muchachas eran aquellas, que bebían en bares como aquél y que se paseaban por ahí sin nada debajo de la falda? Iban pidiendo guerra, así que ¿por qué no iban a venderse? Incluso podrían haberse divertido si nos hubiesen dejado hablar con ellas. Pensábamos pagarles. Teníamos dinero. No pretendíamos que nos saliera gratis.
En aquel momento, Phil Poveda estaba en su ambiente. Ya no era el ingeniero de software de treinta y tantos años, con panza y una hipoteca. Volvía a ser un muchacho. Volvía a estar con sus amigos, corriendo por la hierba crecida, con la respiración entrecortada y una punzada en la entrepierna.
—¡Oye, deteneos! —les gritó—. ¡Deteneos, tenemos dinero!
Y los otros, alrededor de él, se tronchaban de risa, porque era Phil, y Phil sabía pasárselo bien. Phil siempre les hacía reír. Phil era un tipo gracioso.
Persiguieron a las muchachas por la ciénaga del Congaree y a lo largo del Cedar Creek, donde Truett tropezó y cayó al agua. James Foster lo ayudó a levantarse. Las alcanzaron donde el agua empezaba a ganar profundidad, junto al primero de los enormes y centenarios cipreses. Melia se cayó al tropezar con una raíz que sobresalía, y antes de que su hermana pudiese ayudarla a levantarse, ya estaban encima de ellas. Addy arremetió contra el hombre que tenía más cerca y le dio un golpe en el ojo con su pequeño puño. Como respuesta, Landron Mobley la golpeó con tanta fuerza que le rompió la mandíbula y cayó aturdida de espaldas.
—Jodida puta —le espetó Landron—. Jodida puta.
Su voz tenía tal tono de amenaza soterrada, que los demás se quedaron quietos. Incluso Phil, que pugnaba por sujetar a Melia. Y entonces comprendieron que habían tocado fondo, que ya no había vuelta atrás. Earl Larousse y Grady Truett sujetaban a Addy en el suelo para facilitarle las cosas a Landron, mientras los demás desnudaban a su hermana. Elliot Norton, Phil y James Foster se miraron entre sí. Phil tiró a Melia al suelo y la penetró, al tiempo que Landron hacía lo mismo con Addy. Los dos al mismo ritmo, uno al lado del otro, mientras los insectos nocturnos zumbaban a su alrededor, atraídos por el olor de los cuerpos, picoteando a los hombres y a las mujeres y revoloteando sobre la sangre que había empezado a derramarse por la tierra.
Al final, fue culpa de Phil. Estaba en pleno orgasmo, con la respiración agitada, sin mirar a Melia, sino la cara destrozada de su hermana, y, poco a poco, a medida que iba satisfaciendo su deseo, se dio cuenta de la trascendencia de lo que estaban haciendo. De repente, sintió un golpe en la ingle y cayó de lado, y la conmoción se transformó en un ardor en la boca del estómago. Entonces Melia se puso de pie y salió corriendo de la ciénaga en dirección este, hacia la propiedad de los Larousse y la carretera que había más allá.
Mobley fue el primero en salir tras ella. Foster lo siguió. Elliot, que dudaba entre aprovechar su turno con la muchacha tendida en el suelo e ir a detener a la hermana de ésta, se quedó inmóvil durante unos segundos, antes de salir corriendo detrás de sus amigos. Grady y Earl se empujaban entre sí, bromeando mientras forcejeaban para disputarse su turno con Addy.
La compra del terreno kárstico había sido un error que les había salido muy caro a los Larousse. Aquel terreno era un laberinto de acuíferos subterráneos y de cuevas, y casi llegaron a perder un camión cuando se desplomó en una fosa antes de descubrir que los yacimientos de piedra caliza no eran lo suficientemente grandes como para justificar su explotación. Mientras tanto, las excavaciones en algunas minas se habían realizado con éxito en Cayce, a poco más de treinta kilómetros río arriba, y en Wynnsboro, subiendo por la autopista 77 en dirección a Charlotte. Además, estaban las tres manifestaciones en contra de la incidencia que la explotación pudiera tener en los pantanos. Los Larousse abandonaron aquel negocio y conservaron el terreno como advertencia y ejemplo de lo que nunca más debían hacer.
