17

Casi había amanecido.

Cyrus Nairn se agazapaba, desnudo, en la matriz oscura del agujero. Pronto tendría que abandonar aquel lugar. No tardarían en ir a buscarlo, porque lo primero que sospecharían es que alguien se había vengado del guardia Anson, y la línea de investigación se centraría en todos aquellos que habían salido de Thomaston recientemente. Cyrus lamentaba mucho irse. Había pasado tanto tiempo soñando con volver allí, rodeado por el olor de la tierra húmeda y el roce de las raíces acariciando su espalda y sus hombros desnudos… De todas formas, tendría otras compensaciones. Le habían prometido mucho. A cambio, se vería obligado a ofrecer algunos sacrificios.

De fuera llegaban el canto de los primeros pájaros, el suave chapoteo del agua al chocar contra la orilla, el zumbido de los insectos nocturnos al huir de la luz inminente, pero Cyrus hacía oídos sordos a los sonidos de la vida que discurría fuera del agujero. Cyrus se mantenía inmóvil, atento sólo a los ruidos provenientes de la tierra que se agitaba bajo sus pies, observando y gozando de aquella leve agitación, mientras Aileen Anson forcejeaba por debajo del lodo, hasta que dejó de moverse.

Me despertó el teléfono de la habitación. Eran las ocho y cuarto de la mañana.

—¿Charlie Parker? —preguntó una voz masculina que no reconocí.

—Sí. ¿Quién es?

—Tiene un desayuno de trabajo dentro de diez minutos. Supongo que no querrá hacer esperar al señor Wyman —y colgó.

El señor Wyman.

Willie Wyman.

El jefe de la mafia sureña de la fracción de Charleston quería desayunar conmigo.

No era una buena manera de empezar el día.

La mafia sureña había existido, de una u otra forma, desde los tiempos de la Ley Seca. Se trataba de una extensa asociación de criminales que tenía su base de operaciones en la mayoría de las grandes ciudades del sur, pero en particular en Atlanta, en el estado de Georgia, y en Biloxi, en el estado de Mississippi. Reclutaban a criminales de un estado para que cometieran crímenes en otro. De ese modo, un incendio intencionado en Mississippi podía ser obra de un pirómano de Georgia o un golpe en Carolina del Sur podía ser llevado a cabo por un asesino a sueldo de Maryland. La mafia sureña era bastante burda y estaba metida en asuntos relacionados con la droga, con el juego, con el asesinato, con la extorsión, con el robo y con los incendios intencionados. El único golpe de cuantos habían dado que podría considerarse como de guante blanco fue el robo en una lavandería, pero eso no significaba que fuese una organización que no hubiera que tener en cuenta. En septiembre de 1987, la mafia sureña asesinó a un juez, Vincent Sherry, y a su mujer, Margaret, en su casa de Biloxi. Nunca se llegó a esclarecer el motivo por el que Sherry y su mujer murieron a tiros. Se llegó a decir que Vincent Sherry había estado implicado en asuntos criminales a través de la firma de abogados Halat y Sherry, y al socio de Sherry, Peter Halat, se le condenó más tarde por los cargos de chantaje y asesinato en relación con la muerte de los Sherry. Pero los motivos que se escondían detrás de aquellos asesinatos no tenían mucho sentido. Los hombres que osan asesinar a jueces son peligrosos porque actúan antes de pensar. No son conscientes de las consecuencias hasta después de los hechos.

En 1983 condenaron a Paul Mazzell, el entonces jefe de la fracción de Charleston, junto a Eddie Merriman, por el asesinato de Ricky Lee Seagreaves, que había robado a uno de los narcotraficantes de Mazzell. A partir de entonces, Willie Wyman se convirtió en el rey de Charleston. Medía un metro sesenta y cinco y pesaba unos cuarenta y cinco kilos con la ropa mojada, pero era malvado y astuto, capaz de cualquier cosa por mantener su posición. A las ocho y media de la mañana, me esperaba sentado a una mesa pegada a la pared en el comedor principal del Charleston Place, comiendo huevos con beicon. Junto a la mesa había una silla vacía, y, muy cerca de allí, cuatro hombres sentados a dos mesas separadas, que estaban pendientes de Willie, de la puerta y de mí.

Willie tenía el pelo corto y muy negro y la piel intensamente bronceada. Llevaba una camisa azul ultramar, moteada de nubecillas blancas, y chinos azules. Cuando me acercaba, alzó la vista y me señaló con el tenedor que me sentara con él. Uno de sus hombres hizo ademán de cachearme, pero Willie, consciente de estar en un lugar público, lo detuvo con un gesto.

—No hay necesidad de cachearle, ¿verdad?

—No voy armado.

—Bien. No creo que a la gente que se aloja en el Charleston Place le entusiasme desayunar en medio de un tiroteo. ¿Quiere tomar algo? Usted invita. —Y sonrió abierta y desganadamente.

Pedí al camarero café, zumo y tostadas. Willie terminó de devorar su desayuno y se limpió la boca con la servilleta.

—Ahora —me dijo— hablemos de negocios. Me han dicho que le dio una patada tan fuerte a Andy Dalitz en los cojones que ahora los tiene en la boca.

Esperó una respuesta. Dadas las circunstancias, parecía conveniente complacerle.

—¿El LapLand es suyo? —le pregunté.

—Uno de tantos. Mire, sé que Andy es un retrasado mental, y desde que lo conocí he estado tentado de darle una patada en los cojones, pero el tipo tiene ahora por su culpa tres jodidas manzanas de Adán en la garganta. Puede que se lo tuviese bien merecido, no digo que no. Pero si quiere visitar uno de nuestros clubes y preguntar algo, le recomiendo que lo pregunte con educación. Porque patear al encargado tan fuerte que llegue a notar el sabor de sus pelotas en la boca, no es preguntar con educación.

»Y voy a decirle algo más: si lo hubiese hecho en público, delante de los clientes o de las chicas, entonces ahora estaríamos manteniendo una conversación muy diferente. Porque si le falta al respeto a Andy, me falta al respeto a mí, y lo siguiente que debe saber es que hay tipos que piensan que ha llegado mi hora y que debo dejarle el camino libre a otro. Tengo dos opciones: convencerles de que están equivocados, y en ese caso malgastar un día conduciendo por ahí con ellos apestando en el maletero hasta encontrar un lugar adecuado donde enterrarlos, o bien ser yo el que vaya apestando en el maletero, cosa que, dicho sea entre usted y yo, no va a ocurrir. ¿Está claro?

Me trajeron el café, el zumo de naranja y las tostadas. Me serví el café y le ofrecí a Willie rellenarle su taza. Aceptó y me dio las gracias. Otra cosa no, pero era de lo más educado.

—Queda claro —le aseguré.

—Lo sé todo sobre usted —me dijo—. Sería capaz de joder incluso el paraíso. La única razón por la que sigue vivo es que ni siquiera Dios quiere tenerle cerca. Me han dicho que trabaja usted con Elliot Norton en el caso Jones. ¿Hay algo que yo deba saber? Porque ese caso huele como los pañales de mi hijo. Andy me dijo que usted quería hablar con el mestizo, con Tereus.

—¿Así que es eso, un mestizo?

