Tras mi entrevista con Adele Foster regresé a Charleston. Su marido comenzó a visitar el LapLand poco antes de suicidarse, y en el LapLand era donde trabajaba Tereus. Tereus me había insinuado que Elliot sabía más de lo que me contaba acerca de la desaparición de la madre y de la tía de Atys, y, según Adele Foster, Elliot y el grupo de amigos de la adolescencia estaban amenazados por alguna fuerza externa. Aquel grupo incluía a Earl Jr. y a los tres hombres que habían muerto: Landron Mobley, Grady Truett y James Foster. Volví a telefonear a Elliot pero en vano. Entonces decidí pasarme por su oficina, que se encuentra junto al cruce de Broad y Meeting; un cruce al que los lugareños llaman las Esquinas de las Cuatro Leyes, ya que en cada una de las esquinas se alzan la iglesia de San Miguel, la corte Federal, el Palacio de Justicia estatal y el Ayuntamiento. Elliot ocupaba un edificio en el que había otros dos bufetes de abogados, y los tres compartían una única entrada en la planta baja. Me fui derecho al tercer piso, pero no había señal alguna de actividad detrás de la puerta de cristal esmerilado. Me quité la cazadora, la apoyé contra la puerta y rompí el cristal con la culata de la pistola. Metí la mano por el agujero y abrí.
Una pequeña habitación en la que había una mesa y unas estanterías repletas de expedientes servía de antesala al despacho de Elliot. La puerta no estaba cerrada con llave. Dentro, alguien había abierto los cajones de los archivadores y desperdigado los expedientes por la mesa y las sillas. Quienquiera que hubiese registrado el despacho, sabía qué estaba buscando. No encontré ningún fichero ni libro de direcciones, y, cuando intenté acceder al ordenador, me resultó imposible pues tenía una contraseña de acceso. Me pasé cinco minutos revisando los expedientes por orden alfabético, pero no encontré ninguno relacionado con Landron Mobley ni con Atys Jones que ya no tuviese. Apagué las luces, pasé por encima de los cristales rotos y cerré la puerta.
Adele me había dado una dirección de Hampton en la que podría localizar a Phil Poveda, uno de los integrantes del entonces ya menguado grupo de amigos. Llegué justo a tiempo de encontrarme con un hombre alto, de largo pelo entrecano y con barba, que cerraba la puerta del garaje desde dentro. Cuando me acerqué, se detuvo. Me miró nervioso y asustado.
—¿Señor Poveda?
No contestó.
Alargué la mano para mostrarle mi licencia.
—Me llamo Charlie Parker. Soy detective privado y me preguntaba si podría dedicarme un momento.
Tampoco contestó, pero al menos la puerta del garaje aún estaba abierta. Lo interpreté como una buena señal. Pero me equivoqué. Phil Poveda, que tenía pinta de ser un hippy cretino colgado de la informática, me apuntó con una pistola. Era de calibre 38 y temblaba como la gelatina, pero aun así era una pistola.
—Váyase de aquí —me increpó.
La mano seguía temblándole, pero, comparada con su voz, era firme como una roca. Poveda estaba desmoronándose. Lo adiviné en sus ojos, en las arrugas que le circundaban la boca y en las ulceraciones que tenía en la cara y en el cuello. De camino a su casa, me había preguntado si podría ser él, de alguna manera, el responsable de lo que estaba sucediendo. En ese momento, frente a la evidencia de su desintegración y al miedo que rezumaba, supe que era una víctima en potencia, no un presunto asesino.
—Señor Poveda, puedo ayudarle. Sé que está sucediendo algo. Hay gente que ha muerto, gente a la que usted estuvo una vez muy unido: Grady Truett, James Foster y Landron Mobley. Creo que incluso la muerte de Marianne Larousse tiene algún tipo de relación con esto. Y Elliot Norton ha desaparecido.
Parpadeó.
—¿Elliot?
Otro pequeño fragmento de esperanza se le cayó al suelo y se hizo añicos.
—Tiene que hablar con alguien. Creo que en algún momento del pasado usted y sus amigos hicieron algo y que las consecuencias de aquello han regresado para perseguirles. Una treinta y ocho en una mano temblorosa no va a librarle de lo que se le viene encima.
Di un paso adelante y la puerta del garaje se cerró de golpe antes de que pudiese llegar a ella. La golpeé con fuerza.
—¡Señor Poveda! Hable conmigo.