Melia cruzó varias alambradas caídas y herrumbrosas y un cartel de PROHIBIDO EL PASO que estaba acribillado a balazos. Tenía heridas en los pies y le sangraban, pero seguía corriendo. Sabía que había casas al otro lado del terreno kárstico. Allí le prestarían ayuda y acudirían a socorrer a su hermana. Las pondrían a salvo y…
Oía acercarse a los hombres que corrían tras ella. Volvió la cara sin dejar de correr, y de repente los dedos de sus pies ya no pisaban terreno firme, sino que estaban suspensos sobre un lugar hondo y tenebroso. Se balanceó en el borde de una fosa, aspirando el olor del agua inmunda y contaminada que había en el fondo. Perdió el equilibrio y cayó dentro. Su cuerpo, allá en las profundidades, se estrelló contra el agua. Segundos después emergió, asfixiada y tosiendo. El agua le quemaba los ojos, la piel, el sexo. Miró hacia arriba con los ojos entornados y vio la silueta de los tres hombres recortada ante las estrellas. Con movimientos lentos, nadó en dirección a las paredes de la fosa. Buscó un asidero, pero sus dedos resbalaban en la piedra. Oyó que los hombres hablaban. Uno de ellos se fue. Se mantenía a flote en aquellas aguas viscosas y umbrías moviendo los brazos y las piernas con lentitud. La quemazón iba a más, y le costaba trabajo mantener los ojos abiertos. Arriba se veía una luz. Alzó los ojos justo a tiempo para ver unas hojas de periódico en llamas y después cómo la gasolina iba cayendo, cómo iba cayendo…
Aquellas fosas, con los años, se habían convertido en un vertedero de residuos tóxicos. Toda aquella inmundicia había contaminado el suministro de agua y el propio Congaree, ya que todos los acuíferos subterráneos iban a desembocar finalmente al gran río. Muchas de las sustancias vertidas en ellas eran peligrosas. Algunas eran corrosivas; otras, herbicidas. Pero la mayoría de ellas tenían una cosa en común: eran altamente inflamables.
Los tres hombres recularon a toda prisa cuando una columna de fuego emergió de las profundidades de la fosa, iluminando los árboles, el terreno excavado, la maquinaria abandonada y sus propias caras, sorprendidas y en el fondo entusiasmadas por el efecto que acababan de lograr.
Uno de ellos se frotó las manos con el sobrante del papel de periódico que habían usado como mecha, en un intento de quitarse el olor a gasolina.
—Que se joda —dijo Elliot Norton, que fue quien envolvió una piedra con el trozo de periódico y lo arrojó a la hoguera—. Vámonos.
Durante unos minutos no dije nada. Poveda trazaba dibujos absurdos encima de la mesa con el dedo índice. Elliot Norton, un hombre al que había considerado mi amigo, había tomado parte en la violación y en la quema de una joven. Me quedé mirando con fijeza a Poveda, pero él estaba absorto en trazar dibujos con el dedo. Algo se había roto en el interior de Phil Poveda, aquello que había logrado mantenerlo con vida después de lo que hicieron, y la marea de sus recuerdos lo arrastraba consigo.
Tenía ante mí a un hombre que estaba enloqueciendo.
—Siga —le dije—. Acabe la historia.
—¡Acaba con ella! —gritó Mobley. Miraba a Earl Larousse, que estaba de rodillas, abotonándose los pantalones, junto a la mujer postrada boca abajo. Earl frunció el ceño.
—¿Qué?
—Acaba con ella —repitió Mobley—. Mátala.
—No puedo —dijo Earl. Su voz se parecía a la de un niño.
