Fue Adams quien me comunicó la noticia. Cuando me encontré con él en el vestíbulo del hotel, tenía los ojos más enrojecidos que antes por la falta de sueño y un principio de barba canosa que ya había empezado a picarle. Mientras hablábamos no dejaba de rascársela y hacía un ruido parecido al de una loncha de beicon cuando chisporrotea en una sartén. De su cuerpo emanaba un olor a sudor y a café, a hierba, a óxido y a sangre. En los pantalones y en los zapatos se le habían quedado pegadas briznas de hierba. Alrededor de las muñecas distinguí las marcas circulares que le habían dejado los guantes desechables que se había puesto para inspeccionar la escena del crimen y que había tenido que embutir en sus manazas.
—Lo siento —me dijo—. No puedo decirle nada nuevo de lo que le ha ocurrido a ese muchacho. Ha sido una muerte dura.
Sentí la muerte de Atys como un peso en el pecho, como si los dos hubiésemos caído al mismo tiempo y su cuerpo hubiera atravesado el mío para encontrar el descanso. No lo protegí. Nadie lo protegió y había muerto por un crimen que no había cometido.
—¿Se sabe ya la hora de la muerte? —le pregunté mientras untaba mantequilla en una tostada.
—El forense calcula que lo mataron dos o tres horas antes de que encontraran el cadáver. No parece que lo hayan matado allí mismo, en la antigua cárcel. No había muchas manchas de sangre en el furgón y no hemos encontrado rastro alguno de sangre ni en los muros ni en el entorno del edificio. Incluso hemos usado luz ultravioleta. Y nada. Los golpes han sido metódicos: empezaron por los dedos de los pies y de las manos y después continuaron con los órganos vitales. Lo castraron antes de morir, pero probablemente no mucho antes. Nadie ha visto nada. Creo que dieron con él antes de que pudiera alejarse de la casa y que se lo llevaron a algún sitio apartado.
Me acordé de Landron Mobley, de la manera en que lo torturaron, y estuve a punto de hablar, pero darle a Adams más información de la que ya tenía hubiera sido como darle todo, y yo no estaba dispuesto a eso. Aún había muchas cosas que ni siquiera yo comprendía.
—¿Va a hablar con los Larousse?
Adams terminó de comerse la tostada.
—Creo que se enteraron tan pronto como yo.
—Puede que incluso antes.
Adams agitó un dedo en señal de advertencia.
—Una insinuación como ésa puede acarrearle problemas. —Indicó al camarero que le sirviera más café—. Pero ya que ha sacado el asunto a colación, ¿por qué iban a querer los Larousse que torturaran a Jones de esa manera? —Me quedé callado—… Quiero decir —continuó— que el modo en que lo torturaron parece indicar que los asesinos pretendían sonsacarle algo antes de que muriera. ¿Cree que lo que esa gente quería de Atys era una confesión?
Estuve a punto de escupir de desprecio.
—¿Por qué? ¿Por el bien de su alma? Creo que no. Si esa gente se tomó la molestia de asesinar a quienes lo ocultaban en su casa y de perseguirle hasta que lo cazaron, me parece que no tenían ninguna duda de lo que estaban haciendo.
Pero cabía la posibilidad de que Adams tuviese razón, al menos en parte, al sugerir que el motivo fue arrancarle una confesión. ¿Y si los hombres que encontraron a Atys estaban «casi» seguros de que mató a Marianne Larousse, pero el hecho de estar «casi» seguros no les bastaba? Querían que la confesión saliese de sus labios, porque si él no la había asesinado, las consecuencias serían incluso más graves, y no sólo por el hecho de que el verdadero culpable eludiese la detención. No, todo lo que había ocurrido durante las últimas veinticuatro horas indicaba que cierta gente estaba realmente muy preocupada ante la posibilidad de que alguien se hubiese fijado como objetivo a Marianne Larousse por alguna razón en concreto. Me parecía que ya era hora de hacerle a Earl Larousse Jr. algunas preguntas comprometidas, pero no tenía la intención de hacerlo yo solo. Los Larousse daban la fiesta al día siguiente, y esperaba que alguien se reuniese conmigo en Charleston. Los Larousse tendrían dos invitados inoportunos que perturbarían su gran acontecimiento social.