—¿Quién coño se cree que soy, su primo? —Se calmó un poco—. Todo lo que sé es que su familia vino de Kentucky hace mucho tiempo. Vaya usted a saber a quién se follaban allí. En aquellas montañas hay gente que puede que sea medio cabra porque a sus papis les entró un calentón en un mal momento. Incluso los negros no quieren nada con Tereus ni con los de su clase. Se acabó la lección. Desembuche.

No tenía más remedio que decirle algo de lo que sabía.

—Tereus fue a visitar a Atys Jones a la cárcel y quería saber por qué.

—¿Lo averiguó?

—Creo que Tereus conocía a la familia Jones. Además, encontró a Jesús.

A Willie parecieron incomodarle un poco mis palabras.

—Eso fue lo que Tereus le contó a Andy. Creo que Jesús debería tener más cuidado con los que se le acercan. Sé que usted no está largando todo lo que sabe, pero no voy a armar un escándalo por eso, al menos por ahora no. Preferiría que no volviese usted por el club, pero si tuviese que ir, hágalo con discreción y no vuelva a patearle las pelotas a Andy Dalitz. A cambio, espero que me tenga al tanto si surge cualquier cosa por la que deba preocuparme, ¿me comprende?

—Le comprendo.

Asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho, y se tomó el café a sorbitos.

—Usted fue quien dio con el paradero de aquel predicador, ¿verdad? ¿Cómo se llamaba? ¿Faulkner?

—Exacto.

Me miró con cautela. Parecía divertirse.

—Me he enterado de que Roger Bowen está intentando sacarlo de la cárcel.

No había llamado a Elliot desde que Atys Jones me habló de la relación que existía entre Mobley y Bowen, y no estaba seguro de cómo encajaría aquello con la información con la que ya disponía. Cuando Willie mencionó el nombre de Bowen, intenté abstraerme del ruido de las mesas contiguas y centrarme sólo en lo que me decía.

—¿Siente curiosidad por saber de qué puede tratarse? —continuó Willie.

—Mucha.

Se reclinó en la silla y se desperezó, dejando al descubierto unas marcas de sudor bajo los brazos.

—La relación entre Roger y yo viene de antiguo, y no es una relación fácil. Es un fanático y no respeta nada. He pensado en mandarlo a un crucero, ya sabe, a un crucero largo, sólo de ida, y que el barco se vaya a pique, pero después llegarían los otros locos haciendo preguntas y tendría que organizar un crucero para cada uno de ellos. No sé qué quiere Bowen del predicador. Quizá tenerlo como una especie de mascarón de proa, o puede que el viejo esté en poder de algo que Bowen quiere. Ya le digo que no lo sé, pero si desea preguntárselo, puedo decirle dónde estará dentro de un rato. —Esperé—. Va a haber un mitin en Antioch, y se rumorea que Bowen va a intervenir en él. Acudirá la prensa, tal vez la televisión. Bowen no tenía por costumbre hacer apariciones públicas, pero ese asunto de Faulkner le ha sacado de debajo de las piedras. Lléguese por allí, quizá pueda saludarlo.

—¿Por qué me lo cuenta?

Se levantó de la silla y los otros cuatro se pusieron de pie al mismo tiempo.

—Me pregunto por qué razón voy a ser yo el único que tenga un jodido mal día por culpa de usted, ¿me entiende? Si lleva mierda en los zapatos, espárzala. Bowen ya tiene un mal día y me gusta la idea de que usted se lo empeore.

—¿Por qué tiene Bowen un mal día?

—Debería ver usted las noticias de la tele. Anoche encontraron a Mobley, el pitbull de Bowen, en el cementerio Magnolia. Lo han castrado. Voy a contárselo a Andy Dalitz, quizá le haga ver lo afortunado que ha sido porque sólo le hayan magullado las pelotas en vez de cortárselas. Gracias por el desayuno.

Me dejó y se marchó, con su camisa azul ondulante, con sus cuatro matones a remolque, como niños grandes que siguen un pedacito de cielo.

Aquella mañana había quedado en reunirme con Elliot, pero no apareció. Tanto en su oficina como en su casa saltaba el contestador automático y tenía apagados los dos teléfonos móviles. Mientras tanto, los periódicos llenaban páginas con la noticia del descubrimiento del cuerpo de Landron Mobley en el cementerio Magnolia, aunque sin entrar en demasiados detalles. Según se informaba, había sido imposible contactar con Elliot Norton para que hiciera unas declaraciones en torno a la muerte de su cliente.

Me pasé la mañana comprobando las declaraciones de otros testigos, llamando a la puerta de caravanas y repeliendo el ataque de los perros en jardines cubiertos de hierbajos. Hacia mediodía, como estaba preocupado, llamé a Atys, y el viejo me dijo que se portaba bien, aunque empezaba a volverse un poco majara por el encierro. Hablé con Atys durante un par de minutos y comprobé que sus respuestas podían describirse, en el mejor de los casos, como desabridas.

—¿Cuándo voy a salir de aquí, tío? —me preguntó.

—Muy pronto —le contesté.

Era sólo una verdad a medias. Si los temores de Elliot acerca de la seguridad de Atys tenían algún fundamento, calculé que deberíamos trasladarlo lo antes posible a otro piso franco. Hasta la celebración del juicio, tendría que ir acostumbrándose a ver la tele en habitaciones extrañas. Pero muy pronto dejaría de ser asunto mío. No estaba consiguiendo nada con los testigos.

—¿Sabes que Mobley ha muerto?

—Sí. Lo he oído. Estoy hecho polvo.

—No tanto como él. ¿Tienes idea de quién puede haberle hecho una cosa así?

—No, no lo sé, pero si lo encuentras, dímelo. Me gustaría estrecharle la mano, ¿me entiendes?

Colgó. Miré el reloj. Acababan de dar las doce. Tardaría más de una hora en llegar a Antioch. Lo eché mentalmente a cara o cruz y decidí ir.

Los miembros del Klan de Carolina, al igual que las demás ramas del Klan de todo el país, habían ido disminuyendo durante la mayor parte de los últimos veinte años. En el caso de las dos Carolinas, el declive puede remontarse a noviembre de 1979, cuando cinco trabajadores comunistas murieron en un tiroteo con neonazis y con miembros del Klan en Greensboro, en Carolina del Norte. Como consecuencia de aquello, los movimientos sociales contrarios al Klan cobraron un nuevo auge y el Klan empezó a perder partidarios, hasta el punto de que, cuando los del Klan se echaban a la calle, el número de gente que protestaba en contra de ellos era mucho mayor que el de sus simpatizantes. La mayoría de los mítines recientes del Klan en Carolina del Sur habían sido organizados por los Caballeros Americanos del Ku Klux Klan que tenían sede en Indiana, ya que los Caballeros de Carolina se habían mostrado reticentes a implicarse en ellos.

Pero, a pesar de su declive, habría que señalar que, desde 1991, habían ardido en Carolina del Sur más de treinta iglesias de negros. A los miembros del Klan se los había relacionado con al menos dos de aquellos incendios, uno en el condado de Williamsburg y otro en el de Clarendon. Dicho de otro modo: el Klan podía tener los pies de barro, pero el odio que lo alentaba seguía vivo y coleando. Bowen estaba intentando dar a aquel odio un nuevo auge y un nuevo impulso. Y si había que dar crédito a las noticias de los periódicos, lo estaba consiguiendo.

