19

Un edificio de ladrillo rojo albergaba la sede del Departamento de Policía de Charleston en el bulevar Lockwood, frente al estadio Joe Riley, con vistas al parque Brittlebank y al río Ashley. Pero la sala de interrogatorios era una habitación sin vistas, a menos que uno considerara vistas la cara de los dos agentes iracundos que la compartían conmigo en aquel momento.

Para hacerse una idea de lo que era el Departamento de Policía de Charleston, habría que conocer al jefe Reuben Greenberg, que ostentaba la jefatura desde 1982 y que era un jefe de policía muy popular, por paradójica que resulte tal condición. Durante los dieciocho años que llevaba al frente del departamento había introducido una serie de innovaciones que habían contribuido a estabilizar, y en algunos casos a reducir, la tasa de criminalidad en Charleston: desde poner en marcha programas de asistencia social y represión de la delincuencia (los llamados Weed y Seed) en los barrios más pobres hasta dotar de zapatillas de deporte a los policías para que de ese modo pudiesen perseguir a los delincuentes con más comodidad. La tasa de criminalidad había descendido durante ese periodo, hasta el punto de que Charleston se había situado por debajo de cualquier otra ciudad sureña de dimensiones similares.

Por desgracia, las muertes de Albert, Ginnie y Samuel Singleton significaban que la esperanza de igualar las estadísticas del año anterior se había disipado del todo, y quienquiera que acabase implicado, siquiera remotamente, en cualquier cosa que amenazase el nivel de flotación del buen barco Estadística Criminal sin duda se hacía bastante impopular en el número 180 del bulevar Lockwood.

Yo no era nada popular en el número 180 del bulevar Lockwood.

Después de esperar una hora encerrado en un coche policial fuera de la casa del East Side, me condujeron a una habitación pintada sin ningún gusto y con unos muebles funcionales. Delante de mí había una taza de café frío. Los dos agentes que me interrogaban tampoco resultaban nada cálidos.

—Elliot Norton —repitió el primero—. Dice que está trabajando para Elliot Norton.

Se llamaba Adams y llevaba una camisa azul con manchas de sudor en las axilas. Su piel era de color azabache y tenía los ojos enrojecidos. Ya le había dicho dos veces que trabajaba para Norton y habíamos repasado media docena de veces las últimas palabras que dijo Albert, pero Adams no veía razón alguna por la que yo no debiera repetir todo aquello.

—Me contrató para que llevase a cabo una investigación paralela —les dije—. Recogimos a Atys en la cárcel de Richland County y lo trasladamos a casa de los Singleton. Iba a tratarse de un piso franco temporal.

—Segundo error —me dijo el compañero de Adams. Se apellidaba Addams, y era tan blanco como negro era su compañero. Alguien del Departamento de Policía de Charleston tenía un sentido del humor muy retorcido. Era la tercera vez que abría la boca desde que comenzó el interrogatorio.

—¿Cuál fue el primer error? —le pregunté.

—En principio, involucrarse en el caso Jones —me contestó—. O quizá bajarse del avión en el aeropuerto internacional de Charleston. Fíjese, ya son tres los errores.

Sonrió y le devolví la sonrisa por mera educación.

—¿No resulta un poco lioso que usted se llame Addams y él Adams?

Addams frunció el ceño.

—No, mire, yo soy Addams, con dos des. Él es Adams, con una de. Es fácil.

Daba la impresión de que lo decía en serio. El Departamento de Policía de Charleston ofrecía un baremo de incentivos económicos con arreglo al nivel educativo de los agentes, que iba desde un siete por ciento por una licenciatura hasta un veintidós por ciento por un doctorado. Lo sabía porque había leído y releído el boletín de noticias que estaba clavado en el tablón de anuncios que había detrás de Addams. Y me imaginé que el sobre de los incentivos en la nómina de Addams estaría vacío, a menos que le diesen una moneda de cinco centavos al mes por haber terminado el bachillerato.

—¿Así que —resumió su compañero— lo recogió, lo dejó en el piso franco, volvió a su hotel…?

—Me cepillé los dientes, me fui a la cama, me levanté, llamé a Atys para ver cómo estaba, hice otras llamadas…

—¿A quiénes llamó?