Aquella tarde me fui a la biblioteca pública de Charleston para realizar algunas consultas. Saqué los informes periodísticos sobre la muerte de Grady Truett, pero no averigüé nada que ya no me hubiese contado Adele Foster. Unos desconocidos habían entrado en su casa, lo habían atado a una silla y le habían cortado el cuello. No se encontraron huellas dactilares, pero el equipo que se encargó de investigar la escena del crimen tuvo por fuerza que haber encontrado algo. Ninguna escena de ningún crimen está enteramente limpia. Estuve tentado de llamar a Adams, pero, una vez más, pensé que corría el riesgo de que se esfumase toda la información con que yo contaba. Tampoco averigüé mucho más sobre «plateye». Según un libro titulado Blue Roots, plateye era un habitante del mundo de los espíritus, del infierno, aunque con poder suficiente para visitar el mundo de los mortales a fin de impartir un castigo justo. Poseía también la facultad de cambiar de apariencia. Como me había dicho Adams, el plateye era un mutante.
Salí de la biblioteca y me dirigí a Meeting. Tereus aún no había vuelto a su apartamento, y hacía dos días que no se había presentado por el trabajo. Nadie supo decirme nada de él, y la stripper que me había birlado los veinte dólares y que después me delató a Handy Andy no andaba por allí.
Finalmente llamé a la oficina del abogado de oficio que se encargó de la defensa de Atys antes de que la asumiera Elliot y me dijeron que Laird Rhine se hallaba defendiendo a un cliente en el palacio de Justicia. Aparqué el coche en el hotel y bajé andando a Four Corners, donde encontré a Rhine en el juzgado número tres, en el momento en que se daba lectura al acta de acusación de una mujer llamada Johanna Bell, acusada de apuñalar a su marido en el transcurso de una pelea doméstica. Por lo visto, ella y su marido habían estado separados durante tres meses. Cuando el marido volvió al domicilio familiar, empezaron a discutir sobre quién era el propietario del vídeo. La discusión terminó bruscamente cuando ella le apuñaló con un cuchillo de trinchar. El marido estaba sentado dos filas detrás de ella y tenía aspecto de sentir mucha lástima de sí mismo.
Rhine se daba muy buenas mañas para solicitar al juez que dejase a su cliente en libertad condicional sin fianza. Tenía treinta y pocos años, pero esgrimió un buen argumento. Señaló que la señora Bell nunca había causado problemas con anterioridad; que se había visto forzada a llamar a la policía en varias ocasiones durante los últimos meses de su ya moribundo matrimonio cuando empezaron las amenazas y luego se produjo una agresión física por parte de su marido; que no podía hacer frente a la fianza impuesta y que no tenía sentido encerrarla en la cárcel y alejarla de su hijo pequeño. Consiguió que el marido pareciera un monstruo que podía considerarse afortunado por salir de aquello únicamente con un pulmón perforado. El juez acordó dejarla en libertad condicional sin fianza. Después del fallo, la mujer abrazó a Rhine y recogió a su hijo de los brazos de una anciana que esperaba al fondo de la sala.
Abordé a Rhine en la escalera del Palacio de Justicia.
—¿Señor Rhine?
Se detuvo, y me dio la impresión de que su cara reflejaba preocupación. Como todo abogado de oficio, había tenido que tratar con lo peor de la especie humana y a veces se había visto obligado a defender lo indefendible. No me cabía duda de que las víctimas de sus clientes se tomaban de vez en cuando las cosas como un asunto personal.
—¿Sí?
Yo estaba un escalón por encima de él. Visto desde allí, me pareció más joven. Aún no tenía canas. Unas largas y suaves pestañas protegían sus ojos azules. Le mostré mi licencia. La ojeó y asintió con la cabeza.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Parker? ¿Le importa si hablamos mientras caminamos? Le prometí a mi mujer que la llevaría a cenar.
Bajé el escalón y me puse a su lado.
—Trabajo para Elliot Norton en el caso Atys Jones, señor Rhine.
Por un momento vaciló al andar, como si se hubiese desorientado, entonces reanudó la marcha con mayor rapidez. Aceleré para no quedarme atrás.
—Ya no tengo nada que ver con ese caso, señor Parker.
—Sencillamente no hay caso desde que Atys murió.
—Me he enterado. Lo siento.
—Seguro que sí. Tengo que hacerle algunas preguntas.
—No creo que pueda contestar a sus preguntas. Debería preguntar al señor Norton.
—¿Sabe qué?, lo haría, pero Elliot no está disponible, y mis preguntas son un poco delicadas.