Antioch no parecía un pueblo que ofreciera demasiados atractivos. Parecía el suburbio de un pueblo inexistente: había casas y calles a las que alguien se había tomado la molestia de poner incluso nombre, pero no había expectativas de que en torno a ellas se crease ningún gran centro comercial ni se formase un núcleo urbano propiamente dicho. Por el contrario, en el tramo de la 119 que cruzaba Antioch habían brotado pequeños negocios como si fueran champiñones, destacando entre ellos un par de gasolineras, una tienda de alquiler de vídeos, dos tiendas de alimentación, un bar y una lavandería.

Me había perdido el desfile, pero a mitad de camino vi una zona verde rodeada por una alambrada y por árboles descuidados. Cerca de allí había unos sesenta coches aparcados y un escenario montado sobre el remolque plano de un camión, desde el que un hombre se dirigía a la multitud. Un grupo de entre ochenta y noventa personas, sobre todo hombres, aunque también algunas mujeres aquí y allá, escuchaban de pie delante del estrado al orador. Un puñado de ellos llevaba la característica túnica blanca (sudando visiblemente bajo el poliéster barato), pero la mayoría vestía vaqueros y camiseta. Separadas del público de Bowen por un cordón policial había unas cincuenta o sesenta personas que protestaban. Algunos cantaban y silbaban, pero el hombre que hablaba desde el escenario no perdió la calma en ningún momento.

Roger Bowen tenía un espeso bigote y el pelo castaño ondulado, y daba la impresión de que se mantenía en forma. Llevaba una camisa roja y vaqueros, y, a pesar del calor, la camisa no estaba manchada de sudor. Le flanqueaban dos hombres, que orquestaban las esporádicas salvas de aplausos cuando decía algo particularmente importante, cosa que parecía ocurrir cada tres minutos, según el criterio de sus ayudantes. Cada vez que le aplaudían, Bowen se miraba los pies y cabeceaba, como si lo avergonzasen aquellas muestras de entusiasmo, aunque en absoluto dispuesto a reprimirlas. El cámara de televisión con el que tuve el encontronazo a las afueras de la cárcel de Richland County estaba junto al escenario, acompañado por una guapa periodista rubia. Aún llevaba el uniforme de camuflaje, pero allí nadie se metía con él por ir vestido así.

Tenía puesto un CD de los Ramones a todo volumen cuando me dirigía al descampado. Lo había elegido para la ocasión. Llegué en el momento exacto. Justo cuando viraba y entraba en el aparcamiento, Joey Ramone cantaba aquello de que su chica se había ido a Los Ángeles y, como nunca regresó, Joey culpaba a los del KKK de habérsela llevado. Bowen dejó de hablar y clavó la mirada donde yo estaba. Una parte considerable de los espectadores volvió los ojos en la misma dirección. Un tipo con la cabeza rapada y con una camiseta negra Blitzkrieg se acercó al coche y me pidió con educación, pero con firmeza, que bajase el volumen. Paré el motor y se desconectó el reproductor del CD. Me bajé del coche. Bowen continuó mirando hacia donde yo me encontraba durante otros diez segundos y después prosiguió su discurso.

Tal vez porque era consciente de la presencia de los medios de comunicación, daba la impresión de que Bowen reducía al máximo los improperios. Cierto que se despachó con los judíos y con los de color, y que habló de cómo los ateos se habían hecho con el control del Gobierno a expensas de los blancos, aparte de afirmar que el sida era un castigo de Dios, pero evitaba las peores calumnias raciales. Sólo tocó el tema principal al final de su discurso.

—Hay un hombre, amigos, un buen hombre, un hombre cristiano, un hombre de Dios, al que se le está persiguiendo por atreverse a decir que los homosexuales, el aborto y la mezcla de razas están en contra de la voluntad del Señor. Un proceso organizado con fines propagandísticos se está llevando a cabo en el estado de Maine para derrocar a ese hombre, y tenemos pruebas, amigos, pruebas fidedignas, de que los judíos financiaron su captura. —Bowen agitó unos documentos que parecían vagamente legales—. Su nombre, y espero que ya lo conozcáis, es Aaron Faulkner. Ahora dicen algunas cosas sobre él. Dicen que es un asesino y un sádico. Han intentado calumniarlo, desmoralizarlo, antes incluso de que empiece el juicio. Lo hacen porque no tienen pruebas contra él y están intentando envenenar las mentes de los débiles para que se le declare culpable incluso antes de que tenga la oportunidad de defenderse. El mensaje del reverendo Faulkner nos lo debemos tomar a pecho, porque sabemos que es justo y verdadero. La homosexualidad está en contra de la ley de Dios. El asesinato de bebés está en contra de la ley de Dios. La mezcla de sangres, la destrucción de la institución del matrimonio y de la familia, el ascenso del ateísmo sobre la única religión verdadera de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, están en contra de la ley de Dios, y este hombre, el reverendo Faulkner, ha adoptado una postura contra ellos. Ahora, su única esperanza para tener un juicio justo es que le procuremos la mejor defensa posible, y para conseguirlo necesita fondos para salir de la cárcel y pagar a los mejores abogados que el dinero pueda comprar. Y aquí es donde entráis vosotros: dad lo que podáis. Calculo que sois unos cien. Si cada uno da veinte dólares…, sé que para algunos de vosotros es mucho, pero si lo hacéis, reuniremos dos mil dólares. Si quienes se lo pueden permitir dan un poco más, pues entonces mejor que mejor.

»Porque recordad bien lo que os digo: no se trata sólo de un hombre que se enfrenta a la pantomima de un juicio. Se trata de una forma de vida. Se trata de nuestra forma de vida, de nuestras creencias, de nuestra fe, de nuestro futuro. Todo eso se juzgará en aquel tribunal. El reverendo Faulkner nos representa a todos, y si él cae, caeremos con él. Dios está con nosotros. Dios nos dará la fuerza. ¡Victoria! ¡Victoria!

La multitud coreaba la consigna mientras unos hombres iban y venían con cubos para recolectar los donativos. Echaban algún que otro billete de diez o de cinco, pero la mayoría daba billetes de veinte e incluso de cincuenta y de cien dólares. Haciendo un cálculo prudente, di por hecho que Bowen había recaudado aquella tarde unos tres mil dólares. Según el periódico que anunció la celebración del mitin, la gente de Bowen había estado trabajando a toda máquina desde poco después del arresto de Faulkner, vendiendo tartas y cualquier tipo de objeto en los jardines de sus casas, así como organizando el sorteo de una furgoneta Dodge nueva, donada por un vendedor de automóviles solidarizado con la causa, para el que ya llevaban vendidos miles de boletos, a veinte dólares cada uno. Bowen incluso había conseguido movilizar a quienes no se sentían especialmente atraídos por su causa; esto es, el enorme espectro de fieles que veían en Faulkner a un hombre de Dios que sufría persecución por unas creencias que eran semejantes, si no idénticas, a las de ellos. Bowen se había apropiado del arresto de Faulkner y del proceso que se avecinaba para convertirlo en un asunto de fe y de bondad, en una batalla entre aquellos que temían y amaban al Señor y aquellos que le habían dado la espalda. Cuando surgía el tema de la violencia, Bowen por lo general esquivaba el asunto y sostenía que el mensaje de Faulkner era puro y que él no podía hacerse responsable de las acciones ajenas incluso si tales acciones estaban justificadas en muchos de los casos. Los insultos racistas los reservaba para la vieja guardia y para las ocasiones en que no había —o en que prohibían— cámaras de televisión ni micrófonos. Aquel día predicaba para los conversos recientes y para quienes había que convertir.