—Te la has follado muy rápido —le dijo Mobley—. Si la dejas aquí y alguien la encuentra, hablará. Si no la matamos, hablará. Toma.
Mobley agarró una piedra y se la arrojó. Le dio en la rodilla. Earl hizo una mueca de dolor.
—¿Por qué yo? —gimoteó Earl.
—Porque alguien tiene que hacerlo —le respondió Mobley.
—No voy a hacerlo —le dijo Earl.
Entonces Mobley sacó un cuchillo que llevaba oculto debajo de la camisa.
—Hazlo. Como no lo hagas, te mato.
De repente, el poder dentro del grupo cambió de bando y entonces comprendieron todo. Desde el principio, el poder había estado en manos de Mobley. Era él quien estaba al mando. Era Mobley quien les buscaba la maría y el LSD. Era Mobley el que les llevaba a las mujeres. Y fue Mobley quien al final los condenó. Más tarde, Phil pensó que quizá su intención había sido aquella desde el principio: condenar a un grupo de chavales ricos y blancos que lo habían minusvalorado e insultado, luego lo aceptaron en su pandilla cuando vieron lo que Mobley podía proporcionarles, pero que con toda seguridad lo abandonarían cuando dejase de serles útil. Y, de todos ellos, Larousse era el más consentido, el más mimado, el más débil y en el que menos se podía confiar. Por esa razón, le había tocado a él matar a la muchacha.
Larousse empezó a llorar.
—Por favor, por favor, no me obligues a hacerlo.
Mobley, sin decir palabra, levantó el cuchillo y observó cómo brillaba a la luz de la luna. Lentamente, Larousse, con las manos temblorosas, agarró la piedra.
—Por favor —rogó por última vez.
Phil, que se encontraba a la derecha de Earl, hizo intento de darse la vuelta, pero Mobley lo agarró y se lo impidió.
—No, tienes que mirar. Tú formas parte de esto. Mira hasta que todo acabe. Ahora —le dijo a Larousse—, acaba con ella, jodido gallina de mierda. Acaba con ella, cabronazo bonito, a menos que quieras volver junto a tu papi y contarle lo que has hecho, llorando en su hombro como el jodido mariposón que eres y suplicándole que haga desaparecer el problema. Acaba con ella. ¡Acaba con ella!
Todo el cuerpo de Larousse tembló cuando levantó la piedra y la estrelló sin fuerza contra la cara de la muchacha. Aun así, se oyó un crujido y ella gimió de dolor. Larousse se puso a dar alaridos. Tenía la cara retorcida de miedo y las lágrimas que rodaban por sus mejillas limpiaban el barro con que se había manchado la cara mientras violaba a la muchacha. Volvió a levantar la piedra y la estrelló con más fuerza. Esa vez, el crujido sonó más fuerte. La piedra subía y bajaba con mayor rapidez, y, cada vez que Larousse, enloquecido, golpeaba a la muchacha, emitía un agudo lloriqueo. Estaba fuera de sí y salpicado de sangre, hasta que unas manos lo detuvieron y lo apartaron del cuerpo de la muchacha, con la piedra aún sujeta entre los dedos y los ojos desorbitados y en blanco en su cara cubierta de sangre.
La muchacha que yacía en la tierra hacía tiempo que había muerto.
—Lo has hecho muy bien —le dijo Mobley. Ya no empuñaba el cuchillo—. Earl, ya puede decirse que eres un asesino de verdad. —Y le tocó el hombro al llorón—. Un auténtico asesino.
—Mobley se la llevó —siguió contando Poveda—. La gente se acercaba, atraída por el fuego, y nos tuvimos que ir. El padre de Landron era sepulturero en Charleston. El día anterior había cavado una fosa en el cementerio Magnolia, así que Landron y Elliot la arrojaron allí y la cubrieron de tierra. Al día siguiente enterraron a un tipo encima de ella. Era el último de su familia. Nadie iba a remover jamás la tierra de esa parcela. —Tragó saliva—. Al menos no lo habrían hecho si el cadáver de Landron no hubiese aparecido allí.
