Un golpe en la puerta me despertó poco después de las nueve de la mañana. De manera instintiva, alargué la mano para coger la pistola que ya no estaba allí. Me lié una toalla alrededor de la cintura, me dirigí con sigilo a la puerta y acerqué el ojo a la mirilla.
Casi dos metros de puro carácter y de orgullo gay republicano, con un gran sentido de la elegancia en el vestir, me miraba directamente a los ojos.
—Podía verte desde fuera —me dijo Louis en cuanto abrí la puerta—. Mierda, Parker, ¿es que no vas al cine? Un tipo llama a la puerta, un actor tonto del culo mira por la mirilla, el tipo pone el cañón de la pistola en la mirilla y le dispara al tonto del culo en el ojo.
Llevaba un traje negro de lino y una camisa blanca sin cuello que le daba un toque informal. Una vaharada de colonia cara le siguió hasta dentro de la habitación.
—Hueles como una puta francesa —le dije.
—Si fuese una puta francesa, no podrías permitirte el lujo. Por cierto, no estaría mal que te pusieras un poco de maquillaje.
Me paré, me miré en el espejo que había cerca de la puerta y aparté los ojos. Tenía razón. Estaba pálido y ojeroso. Tenía los labios agrietados y secos y un sabor metálico en la boca.
—He pillado algo —le dije.
—No jodas. ¿Qué coño has pillado, la peste? Entierran a gente con mejor aspecto que tú.
—¿Qué tienes, el síndrome de Tourette? ¿Tienes que pasarte todo el tiempo diciendo tacos?
Levantó las manos con un gesto de «vale, vale».
—¡Oye! Qué alegría te ha dado verme. Cuánto te lo agradezco.
Le pedí disculpas.
—¿Te has registrado? —le pregunté.
—Sí, pero un cabrón, lo siento, pero, joder, es que era un cabrón. ¿Sabes qué ha hecho? Pues que ha intentado darme sus maletas en la puerta del hotel.
—¿Y tú qué has hecho?
—Me las he llevado. Las he puesto en el maletero de un taxi, le he dado al taxista cincuenta pavos y le he dicho que las llevara a una de esas tiendas de artículos de segunda mano para obras benéficas.
—Muy gentil por tu parte.
—Me gusta creer que sí.
Lo dejé viendo la televisión mientras me daba una ducha y me vestía. Cuando terminé, fuimos a Diana's, en la calle Meeting, a desayunar. Me tomé un café y medio bollo, el resto lo dejé.
—Tienes que comer.
Hice un gesto con la cabeza para darle a entender que no podía.
—Se me pasará.
—Se te pasará y te morirás. En fin, ¿cómo va la cosa?
—Lo mismo de siempre: gente muerta, un misterio y más gente muerta.
—¿A quién hemos perdido?
—Al chico, a la familia que lo escondía y quizás a Elliot Norton.
—Mierda, no ha quedado nadie vivo. Te aconsejo que le digas al próximo que te contrate que te deje tus honorarios en el testamento.
Le puse al día de todo cuanto había sucedido, omitiendo sólo el detalle del coche negro. No había necesidad de echarle encima esa carga.
—¿Y ahora qué vas a hacer?
—Voy a armar un follón de mil demonios. Los Larousse dan una fiesta hoy. Creo que deberíamos aprovecharnos de su hospitalidad.
—¿Tenemos invitación?
—¿Acaso no tenerla ha sido alguna vez un impedimento para nosotros?
—No, pero a veces simplemente me gusta que me inviten a sitios de manera normal, ya sabes a qué me refiero, en lugar de zurrar, amenazar, cabrear a los encantadores blancos y que se asusten del negro.
Se calló. Daba la impresión de meditar sobre lo que acababa de decir, y el rostro se le iluminó.
—Suena bien, ¿verdad? —pregunté.
—Muy bien.
La mayor parte del trayecto lo hicimos por separado. Louis aparcó su coche casi un kilómetro antes de llegar a la vieja plantación de los Larousse y se reunió conmigo para continuar el viaje. Le pregunté por Ángel.
