15

Aquella tarde llamé a Elliot desde la habitación del hotel. Me dio la impresión de que estaba cansado, pero no me compadecía de él.

—¿Has tenido un mal día en el bufete?

—Estoy deprimido. ¿Y tú qué tal?

—Sólo un mal día.

No le comenté a Elliot nada acerca de Tereus, sobre todo porque no le había sonsacado nada de utilidad. Pero había comprobado las declaraciones de dos testigos más después de irme del LapLand. Una era la de un primo segundo de Atys, un hombre temeroso de Dios que no aprobaba el estilo de vida de Atys, como tampoco el de su madre ni el de su tía desaparecidas, pero al que le gustaba rondar por los garitos para regalarse algo con lo que poder sentirse ofendido. Un vecino me dijo que lo más probable era que hubiese vuelto al Swamp Rat, y allí lo encontré. Recordaba que Atys y Marianne salieron del bar y que él se encontraba todavía allí, rezando por todos los pecadores, sentado frente a una bebida doble, cuando Atys volvió a aparecer con las manos y la cara manchadas de sangre y de polvo.

El Swamp Rat estaba al final de Cedar Creek Road, cerca del límite del Congaree. Era un bar horroroso tanto por dentro como por fuera. Una monstruosidad de ladrillo de cenizas y de hierro ondulado, aunque tenía una buena gramola y era el tipo de local donde a los niños ricos les gustaba parar cuando querían flirtear con el peligro. Me dirigí a la arboleda y encontré el pequeño claro del bosque donde Marianne había muerto. Aún colgaban de los árboles las cintas con que se precintó la escena del crimen, pero no había ninguna otra señal que indicase que había muerto allí. Oía cómo fluían las cercanas aguas del Cedar Creek. Durante un rato, seguí el curso de aquellas aguas hacia el oeste. Luego volví hacia el norte con la intención de retomar el camino de vuelta al bar. Pero, en lugar de eso, me encontré ante una alambrada oxidada que, de tramo en tramo, tenía colgado el letrero de PROPIEDAD PRIVADA y anunciaba que la finca pertenecía a «Minas Larousse Sociedad Anónima». A través de la alambrada vi árboles caídos, socavones y vetas que parecían ser de piedra caliza. Ese tramo de la llanura costera estaba plagado de yacimientos de piedra caliza. En algunas zonas, las aguas ácidas del subsuelo se habían filtrado a través de la piedra caliza, habían provocado una reacción química, y la habían disuelto. El resultado era el característico paisaje kárstico, con hundimientos, pequeñas cuevas y ríos subterráneos.

Seguí el trazado de la alambrada durante un trecho, pero no encontré ningún hueco por el que colarme. Empezó a llover de nuevo, y cuando regresé al bar estaba empapado. El camarero no sabía mucho sobre aquella finca de los Larousse, excepto que creía recordar que iban a convertirla en una cantera y que, como ese proyecto nunca se llevó a cabo, el Gobierno había hecho varias ofertas a los Larousse para que la vendiesen, pues tenía intención de ampliar el parque estatal, aunque la familia Larousse nunca las habían tenido en cuenta.

El otro testigo era una mujer llamada Euna Schillega, que estaba jugando al billar en el Swamp Rat cuando entraron Atys y Marianne. Recordaba el insulto racista dirigido a Atys y confirmó la hora a la que llegaron y la hora a la que se fueron. Lo sabía porque, bueno, con el hombre con el que jugaba al billar era con el que se veía a espaldas de su marido, ya sabes a lo que me refiero, cariño, y no paraba de mirar el reloj para estar segura de la hora que era, ya que quería llegar a casa antes de que su marido terminase su turno de trabajo. Euna tenía el cabello largo y teñido del color de la mermelada de fresa, y sobre la cintura del vaquero desteñido le colgaba un michelín. Estaba despidiéndose de la cuarentena, pero se veía a sí misma con la mitad de años y el doble de guapa de lo que era.

Euna trabajaba a tiempo parcial de camarera en un bar cerca de Horrel Hill. En una esquina había sentados un par de militares de Fort Jackson, bebiendo cerveza y sudando un poco a causa del calor. Estaban sentados lo más cerca posible del aire acondicionado, pero éste era casi tan viejo como Euna. A los chicos del ejército les hubiera traído más cuenta soplar la boca de las botellas frías para refrescarse entre sí.

Euna era la más servicial de todos los testigos con los que había hablado hasta aquel momento. Quizá se debió a que estaba aburrida y que le procuré un poco de distracción. No la conocía de nada, y no imaginaba siquiera que llegase a conocerla, pero supuse que para ella el jugador de billar también fue una distracción, la más reciente de una larga serie de distracciones. A Euna se le notaba cierta ansiedad, una especie de avidez errática alimentada por la frustración y la decepción. Esa avidez se manifestaba en su forma de hablar, en la lentitud con que paseaba la mirada por mi cara y mi cuerpo, como si estuviese calculando qué partes usar y cuáles desechar.