Bowen bajó del estrado y la gente se le acercó para estrecharle la mano. Habían desplegado dos mesas de caballete para que las mujeres expusieran en ellas los artículos que habían llevado para vender: banderas confederadas, banderas nazis con águilas y esvásticas, así como pegatinas para los parachoques de los coches que proclamaban que el conductor era BLANCO POR NACIMIENTO Y SUREÑO POR LA GRACIA DE DIOS. También estaban a la venta casetes y discos compactos de música country y vaquera, aunque me imaginé que no era el tipo de música que a Louis le gustaría tener en su colección. Las dos mujeres no tardaron en no dar abasto.

Un hombre se puso a mi lado. Llevaba un traje oscuro, una camisa blanca y una incongruente gorra de béisbol. Tenía la piel de color morado rojizo y despellejada. Unas matas de pelo rubio se aferraban a la desesperada a su cráneo igual que una rala vegetación en un terreno hostil. Tenía unas profundas ojeras. Vi que llevaba un auricular en la oreja, conectado a un aparato que le colgaba del cinturón. Enseguida me sentí incómodo. Puede que fuese a causa del aspecto tan extraño que tenía, pero la verdad es que a aquel tipo parecía rodearle un halo de irrealidad. Desprendía también un olor a gasolina quemada.

Olía a furia concentrada.

—Al señor Bowen le gustaría hablar con usted.

—El CD era de los Ramones —le dije—. Si le gusta, dígale que puedo hacerle una copia.

Ni siquiera pestañeó.

—Le he dicho que el señor Bowen quiere hablar con usted.

Me encogí de hombros y lo seguí a través de la multitud. Bowen casi había terminado de dar alegremente la mano a los de su tropa, y, mientras lo observaba, se dirigió a la parte trasera del camión, a una pequeña zona acotada con una lona blanca que se desplegaba desde el remolque del vehículo. Debajo de aquella lona había unas sillas, un aparato portátil de aire acondicionado y una pequeña nevera encima de una mesa. Me condujo hasta Bowen, que estaba sentado en una de las sillas bebiéndose una lata de Pepsi. El hombre de la gorra se quedó con nosotros, pero el resto de la gente que había por allí se marchó para que tuviésemos un poco de intimidad. Bowen me ofreció una bebida. Se la rechacé.

—No esperábamos verle hoy por aquí, señor Parker. ¿Está considerando la posibilidad de unirse a nuestra causa?

—No creo que se trate de una causa —repliqué—, a menos que usted llame causa al hecho de timar unos cuantos centavos a unos campesinos.

Bowen, que tenía los ojos sanguinolentos, intercambió una mirada burlona de desaprobación con el otro tipo. A pesar de que estaba claro que él era el jefe de todo aquello, daba la impresión de conceder mucha importancia al tipo trajeado. Incluso su forma de estar, cabizbajo y un poco apartado del otro, parecía indicar que le tenía miedo. Parecía un perro encogido de miedo.

—Voy a presentarles. Señor Parker, éste es el señor Kittim. Tarde o temprano, el señor Kittim va a darle una tremenda lección.

Kittim se quitó las gafas de sol. Sus ojos eran inexpresivos y verdes, como esmeraldas defectuosas y sin tallar.

—Discúlpeme si no le estrecho la mano —le dije—. Me da la impresión de que está usted cayéndose a pedazos.

Kittim no se inmutó, pero el olor a gasolina se hizo más intenso. Incluso Bowen arrugó un poco la nariz.

Bowen acabó de beberse su refresco y tiró la lata a una bolsa de basura.

—¿Por qué ha venido, señor Parker? Si cuando yo estaba en el escenario le hubiese dicho a la multitud quién es usted, me temo que habría tenido pocas posibilidades de regresar ileso a Charleston.

Quizá debería haberme sorprendido el hecho de que Bowen supiera que yo me alojaba en Charleston, pero no fue así.

—¿Me está vigilando, Bowen? Me siento halagado. Y, por cierto, no es un escenario. Es un camión. No se dé aires de grandeza. Si quiere decirles a esos retrasados mentales quién soy, adelante. Las cámaras de televisión lo recogerán todo. ¿Que por qué estoy aquí? Pues porque quería verle de cerca y comprobar si es tan tonto como parece.

—¿Por qué le parezco tonto?

—Porque está dando la cara por Faulkner, y si fuese listo se daría cuenta de que está loco, incluso más loco que este amigo suyo.

Bowen desvió la mirada hacia el otro tipo.

—No creo que el señor Kittim esté loco —me dijo. Las palabras le dejaron un sabor amargo en la boca. Lo noté por la mueca que hizo con los labios.

Observé a Kittim. Tenía escamas de piel seca enredadas en el poco pelo que le quedaba y la cara parecía palpitarle por el dolor de la afección. Daba la sensación de que estaba desintegrándose poco a poco. Se trataba de un círculo vicioso: con ese aspecto y sintiéndose como se sentía, por fuerza tenía que estar loco para no volverse loco.

—El reverendo Faulkner es un hombre perseguido injustamente —recapituló Bowen—. Lo único que pretendo es que se haga justicia, y la justicia lo declarará inocente y lo excarcelará.

—Bowen, la justicia es ciega, no estúpida.

—A veces ambas cosas. —Se puso de pie. Medíamos casi lo mismo, pero era más ancho que yo—. El reverendo Faulkner está a punto de convertirse en el mascarón de proa de un nuevo movimiento, de una fuerza unificadora. Día a día, atraemos a más gente a nuestro redil. Con la gente llega el dinero, el poder y la influencia. Esto no es complicado, señor Parker. Es muy simple. Faulkner es el medio. Yo soy el fin. Mientras tanto, le aconsejo que se vaya y visite las atracciones turísticas de Carolina del Sur, ahora que puede, porque me da la impresión de que será la última vez que lo haga. El señor Kittim le escoltará hasta su coche.

Con Kittim a mi lado, volví a pasar por entre la multitud. Los equipos de la televisión habían recogido sus trastos y se habían marchado. Los niños se habían unido a la celebración y correteaban entre las piernas de sus padres. La música sonaba desde las mesas de caballete, música country que hablaba de guerra y de venganza. Las barbacoas estaban encendidas y el olor a carne a la brasa inundaba el aire. Cerca de una de ellas, un hombre con el pelo engominado y peinado hacia atrás devoraba un perrito caliente. Aparté la mirada antes de que se percatase de que lo observaba. Lo reconocí, era el tipo que me siguió desde el aeropuerto hasta el Charleston Place y que le hizo una señal con la cabeza a Earl Larousse Jr. para que se fijase en mí. Tanto Atys Jones como Willie Wyman me ratificaron que el difunto Landron Mobley, además de ser cliente de Elliot, había sido uno de los perros de presa de Bowen. Al parecer, Mobley también había estado ayudando a los Larousse a dar caza a Atys antes de la muerte de Marianne. Todo aquello establecía otra conexión entre los Larousse y Bowen.