Se detuvo en la esquina de Broad cuando el semáforo se puso en rojo. Le echó un vistazo a aquella luz roja como si se interpusiera deliberadamente en su vida.
—Ya le digo que no sé en qué puedo ayudarle.
—Me gustaría saber por qué renunció al caso.
—Porque ya tenía muchos a mi cargo.
—Ninguno como ése.
—Yo no elijo los casos, señor Parker. Me los asignan. Me pasaron el caso Jones. Iba a llevarme mucho tiempo. Hubiera podido liquidar diez casos en el tiempo que invertí en repasar el expediente. No lamenté dejarlo.
—No le creo.
—¿Por qué no?
—Usted es un joven abogado de oficio. Es probable que sea ambicioso y, por lo que he visto hoy en la sala, tiene motivos para serlo. Un caso importante como el asesinato de Marianne Larousse no se presenta todos los días. Si lo hubiese defendido bien, aunque al final hubiese perdido, le habría abierto muchas puertas. No me creo que quisiera dejarlo así como así.
La luz del semáforo cambió y la gente empezó a empujarnos para cruzar por delante de nosotros. Aun así, Rhine no se movió.
—Señor Parker, ¿de qué lado está?
—Aún no lo he decidido. Aunque, al final, me temo que estoy del lado de un hombre y de una mujer muertos. Y eso es todo.
—¿Y Elliot Norton?
—Un amigo. Me pidió que viniese. Y vine.
Rhine se volvió hacia mí.
—Me pidió que le pasara el caso —explicó.
—¿Quién, Elliot?
—No. Él nunca se dirigió a mí. Fue otro hombre.
—¿Lo conoce?
—Me dijo que se llamaba Kittim. Tenía algo raro en la cara. Vino a mi oficina y me dijo que debía dejar que Elliot Norton defendiese a Atys Jones.
—¿Qué le contestó?
—Que no podía. Que no había ninguna razón para ello. Me hizo una oferta. —Esperé—… Todos tenemos algún cadáver en el armario, señor Parker. Baste decir que él me dio una pista de cuál era el mío. Tengo esposa y una hija. Cometí errores al principio de mi matrimonio, y no he vuelto a cometerlos. No quería perder a mi familia por unos pecados que había procurado purgar. Le dije a Jones que Elliot Norton estaba más cualificado que yo para llevar su caso. No objetó nada. Así que me retiré. No he visto a Kittim desde entonces, y espero no volver a verlo jamás.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
—Hace tres semanas.
Tres semanas: más o menos el tiempo que hacía que asesinaron a Grady Truett. James Foster y Marianne Larousse ya estaban también muertos por entonces. Como me dijo Adele Foster, algo estaba pasando, y, fuese lo que fuese, se había agravado a raíz de la muerte de Marianne Larousse.
—¿Es todo, señor Parker? —me preguntó Rhine—. No estoy orgulloso de lo que hice. No quiero remover ese asunto.
—Eso es todo.
—Siento de veras lo que le ha ocurrido a Atys —me dijo.
—Estoy seguro de que a él le consolará mucho saberlo.
Volví al hotel. Tenía un mensaje de Louis en el que me confirmaba que llegaría a la mañana siguiente, un poco más tarde de lo previsto. Se me levantó un poco el ánimo.
Aquella noche me asomé a la ventana porque el claxon de un coche no paraba de sonar. Al otro lado de la calle, delante del cajero automático, estaba el Coupe de Ville negro con el parabrisas hecho añicos y con el freno echado. Vi que se abría la puerta trasera del lado del conductor y que del coche salía la niña. Se apoyó en la puerta abierta y me hizo señas para que me acercara, sin hablar, sólo moviendo los labios.
«Hay un sitio al que podemos ir».
Movió las caderas al ritmo de una música que sólo ella podía oír. Se levantó la falda. No llevaba nada debajo. No tenía sexo: lisa como una muñeca. Se restregó la lengua por los labios.
«Baja».
Se acarició su sexo liso.
«Tengo un sitio».
Me dedicó otro gesto lascivo antes de subirse de nuevo al coche, que arrancó lentamente. Varias arañas cayeron al suelo por el resquicio de la puerta entreabierta. Me desperté apartándome telarañas de la cara y del pelo, y tuve que darme una ducha para sacudirme la sugestión de tener bichos por todo el cuerpo.