—¿Habías visto alguna vez a Marianne en el bar antes de aquella noche? —le pregunté.

—Un par de veces. También la vi en éste. Era una niña rica, pero le gustaba visitar los barrios bajos de vez en cuando.

—¿Con quién venía?

—Con otras chicas ricas, y a veces con chicos ricos.

Le dio un ligero escalofrío. Tal vez de repugnancia, o tal vez de algo más agradable.

—Hay que vigilarles las manos. Esos chicos se creen que con el dinero compran la cerveza y que con la propina compran los derechos sobre la mina, ya me entiendes.

—Y supongo que no es así.

Al recordar viejos apetitos le brillaron los ojos, pero el brillo se difuminó cuando rememoró el deseo saciado. Dio una larga calada al cigarrillo.

—No siempre.

—¿La viste alguna vez con Atys Jones antes de aquella noche?

—Una vez, pero no aquí. Éste no es un sitio de esos. Fue en el Swamp Rat. Ya te he dicho que voy allí muy a menudo.

—¿Qué impresión te dieron?

—No se estaban tocando ni nada por el estilo, pero te puedo asegurar que estaban juntos. Supongo que otra gente podría decirte lo mismo…

Esas últimas palabras quedaron suspendidas en el aire.

—¿Hubo algún problema?

—Aquella noche no. Fue otra que volvió por aquí y su hermano vino a buscarla. —De nuevo le entró un escalofrío, pero esa vez no cabía duda de qué lo había provocado.

—¿No te cae bien su hermano?

—No lo conozco.

—¿Pero?

Con aire despreocupado echó una mirada alrededor y se acercó a mí inclinándose sobre la barra. La blusa se le abrió un poco y dejó al descubierto el movimiento de sus pechos, que presentaban una piel completamente lisa, sin ningún tipo de mancha.

—Los Larousse dan trabajo a mucha gente de aquí, pero eso no significa que nos caigan bien, y Earl Jr., menos todavía. Tiene un no sé qué, como…, como de marica, pero no de marica. No me malinterpretes, me gustan todos los hombres, incluso aquellos a los que no les gusto yo, ya sabes, físicamente y todo eso, pero no me gusta Earl Jr. Tiene algo que no me gusta.

Le dio otra calada al cigarrillo. Después de tres chupadas casi lo había terminado.

—¿Así que Earl Jr. entró en el bar buscando a Marianne?

—Exacto. La agarró por el brazo e intentó llevársela. Ella le dio una bofetada y entonces apareció otro tipo y se las arreglaron para sacarla de aquí entre los dos.

—¿Recuerdas cuándo pasó?

—Sería una semana antes de que la matasen.

—¿Crees que sabían algo de su relación con Atys Jones?

—Ya te he dicho que lo sabía más gente. Y si lo sabía más gente, al final llegaría a oídos de la familia.

La puerta se abrió y entró un grupo de hombres dando gritos y carcajadas. Comenzaba el ajetreo vespertino.

—Tengo que irme, encanto —me dijo Euna. Ya antes se había negado a firmar una declaración escrita.

—Una última pregunta: ¿reconociste al hombre que estaba con Earl Jr. aquella noche?

Lo pensó durante un momento.

—Seguro. Ha venido por aquí una o dos veces. Es un mierda. Se llama Landron Mobley.

Le di las gracias y dejé un billete de veinte sobre la barra para pagar mi zumo de naranja y su tiempo. Me brindó la mejor de sus sonrisas.

—No te lo tomes a mal, encanto —me dijo Euna cuando me levanté para marcharme—, pero el chico ese al que intentas ayudar se merece lo que le va a caer encima.

—Parece que mucha gente opina lo mismo.

Exhaló una larga bocanada de humo, echando hacia delante el labio inferior. Lo tenía un poco hinchado, como si se lo hubieran golpeado hacía poco. Me quedé mirando cómo se volatizaba el humo.

—Violó y asesinó a esa muchacha —continuó Euna—. Sé que tienes que hacer lo que estás haciendo, preguntar y todo lo demás, pero espero que no descubras nada que pueda dejar libre al chico.

—¿Incluso si descubro que es inocente?

Levantó el pecho de la barra y desmenuzó el cigarrillo en un cenicero.

—Encanto, no hay nadie inocente en este mundo, excepto los bebés, y algunas veces dudo incluso de eso.

Por teléfono, le conté a Elliot la conversación que había mantenido con Euna.

—Quizá deberías hablar con Mobley cuando lo encuentres, para ver qué sabe.

—Si puedo dar con él.

—¿Crees que ha volado?

Hubo un silencio.