—A Elliot y a un familiar que está en Maine.

—¿Qué le contó a Norton?

—No mucho. Todavía estábamos en pañales. Me preguntó si había hecho algún progreso y le contesté que acababa de empezar.

—Después, ¿qué hizo?

Una vez más llegamos a ese punto en el que el camino de la verdad y el de la mentira se bifurcan. Opté por un camino intermedio, con la esperanza de retomar más tarde el camino de la verdad.

—Fui a un club de striptease.

La ceja derecha de Adams formó un arco eclesiástico de desaprobación.

—¿Por qué?

—Porque estaba aburrido.

—¿Norton le pagaba para que fuese a clubes de striptease?

—Fui a la hora de la comida. Era mi hora libre.

—¿Y después?

—Volví al hotel y cené. Me acosté. Cuando me levanté esta mañana intenté llamar a Elliot, pero no tuve suerte. Visité a algunos testigos para comprobar sus declaraciones y regresé al hotel. Al cabo de una hora me llamó Albert.

Adams se puso de pie entre gestos de abatimiento e intercambió una mirada con su compañero.

—Me huele que Norton no le sacaba partido a su dinero.

Por primera vez, me fijé en que conjugaba el verbo en pasado.

—¿Qué quiere decir con «sacaba»?

Volvieron a intercambiar una mirada, pero ninguno dijo palabra.

—¿Tiene algún documento relacionado con el caso Jones que pueda sernos de utilidad para la investigación? —me preguntó Addams.

—Le he hecho una pregunta —le dije.

Addams alzó la voz.

—Yo también le he hecho una pregunta: ¿tiene o no algo que pueda ser de utilidad para la investigación?

—No —mentí—. Elliot lo tenía todo. —Me di cuenta de que había metido la pata—. Elliot lo «tiene» todo —me corregí—. Ahora, díganme qué ha pasado.

Fue Adams quien tomó la palabra.

—Una patrulla de carretera encontró su coche a la salida de la 176, en dirección a Sandy Road Creek. Estaba en el agua. Parece ser que viró bruscamente para evitar algún obstáculo y acabó en el río. El cuerpo no aparece, pero hay sangre dentro del coche. Mucha sangre. El grupo sanguíneo, B Rh positivo, coincide con el de Norton. Lo sabemos porque donaba sangre, así que contrastamos las muestras del coche con las de la donación.

Escondí la cara entre las manos y respiré hondo. Primero Foster, después Truett y Mobley y ahora Elliot. Sólo quedaban dos más: Earl Larousse Jr. y Phil Poveda.

—¿Puedo irme ya?

Quería regresar al hotel y poner a salvo el material que tenía allí. Sólo esperaba que Adams y Addams no hubiesen solicitado una orden de registro mientras yo permanecía retenido.

Antes de que uno de los dos agentes pudiera darme una respuesta, se abrió la puerta de la sala de interrogatorios. El hombre que entró era por lo menos veinte años mayor que yo y me sacaba entre cinco y siete centímetros de altura. Tenía el pelo canoso y cortado a la moda, los ojos de color azul grisáceo, y se comportaba como si acabase de llegar de la Academia Militar de Parris Island, después de haber dado caza a unos marines que se hubiesen ausentado sin permiso. El aire militar se veía reforzado por el impecable uniforme que llevaba y por la chapa identificativa: «S. Stilwell». Stilwell era el teniente coronel que estaba al mando del grupo de operaciones del Departamento de Policía de Charleston y sólo tenía que rendir cuentas ante el jefe Greenburg.

—¿Es éste el sujeto, agente? —vociferó.

—Sí, señor —confirmó Addams, y me lanzó una mirada con la que pretendía darme a entender que mis problemas acababan de empezar y que iba a divertirse mucho con lo que me esperaba.

—¿Por qué sigue aquí? ¿Por qué no está compartiendo ya celda con la peor basura, con los réprobos más repugnantes que esta gran ciudad puede brindarle?

—Señor, estábamos interrogándole.

—¿Y ha respondido a las preguntas de manera satisfactoria, agente?

—No, señor. No lo ha hecho.

—¿Ah, no?