No hubo respuesta, pero sospeché que estaba allí, esperando, al otro lado de la puerta metálica, preso en una oscuridad que él mismo se había creado. Saqué una tarjeta de visita de mi cartera, introduje la mitad por debajo de la puerta y lo dejé allí con sus pecados.
Cuando volví a mirar, la tarjeta había desaparecido.
Me pasé por el LapLand, pero Tereus no se encontraba allí, y Handy Andy, envalentonado por la presencia de un camarero y de un par de porteros con chaqueta negra, no parecía dispuesto a ayudarme. Tampoco conseguí nada cuando fui a la pensión de Tereus. Según el vejete que al parecer había establecido su residencia permanente en la escalera delantera, aquella mañana había salido para ir a trabajar y no había vuelto. Me daba la impresión de que estaba tropezando con demasiadas dificultades para encontrar a la gente con la que necesitaba hablar.
Crucé la calle King y entré en Janet's Southern Kitchen. Janet's es una reliquia del pasado, un lugar donde la gente toma una bandeja y hace cola para llenarse el plato de pollo frito con arroz y costillas de cerdo. Yo era el único cliente blanco, pero nadie reparaba en mí. Me serví un trozo de pollo y un poco de arroz, aunque seguía sin apetito. Me bebí un vaso tras otro de limonada para refrescarme, pero no me sentaron bien. Aún estaba muerto de sed y tenía fiebre. Louis llegará pronto, me dije, y entonces las cosas empezarán a verse más claras. Aparté el plato y volví al hotel.
Cuando cayó la noche, tenía el escritorio cubierto de nuevo con los dibujos de la mujer. La carpeta que contenía las fotografías de la escena del crimen de Larousse y los informes policiales estaban a mi izquierda. El espacio restante lo ocupaban los dibujos de James Foster. En uno de ellos se veía a la mujer mirando por encima del hombro, con la cara ensombrecida por tonos grises y negros. Los huesos de los dedos podían apreciarse bajo el velo que envolvía su cuerpo, y algo parecido a una tracería de venas en relieve —o quizás unas escamas— recubría su piel. Pensé que también había algo casi sexual en la manera en que la había dibujado, una mezcla de odio y deseo expresada a través del arte. Las nalgas y las piernas estaban cuidadosamente trazadas, como si la luz del sol brillase a contraluz entre las piernas, y tenía los pezones erectos. Era como la lamia de la mitología: una mujer hermosa de cintura para arriba, pero una serpiente de cintura para abajo, un híbrido que seducía a los viajeros con su voz para devorarlos cuando estuviesen a su alcance. Salvo que, en este caso, las escamas de serpiente parecían haberse extendido por la totalidad del cuerpo. Los orígenes del mito, inspirado por el temor masculino a la agresiva sexualidad femenina, había encontrado un campo fértil en la imaginación de Foster.
Y luego estaba el segundo tema de sus tentativas artísticas: la fosa rodeada de piedras y de un terreno árido y estéril, con las siluetas de unos árboles ralos en un segundo plano como si fuesen plañideras alrededor de una tumba. En el primero de los dibujos, la fosa era simplemente un agujero negro que recordaba de forma deliberada los rasgos faciales de la mujer velada, y los bordes daban la impresión de ser los pliegues del velo que le cubrían la cabeza. Pero, en el segundo dibujo, una columna de fuego ascendía, crepitante, desde las profundidades, como si se hubiese horadado un túnel hasta el centro de la tierra o hasta el mismísimo infierno. En el centro de la columna de fuego, la mujer era consumida por las llamas. Lenguas anaranjadas y rojas de fuego le envolvían el cuerpo, con las piernas separadas y la cabeza echada hacia atrás en un gesto de dolor o de éxtasis. Podía tratarse de un ejercicio para un examen psicológico de tres al cuarto, pero llegué a la conclusión de que Foster había estado muy trastornado. Son cien dólares. Puede pagarle a la secretaria a la salida.
Aparte de los dibujos, la viuda me autorizó a que me llevara una fotografía. En ella se veía a seis jóvenes delante de un bar. Por detrás de la figura que estaba en el extremo izquierdo del grupo se apreciaba un neón publicitario de cerveza Miller. Elliot Norton sonreía, levantando una botella de Bud con la mano derecha; con la izquierda rodeaba la cintura de Earl Larousse Jr. A su lado estaba Phil Poveda, más alto que los demás, repantigado sobre un coche con las piernas y los brazos cruzados, la camisa desabrochada y una botella de cerveza asomándole por el costado izquierdo. El siguiente era el miembro más bajo de la pandilla: un joven aniñado que tenía el pelo rizado y la cara carnosa, una barba incipiente y unas piernas que daban la impresión de ser demasiado cortas para su cuerpo. Ensayaba una pose de bailarín, con la pierna y el brazo izquierdos extendidos hacia delante y el brazo derecho alzado por detrás; la cámara había captado el último chorro brillante de tequila que se derramaba de la botella que tenía en la mano: era el difunto Grady Truett. A su lado, un rostro juvenil escudriñaba con timidez la cámara, con la barbilla clavada en el pecho. Se trataba de James Foster.
