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El cementerio Magnolia está al final de Cunnington Street, al oeste de Meeting. Cunnington Street es en realidad una sucesión de cementerios: allí están los cementerios de la Old Methodist, la Friendly Union Society, la Brown Fellowship, la Humane and Friendly y la Unity and Friendship. Unos están mejor conservados que otros, pero todos sirven para lo mismo: para preservar a los muertos. Allí acaban tanto los ricos como los pobres, y todos engordando a los gusanos.

Los muertos están esparcidos por todo Charleston y sus restos descansan bajo los pies de los turistas y de los juerguistas. Los cuerpos de los esclavos los recubren ahora los aparcamientos y las tiendas de alimentación, y el cruce de Meeting con Water señala la ubicación del viejo cementerio, donde sepultaban a los piratas de Carolina después de ser ejecutados. Antes era la zona que marcaba la línea de la bajamar de los pantanos, pero la ciudad se ha expandido tanto que ya nadie se acuerda de los ahorcados, cuyos huesos están triturados por los cimientos de las mansiones y por las calles colindantes.

Pero en los cementerios que hay en Cunnigton Street a los muertos se les recuerda, aunque sea de manera ocasional, y, entre ellos, el cementerio más grande es el Magnolia. Los peces saltan en las aguas del lago, observados desde los juncos por las perezosas garzas reales y los tántalos americanos de plumaje blanco y gris, y un cartel advierte de que se multará con doscientos dólares a quien dé de comer a los caimanes. Manadas de gansos curiosos atestan la estrecha calzada que conduce a las oficinas de la Magnolia Cemetery Trust. Árboles de hoja perenne y arrayanes sombrean las lápidas, y entre el laurel de los encinos, invadidos de líquenes sanguinolentos, ocultan los chillidos de los pájaros.

Un hombre llamado Hubert ha estado viniendo aquí durante dos años. A veces, decide dormir entre los monumentos funerarios, provisto de un pan de centeno y de una botella para solazarse. Conoce las veredas del cementerio, así como los movimientos de los plañideros y del personal de mantenimiento. No sabe si toleran su presencia o si, por el contrario, la ignoran, pero eso a él le trae sin cuidado. Hubert guarda las distancias y procura molestar lo menos posible, con la esperanza de que nada altere su tranquila existencia. Los caimanes le han dado uno o dos sustos, pero nada más que eso, aunque se trata de animales lo suficientemente peligrosos como para andarse con mucho ojo con ellos, y si no que se lo pregunten a Hubert.

Hubert tuvo una vez un trabajo, una casa y una mujer, hasta que perdió el trabajo y luego, en un abrir y cerrar de ojos, perdió también la casa y la mujer. Durante un tiempo, incluso él mismo llegó a perderse, hasta que recobró el conocimiento en la cama de un hospital con las piernas escayoladas después de que un camión le diese de refilón y lo lanzara despedido de la Ruta 1, en algún lugar al norte de Killian. Desde entonces ha procurado tener más cuidado, aunque jamás volverá a su anterior forma de vida, a pesar de los intentos de los trabajadores sociales para que se establezca de manera permanente en algún sitio. Pero Hubert no quiere un domicilio estable, porque es lo suficiente inteligente como para comprender que la permanencia no existe. Al fin y al cabo, Hubert se dedica sólo a esperar, y no importa dónde espere un hombre mientras sepa qué está esperando. Lo que venga a buscar a Hubert lo encontrará, esté donde esté. Lo atraerá y lo envolverá en su manto frío y oscuro, y añadirá su nombre a la lista de pobres y de indigentes enterrados en algún terrenucho cercado por una tela metálica. Hubert lo sabe muy bien y es lo único de lo que está seguro.

Cuando arrecian el frío o la lluvia, Hubert va al refugio para hombres de Charleston Interfaith Crisis Ministry, en el número 573 de la calle Meeting, y si hay una cama disponible, rebusca en el monedero que tiene colgado del cuello y entrega tres arrugados billetes de un dólar para pasar allí la noche. A todo el mundo se le da algo cuando llega al refugio. Como poco se le da de cenar, algunos artículos de aseo, si lo necesitan, e incluso ropa. El refugio también se encarga de distribuir los recados que le llegan y de entregar el correo a los indigentes, aunque hace mucho que Hubert no recibe nada de eso.

Han pasado ya muchas semanas desde la última vez que Hubert durmió en el refugio. Desde entonces no ha parado de llover por las noches y la lluvia lo ha empapado y lo ha tenido estornudando durante días, pero no ha regresado a las camas del número 573 de la calle Meeting, no desde aquella noche en que vio al hombre de la piel aceitunada y de los ojos dañados, la extraña luz que bailaba ante él y la forma que esa luz adoptó.