—Está haciendo un trabajito.
—¿Algo que yo debería saber?
Me miró durante un rato.
—No sé. Puede que sí, pero no ahora.
—Vale. Por cierto, has sido noticia.
Me contestó al cabo de un par de segundos.
—¿Te dijo algo Ángel?
—Sólo el nombre del pueblo. Has esperado mucho tiempo para saldar esa deuda.
Se encogió de hombros.
—Valió la pena matarlos, aunque no valía la pena hacer un viaje tan largo para eso.
—Y como ibas a bajar al sur y te pillaba de camino…
Terminó la frase:
—… Pensé que podía hacer una parada. ¿Puedo irme ya, agente?
Ahí quedó la cosa. En la entrada de la hacienda de los Larousse, un tipo alto y con traje de lacayo nos hizo señales para que detuviésemos el coche.
—Caballeros, ¿pueden enseñarme la invitación?
—No tenemos invitación —le respondí—, pero estoy completamente seguro de que nos esperan.
—¿Sus nombres?
—Parker. Charlie Parker.
—Por dos —añadió Louis para echar una mano.
El guardia de seguridad habló por el walkie-talkie y se alejó un poco para que no pudiéramos oírle. Mientras esperábamos, se formó una cola de dos o tres coches, hasta que el guardia de seguridad terminó de hablar.
—Pueden seguir. El señor Kittim se reunirá con ustedes en el aparcamiento.
—Sorpresa, sorpresa —dijo Louis. Ya le había hablado del encuentro que tuve con Bowen y con Kittim en el mitin de Antioch.
—Te dije que esto funcionaría. Por algo soy detective.
Dejé a un lado mis preocupaciones por las consecuencias del incidente de Caina, y me dio la impresión de que empezaba a encontrarme mejor desde que había llegado Louis. No era de extrañar, teniendo en cuenta que ya disponía de una pistola, gracias a él, y que estaba del todo seguro de que Louis llevaba encima al menos otra más.
Avanzamos por un camino de robles de Virginia, de palmitos y palmeras de los que colgaba el llamado musgo español. Las cigarras cantaban en los árboles y, aunque había escampado, las gotas de lluvia de aquella mañana caían de las hojas de los árboles y mantenían una constante pauta rítmica sobre el techo del coche y sobre la carretera, hasta que dejamos atrás la arboleda y entramos en una gran extensión de césped. Otro tipo vestido de lacayo con guantes blancos nos indicó que aparcáramos el coche debajo de una de las muchas carpas que habían levantado para proteger los vehículos del sol. La lona se agitaba levemente por las corrientes de aire frío que salían de los aparatos portátiles de aire acondicionado que estaban repartidos por el jardín. En una especie de plaza había tres mesas largas con almidonados manteles de lino. Encima de ellas, una cantidad enorme de viandas esperaba a ser servida por los inquietos criados negros, vestidos con camisas de prístina blancura y con pantalones oscuros. Otros criados se movían entre los grupos de invitados que ya se habían congregado en el jardín y les ofrecían copas de champán y cócteles. Miré a Louis y él me miró a mí. Aparte de los criados, él era la única persona de color entre los invitados y el único que iba vestido de negro.
—Deberías haberte puesto una chaqueta blanca. Pareces un signo de admiración. Además, podrías haber sacado unos pavos de propina.
—Míralos, colega —se desesperó—. ¿No hay nadie aquí que haya oído hablar de Denmark Vesey?
Una libélula revoloteaba sobre el césped en torno a mis pies, a la caza de alguna presa. No había pájaros que a su vez pudieran cazarla a ella, o por lo menos no vi ni oí a ninguno. La única señal de vida provenía de una garza real que se hallaba en un tramo del pantanal, al nordeste de la casa, cuyas aguas parecían inmóviles a causa de la alfombra de algas que las cubría. Al lado de aquel pantanal, entre hileras de robles y pacanas, se divisaban aquí y allá las ruinas de unas pequeñas viviendas, sin las cubiertas de teja que antaño tuvieron y con sus irregulares ladrillos erosionados ya por los efectos de la intemperie durante más de siglo y medio. Incluso yo podía adivinar de qué se trataba: las ruinas de una calle en la que vivían los esclavos.