—¿Y qué pasó con Melia? —le pregunté.
—Se quemó viva. Era imposible sobrevivir a aquel fuego.
—¿Y nadie lo sabía? ¿No le contaron a nadie más lo que hicieron?
Negó con la cabeza.
—Sólo nosotros. Buscaron a las muchachas, pero nunca las encontraron. Llegó la estación de las lluvias y lo lavó todo. Para la gente, desaparecieron de la faz de la tierra.
»Pero alguien lo descubrió —continuó—. Alguien nos lo está haciendo pagar. A Marianne la mataron. James Foster se quitó la vida. A Grady le cortaron el cuello. A Mobley se lo cargaron, y ahora a Elliot. Alguien nos está dando caza, nos está castigando. Yo soy el próximo. Por esa razón, debo poner mis asuntos en orden. —Sonrió—. Voy a donar todo a una institución benéfica. ¿Cree que hago bien? Yo creo que sí. Creo que es una buena acción.
—Puede ir a la policía y confesar lo que hicieron.
—No, ésa no es la manera de proceder. Debo esperar.
—Yo podría ir a la policía.
Se encogió de hombros.
—Podría hacerlo, pero yo diría que se lo ha inventado todo. Mi abogado me sacaría en cuestión de horas, en el caso de que alguien se tomara la molestia de arrestarme. Luego volvería aquí y seguiría esperando.
Me puse de pie.
—Dios me perdonará —comentó Poveda—. Nos perdona a todos, ¿no es así?
Algo destelló en sus ojos: un último y agonizante esfuerzo de cordura, antes de que esa cordura naufragase.
—No lo sé —le dije—. No sé si habrá tanto perdón en el universo.
Y me fui.
El Congaree. La secuencia de las últimas muertes. El vínculo entre Elliot y Atys Jones. Aquel pincho en forma de T en el pecho de Landron Mobley y aquel otro pincho más pequeño que colgaba del cuello del hombre de los ojos dañados.
Tereus. Tenía que encontrar a Tereus.
El viejo aún seguía sentado en los desgastados escalones de la pensión, fumando en pipa y viendo pasar el tráfico. Le pregunté el número de la habitación de Tereus.
—La número ocho, pero no está.
—¿Sabes? Creo que me das mala suerte —le dije—. Siempre que vengo, Tereus se ha ido. Pero tú siempre estás bloqueando el porche.
—Creí que te alegraría ver una cara familiar.
—Por supuesto. La de Tereus.
Pasé por encima de él y subí la escalera bajo su atenta mirada.
Llamé a la puerta número ocho, pero no obtuve respuesta. De las habitaciones contiguas salía una confusión de programas de radio diferentes y un olor rancio a comida impregnaba las alfombras y las paredes. Giré el picaporte y la puerta se abrió. Había una cama individual deshecha, un sofá noqueado y, en una esquina, una cocina de gas. Apenas había espacio entre la cocina de gas y la cama para que pudiera pasar un hombre delgado y asomarse al ventanuco mugriento. A mi izquierda había un lavabo y una ducha, ambos razonablemente limpios. En realidad, la habitación estaba decrépita, pero no sucia. Tereus se había esforzado en adecentarla: de la barra de plástico del ventanuco colgaban unas cortinas nuevas y en la pared había una lámina enmarcada que representaba unas rosas en un jarrón. No había televisor, ni aparato de radio ni libros. El colchón estaba tirado en un rincón y la ropa esparcida por todas partes, pero supuse que, fuese quien fuese el responsable de aquel desbarajuste, no había encontrado nada. Cualquier cosa de valor que tuviese Tereus la guardaría en su verdadera casa y no allí.
Estaba a punto de irme cuando la puerta se abrió a mis espaldas. Me volví y me encontré frente a un negro grande y obeso que llevaba una camisa chillona y que bloqueaba la salida. En una mano tenía un cigarrillo y en la otra un bate de béisbol. Detrás de él vi al viejo chupando su pipa.