—Espero que haya volado —me dijo Elliot, pero cuando le pedí que me explicara lo que quería decir, empezó a reírse—. Quiero decir que si su caso va a juicio, Landron se expondría a pasar una larga temporada en la cárcel. En términos legales, Landron está jodido.

Pero no era eso lo que quería decir.

Eso no era en absoluto lo que quería decir.

Me duché y cené en la habitación. Llamé a Rachel y hablé con ella durante un rato. MacArthur había cumplido su promesa de pasarse por allí con regularidad y el Klan Killer se quitaba de en medio cuando los polis la visitaban. Si bien Rachel no me había perdonado del todo por haberle endosado a aquel tipo, me daba la impresión de que la compañía la tranquilizaba. Además era un tipo limpio y no dejaba la tapa del váter levantada, dos factores que tendían a influir mucho en las opiniones que Rachel se formaba de la gente. MacArthur había planeado salir con Mary Mason aquella noche y le había prometido a Rachel tenerla al tanto. Le dije que la quería, y ella me dijo que si la quería que le llevase bombones a mi regreso. A veces Rachel tenía cosas de niña.

Después de hablar con Rachel, llamé para saber cómo se encontraba Atys. Contestó la mujer y me dijo, hasta donde pude entenderla, que era un «spile chile. Uh yent ha no mo'pashun wid'um». [«Un niño mimado. Ya no tengo paciencia para bregar con él.»] Estaba claro que mostraba menos compasión ante la grave situación de Atys que su marido. Le pedí que me pasara con Atys. Unos segundos más tarde, oí pasos y se puso al teléfono.

—¿Cómo estás? —le pregunté.

—Bien, supongo. —Bajó la voz—. La vieja me está matando. Es brutal.

—Sólo tienes que ser amable con ella. ¿Hay algo más que quieras contarme?

—No. Te conté lo que puedo contarte.

—¿Y todo lo que sabes?

Tardó tanto en contestar, que creí que había colgado el teléfono y se había marchado. Por fin habló.

—¿Has sentido alguna vez como si te hubiesen vigilado durante toda tu vida, como si siempre hubiese alguien a tu lado, alguien a quien no ves la mayor parte del tiempo, aunque sabes que está ahí?

Me acordé de mi mujer y de mi hija, de la presencia de ambas en mi vida después de que muriesen, de las figuras y de las sombras vislumbradas en la oscuridad.

—Creo que sí —le contesté.

—La mujer. Con ella me pasa eso. La he visto durante toda mi vida, así que no sé si es un sueño o no, pero está ahí. Sé que está ahí, aunque nadie más la vea. Eso es todo lo que sé. No me preguntes más.

Cambié de tema.

—¿Has tenido alguna vez un encontronazo con Earl Larousse Jr.?

—No, nunca.

—¿Y con Landron Mobley?

—Me dijeron que andaba buscándome, pero no dio conmigo.

—¿Sabes por qué te buscaba?

—Para darme una paliza de muerte. ¿Para qué crees que va a buscarme el perro de Earl Jr.?

—¿Trabaja Mobley para Larousse?

—No trabaja para él, pero cuando necesita que alguien le haga un trabajo sucio recurre a Mobley. Mobley también tiene amigos, gente peor que él.

—¿Como quiénes?

Le oí tragar saliva.

—Como ese tipo de la tele —me dijo—. El tipo del Klan. Bowen.

Aquella noche, muy al norte, el predicador Faulkner estaba tumbado despierto en la cama de su celda, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, oyendo los ruidos nocturnos de la prisión: los ronquidos, los gritos de los durmientes que tienen problemas para conciliar el sueño, los pasos de los guardias, los sollozos. Ya no le impedían dormir, como le ocurría antes. Aprendió muy pronto a ignorarlos o a relegarlos, en el peor de los casos, a la categoría de ruido ambiental. En aquellos momentos podía dormir a voluntad, pero esa noche sus pensamientos estaban en otra parte, como lo habían estado desde que pusieron en libertad al hombre llamado Cyrus Nairn. Así que yacía inmóvil en la litera. Esperando.

—¡Quitádmelas! ¡Quitádmelas!

Dwight Anson, el guardia de prisiones, se despertó en su cama dando patadas y tirones a las sábanas. La almohada estaba empapada de sudor. Saltó de la cama y se frotó el cuerpo desnudo, intentando quitarse las criaturas que notaba que le recorrían el pecho. A su lado, Aileen, su mujer, alargó la mano y encendió la lámpara de la mesilla de noche.

—¡Por Dios! Otra vez estás soñando —le dijo—. Es sólo un sueño.

Anson tragó saliva e intentó aplacar los latidos de su corazón, pero se estremeció de nuevo y, sin motivo alguno, empezó a frotarse las manos y el pelo.