Kittim había vuelto a ponerse las gafas y ya no se le veían los ojos. Cuando llegamos al coche, me volví hacia él y me señaló con el dedo un objeto caído en el suelo.

—Se le ha caído algo —me dijo.

Se trataba de un solideo negro con una cinta roja y dorada. Estaba empapado de sangre. Cuando aparqué, no estaba allí.

—Creo que no —repliqué.

—Le sugiero que lo recoja. Estoy seguro de que sabe que algunos vejestorios judíos se alegrarán de recuperarlo. Puede que conteste algunas preguntas que sin duda se estarán haciendo.

Retrocedió. Con el dedo índice y el pulgar formó una pistola y me disparó a modo de despedida.

—Ya nos veremos —me dijo.

Recogí el solideo del suelo y le sacudí el polvo. No tenía ningún nombre escrito, pero supe de quién era. Conduje hasta el centro comercial más cercano e hice una llamada a Nueva York.

Como al final de aquella jornada seguía sin haber recibido ninguna llamada de Elliot, decidí salir en su busca. Puse rumbo a su casa y, cuando llegué, los albañiles me dijeron que no lo habían visto desde el día anterior y que, según ellos, no había dormido en casa aquella noche. Volví a Charleston y decidí recabar datos de la matrícula del coche de la mujer a la que vi cenando con Elliot a principios de aquella semana. Saqué mi ordenador portátil y, sin prestar atención a los mensajes recibidos, me fui derecho a la web. Introduje la matrícula en tres bases de datos distintas: la NCI, la CDB y la SubTrace, que flirtean con la ilegalidad y que son más caras que los buscadores habituales, pero también más rápidas. Colgué la pregunta en el buscador de SubTrace y en menos de una hora obtuve respuesta. Elliot había estado discutiendo con una tal Adele Foster, que vivía en el número 1200 de Bees Tree Drive, en Charleston. Localicé la dirección en el plano de la ciudad y me dirigí hacia allí.

El número 1200 era una impresionante mansión de estilo neoclásico que debía de tener más de un siglo. La fachada estaba construida con una mezcla de concha de ostra y argamasa de cal, realzada por un porche frontal que se alzaba hasta el primer piso, apoyado en delgadas columnas blancas. El SUV estaba aparcado a la derecha de la casa. Subí con lentitud la escalera central, me paré a la sombra del porche y toqué el timbre. El timbrazo reverberó en el vestíbulo hasta que su eco fue reemplazado por unas pisadas contundentes en el entarimado. Se abrió la puerta. La verdad es que alimentaba la vaga esperanza de que me recibiera Hattie McDaniel, la actriz aquella que hizo el papel de criada en Lo que el viento se llevó, con su delantal puesto, pero en su lugar estaba la mujer que había visto discutir con Elliot Norton durante la primera noche que pasé en la ciudad. Detrás de ella, la madera oscura se extendía a través de un vestíbulo vacío pintado de color aguanieve sucia.

—¿Sí?

Y de repente no supe qué decir. Ni siquiera estaba seguro de por qué había ido, salvo el hecho de no localizar a Elliot, y algo me decía que la discusión que había presenciado iba más allá de lo profesional y que entre ellos había algo más que una relación de cliente y abogado. También, al verla de cerca por primera vez, me confirmó otra sospecha: iba de luto. Lo único que le faltaba era un sombrero y un velo para parecer una viuda canónica.

—Siento molestarla —le dije—. Me llamo Charlie Parker. Soy detective privado.

Estaba a punto de meter la mano en el bolsillo para enseñarle la licencia cuando un gesto de su cara hizo que me detuviese. Su expresión no se ablandó, aunque algo destelló en ella, como un árbol que, cuando se agita con el viento, deja por un momento que la luz de la luna atraviese sus ramas e ilumine el terreno baldío que hay bajo su copa.

—Es usted, ¿verdad? —me dijo con dulzura—. Usted es el detective al que contrató.

—Si se refiere a Elliot Norton, sí. Soy yo.

—¿Le ha enviado él?

Su tono no era hostil, sino más bien quejumbroso.

—No. La vi hablando con él en un restaurante hace un par de noches.

Se rió fugazmente.

—No estoy segura de que «hablar» fuese, propiamente, lo que estábamos haciendo. ¿Le ha dicho quién soy?

—Voy a serle sincero: no le dije que los vi juntos, pero anoté el número de la matrícula de su coche.

Frunció los labios.

—Qué previsor es usted. ¿Es así como suele actuar: anotando la matrícula de los coches de desconocidas?

Si su intención era que me avergonzase, la defraudé.

—A veces —le dije—. Estoy intentando dejarlo, pero la carne es débil.

—¿Entonces por qué ha venido?

—Para preguntarle si por casualidad ha visto usted a Elliot.

Puso cara de preocupación.

—Desde aquella noche no. ¿Pasa algo?

—No lo sé. ¿Me permite entrar, señora Foster?

Parpadeó.

—¿Cómo sabe mi nombre? No, déjeme adivinarlo. De la misma manera que averiguó dónde vivo, ¿no es así? Dios mío, ya no hay nada privado.

Esperé, con el temor de que me diera con la puerta en las narices, pero se hizo a un lado y con un gesto de la cabeza me invitó a pasar. Entré en el vestíbulo y cerró la puerta.

En el vestíbulo no había muebles, ni siquiera un perchero. Delante de mí, una escalera conducía majestuosamente hasta el primer piso y a los dormitorios. A mi derecha había un comedor, y en el centro del comedor una mesa desnuda con diez sillas. A mi izquierda, un salón. La seguí y entramos en él. Se sentó en uno de los extremos de un sofá de color oro pálido y yo me acomodé en un sillón, cerca de ella. Se oía el tictac de un reloj, pero, aparte de eso, la casa estaba en silencio.

—¿Ha desaparecido Elliot?

—No he dicho tal cosa. Le he dejado varios mensajes y todavía no me ha contestado.

Procesó la información y me dio la impresión de que no le gustaba.

—Y usted supuso que yo sabría dónde está.

—La vi cenando con él el otro día, así que di por sentado que serían amigos.

—¿Qué clase de amigos?

—La clase de amigos que van a cenar juntos. ¿Qué quiere que le diga, señora Foster?

—No lo sé, y llámeme señorita Foster.

Iba a pedirle disculpas, pero hizo un gesto para que lo dejara correr.

—No tiene importancia. Supongo que quiere saber qué hay entre Elliot y yo, ¿verdad?

No contesté. No era mi intención inmiscuirme en sus asuntos, siempre y cuando no fuese indispensable, pero si ella necesitaba hablar, la escucharía con la esperanza de que me proporcionase algún dato interesante.

—Vaya, si nos vio discutiendo, es posible que pueda imaginarse el resto. Elliot era amigo de mi marido. De mi difunto marido.