—Me imagino que estarás pensando que deberían haberlas derribado —comenté.
—Eso forma parte del patrimonio histórico —dijo Louis—. Y, ahí arriba, la bandera confederada ondeando al viento, y unas cuantas fundas de almohada guardadas para ocasiones especiales, ya sabes.
La casa de la vieja plantación de los Larousse era una construcción de ladrillo anterior a la revolución, una villa de estilo georgiano-paladino que se remontaba a mediados del siglo XVIII. Dos escaleras gemelas de piedra caliza conducían a un pórtico con solería de mármol. Cuatro columnas dóricas sostenían una galería que recorría la fachada de la casa, con una hilera doble de cuatro ventanas a cada lado. Elegantes parejas se apiñaban bajo la sombra del porche.
Un grupo de hombres que cruzaba el césped a toda prisa desvió nuestra atención. Todos eran blancos, todos llevaban auriculares y, a pesar del aire acondicionado, todos sudaban por debajo de sus trajes oscuros. En el centro del grupo había uno que sobresalía del resto. Era Kittim, que llevaba un blazer azul, pantalones beiges, mocasines baratos y una camisa blanca abotonada hasta el cuello. Llevaba una gorra de béisbol y gafas de sol, pero la herida de navaja que tenía en la mejilla derecha le quedaba al descubierto.
Atys. Por eso no tenía la cruz colgada del cuello cuando lo encontraron.
Kittim se paró a un metro de nosotros y levantó una mano. Los hombres que le acompañaban se pararon en el acto y empezaron a rodearnos en semicírculo. Durante unos segundos, nadie dijo ni una palabra. Kittim nos miraba alternativamente a Louis y a mí, hasta que su atención se centró en mi persona. Ni siquiera dejó de sonreír cuando Louis le habló por primera vez.
—¿Qué coño eres?
Kittim no le contestó.
—Éste es Kittim —le dije a Louis.
—¿No es éste el guapo?
—Señor Parker —me dijo Kittim ignorando a Louis—. No le esperábamos.
—Ha sido una decisión de última hora. Algunas muertes repentinas me han despejado la agenda.
—Bueno. No puedo evitar darme cuenta de que usted y su colega vienen armados.
—Armados —miré a Louis con desilusión—. Te advertí que no se trataba de esa clase de fiesta.
—No se pierde nada por venir preparado. De lo contrario, la gente no nos toma en serio —dijo Louis.
—Oh, yo les tomo muy en serio —dijo Kittim, que por primera vez le contestó—. Tan en serio, que les agradecería que nos acompañaran al sótano, donde nos desharemos de sus armas sin alarmar a los demás invitados.
Ya me había dado cuenta de que había gente que nos miraba con curiosidad. Y, justo en ese momento, un cuarteto de cuerda empezó a tocar un vals desde un lugar apartado del jardín. Era un vals de Strauss. Qué curioso.
—No te ofendas, tío, pero no vamos a ir a ningún sótano contigo —le dijo Louis.
—Entonces no nos quedará más remedio que tomar medidas.
Louis enarcó una ceja.
—Sí, ¿qué vas a hacer, matarnos aquí? Si lo haces, eso sí que va a ser una fiesta. La gente hablará de ella durante muchííísimo tiempo. «Oye, ¿te acuerdas de la fiesta de Earl, cuando aquellos tipos sudorosos y el cabrón que tenía la lepra trataron de quitarles las armas a aquellos dos que llegaron tarde y se les echaron encima y salpicaron de sangre el vestido de Bessie Bluechip? Tío, cómo nos reímos…».
La tensión iba en aumento. Los hombres que acompañaban a Kittim esperaban instrucciones, pero él no se movía. Mantenía la sonrisa inalterable, como si se hubiese muerto sonriendo y el maquillador funerario lo hubiese dejado así y luego lo hubiera puesto de pie sobre el césped. Sentí que algo me bajaba por la espalda y que se me acumulaba en la base de la columna. Los guardias de seguridad no eran los únicos que sudaban.