El último de los jóvenes no sonreía tan abiertamente como los demás. Su sonrisa parecía más forzada. Llevaba ropa barata: un pantalón vaquero y una camisa a cuadros. Posaba incómodo y erguido sobre la gravilla y el barro del aparcamiento, con la actitud propia de alguien que no está acostumbrado a que lo fotografíen. Landron Mobley, el más pobre de los seis, el único que no había ido a la universidad, el único que no prosperó, el único que nunca salió del estado de Carolina del Sur para labrarse un porvenir. Pero Landron Mobley resultaba útil: Landron podía conseguir drogas. Landron podía encontrar mujerzuelas que se vendían a cambio de una cerveza. Los grandes puños de Landron podían aporrear a quien molestase a aquella pandilla de jóvenes ricos que se aventuraban en territorio ajeno, que se liaban con mujeres con las que no debían liarse, que bebían en bares donde no eran bien recibidos. Landron representaba la puerta de entrada a un mundo del que aquellos cinco hombres querían hacer uso y abuso, pero del cual no querían formar parte. Landron era el portero. Landron sabía cosas.
Y ahora Landron Mobley estaba muerto.
Según Adele Foster, a ella no le sorprendió el hecho de que hubiesen acusado a Mobley de mantener relaciones deshonestas con las reclusas. Sabía de lo que era capaz Landron Mobley, sabía lo que le gustaba hacer a las chicas incluso en aquellos tiempos en que sistemáticamente no aprobaba ni una asignatura en el instituto. Y, aunque su marido afirmaba que había roto todo vínculo con él, le había visto hablar con Landron un par de semanas antes de su muerte, había visto a Landron darle una palmadita en el brazo cuando entraba en el coche y había visto también que su marido sacaba la cartera y le daba un pequeño fajo de billetes. Aquella noche se encaró con él, pero sólo consiguió que le dijera que Landron estaba pasando una mala racha desde que se quedó sin trabajo y que sólo le había dado el dinero para que se marchara y lo dejase en paz. Por descontado, ella no le creyó, y las visitas de James al LapLand confirmaron sus sospechas. Por aquel entonces, el distanciamiento entre marido y mujer era cada vez mayor, y me dijo que le confesó a Elliot, aunque no a James, el miedo que le inspiraba Landron Mobley. Se lo confesó un día que estaba en la cama con Elliot, en la pequeña habitación que tenía encima de su oficina, aquella habitación en la que algunas veces dormía Elliot cuando estaba trabajando en algún caso particularmente difícil, pero que en aquellos momentos utilizaba para satisfacer otras demandas más urgentes.
—¿Te ha pedido dinero a ti? —le preguntó Adele a Elliot.
Elliot miró hacia otro lado.
—Landron siempre necesita dinero.
—Eso no es una respuesta.
—Conozco a Landron desde hace mucho tiempo y, sí, le echo una mano de vez en cuando.
—¿Por qué?
—¿Qué quieres decir con «por qué»?
—Que no lo comprendo, eso es todo. No era como vosotros. Puedo imaginarme lo útil que os resultaría cuando erais jóvenes y salvajes…
En aquel momento la estrechó entre sus brazos.
—Aún soy salvaje.
Pero ella lo apartó con delicadeza.
—Pero ahora mismo —continuó Adele—, ¿qué tiene que ver Landron Mobley con vuestras vidas? Deberíais olvidaros de él. Él pertenece al pasado.
Elliot retiró las sábanas, se levantó de la cama y se quedó de pie, desnudo, a la luz de la luna, de espaldas a ella. Por un momento, a Adele le dio la impresión de que los hombros de su amante se hundían, de ese modo en que los hombros de una persona se abaten cuando el agotamiento amenaza con vencerla y se deja vencer.
Y entonces dijo algo extraño.
—Hay cosas del pasado que no puedes dejar atrás. Hay cosas que te persiguen durante toda la vida.
Eso fue todo lo que dijo. Unos segundos más tarde, ella oyó el ruido de la ducha y comprendió que era hora de irse.
Fue la última vez que Elliot y ella hicieron el amor.