Stilwell se volvió hacia Adams.

—Usted, agente, usted es un buen hombre, ¿no es así?

—Intento serlo, señor.

—No lo dudo, agente. Y usted, por encima de todo, tiene una opinión favorable de su prójimo.

—Sí, señor.

—No esperaba menos de usted. ¿Lee la Biblia?

—No tanto como debiera, señor.

—Ya lo creo, agente. Nadie lee la Biblia tanto como debiera. El hombre debería vivir la palabra de Dios, no estudiarla. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí, señor.

—¿Y no nos dice la Biblia que debemos tener una buena opinión del prójimo, que se merece que le demos todas las oportunidades posibles?

—No lo sé con certeza, señor.

—Yo tampoco, pero estoy seguro de que existe tal mandamiento. Y si no existe ese mandamiento en la Biblia, es porque se debió a un descuido, y si el hombre responsable de omitir tal mandamiento pudiese volver y corregir ese error, con toda seguridad volvería e incluiría dicho mandamiento, ¿verdad que lo haría?

—Con toda seguridad, señor.

—Amén. Así que estamos de acuerdo, agente, en que le ha dado al señor Parker la oportunidad de contestar a las preguntas que le ha hecho. De que usted, como un hombre temeroso de Dios, ha cumplido ese probable mandamiento de la Biblia y ha dado por hecho que la declaración del señor Parker es la palabra de un hombre honrado. ¿Y, aun así, duda de que haya sido sincero?

—Me temo que sí, señor.

—Bien, entonces estamos ante una desafortunadísima vuelta de tuerca.

Por primera vez centró toda su atención en mí.

—Estadísticas, señor Parker. Hablemos de estadísticas. ¿Sabe cuánta gente murió asesinada en esta magnífica ciudad de Charleston en el año de nuestro Señor de mil novecientos noventa y nueve?

Negué con la cabeza.

—Yo se lo diré: tres. Fue la tasa de asesinatos más baja qué hemos tenido en más de cuarenta años. Bien, ¿eso qué le dice acerca del Cuerpo de Policía de la magnífica ciudad de Charleston?

No contesté. Stilwell ahuecó la mano izquierda tras la oreja izquierda y se inclinó hacia mí.

—No le oigo, hijo.

Abrí la boca, pero eso le dio pie a continuar hablando antes siquiera de que yo pudiese decir algo.

—Le explicaré qué indica eso acerca de este Cuerpo de Policía. Significa que este magnífico cuerpo policial integrado por hombres y mujeres no tolera el asesinato, que rechaza enérgicamente lo que se entiende como la actividad antisocial y que castigará a aquellos que cometan asesinatos como si fuesen dos toneladas de mierda sacadas de un tren cargado de elefantes. Pero su llegada a nuestra ciudad parece que ha coincidido con un escandaloso incremento de homicidios. Eso afectará a nuestras estadísticas. Causará una mancha en el recuento estadístico y el jefe Greenberg, un hombre excelente, tendrá que presentarse ante el alcalde y explicarle esa desafortunada vuelta de tuerca. Y el alcalde le preguntará por qué ha ocurrido eso, y entonces el jefe Greenberg me preguntará a mí, y yo le diré que ha sido por su culpa, señor Parker. Y el jefe me preguntará que dónde está usted, y yo le llevaré hasta el agujero más oscuro y más profundo que reserva la ciudad de Charleston para quienes amenazan su seguridad. Y bajo aquel agujero habrá otro agujero, y en ese agujero estará usted, señor Parker, porque lo encerraré allí. Estará tan bajo tierra que oficialmente no se hallará en la jurisdicción de la ciudad de Charleston. Más aún, ni siquiera se encontrará oficialmente en la jurisdicción de los Estados Unidos de América. Estará en la jurisdicción de la República Popular China, y los chinos le aconsejarán que contrate a un abogado chino para ahorrarse los gastos de desplazamiento de su representante legal. ¿Cree que todo esto que le cuento es una mentira de mierda, señor Parker? Porque no le estoy diciendo una mentira de mierda. Yo no les cuento mentiras de mierda a gente como usted, señor Parker. Yo me cago en la gente como usted, y me guardo algunas de las más desagradables de mis cagadas para ocasiones como ésta. Bien, ¿tiene algo más que quiera compartir con nosotros?