Se alisó la falda. Fue el único indicio de nerviosismo que mostró.

—Lo siento.

Inclinó la cabeza.

—Todos lo sentimos.

—¿Puedo preguntarle qué le pasó?

Levantó la vista de la falda y me miró directamente a los ojos.

—Se suicidó.

Tosió y noté que le resultaba difícil seguir hablando. La tos se intensificó. Me levanté y atravesé el salón en dirección a una luminosa cocina moderna que había sido añadida a la parte trasera de la casa. Cogí un vaso, lo llené de agua del grifo y se lo llevé. Bebió y dejó el vaso encima de la mesa.

—Gracias. No sé qué me ha pasado. Supongo que todavía me cuesta trabajo hablar del asunto. James, mi marido, se suicidó hace un mes. Metió por la ventanilla del coche una goma que había encajado en el tubo de escape y se asfixió con los gases. Es un método habitual, según me han dicho.

Lo decía como si estuviese hablando de una enfermedad de poca importancia, de un resfriado o de una erupción cutánea. Su voz sonaba artificiosamente inexpresiva. Tomó otro sorbo de agua.

—Elliot era el abogado de mi marido, y también su amigo. —Esperé—. No debería decirle esto. Pero si Elliot ha desaparecido…

El modo en que pronunció la palabra «desaparecido» me hizo sentir una punzada en el estómago, pero no la interrumpí.

—Elliot era mi amante —dijo por fin.

—¿Era?

—Lo dejamos poco antes de la muerte de mi marido.

—¿Cuándo empezó la relación?

—¿Por qué empiezan estas cosas? —se preguntó, porque había oído mal la pregunta. Quería decirlo y lo diría a su manera y a su ritmo—. Aburrimiento, malestar, un marido demasiado ocupado con su trabajo como para darse cuenta de que su mujer está volviéndose loca. Elija lo que quiera.

—¿Lo sabía su marido?

Hizo una pausa antes de contestar, como si pensara en ello por primera vez.

—Si lo sabía, nunca me dijo nada. Por lo menos a mí.

—¿Se lo dijo a Elliot?

—Me comentó algo, aunque podía interpretarse de muchas maneras.

—¿Cómo lo interpretó Elliot?

—Que James lo sabía. Fue Elliot quien decidió terminar con aquello, y yo no estaba tan enamorada de él como para llevarle la contraria.

—¿Entonces por qué discutía con él durante la cena?

Volvió a toquetearse la falda, jugando con unos hilos sueltos demasiado insignificantes como para prestarles la más mínima atención.

—Está pasando algo. Elliot lo sabe, pero finge no saberlo. Todo el mundo finge no saberlo.

De repente, el silencio de la casa me resultó opresivo. En aquella casa debería haber niños. Era demasiado grande para dos personas, e inmensa para una. Se trataba del tipo de casa que compran los ricos con la esperanza de poblarla con una familia, aunque no aprecié rastro alguno de vida familiar. Sólo la ocupaba aquella mujer enlutada que en ese instante acariciaba metódicamente los diminutos desperfectos de su falda, como si con aquello pudiera transformar sus grandes errores en aciertos.

—¿Qué quiere decir con «todo el mundo»?

—Elliot. Landron Mobley. Grady Truett. Phil Poveda. Mi marido. Y Earl Larousse. Earl Jr.

—¿Larousse? —No pude ocultar mi sorpresa.

Una vez más, Adele Foster simuló una sonrisa.

—Los seis crecieron juntos. Han empezado a ocurrir cosas muy extrañas, señor Parker. Primero fue la muerte de mi marido y luego la de Grady Truett.

—¿Qué le pasó a Grady Truett?

—Una semana después de que James muriera, alguien entró en su casa. Lo encontraron en su estudio atado a una silla. Degollado.

—¿Y cree que las dos muertes están relacionadas?

—Le diré lo que creo: asesinaron a Marianne Larousse hace diez semanas. James murió seis semanas más tarde. A Grady Truett lo asesinaron una semana después de lo de mi marido. Han encontrado muerto a Landron Mobley y, para colmo, Elliot ha desaparecido.

—¿Tuvo alguno de ellos relación con Marianne?

—No, si por relación quiere decir sexo. Pero, como ya le he dicho, todos ellos eran amigos de infancia de su hermano. La conocían y tenían trato con ella. Bueno, puede que Landron Mobley no, pero los otros sin duda alguna.

—Señorita Foster, ¿qué cree que está pasando?

Respiró hondo y, al hacerlo, se le ensanchó la nariz, levantó la cabeza y exhaló el aire muy despacio. En aquel ademán se adivinaba el vestigio del fuerte carácter que estaba sepultado bajo el luto, y resultaba fácil apreciar lo que a Elliot le había atraído de ella.

—Señor Parker, mi marido se suicidó porque estaba asustado. Algo que hizo en el pasado volvió para perseguirle. Se lo dijo a Elliot, pero Elliot no le creyó. No quiso decirme de qué se trataba. Fingía que todo era normal, que todo iba bien. Siempre así, hasta que llegó el día en que entró en el garaje con una manguera amarilla y se suicidó. Elliot también finge que las cosas son normales, pero sé que sabe más de lo que dice.

—¿De qué cree que estaba asustado su marido?

—No de qué, sino de quién.

—¿Tiene idea de quién era esa persona?

Adele Foster se levantó y, con un gesto de la mano, me indicó que la siguiera. Subimos las escaleras y entramos en una habitación que, en otros tiempos, seguramente se utilizaba como recibidor, pero que había sido transformada en un dormitorio amplio y lujoso. Nos detuvimos delante de una puerta cerrada que tenía la llave en la cerradura. La giró. Luego, de espaldas aún al dormitorio, empujó la puerta.

La habitación debió de haber sido alguna vez un pequeño dormitorio o un vestidor, pero James Foster la había transformado en un estudio. Había una mesa de ordenador, una silla y una mesa de dibujo. Una de las paredes estaba cubierta con una estantería atestada de libros y de archivadores. La ventana daba al jardín delantero y dejaba ver la copa de un exuberante cornejo florido, con las últimas flores blancas ya marchitas. En la rama más alta había posado un arrendajo, pero debió de asustarse al ver cómo nos movíamos al otro lado de los cristales, porque de repente echó a volar tomando impulso con su redondeada cola azul.

En realidad, el pájaro sólo me distrajo un instante, pues las paredes copaban toda mi atención. No podría decir de qué color estaban pintadas, porque el aluvión de papeles que las cubrían no dejaban al descubierto ni el más mínimo tramo de pared, como si la habitación girara constantemente y aquellos papeles estuvieran estampados contra la pared a causa de una fuerza centrífuga. Las hojas de papel que cubrían las paredes eran de distinto tamaño. Algunas eran apenas algo más grandes que pequeñas notas de recordatorio de papel adhesivo, otras eran mayores que la superficie de la mesa de dibujo de Foster. Las había amarillas, otras oscuras, algunas blancas y otras rayadas. La técnica variaba de un dibujo a otro: desde rápidos y compulsivos bocetos a lápiz, hasta minuciosas y elaboradas figuraciones. James Foster era todo un artista, pero daba la impresión de estar obsesionado con un único tema.