La primera vez que se fijó en él fue en las duchas. Por regla general, Hubert no mira a nadie en las duchas, porque sería una manera de llamar la atención y también, quizá, de buscarse problemas, y eso es lo último que querría Hubert. No es muy alto ni muy fuerte, y en el pasado le han derrotado hombres más violentos que él. Ha aprendido a no cruzarse en su camino y a rehuirles la mirada, y ésa es la razón por la que siempre mira al suelo en las duchas y también la razón por la que se fijó por primera vez en aquel hombre.

Fueron sus tobillos y las cicatrices que los circundaban. Hubert jamás había visto algo parecido. Era como si le hubieran cortado los pies y después se los hubiesen vuelto a unir de manera tosca, dejando las marcas de la sutura como recuerdo. Entonces Hubert quebrantó su propia regla y alzó la vista para observar al hombre que estaba a su lado. Vio su musculatura fibrosa, el pelo crespo y los angustiosos y extraños ojos, casi decolorados y velados por una especie de nube. Estaba canturreando, y Hubert pensó que podría tratarse de un himno o de alguna vieja canción espiritual negra. Era difícil captar la letra, pero entendió algo:

Camina conmigo, hermano,

ven a pasear conmigo, hermana,

y caminaremos, y seguiremos caminando

por el Camino Blanco…

El hombre sorprendió a Hubert mirándole y le clavó a su vez la mirada.

—¿Estás preparado para caminar, hermano? —le preguntó.

Hubert se sorprendió a sí mismo contestándole. El eco de su propia voz, que le devolvían los azulejos, le sonó extraño:

—¿Caminar por dónde?

—Por el Camino Blanco. ¿Estás preparado para caminar por el Camino Blanco? Ella te espera, hermano. Te está observando.

—No sé de qué me hablas —replicó Hubert.

—Seguro que sí, Hubert. Seguro que sí.

Hubert cerró el grifo, se apartó y agarró la toalla. No dijo nada más, incluso cuando el hombre comenzó a llamarlo y a reírse.

—Oye, hermano, mira por donde pisas, ¿te enteras? No vayas a tropezar. No vayas a caerte. No quieres ir a parar al Camino Blanco porque hay gente que te espera, gente que espera que aparezcas por allí. Y cuando lo hagas, van a echarte el guante. ¡Van a echarte el guante y te van a descuartizar!

Y en el momento en que Hubert salía a toda prisa de las duchas, aquel hombre empezó a cantar de nuevo:

Camina conmigo, hermano,

ven a pasear conmigo, hermana,

y caminaremos, y seguiremos caminando

por el Camino Blanco que…

Aquella noche, a Hubert le habían dado un catre cerca de los servicios. No le importó. Con frecuencia, su vejiga le daba la lata y tenía que levantarse dos o tres veces durante la noche para echar una meada. Pero aquella noche no fue la vejiga lo que le despertó.

Fue el sonido de una voz femenina que gritaba.

Hubert sabía que no podía ser. El refugio de acogida familiar se encontraba en el número 49 de la calle Walnut, y era allí donde dormían las mujeres y los niños. No había razón alguna para que hubiese una mujer en el refugio de los hombres, pero ya se sabe que entre los mendigos hay sujetos cuyas costumbres nadie conoce, y Hubert no quería ni imaginar siquiera que alguien estuviese haciéndole daño a una mujer o, peor aún, a un niño.

Se levantó del catre y siguió el rastro de los gritos. Le pareció que provenían de las duchas. Reconoció cómo resonaba la voz, y recordó el sonido de su propia voz y la canción que cantaba el hombre en las primeras horas de la noche. Hubert se dirigió a la entrada sin hacer ruido y se quedó allí paralizado. El hombre de la piel aceitunada estaba delante de las silenciosas duchas, de espaldas a la puerta, vestido con unos calzoncillos de algodón y una vieja camiseta negra. Delante de él brillaba una luz que bañaba su cara y su cuerpo, aunque las duchas estaban a oscuras y los fluorescentes apagados. Hubert, sin darse cuenta siquiera, empezó a acercarse para apreciar mejor la fuente de la luz, y se deslizó, con los pies desnudos, hacia la derecha, forzando la vista.

Delante del hombre había una columna de luz que medía casi metro y medio. Parpadeaba como la llama de una vela, y a Hubert le dio la impresión de que había una figura dentro o detrás de ella, envuelta en su resplandor.

Era la figura de una niñita rubia. Tenía el rostro retorcido de dolor y agitaba la cabeza de lado a lado muy rápido, más rápido de lo humanamente posible, y oía sus gritos, el firme «ay, ay, ay, ay», lleno de temor, de agonía y de ira. Tenía la ropa hecha jirones y estaba desnuda de cintura para abajo. Un cuerpo desgarrado y lleno de marcas allí donde las ruedas de un coche lo habían aplastado.

Hubert sabía quién era. Oh, sí. Hubert la conocía. Ruby Blanton, ése era su nombre. La pequeña y bonita Ruby Blanton, que fue asesinada cuando un conductor distraído con el busca la atropello mientras ella cruzaba la calle para dirigirse a su casa, y la arrastró casi veinte metros. Hubert recordaba cómo en el último momento la niña giró la cabeza hacia el coche. Recordaba el impacto del cuerpo contra el capó y su mirada última, antes de desaparecer bajo las ruedas.