Era el mismo sueño de la noche anterior, en el que arañas corrían por su piel y le picaban mientras él estaba encerrado dentro de una bañera mugrienta en mitad de un bosque. A medida que las arañas le picaban, la piel se le pudría y la carne se le desprendía en pedacitos, dejándole agujeros grises en el cuerpo. Y, mientras tanto, un extraño le observaba desde la oscuridad, un hombre pelirrojo y demacrado que tenía unos dedos largos y pálidos. Pero el hombre estaba muerto: a la luz de la luna, Anson podía verle el cráneo destrozado y la cara ensangrentada. Por lo demás, los ojos se le colmaban de placer al presenciar cómo sus mascotas devoraban al hombre atrapado.

Anson se llevó las manos a las caderas y sacudió la cabeza.

—Dwight, vuelve a la cama —le dijo su mujer, pero él no se movió, y, después de unos segundos, Aileen, con la desilusión reflejada en los ojos, se dio la vuelta e intentó reconciliar el sueño. Anson casi llegó a tocarla, aunque al final se contuvo. No quería tocarla. La niña que él quería tocar había desaparecido.

Marie Blair se había esfumado la noche anterior, cuando volvía a casa después de terminar su trabajo en la heladería Dairy Queen, y desde entonces nadie la había visto ni sabía nada de ella. A veces, Anson esperaba que la policía fuese a buscarlo. Nadie estaba al tanto de lo suyo con Marie, o al menos eso pensaba, pero siempre quedaba la posibilidad de que ella se hubiese ido de la lengua con alguna de las burras de sus amigas y que, cuando la policía fuera a interrogarla, mencionara su nombre. Pero hasta el momento no había ocurrido nada. La mujer de Anson lo había notado inquieto y sabía que algo le preocupaba, pero no le había dicho nada al respecto, y eso a él le convenía. Estaba preocupado por la niña. Quería que regresara, tanto por razones egoístas como por la seguridad de ella.

Anson dejó a su mujer en la cama y bajó las escaleras para ir a la cocina. Cuando abrió la puerta del frigorífico para coger el tetrabrik de leche, notó una ráfaga de aire frío en la espalda y, casi al mismo tiempo, oyó batir la mosquitera contra el marco de la puerta.

La puerta de la cocina estaba abierta de par en par. Supuso que el viento la había abierto, aunque pensó que era poco probable. Aileen se había ido a la cama después que él y siempre se aseguraba de que todas las puertas estuviesen cerradas con llave. Jamás se olvidaba de hacerlo. También se preguntaba cómo es que no había oído el batir de la mosquitera, ya que el ruido más insignificante lo despertaba. Con cautela, dejó el tetrabrik de leche y aguzó el oído, pero no oyó nada. Le llegaba de fuera el susurro del viento soplando en los árboles y el ruido distante de los coches.

Anson tenía una Smith and Wesson 60 en el cajón de la mesilla de noche. Por un momento barajó la opción de subir por ella, pero al final decidió que no. En vez de eso, se hizo con un cuchillo de trinchar carne y se dirigió a la puerta sin hacer ruido. Echó un vistazo primero a la derecha y después a la izquierda para asegurarse de que no había nadie fuera, y de un empujón abrió la puerta. Salió al porche y comprobó que en el jardín no había nadie, sólo la extensión de césped y, al fondo, la hilera de árboles que había plantado para aislar la casa de la carretera. La luna brillaba detrás de él, reflejando la silueta de la casa.

Anson bajó al jardín y echó a andar por el césped.

Una figura, oculta bajo la escalera del porche, salió de su escondite. Debido al viento, no se oían sus pasos y la sombra negra de la casa hacía imperceptible su presencia. Anson no se percató de nada hasta que le agarró el brazo y notó una presión en torno al cuello. Luego sintió un raudal de dolor y vio cómo la sangre estallaba en la noche. El cuchillo se le cayó. Se dio la vuelta presionando inútilmente la herida del cuello con la mano izquierda. Las piernas se le debilitaron y cayó de rodillas. La sangre era menos abundante a medida que se acercaba el momento de su muerte.

Anson levantó los ojos hacia los de Cyrus Nairn, y luego vio el anillo que tenía en la palma de la mano. Era el anillo de granates que le había regalado a Marie cuando cumplió quince años. Lo habría reconocido en cualquier sitio, pensó, incluso si no hubiese estado, como era el caso, en el mutilado dedo índice de Marie. A continuación, las piernas de Anson empezaron a sacudirse de forma descontrolada y Cyrus Nairn se dio la vuelta. La luz de la luna brillaba en el cuchillo del asesino mientras se encaminaba a la casa. Anson se convulsionó y, por fin, murió en el mismo instante en que Nairn concentraba sus pensamientos en la entonces dormida Aileen Anson y en el lugar que le tenía reservado.

Y, en su celda de la prisión de Thomaston, Faulkner cerraba los ojos y caía en un sueño profundo en el que no había sueños.