Pero la lealtad de Elliot a Landron Mobley había ido más allá de una simple ayuda monetaria. Elliot había asumido la representación legal de su viejo amigo en lo que podía resultar un caso muy grave de violación, aunque el caso ya era nulo a causa de la muerte de Mobley. Además, daba la impresión de querer destruir de manera voluntaria su antigua amistad con Earl Larousse Jr. al asumir la defensa de un joven negro con el que Elliot aparentemente no tenía ningún tipo de relación. Saqué las notas que había tomado hasta aquel momento y las examiné una vez más con la esperanza de encontrar algo que hubiera podido pasar por alto. Al colocar las hojas una junto a otra, fue cuando me di cuenta de una curiosa conexión: a Davis Smoot lo habían asesinado en Alabama sólo unos días antes de la desaparición de las hermanas Jones en Carolina del Sur. Repasé las anotaciones que había hecho mientras hablaba con Randy Burris sobre los acontecimientos que rodearon la muerte de Smoot y la búsqueda, y posterior arresto por asesinato, de Tereus. De acuerdo con lo que el propio Tereus me había dicho, bajó a Alabama para pedir ayuda a Smoot, que huyó de Carolina del Sur en febrero de 1980, unos días después de la presunta violación de Addy Jones, y que estuvo escondido al menos hasta julio de 1981, cuando Tereus se enfrentó a él y lo mató. Negó a los abogados de la acusación que su enfrentamiento con Smoot tuviese relación alguna con los rumores de que Smoot había violado a Addy. Posteriormente, a principios de agosto de 1980, Addy Jones dio a luz a su hijo Atys.
Tenía que haber algún error.
Una llamada en el móvil me sacó de aquellas cavilaciones. De inmediato reconocí el número que aparecía en la pantalla. La llamada venía del piso franco. Contesté al segundo toque. Nadie hablaba, sólo se oían unos golpecitos, como si alguien estuviese aporreando suavemente el teléfono contra el suelo. Tac-tac-tac.
—¿Hola?
Tac-tac-tac.
Agarré la cazadora y corrí al garaje. Los silencios entre los golpes se iban alargando y supe con certeza que la persona que estaba al otro lado de la línea se encontraba en un apuro, que sus fuerzas fallaban y que ésa era la única manera que tenía de comunicarse.
—Voy de camino —le dije—. No cuelgues. No cuelgues.
Cuando llegué al piso franco, había fuera tres jóvenes negros que movían los pies con nerviosismo. Uno de ellos tenía un cuchillo y me lo enseñó cuando salí corriendo del coche. Vio la pistola que yo llevaba en la mano y levantó las suyas en señal de aquiescencia.
—¿Qué ha pasado?
El chico no contestó, aunque sí otro un poco mayor, que estaba detrás de él.
—Oímos cristales rotos. Nosotros no hemos hecho nada.
—No os mováis de ahí. Quedaos atrás.
—Que te den por culo, tío —fue la respuesta, pero no se acercaron a la casa.
La puerta principal estaba cerrada con llave, así que me dirigí a la parte trasera. La puerta estaba abierta de par en par aunque intacta. No había nadie en la cocina. Vi la omnipresente jarra de limonada hecha añicos en el suelo. Unas moscas zumbaban alrededor del líquido derramado por el suelo de linóleo barato.
Encontré al anciano en el salón. Tenía un profundo agujero en el pecho y estaba tendido en el suelo como un ángel negro anegado en su propia sangre, con las alas rojas extendidas. En la mano derecha sostenía el teléfono, mientras que con los dedos de la izquierda arañaba el suelo de madera. Lo había arañado con tanta fuerza que tenía las uñas rotas y los dedos le sangraban. Intentaba alargar la mano para tocar a su mujer. Vi uno de los pies de la anciana en el vestíbulo, con la zapatilla desencajada por la presión que había ejercido al arrastrarse. Tenía la parte trasera de la pierna manchada de sangre.
Me agaché ante el anciano y le sujeté la cabeza, buscando algo con lo que detener la hemorragia. Me estaba quitando la cazadora cuando me asió por la camisa y la agarró con fuerza.
—Uh ent gap me mout'! —susurró. Tenía los dientes ensangrentados—. Uh ent gap me mout'! [«¡No he abierto la boca!».]
—Lo sé —le dije, y noté que la voz se me quebraba—. Sé que no ha dicho nada. ¿Quién ha hecho esto, Albert?
—Plateye —musitó—. Plateye.
Me soltó la camisa y de nuevo intentó alcanzar con la mano a su mujer muerta.