Oh, Hubert sabía quién era. Lo sabía con toda seguridad.

El hombre que estaba delante de ella no hacía ningún intento por tocarla ni por consolarla. Al contrario, empezó a canturrear la canción que Hubert había oído por primera vez aquel día.

Camina conmigo, hermano,

ven a pasear conmigo, hermana,

y caminaremos, y seguiremos caminando…

Se volvió, y, cuando aquellos ojos marchitos miraron a Hubert, algo brilló detrás de ellos.

—Hermano, ahora estás en el Camino Blanco —susurró—. Ven a ver lo que te espera en el Camino Blanco.

Se apartó, y la luz avanzó hacia Hubert. La niña sacudía la cabeza con los ojos cerrados y de sus labios manaban exclamaciones como un goteo constante de agua:

«Ay, ay, ay, ay».

Abrió los ojos y Hubert se quedó mirándolos con fijeza, con su sentimiento de culpa reflejado en ellos, y notó que caía, que caía sobre las baldosas limpias, que caía sobre su propio reflejo.

Descendía y descendía hacia el Camino Blanco.

Lo encontraron allí más tarde, rodeado de un charco de sangre que brotaba de la herida que se hizo en la cabeza al chocar con las baldosas. Llamaron a un médico, que le preguntó a Hubert si había tenido mareos o si había consumido alcohol, y le sugirió que debería aceptar la oferta de un hogar estable. Hubert le dio las gracias, recogió sus pertenencias y abandonó el refugio. El hombre de piel aceitunada ya se había ido y Hubert no volvió a verlo, aunque no paraba de mirar por encima de su hombro, y durante un tiempo no durmió en el Magnolia, sino que prefirió dormir en las calles y en los callejones, entre los vivos.

Pero ahora ha vuelto al cementerio. Es su lugar, y el recuerdo de lo que vio en las duchas casi se ha disipado: la sombra de su reminiscencia la achaca al alcohol, al agotamiento y a la fiebre que arrastraba antes de acudir aquella precisa noche al refugio.

A veces, Hubert duerme cerca de la tumba de Stolle, que se distingue por la escultura de una mujer que llora a los pies de una cruz. Está resguardada entre unos árboles, y desde allí puede divisar la vereda y el lago. Cerca hay una lápida lisa de granito que cubre la última morada de un hombre llamado Bennet Spree, una incorporación relativamente reciente al viejo cementerio. La parcela había sido propiedad de la familia Spree durante muchísimo tiempo, pero Bennet Spree fue el último de su linaje y el último en reivindicar la propiedad de la parcela cuando murió en julio de 1981.

A medida que Hubert se aproxima, ve un bulto en la lápida de Bennet Spree. Durante unos segundos, está a punto de desviarse, porque no quiere discutir con otro vagabundo sobre asuntos territoriales y porque no cree que ningún extraño quiera dormir a su lado en un cementerio, pero hay algo en aquel bulto que le obliga a aproximarse a él. A medida que se acerca, una brisa luminosa agita los árboles, moteando el bulto con la luz de la luna, y Hubert advierte que está desnudo y que las sombras que se reflejan en su cuerpo no se alteran por el movimiento de los árboles.

El hombre tiene una herida irregular en la garganta. Es un agujero extraño, como si le hubiesen metido algo en la boca por debajo de la barbilla. El torso y las piernas están casi negras de sangre.

Pero hay otras dos cosas que Hubert advierte antes de volverse y de echar a correr.

La primera cosa es que el hombre ha sido castrado.

La segunda es la herramienta en forma de T que tiene clavada en el pecho. Está oxidada y traspasa una nota. La sangre que ha brotado del pecho ha manchado un poco el papel, sobre el que alguien ha escrito algo con una caligrafía muy esmerada.

Dice: CAVAD AQUÍ.

Y cavarán. Un juez solicitará y firmará una orden de exhumación, porque Bennet Spree no tiene parientes vivos que puedan autorizar la profanación de su última morada. Eso ocurrirá un día o dos antes de que suban el ataúd podrido, rodeado cuidadosamente con cuerdas y envuelto en plásticos para que no se deshagan y se esparzan los restos mortales de Bennet Spree sobre la tierra negra y removida.

Y allí donde el ataúd había descansado durante tanto tiempo encontrarán una pequeña y fina capa de tierra. Cuando la remuevan cuidadosamente, dejarán al descubierto los huesos: primero las costillas, después la cabeza, con la mandíbula hecha pedazos y el cráneo roto, resquebrajado por los golpes que le ocasionaron la muerte.

Es todo lo que queda de una chica que estaba a punto de convertirse en mujer.

Es todo lo que queda de Addy, la madre de Atys Jones.

Y su hijo morirá sin saber cuál fue la última morada de la mujer que lo trajo al mundo.