Negué con la cabeza.

—No puedo decirle nada más.

Se puso de pie.

—Entonces hemos acabado. Agente, ¿disponemos de alguna chirona para el señor Parker?

—Seguro que sí, señor.

—¿Y compartirá esa chirona con la escoria de esta gran ciudad, con los borrachos, las putas y los tipos de reputación moral más baja?

—Eso puede arreglarse, señor.

—Pues arréglelo, agente.

Intenté en vano hacer valer mis derechos.

—¿No se me permite llamar a un abogado?

—Señor Parker, usted no necesita un abogado. Necesita un agente de viajes para salir echando chispas de esta ciudad. Necesita un sacerdote que rece para que no me fastidie más de lo que ya me ha fastidiado. Y, por último, necesita viajar hacia atrás en el tiempo para buscar a su madre, encontrarla antes de que su padre la fecunde con su lamentable semilla y rogarle que no se quede embarazada de usted, porque si continúa obstruyendo esta investigación, va a lamentar el día en que ella lo arrojó lloriqueando y gritando a este mundo. Agente, quite a este individuo de mi vista.

Me metieron en una celda llena de borrachos y me tuvieron allí hasta las seis de la mañana. Cuando creyeron que había dormido la mona lo suficiente, Addams bajó y me soltó. Mientras los dos nos dirigíamos a la puerta principal, su compañero, que estaba en el vestíbulo, se quedó mirándonos mientras lo cruzábamos.

—Si descubro algo de Norton, se lo comunicaré —me dijo.

Le di las gracias y él inclinó la cabeza.

—Por cierto, he descubierto lo que significa «plateye». Tuve que preguntárselo al mismísimo Alphonso Brown, un tipo que trabaja de guía para los turistas que visitan el antiguo emplazamiento del pueblo Gullah. Me dijo que era una especie de fantasma: un mutante, algo que puede cambiar de forma. Tal vez el viejo intentaba decir que su cliente se volvió contra ellos.

—Puede ser, salvo que Atys no tenía pistola.

No contestó. Su compañero me empujaba para que saliese de allí lo antes posible.

Me devolvieron mis cosas, excepto la pistola. Me dijeron que por el momento la pistola quedaba confiscada y se zafaron de mí. Cuando salí, vi a los presos, vestidos de azul carcelario, que se disponían a cortar el césped y a limpiar los parterres. Me pregunté si sería difícil encontrar un taxi.

—¿Piensa irse de Charleston en un futuro próximo? —me preguntó Addams.

—Después de esto no.

—Bueno, si decide irse, háganoslo saber, ¿de acuerdo?

Me dirigía ya a la puerta cuando Addams me puso una mano en el pecho.

—Recuerde esto, señor Parker: tengo un mal presentimiento con respecto a usted. Mientras estaba ahí dentro encerrado, he hecho algunas llamadas y no me ha gustado una de las cosas que he oído. No quiero que empiece una de sus cruzadas en la ciudad del jefe Greenberg, ¿me comprende? Así que evítelo y asegúrese de que se pasará por aquí antes de irse. No nos vamos a desprender de la Smith 10 hasta que su avión no empiece a dirigirse a la pista de despegue. Entonces puede que le devolvamos la artillería.

Addams me quitó la mano del pecho y me abrió la puerta.

—Nos veremos —me dijo.

Me detuve, fruncí el ceño y chasqueé los dedos.

—Perdone, pero ¿quién es usted?

—Addams.

—Con una de.

—No. Con dos des.

Asentí con la cabeza.

—Intentaré recordarlo.

Cuando regresé al hotel, apenas tenía fuerzas para desvestirme, pero, cuando lo hice, caí en la cama y me quedé dormido tan profundamente que no me desperté hasta pasadas las diez. No soñé. Era como si las muertes de la noche anterior no hubiesen sucedido.