—Ginnie —la llamaba. Su voz se debilitó—. Ginnie —volvió a llamarla, y murió.
Le apoyé la cabeza en el suelo, me levanté y fui hacia la mujer. Estaba boca abajo, con dos agujeros de bala en la espalda: uno en el lado izquierdo de la parte baja de la columna y el otro cerca del corazón. No tenía pulso.
Oí un ruido detrás de mí y, cuando me di la vuelta, vi en la puerta de la cocina a uno de los chicos que había fuera.
—¡No entres! —le dije—. Llama a urgencias.
Me miró, miró luego al anciano y desapareció.
Del piso de arriba no llegaba ningún ruido. El hijo de la pareja, Samuel, estaba desnudo y muerto dentro de la bañera, con la cortina entre las manos y el agua de la ducha cayéndole con fuerza en la cara y el cuerpo. Había recibido dos disparos en el pecho. Cuando registré las cuatro habitaciones de arriba, no encontré rastro alguno de Atys, pero la ventana de su dormitorio estaba rota y algunas tejas se habían desprendido del tejado de la cocina. Daba la impresión de que había saltado por allí, lo que significaba que aún podía estar vivo.
Bajé las escaleras. Me encontraba en el jardín cuando llegó la policía. Había enfundado mi pistola y les enseñé mi licencia y mi permiso. Naturalmente, los polis me quitaron la pistola y el teléfono y me obligaron a permanecer sentado dentro de un coche hasta que llegaron los detectives. A esas alturas, se había congregado una multitud y los de uniforme hacían cuanto podían para mantenerla a raya. Las luces giratorias de los Ford Crown Victoria proyectaban destellos de fuegos artificiales sobre las caras y las casas. Había muchos coches, porque el Departamento de Policía de Charleston asignaba un vehículo a cada agente, con la excepción de las patrullas de vigilancia urbana, compuestas por dos efectivos; fue una de esas patrullas la primera en llegar a la escena del crimen, a los pocos minutos de recibir la llamada. La unidad móvil encargada de analizar el escenario de los crímenes llegó en una biblioteca ambulante adaptada para ese nuevo uso, al mismo tiempo que dos detectives de la unidad de delitos violentos decidían que querían mantener una charla conmigo.
Les dije que tenían que encontrar a Atys Jones y me contestaron que ya estaban en ello, aunque no como una víctima en potencia, sino como sospechoso de nuevos crímenes. Desde luego se equivocaban. Yo sabía que se equivocaban.
En una gasolinera de South Portland, un jorobado echaba veinte dólares de gasolina en un Nissan. Sólo había otro vehículo en el surtidor: un Chevy C-10 del 86, con el alero derecho destrozado, que le había costado a su nuevo propietario un total de mil cien dólares, de los cuales había pagado la mitad; la otra mitad habría de pagarla a final de año. Era el primer coche que Bear tenía después de más de cinco años y estaba muy orgulloso de él. Ahora, en vez de gorronear el transporte a la cooperativa, esperaba cada mañana a que abriesen, escuchando la música que salía a todo volumen del equipo estereofónico de pacotilla de su Chevy.
Bear apenas si miró al tipo que estaba junto a él. Había visto a demasiados tipos extraños en la cárcel como para saber que lo mejor era no prestarles atención. Echó gasolina, la pagó con el dinero que le había prestado su hermana, comprobó la presión de los neumáticos y se marchó.
Cyrus había pagado por adelantado al aburrido empleado de la gasolinera y era consciente de que el joven aún lo miraba, fascinado por su cuerpo deforme. Aunque estaba acostumbrado a despertar repugnancia en la gente, aún consideraba una falta de educación el que se la manifestaran de forma tan abierta. El chico tuvo suerte de estar protegido por el cristal y de que a Cyrus le reclamasen otros asuntos. De todas formas, si le quedaba tiempo, regresaría para enseñarle que era de mala educación mirar a una persona de aquella manera. Volvió a colocar la manguera en su sitio, subió al coche y alcanzó el cuaderno que tenía debajo del asiento. Había ido anotando meticulosamente todo lo que había visto y hecho, porque era importante no olvidar nada que pudiera serle de utilidad.
Anotó lo del chico en las páginas del cuaderno, junto con otras observaciones que Cyrus había introducido aquella misma tarde: los movimientos de la mujer pelirroja en su casa y el fugaz e inquietante avistamiento del negro corpulento que ahora se hospedaba allí. Aquello entristeció a Cyrus.
A Cyrus no le gustaba mancharse las manos de sangre masculina.