La tensión se rompió por una voz que llegó del porche.
—Señor Kittim, no deje a nuestros invitados en el jardín. Acompáñelos hasta aquí arriba.
Era la voz de Earl Larousse Jr., elegantemente flaco, con una chaqueta azul cruzada y unos vaqueros planchados con la raya en medio. Llevaba el pelo rubio peinado hacia delante para ocultar su pico de viuda, y me dio la impresión de que sus labios eran más femeninos y más carnosos que la primera vez que lo vi. Kittim inclinó la cabeza para indicarnos que nos pusiéramos en marcha, y tanto él como sus hombres ocuparon posiciones para disponerse a escoltarnos. Cualquiera con un mínimo de inteligencia hubiese notado que en aquel bufé éramos tan bien recibidos como un virus, pero los invitados que se encontraban cerca de nosotros se esforzaron por ignorarnos. Incluso los criados se abstenían de mirar hacia donde estábamos. Nos condujeron a la puerta principal y entramos en un gran vestíbulo con entarimado de pino taeda. A cada lado del vestíbulo se abrían dos salones y una elegante escalera doble llevaba al piso de arriba. La puerta se cerró detrás de nosotros y en unos segundos nos desarmaron. A Louis le quitaron dos pistolas y un cuchillo. Parecían muy impresionados.
—Vaya —dije—. Dos pistolas.
—Y un cuchillo. Tuve que hacerle un corte especial a los pantalones.
Kittim, con una Taurus azul brillante en la mano, no dejaba de dar vueltas alrededor de nosotros, hasta que se paró al lado de Earl Jr.
—Señor Parker, ¿por qué han venido? —me preguntó Larousse—. Es una fiesta privada, la primera desde la muerte de mi hermana.
—¿Por qué descorchan champán? ¿Están celebrando algo?
—Aquí su presencia no resulta grata.
—Han matado a Atys Jones.
—Eso me han dicho. Me disculpará si no derramo una sola lágrima.
—Señor Larousse, él no asesinó a su hermana, pero sospecho que usted ya lo sabe.
—¿Qué le hace sospechar eso?
—Pues porque creo que el señor Kittim, aquí presente, torturó a Atys antes de matarlo para averiguar quién lo hizo. Porque usted sabe, como yo también lo sé, que la persona responsable de la muerte de su hermana es también responsable de las muertes de Landron Mobley y de Grady Truett, del suicidio de James Foster y puede que de la muerte de Elliot Norton.
—No sé de qué me habla. —No pareció sorprenderse cuando mencioné el nombre de Elliot.
—Creo también que Elliot Norton estaba intentando averiguar quién era el responsable de esas muertes, y que por ese motivo se hizo cargo del caso Jones. Incluso le diré que se hizo cargo de él con el beneplácito de usted, y tal vez incluso con su colaboración. Salvo que no progresaba lo suficiente y usted tomó cartas en el asunto después de que apareciera el cadáver de Mobley.
Me volví hacia Kittim.
—Kittim, ¿te divertiste matando a Atys Jones? ¿Te divirtió disparar a una anciana por la espalda?
Me vi venir el golpe demasiado tarde para poder reaccionar. Me golpeó con el puño en la sien izquierda y me hizo rodar por el suelo. Louis se puso tenso y estaba ya a punto de entrar en acción, cuando lo detuvo el sonido de los percutores.
—Señor Parker, necesita cultivar sus modales —me dijo Kittim—. No puede venir y hacer acusaciones de esa índole sin tener en cuenta las consecuencias.
Poco a poco conseguí ponerme a gatas. El puñetazo me había dejado desconcertado y noté que la bilis me subía por la garganta. Me vino una arcada y vomité.
—Oh, querido —dijo Larousse—. Mire lo que ha hecho. Toby, ve a buscar a alguien para que limpie esto.
Vi los pies de Kittim a mi lado.