Casi todos los dibujos representaban a una mujer con la cara oculta y envuelta en un velo blanco desde la cabeza a los pies. La cola del velo le arrastraba como si fuese el reguero de agua dejado por una escultura de hielo al derretirse. No se trataba de una falsa impresión, porque Foster la había pintado como si la tela que la cubría estuviese mojada. Se adhería a los músculos de sus nalgas y de sus piernas, a las curvas de sus pechos y a las delgadas puntas de sus dedos, y se apreciaba con claridad la forma de los huesos de los nudillos por donde agarraba fuertemente el velo.

Pero había algo extraño en su piel, algo anormal y repulsivo. Era como si tuviese las venas por encima de la epidermis, en vez de por debajo de ella, y como si esas venas trazasen una serie de surcos en relieve por todo su cuerpo, igual que los riberos sobre un campo de arroz inundado. La mujer oculta bajo el velo parecía tener la piel cuarteada y dura como la de un caimán. Inconscientemente, en lugar de acercarme para ver los dibujos, retrocedí un paso, y noté que la mano de Adele Foster se posaba con delicadeza sobre mi brazo.

—A ella —me dijo—. Le tenía miedo a ella.

Nos sentamos a tomar un café, con algunos de los dibujos esparcidos sobre la mesa.

—¿Le ha enseñado los dibujos a la policía?

Negó con la cabeza.

—Elliot me pidió que no lo hiciera.

—¿Le dijo por qué?

—No. Sólo me dijo que sería mejor que no se los enseñara.

Volví a ordenar los dibujos y, al apartar los que representaban a la mujer, me encontré ante cinco paisajes. Todos reproducían el mismo escenario: una inmensa fosa en un campo rodeado de árboles esqueléticos. En uno de los dibujos, una columna de fuego emergía de la fosa, pero podía distinguirse la figura de la mujer del velo entre las llamas.

—¿Existe este lugar?

Alcanzó el dibujo y lo observó. Me lo devolvió encogiéndose de hombros.

—No lo sé. Tendrá que preguntárselo a Elliot. A lo mejor él lo sabe.

—No podré hacerlo hasta que lo localice.

—Creo que le ha pasado algo, quizá lo mismo que a Landron Mobley.

Esa vez noté que pronunciaba el nombre de Mobley con repugnancia.

—¿No le cae bien?

Frunció el ceño.

—Era un cerdo. No sé por qué seguían manteniendo aquella amistad. No —se corrigió—. Sí sé por qué. Mobley les conseguía cosas cuando eran jóvenes: drogas y alcohol, puede que incluso mujeres. Sabía dónde conseguir todo aquello. No era como Elliot ni como los demás. No tenía dinero, ni atractivo alguno, ni educación, pero estaba dispuesto a ir a lugares a los que a ellos les daba miedo ir, al menos al principio.

Y, aun así, Elliot Norton había creído conveniente, después de tantos años, representar a Mobley en el juicio que se le avecinaba, a pesar de que aquello no le reportaría ningún prestigio. Elliot Norton, que había crecido con Earl Jr., representaba ahora al muchacho acusado de matar a la hermana de Earl. Lo que estaba averiguando no me gustaba nada.

—Me acaba de contar que hicieron algo cuando eran jóvenes, algo que ha regresado y les persigue. ¿Sabe qué puede ser?

—No. James nunca me habló de eso. Además, antes de su muerte no estábamos muy unidos. Cambió mucho. No era el hombre con el que me casé. Volvió a juntarse con Mobley. Iban a cazar juntos al Congaree. Después empezó a frecuentar clubes de striptease. Incluso creo que andaba con prostitutas.

Dejé cuidadosamente los dibujos sobre la mesa.

—¿Sabe adónde iba?

—En dos o tres ocasiones lo seguí. Siempre iba al mismo sitio, porque era adonde le gustaba ir a Mobley cuando estaba en la ciudad. Iba a un sitio que se llama LapLand.

Y, mientras yo hablaba con Adele Foster sentado en su casa y rodeado por las imágenes de una mujer espectral, un hombre desaliñado, que llevaba una chillona camisa roja, unos vaqueros azules y unas zapatillas de deporte destrozadas, se acercaba tranquilamente a Norfolk Street, en el Lower East Side de Nueva York, y se quedaba de pie bajo la sombra que proyectaba el Centro Orensanz, la sinagoga más antigua de la ciudad. La tarde era calurosa y, como no se sintió con ánimo para soportar el calor y la incomodidad del metro, había ido en taxi. Cuando llegó al Centro, había por allí un grupo de niños custodiados por dos mujeres que llevaban unas camisetas que las identificaban como miembros de una comunidad judía. Una niñita con rizos negros le sonrió al pasar. Él le devolvió la sonrisa y la siguió con la mirada hasta que se perdió tras una esquina.

Subió la escalera, abrió la puerta y accedió a la sala principal, de estilo neogótico. Oyó pasos a su espalda. Se volvió y vio a un viejo que llevaba una escoba.

—¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó el que estaba barriendo.

El visitante habló:

—Busco a Ben Epstein.

—No está aquí.

—Pero viene por aquí, ¿verdad?

—A veces —reconoció el viejo.

—¿Sabes si vendrá esta tarde?

—Quizás. Entra y sale.

El visitante entrevió una silla en la penumbra, la giró para dejar el respaldo de cara a la puerta y se sentó a horcajadas, estremeciéndose de dolor al hacerlo. Apoyó la barbilla en los antebrazos y se puso a observar al viejo.

—Esperaré. Soy muy paciente.

El viejo se encogió de hombros y empezó a barrer.

Pasaron cinco minutos.

—Oye —dijo el visitante—. He dicho que soy paciente, no que sea una puta piedra. Ve a llamar a Epstein.

El viejo se asustó pero siguió barriendo.

—No puedo ayudarle.

—Creo que sí puedes —le dijo el visitante, y el tono de su voz le provocó al viejo un escalofrío. El visitante parecía impasible, pero el sentimiento de afabilidad y de sosiego que le había proporcionado la sonrisa de la pequeña que vio delante del Centro ya se había disipado—. Dile que se trata de Faulkner. Ya verás como viene.

Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos sólo había una polvareda que formaba espirales donde antes estaba el viejo.

Ángel volvió a cerrar los ojos y esperó.

Eran casi las siete de la tarde cuando llegó Epstein, acompañado de dos hombres, cuyas holgadas camisas no bastaban para ocultar del todo las armas que llevaban. Cuando Epstein vio al hombre que estaba sentado en la silla, se tranquilizó e indicó a sus acompañantes que podían irse. Después acercó una silla y se sentó enfrente de Ángel.

—¿Sabe quién soy?

—Lo sé. Te llamas Ángel. Un nombre curioso, porque no veo nada angélico en ti.

—No hay nada angélico que ver. ¿Por qué las armas?

—Estamos en peligro. Creemos que ya hemos perdido a un joven a manos de nuestros enemigos. Pero es posible que hayamos encontrado al responsable de su muerte. ¿Te manda Parker?

—No, he venido por mi cuenta. ¿Por qué creía que me enviaba Parker?

Epstein pareció sorprendido.