—¿Puedo ayudarte en algo? —me preguntó el tipo del bate.
—¿Eres el encargado de esto?
—Soy el dueño y te has colado.
—Buscaba a alguien.
—Bien, pero él no está y tú no tienes derecho a entrar aquí.
—Soy detective privado. Me llamo…
—Me importa un carajo cuál es tu nombre. Sal de aquí ahora mismo, antes de que tenga que actuar en defensa propia contra una agresión espontánea.
El viejo de la pipa se rió entre dientes.
—Una agresión espontánea —repitió el viejo—. Eso está bien. —Y sacudió la cabeza riéndose y soltando una bocanada de humo.
Me dirigí a la puerta y el grandullón se hizo a un lado para dejarme paso. Aun así, ocupaba casi todo el hueco de la puerta y tuve que encoger el pecho para poder salir. Olía a líquido desatascador y a colonia Old Spice. Me paré en la escalera.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—¿Cuál?
—¿Cómo es que su puerta no estaba cerrada con llave?
Su cara reveló perplejidad.
—¿No la has abierto tú?
—No, estaba abierta cuando llegué, y alguien ha estado revolviendo sus cosas.
El dueño se volvió al viejo de la pipa.
—¿Ha venido alguien más preguntando por Tereus?
—No, señor. Sólo este tipo.
—Mira, no quiero ocasionar problemas —le dije—. Lo único que quiero es hablar con Tereus. ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
—Hace unos cuantos días —respondió el dueño, ya más aplacado—. Ocho, más o menos. Cuando salió de trabajar del club. Llevaba una bolsa. Me dijo que estaría un par de días fuera.
—¿Y dejó la puerta cerrada con llave?
—Vi con mis propios ojos cómo la cerraba.
Aquello significaba que alguien se había colado en el edificio después de la muerte de Atys Jones, y seguro que había hecho lo que yo acababa de hacer: entrar en el apartamento, bien para encontrar allí al propio Tereus o bien algo relacionado con él.
—Gracias —le dije.
—Vale, no hay de qué.
—Agresión espontánea —repitió el fumador de pipa—. Qué divertido.
Los pervertidos vespertinos ya estaban reunidos en el LapLand cuando llegué. Entre ellos había un anciano que llevaba una camisa rota y que frotaba su botella de cerveza, mano arriba y mano abajo, de un modo que daba a entender que pasaba mucho tiempo solo pensando en mujeres. También había un tipo de mediana edad, sentado delante de un chupito, que llevaba un traje de chaqueta raído y el nudo de la corbata a media asta. Tenía un maletín a los pies. Se le había abierto, y parecía unas mandíbulas paralizadas. Estaba vacío. Me preguntaba yo cuándo reuniría el coraje suficiente para decirle a su mujer que le habían despedido del trabajo, que se había pasado los días mirando a bailarinas de barra o viendo películas en las sesiones más baratas, que no tendría que plancharle nunca más las camisas porque él ya no tendría que llevar camisa, qué diablos. En realidad, ni siquiera tendría que levantarse por la mañana si no le apetecía. Y, oye, si el panorama no te gusta, ya puedes ir saliendo por esa puerta.
Me encontré a Lorelei sentada a la barra del bar, esperando su turno de actuación. No parecía muy contenta de verme, pero yo ya estaba acostumbrado a eso. El camarero quiso detenerme, pero le levanté un dedo.
—Me llamo Parker. Si tienes algún problema, llama a Willie. De lo contrario, échate a un lado.
Se echó a un lado.
—Una tarde de poco movimiento —le dije a Lorelei.
—Siempre son así —comentó, y apartó la cara para darme a entender que no tenía el mínimo interés en entablar una conversación conmigo. Me imaginé que había recibido del jefe una bronca por haber hablado más de la cuenta la última vez que la vi y que no quería volver a caer en el mismo error—. Estos tipos sólo tienen calderilla.
—Bueno, pues entonces supongo que tendrás que bailar por amor al arte.