—Señor Parker, es un desastre. —Se agachó y le vi la cara—. Al señor Bowen no le cae usted nada bien. Ahora sé por qué. No piense que hemos acabado con usted. Me sorprendería mucho que saliese con vida de Carolina del Sur. De hecho, si yo fuese jugador, apostaría por ello.
La puerta que tenía delante de mí se abrió y entró un criado, seguido por Earl padre. El criado no pareció prestar atención a las pistolas ni a la tensión que se mascaba en aquel vestíbulo. Simplemente se arrodilló mientras yo me incorporaba tambaleándome y comenzó a fregar el entarimado hasta que lo dejó reluciente.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Earl padre.
—Señor Larousse, son unos intrusos que se han colado —respondió Kittim—. Ya se van.
El anciano hizo como que no le veía. No cabía la menor duda de que a Larousse no le gustaba Kittim y de que le incomodaba su presencia en la casa, pero, a pesar de eso, Kittim estaba allí. Larousse no le dirigió la palabra y, en vez de prestarle atención, se dirigió a su hijo, que perdió el aplomo ante la presencia de su padre.
—¿Quiénes son? —le preguntó a su hijo.
—Éste es el detective privado con el que hablé en el hotel, el que contrató Elliot Norton para que sacara del apuro al negrata que mató a Marianne —tartamudeó Earl Jr.
—¿Es eso cierto? —preguntó el viejo.
Me limpié la boca con el dorso de la mano.
—No —le dije—. No creo que Atys Jones matase a su hija, pero descubriré al culpable.
—Eso no es asunto suyo.
—Atys está muerto. También están muertos los que le dieron refugio en su casa. Tiene usted razón: averiguar lo que pasó no es asunto mío. Es más que eso. Para mí es una obligación moral.
—Señor, le recomendaría que dejase sus obligaciones morales para otras cuestiones. Ésta en particular va a ser su ruina. —Entonces se dirigió a su hijo—. Que los acompañen hasta la salida de mi propiedad.
Earl Jr. miró a Kittim. Estaba claro que aquello era cosa suya.
Después de una pausa para imponer su autoridad, Kittim hizo una señal con la cabeza a sus hombres, que se adelantaron con las armas pegadas discretamente al costado para no alarmar a los invitados cuando saliésemos de la casa.
—Y escuche, señor Kittim —añadió Earl padre.
Kittim se volvió.
—De ahora en adelante, guárdese sus golpes para otro sitio. Ésta es mi casa y usted no es un empleado mío.
Lanzó una mirada severa a su hijo y salió al jardín para reunirse con sus invitados.
Aquellos hombres nos rodearon y nos escoltaron hasta el coche. Metieron nuestras armas en el maletero, salvo la munición. Cuando me disponía a arrancar, Kittim se inclinó sobre la ventanilla. El olor a quemado era tan fuerte que estuve a punto de vomitar otra vez.
—La próxima vez que le vea será la última —me dijo—. Ahora coja a su payasete y lárguese de aquí. —Le guiñó el ojo a Louis, dio un golpe en el techo del coche y se quedó observando cómo nos íbamos.
Me toqué la sien en la que Kittim me había dado el puñetazo y me estremecí.
—¿Te encuentras bien para conducir? —me preguntó Louis.
—Creo que sí.
—Kittim parecía sentirse como en su propia casa.
—Está en esa casa porque Bowen quiere que esté allí.
—Si su nene campa a sus anchas por la casa de los Larousse, significa que Bowen ha conseguido algo de ellos.
—Te ha dicho una cosa muy fea.
—Lo he oído.
—Teniendo en cuenta las circunstancias, te lo has tomado con mucha tranquilidad.
—No merecía la pena jugársela. Al menos, no me la merecía a mí. Kittim es otro asunto. Como ha dicho el tipo, volveremos a vernos. Pero que tenga paciencia.
—¿Crees que puedes hacerte cargo de él?
—Por supuesto. ¿Adónde vas?
—A que me den una clase de historia. Estoy cansado de ser amable con la gente.
Louis pareció un poco sorprendido.
—¿Amable en el sentido exacto que hasta ahora has dado a la palabra amable?