14

Me miré al espejo.

Tenía los ojos inyectados en sangre y un sarpullido rojo me atravesaba el cuello. Me sentía como si la noche anterior hubiese estado bebiendo. Andaba a trompicones y tropezaba con los muebles de la habitación. Aún tenía fiebre y cuando me tocaba el cuerpo lo notaba pegajoso. Deseaba volver a meterme en la cama y taparme hasta la cabeza, pero no podía permitirme ese lujo. En la habitación misma me preparé un café y me puse a ver las noticias. Cuando informaron de los acontecimientos de Caina, me llevé las manos a la cabeza y hasta me olvidé del café. Pasó un buen rato antes de que me sintiese lo bastante seguro como para empezar la ronda de llamadas telefónicas que debía hacer.

Según un tal Randy Burris que trabajaba en la Secretaría de Instituciones Penitenciarias de Carolina del Sur, el Centro de Detención del condado de Richland era uno de los centros acogidos a un programa social que desarrollaban algunos ex presidiarios y cuyo propósito consistía en predicar el Evangelio entre la población reclusa. Dicho programa social, llamado PYR (Perdón y Renovación) y surgido en Charleston, era similar al llamado CVD (Curación Verdadera a Través de Dios), que intentaba ayudar a los presos del norte del estado a no reincidir en el delito, para lo que se valía de la colaboración de ex delincuentes. En Carolina del Sur, casi el treinta por ciento de los diez mil presidiarios que anualmente se ponían en libertad volvían a acabar entre rejas en un plazo de tres años. Por ese motivo, al Estado le interesaba apoyar al máximo aquel programa social. El hombre que se hacía llamar Tereus —el único nombre por el que se identificó— era nuevo en PYR y, según me informó uno de los administradores —una mujer llamada Irene Jakaitis—, era el único de los miembros de esa asociación que había optado por integrarse en un programa que se desarrollaba en un sitio tan al norte como Richland. El alcaide de Richland me dijo que Tereus se había pasado la mayor parte del tiempo que estuvo en la cárcel hablando con Atys Jones. En ese momento, Tereus se alojaba en una pensión por King Street, muy cerca de la tienda de artículos religiosos llamada Wha Cha Like. Mientras buscaba trabajo, estuvo viviendo en un centro de acogida de la ciudad. La pensión se encontraba a unos cinco minutos en coche de mi hotel.

Mientras conducía por King Street, los autobuses turísticos circulaban por mi lado y las explicaciones de los guías se alzaban sobre el ruido del tráfico. King Street siempre ha sido el centro comercial de Charleston y, calle abajo del Charleston Place, hay varias tiendas bastante buenas destinadas casi exclusivamente a turistas. Pero cuando uno se dirige hacia el norte, las tiendas ofrecen artículos más útiles y los restaurantes son un poco más caseros. Se ven más caras negras y más hierbajos en las aceras. Pasé Wha Cha Like y Honest John's, una tienda de discos que es a la vez taller de reparación de televisores. Tres jóvenes blancos con uniforme gris, cadetes de la Academia Militar de Citadel, marchaban en silencio por la acera. Su existencia misma era un vestigio del pasado de la ciudad, porque Citadel debía su origen a la revuelta fallida de esclavos alentada por un joven liberto llamado Denmark Vesey para abolir la esclavitud en Charleston, así como al convencimiento de la ciudad de que era necesario proveerse de un buen arsenal para protegerse de futuras sublevaciones. Me detuve para dejarles cruzar, después giré a la izquierda en Morris Street y aparqué enfrente de una iglesia baptista. Un negro, sentado en los escalones que conducían al portal de la pensión de Tereus, me miraba mientras comía algo que parecían cacahuetes y que sacaba de una bolsa de papel de estraza. Me ofreció la bolsa mientras me acercaba a la escalera.

—¿Quieres un goober?

—No, gracias.