Negó con la cabeza y se echó hacia atrás para mirarme por encima del hombro. No se trataba de una mirada demasiado amistosa.
—¿Te crees muy divertido? A lo mejor hasta te crees que eres «encantador». Pues deja que te diga algo: no lo eres. Estoy harta de ver todas las noches a tipos como tú, todos esos tipos que me meten un dólar por la raja del culo. Vienen y se creen que son mejores que yo, quizás incluso llegan a tener la fantasía de que los miro y de que no busco su dinero, que lo único que quiero es llevármelos a casa y follármelos hasta que se queden fritos. Pero eso no va a pasar nunca. Y si no me acuesto gratis con ellos, te aseguro que tampoco voy a acostarme gratis contigo, así que si quieres algo de mí, saca unos billetes.
Tenía razón. Puse un billete de cincuenta encima de la barra, pero apreté un dedo en la nariz del presidente en cuestión.
—Llámame cauteloso, pero la última vez no cumpliste nuestro trato.
—Hablaste con Tereus, ¿no?
—Sí, pero antes tuve que aguantar a tu jefe. Al grano, ¿dónde está Tereus?
—No pararás hasta que fastidies a ese tipo, ¿verdad? —dijo con los labios apretados—. ¿Nunca te cansas de presionar a la gente?
—Escúchame —le dije—. Preferiría no estar aquí. Preferiría no hablarte de esta manera. No me creo mejor que tú, pero desde luego tampoco soy peor que tú. Así que ahórrate el discurso. ¿Acaso no quieres el dinero? Estupendo.
La música dejó de sonar y los clientes aplaudieron con muy poco entusiasmo a la bailarina que empezaba a recoger sus prendas y se encaminaba al vestuario.
—Tienes que subir a escena —le indiqué, y ya me disponía a tomar el billete de cincuenta cuando ella lo agarró por el borde.
—Esta mañana no ha venido. Hace dos días que no viene.
—Resumiendo. ¿Dónde está?
—Tiene un cuarto en la ciudad.
—No ha vuelto a su cuarto desde hace unos días. Necesito más que eso.
El camarero anunció que Lorelei iba a actuar y ella hizo una mueca. Se deslizó por la silla para bajarse, con el billete bien sujeto entre nosotros.
—Tiene una casa allá arriba, en el Congaree. En la reserva hay una propiedad privada. Está allí.
—¿Exactamente dónde?
—¿Qué quieres, que te dibuje un mapa? No sabría decirte, pero sólo queda un pedazo privado en todo el parque.
Liberé el billete.
—La próxima vez me va a dar lo mismo el dinero que traigas, porque no pienso hablar contigo. Antes preferiría sacarles dos dólares a estos desgraciados hijos de puta que ganarme mil teniendo que traicionar a buena gente. Esto te lo doy gratis: no eres el único que ha preguntado por Tereus. Ayer vinieron un par de tipos, pero Willie los echó a patadas llamándolos «jodidos nazis».
Incliné la cabeza en gesto de agradecimiento.
—Ellos me gustaron más que tú —añadió.
Se dirigió al escenario. El reproductor de discos compactos que había detrás de la barra hizo sonar los primeros compases de Love Child. Arrastró el billete con la palma de la mano y se fue.
Era evidente que había dejado para el día siguiente su propósito de enmienda.
Aquella misma noche, Phil Poveda estaba sentado a la mesa de la cocina, delante de dos tazas de café frío, cuando la puerta se abrió a sus espaldas y oyó unas pisadas sigilosas. Levantó la cabeza y las luces titilaron en sus ojos. Se dio la vuelta en la silla.
—Lo siento —dijo.
El gancho se balanceó por encima de su cabeza y él recordó las palabras que Cristo les dirigió a Pedro y a Andrés junto al mar de Galilea: «Os haré pescadores de hombres».
Los labios de Poveda temblaban al hablar.
—Esto no dolerá, ¿verdad?
Y el gancho descendió.