Pero Charleston aún no había descubierto el último de los cadáveres. Mientras las cucarachas volaban a ras de suelo por las agrietadas aceras para ocultarse de la luz del día y la última de las lechuzas nocturnas volvía a su nido, un hombre llamado Cecil Exley iba de camino a la pequeña pastelería que regentaba en East Bay. Tenía mucho trabajo por delante. Había que hornear el pan y los cruasanes y, aunque el reloj aún no había dado las seis de la mañana, Cecil iba con retraso.

En la esquina de Franklin y Magazine, Cecil aminoró el paso. La mole de la antigua cárcel de Charleston apareció por encima de él como una herencia de tristeza y de dolor. Un muro bajo, pintado de blanco, rodeaba un patio cubierto de maleza, y en el centro de dicho patio se levantaba la cárcel. Los ladrillos rojos que formaban sus aceras habían desaparecido en algunos tramos, robados tal vez por quienes creían que sus necesidades eran más importantes que las exigencias de la historia. A ambos lados de la verja principal, que permanecía cerrada con llave, se alzaba una torre de tres pisos coronada de almenas y hierbajos. Las rejas de la verja y de las ventanas estaban oxidadas. El hormigón se había desprendido de la estructura y dejaba al descubierto el enladrillado a medida que el viejo edificio sucumbía a un lento desmoronamiento.

Denmark Vesey y los que conspiraron con él en el malhadado levantamiento de esclavos de 1822 habían sido encadenados en la zona reservada a los negros, en la parte trasera de la cárcel, antes de ser ejecutados. La mayoría de ellos fue camino de la horca proclamando su inocencia, y hubo uno, de nombre Bacchus Hammett, que incluso se reía mientras le colocaban la soga alrededor del cuello. Muchos otros habían cruzado esas puertas para ser ajusticiados, y otros muchos lo harían después. Cecil Exley creía que no había otro lugar en Charleston donde el pasado y el presente estuvieran tan unidos, donde fuese posible quedarse en silencio a primera hora de la mañana y percibir el eco de los actos violentos que tuvieron lugar allí y que seguían resonando en el presente. Cecil solía detenerse en la verja de la vieja cárcel y rezar una breve y silenciosa oración por quienes murieron allí, en aquel tiempo en que los hombres que tenían la piel del mismo color que la suya no podían llegar siquiera a Charleston como miembros de la tripulación de un barco sin ser enviados a una celda durante todo el tiempo que durase su visita.

Cuando Cecil llegó a la verja, a su derecha estaba el viejo furgón policial, conocido como Black Lucy. Habían pasado muchos años desde la última vez que Lucy había abierto sus brazos para recibir a nuevos invitados, pero, a medida que Cecil acercaba la mirada, distinguió un bulto que se apoyaba contra las rejas en la parte trasera del furgón. Durante unos segundos, el corazón de Cecil pareció dejar de latir, y apoyó una mano contra la puerta para no desplomarse. Ya había tenido dos infartos leves en los últimos cinco años y no le agradaba especialmente la idea de dejar este mundo a causa de un tercero. Pero la verja, en lugar de sostener su peso, se abrió hacia dentro con un crujido.

—Oiga —dijo Cecil. Tosió. Su voz parecía a punto de quebrarse—. Oiga —volvió a decir—. ¿Está bien?

El bulto no se movía. Cecil entró y se dirigió cautelosamente hacia Black Lucy. El amanecer empezaba a iluminar la ciudad y los muros que rodeaban la antigua cárcel brillaban con luz tenue bajo los primeros rayos del sol de aquella mañana de domingo, pero la silueta que se apoyaba contra el furgón aún estaba en sombras.

—Oiga —dijo Cecil, pero su voz fue apagándose, y las sílabas se transformaron en una cadencia descendente cuando se dio cuenta de lo que estaba viendo.

Atys Jones estaba atado a las rejas del furgón con los brazos extendidos. Tenía el cuerpo lleno de moratones y la cara ensangrentada y tan hinchada por los golpes que había recibido que apenas resultaba reconocible. La sangre del pecho se había secado y oscurecido. También había sangre —demasiada sangre— en los calzoncillos, la única prenda que llevaba. Tenía la barbilla clavada en el pecho, las rodillas dobladas y sus pies curvados hacia dentro. La cruz en forma de T había desaparecido de su cuello.

La vieja cárcel había añadido un nuevo fantasma a sus legiones.