El goober resultó ser una especie de cacahuete hervido con la cáscara. Lo chupas durante un tiempo y después lo cascas para abrirlo y te comes lo de dentro, que está blando y picante a causa de la cocción.

—¿Eres alérgico?

—No.

—¿Cuidas la línea?

—No.

—Entonces toma un maldito goober.

Hice lo que me dijo, aunque no me gustan mucho los cacahuetes. Estaba tan picante que se me saltaron las lágrimas y tuve que aspirar aire para enfriarme la boca.

—Pica —comenté.

—¿Qué creías? Te dije que era un goober.

Me escudriñó como si yo fuera bobo. Puede que estuviera en lo cierto.

—Busco a un hombre llamado Tereus.

—No está.

—¿Sabes dónde podría encontrarlo?

—¿Por qué lo buscas?

Le enseñé mi identificación.

—Vienes de muy lejos —me dijo—. Muy lejos.

Aún no me había dicho dónde podría encontrar a Tereus.

—No tengo intención de perjudicarle, ni tampoco quiero causarle problemas. Él ayudó a un joven que es cliente mío. Cualquier cosa que Tereus pueda decirme significaría la vida o la muerte para ese chico.

El viejo me estudió detenidamente. No tenía dientes y se tragaba los goobers haciendo un chasquido salivoso con los labios.

—Bueno, la vida o la muerte. Eso es algo muy serio —comentó con un ligero deje burlesco. Quizá tenía motivos para reírse de mí. Pues todo lo que yo decía parecía sacado de una telenovela de sobremesa.

—¿Crees que exagero?

—Más o menos —dijo y asintió con la cabeza.

—Bueno, aun así, se trata de un asunto bastante grave. Es importante que hable con Tereus.

El goober se ablandó lo suficiente como para morder el fruto y escupió escrupulosamente la cáscara en su mano.

—Tereus trabaja cerca de Meeting, en uno de esos bares en que las tías enseñan las tetas —me dijo con una sonrisa burlona en los labios—. Pero no se quita la ropa.

—Eso me tranquiliza.

—Limpia el local —continuó—. Es el que limpia la leche que echan los tíos.

Soltó una carcajada y se dio una palmada en el muslo, después me dijo el nombre del club: LapLand. Le di las gracias.

—No es asunto mío, pero veo que aún sigues chupando el goober —me dijo cuando estaba a punto de irme.

—Si te soy sincero, no me gustan los cacahuetes —confesé.

—Ya lo sabía. Sólo quería comprobar si eres educado y aceptas lo que te ofrecen.

Con discreción, escupí el cacahuete en mi mano y lo tiré en la papelera más cercana. Lo dejé riéndose para sus adentros.

La peña deportiva de la ciudad de Charleston había estado de celebraciones desde el día en que llegué a la ciudad. Aquel fin de semana, los Gamecocks de Carolina del Sur pusieron fin a una racha de mala suerte, que duraba ya veintiún partidos consecutivos, tras ganar al New Mexico State por 31 a 0 ante ochenta y un mil aficionados hambrientos de victoria, ya que habían pasado más de dos años desde la última vez que los Gamecocks ganaran a Ball State por 38 a 20. Incluso el quarterback del equipo, Phil Petty, que durante toda la temporada anterior no parecía capaz de capitanear ni siquiera a un grupo de ancianos en el baile de la conga, lanzó dos tiros que acabaron en ensayo, completó diez pases de un total de dieciocho intentos y avanzó ochenta y siete yardas. Los tristes garitos de striptease y los clubes para hombres de Pittsburg Avenue seguro que habían hecho su agosto durante los últimos días. Uno de los clubes ofrecía que te lavaran el coche chicas desnudas (Oye, práctico y divertido), mientras que otro intentaba captar a clientes distinguidos por el método de denegar el acceso a todo aquel que llevase vaqueros o zapatillas de deporte. No daba la impresión de que LapLand tuviese tantos escrúpulos. El aparcamiento estaba lleno de socavones cubiertos de agua. Bastantes coches se las habrían tenido que apañar para salir de allí sin dejarse una rueda en el fango. El club mismo era una mole de hormigón de una sola planta pintada con diversos tonos de azul: azul pornográfico, azul de stripper triste y azul violáceo, y en el centro tenía una puerta de acero pintada de negro. Del interior salía el sonido amortiguado de You Aint't Seen Nothin' Yet, de Bachman-Turner Overdrive. El hecho de que un grupo como ése sonara en un local de striptease había que entenderlo como un síntoma de que el negocio no iba bien.