—Porque antes de que llegaras he estado hablando con Parker, y he dado por supuesto que tu presencia tenía relación con esa llamada.

—Todos los sabios pensamos igual, supongo.

Epstein suspiró.

—Parker me citó una vez una frase de la Torá. Me impresionó mucho. Creo que tú, a pesar de tu gran sabiduría, no me citarás ninguna frase de la Torá ni de la Cábala.

—No —le confesó Ángel.

—Antes de venir estaba leyendo Sefer ha-Bahir, el Libro de las Iluminaciones. Durante mucho tiempo le he estado buscando el sentido a ese libro, y en especial desde la muerte de mi hijo. Tenía la esperanza de encontrar algún significado a los sufrimientos que padeció, pero no soy lo suficientemente sabio como para comprender lo que expresa.

—¿Cree que el sufrimiento debe de tener algún significado?

—Todo tiene su significado. Todas las cosas son obra de Dios.

—En ese caso, habré de decirle unas palabritas a Dios cuando lo vea.

Epstein extendió las manos.

—Dilas. Siempre está escuchando, siempre está observando.

—Creo que no. ¿Cree usted que escuchaba y observaba cuando murió su hijo? O peor aún: tal vez estaba allí y decidió cruzarse de brazos.

El anciano hizo una mueca involuntaria por el dolor que le ocasionaron aquellas palabras, pero el joven no pareció darse cuenta. Epstein se percató de la ira y del sufrimiento que se reflejaban en su cara.

—¿Hablas de ti o de mi hijo? —le preguntó con dulzura.

—No ha contestado a mi pregunta.

—Es el Creador: todas las cosas proceden de Él. No pretendo descifrar los designios de Dios. Por esa razón leo la Cábala. Aún no entiendo todo lo que dice, pero poco a poco la voy desentrañando.

—¿Y qué dice para explicar la tortura y la muerte de su hijo?

Esa vez, incluso Ángel notó el dolor que aquella pregunta le había causado al anciano.

—Lo siento —se disculpó ruborizándose—. A veces me irrito mucho.

Epstein inclinó la cabeza para darle a entender que se hacía cargo.

—Yo también me irrito —le dijo, y retomó el tema—. Creo que la Cábala habla de la armonía existente entre el mundo de arriba y el mundo de abajo, entre lo visible y lo invisible, entre el bien y el mal. Habla de ángeles que se mueven entre el mundo superior y el mundo inferior. Ángeles de verdad, no personas que se llamen así —y sonrió—. Mis lecturas me llevan a preguntarme a veces por la naturaleza de tu amigo Parker. En el Zohar está escrito que los ángeles tienen que vestirse con las ropas de este mundo cuando están en él. Me pregunto si ocurre lo mismo con los ángeles buenos y con los malos; es decir, si ambos huéspedes tienen que andar disfrazados por este mundo. Se dice que los ángeles de las tinieblas serán arrasados por otra aparición: la de los ángeles exterminadores, unos ángeles que traerán plagas, alentados por la cólera vengadora de Dios, dos huestes de sirvientes suyos que lucharán entre sí, porque el Todopoderoso creó el mal para servir a sus propósitos, al mismo tiempo que creó el bien. Si no creyese lo que dice el Zohar, la muerte de mi hijo no tendría ningún sentido. Estoy obligado a creer que su sufrimiento forma parte de un designio superior que no puedo comprender, que se trata de un sacrificio llevado a cabo en nombre del bien supremo y último. —Se inclinó hacia delante para acercarse a Ángel—… Tal vez tu amigo sea un ángel. Un agente de Dios, un ángel exterminador que ha sido mandado para que restaure la armonía entre los dos mundos. Pero, al igual que nosotros desconocemos su naturaleza, puede que él también la desconozca.

—No creo que Parker sea un ángel —dijo Ángel—. Ni siquiera creo que él lo crea. Y si le da por creerlo, su novia lo internará en un psiquiátrico.

—¿Crees que lo que te digo son fantasías de viejo? Tal vez lo sean. Pues sí, son las fantasías de un viejo. —E hizo como si apartara aquellas fantasías con un digno gesto de la mano—. ¿Y qué te trae por aquí, Ángel?

—Vengo a pedirle algo.

—Te daré cuanto esté en mi mano. Castigaste al que me arrebató a mi hijo.

Porque fue Ángel quien mató a Pudd, que a su vez había matado a Yossi, el hijo de Epstein. Pudd, también llamado Leonard, el hijo de Aaron Faulkner.

—Así es —le dijo Ángel—. Y ahora voy a matar al que ordenó su muerte.

Epstein parpadeó.

—Está en la cárcel.

—Van a soltarlo.

—Si lo ponen en libertad, habrá hombres que lo protegerán y lo mantendrán fuera de tu alcance. Para ellos, Faulkner es muy importante.

Aquellas palabras dejaron preocupado a Ángel.

—No lo entiendo. ¿Por qué es tan importante?

—Por lo que representa —le contestó Epstein—. ¿Sabes lo que significa el mal? Es la ausencia de empatía. De ahí brota todo el mal. Faulkner es como un ente vacío, un ser sin empatía alguna, y ése es el mayor grado de maldad que puede darse en este mundo. Pero Faulkner es peor aún, porque tiene la capacidad de drenar la empatía de los demás. Es una especie de vampiro espiritual que propaga su infección. Y tanta maldad genera aún más maldad, tanto en los hombres como en los ángeles, y ésa es la razón por la que se empeñan en protegerle.

»Pero tu amigo Parker está atormentado por la empatía, por la capacidad de sentir. Es todo lo contrario que Faulkner. Parker es destructivo e irascible, pero la suya es una ira justa. No se trata simplemente de cólera, que es pecaminosa y va contra Dios. Miro a tu amigo y aprecio en él un propósito más noble. Si el bien y el mal son creaciones del Todopoderoso, entonces el mal que recayó sobre Parker, es decir, la pérdida de su mujer y de su hija, fue el instrumento de un bien superior, como lo fue la muerte de Yossi. Fíjate en los hombres a los que ha dado caza. Con ello ha traído la paz a otros, tanto a vivos como a muertos; ha restablecido el equilibrio, y todo eso surge del dolor que tuvo que soportar y que continúa soportando. Yo, al menos, veo la mano de Dios en la manera en que Parker ha reaccionado ante su desgracia.

Ángel movió la cabeza con gesto incrédulo.

—Así que para él y para todos nosotros se trata de una especie de prueba, ¿no?

—No, no se trata de una prueba, sino de una oportunidad para demostrarnos que somos dignos de alcanzar la salvación, para crear esa salvación para nosotros mismos, quizás incluso para volvernos la salvación misma.

—A mí me preocupa más este mundo que el otro.

—No se diferencia uno del otro. No están separados sino unidos. El cielo y el infierno empiezan aquí.

—Bueno, uno de ellos seguro que sí.

—Estás lleno de ira, ¿verdad?

—Casi. Si tengo que escuchar otro sermón me desbordaré.

Epstein levantó las manos en señal de rendición.

—Así que has venido porque quieres que te ayudemos. Pero que te ayudemos en qué.

—Roger Bowen.

A Epstein se le ensanchó la sonrisa.

—Será un verdadero placer.