El interior era tan oscuro como las intenciones de un donante del Partido Republicano, excepción hecha de una franja de luz rosa que alumbraba la barra y de unos focos parpadeantes que iluminaban el pequeño escenario central, donde una chica con piernas de gallina y muslos de piel de naranja agitaba sus pequeños pechos delante de un puñado de borrachos embelesados. Uno de ellos metió un dólar en una media de la bailarina y aprovechó la oportunidad para echarle mano a la entrepierna. La chica se apartó, pero nadie hizo por echarlo del local ni por darle una patada en la cabeza. Estaba claro que el LapLand alentaba más de lo debido a los clientes a mantener relaciones con las bailarinas.

Sentadas a la barra, bebiéndose un refresco con pajita, había dos mujeres que sólo llevaban un sujetador y un tanga de encaje. Mientras yo intentaba no tropezar con las mesas en la oscuridad, la mayor de ellas, una negra de pechos grandes y de piernas largas, se me acercó.

—Soy Lorelei. ¿Quieres algo, encanto?

—Un refresco y lo que tú tomes.

Le di un billete de diez dólares y se fue moviendo las caderas en atención a mí.

—Ahora mismo vuelvo —me aseguró.

Fiel a su promesa, se materializó un minuto más tarde con un refresco caliente, su copa y nada de cambio.

—Sí que es caro esto —comenté—. Quién lo hubiera imaginado.

Lorelei alargó la mano y me la puso en la cara interior del muslo. Luego deslizó los dedos a través de él, hasta que el dorso de su mano me rozó la entrepierna.

—Tienes lo que pagas —me dijo—. Después habrá más.

—Busco a una persona —le dije.

—Encanto, la has encontrado.

Lo dijo con un susurro que podría pasar por sensual tratándose de un erotismo de pago, sobre todo si te sale barato. Me dio la impresión de que el LapLand jugueteaba peligrosamente con la prostitución. Se inclinó sobre mí para que apreciara sus pechos a capricho. Pero yo, como buen boy scout, aparté la mirada y me puse a contar las botellas de licor barato y aguado que había alineadas por encima de la barra.

—No estás mirando el espectáculo —me dijo.

—Tengo la tensión alta y el médico me ha aconsejado que procure no excitarme demasiado.

Sonrió y me pasó la uña por la mano. Me dejó una marca blanca. Levanté la vista al escenario y vi a una chica desde un ángulo que incluso a su ginecólogo era probable que le resultara inédito. La dejé con lo suyo.

—¿Te gusta? —me preguntó Lorelei, y señaló a la bailarina.

—Parece una chica divertida.

—Yo también puedo ser una chica divertida. ¿Buscas diversión, encanto?

Apretó con más fuerza el dorso de su mano contra mi entrepierna. Tosí y le aparté discretamente la mano.

—No, yo soy un chico bueno.

—Vale, pero yo soy malaaaaa.

La situación me resultaba ya un poco monótona. Lorelei parecía empeñada en darle la vuelta a todo cuanto yo decía.

—La verdad es que no soy lo que se dice un tipo divertido. No sé si me entiendes.

Fue como si sus ojos la delataran de repente. Había inteligencia en ellos: no sólo revelaban esa astucia mezquina propia de una mujer que procura ligarse a los clientes en un garito de striptease de mala muerte, sino también ingenio y vivacidad. Me preguntaba cómo era capaz de mantener aislados los dos polos de su personalidad sin que uno invadiera al otro y lo envenenara para siempre.

—Te entiendo. ¿Qué eres? No eres un poli. ¿Un agente judicial quizás, o un cobrador de morosos? Tienes toda la pinta. Debería haberlo sabido, los he visto a patadas.

—¿Qué pinta tengo?

—La pinta de ser un pájaro de mal agüero para los pobres. —Se calló y volvió a evaluarme durante un momento—. No, pensándolo bien, me parece que eres un pájaro de mal agüero para casi todo el mundo.

—Como te decía, busco a una persona.

—Vete a tomar por culo.

—Soy detective privado.

—¡Oh! Mira al hombre malo. No puedo ayudarte, encanto.

Hizo ademán de levantarse, pero le rodeé con suavidad la cintura y puse dos billetes de diez dólares sobre la mesa. Se detuvo e hizo señas al camarero, que había empezado a olerse algún tipo de conflicto y que ya se disponía a avisar al gorila de la puerta. Continuó sacándole brillo a los vasos, pero no apartaba los ojos de nuestra mesa.

—Vaya, dos de diez —dijo Lorelei—. Con eso podré comprarme un conjunto nuevo.

—Dos, si se trata de la clase de modelito que llevas.

No lo dije con sarcasmo, y una pequeña sonrisa suya rompió el hielo. Le enseñé mi licencia. La cogió y la examinó con atención antes de dejarla sobre la mesa.

—De Maine. Parece auténtica. Felicidades. —Iba a hacerse con los billetes, pero mi mano fue más rápida que la suya.

—No, no. Primero habla, después el dinero.

Volvió a echar un vistazo a la barra y se retrepó con desgana en la silla. Sus ojos parecían taladrarme el dorso de la mano para ver los billetes que tenía debajo de ella.

—No he venido para causar problemas, sólo quiero hacer algunas preguntas. Estoy buscando a un tipo llamado Tereus. ¿Sabes si está ahora aquí?

—¿Para qué lo buscas?

—Ayudó a un cliente mío y quiero darle las gracias.

Se rió sin ganas.

—Sí, claro. Si tienes una recompensa, puedes dármela a mí. Yo se la daré. Mira, tío, no me jodas. Puede que esté aquí sentada enseñando las tetas, pero no me tomes por tonta.

Me recliné en la silla.

—No creo que seas tonta, y te estoy diciendo la verdad: Tereus ayudó a mi cliente. Habló con él en la cárcel y sólo quiero saber por qué lo hizo.

—Porque ha encontrado al Señor, ésa es la razón. Incluso intentó convertir a algunos de los puteros que vienen por aquí, hasta que Handy Andy lo amenazó con abrirle la cabeza.

—¿Handy Andy?

—El encargado de este sitio. —Hizo un gesto con la mano que simulaba una colleja—. ¿Me entiendes?

—Te entiendo.

—¿Vas a causarle más problemas a ese hombre? Ha sufrido lo suyo. No necesita más.

—No habrá más problemas. Sólo quiero charlar.

—Entonces dame los veinte dólares. Sal afuera y espera detrás. Enseguida se reunirá contigo.

Por un momento, le mantuve la mirada e intenté averiguar si mentía, y, aunque no estaba del todo seguro, solté los billetes. Los agarró, se los metió dentro del sujetador y se fue. Vi que intercambiaba unas palabras con el camarero. Después salió por una puerta que tenía un rótulo que rezaba SÓLO BAILARINAS E INVITADOS. Sabía lo que había detrás: un camerino sucio, un cuarto de baño con la cerradura rota y un par de habitaciones equipadas sólo con sillas, con algunos condones y con una caja de pañuelos de papel. Después de todo, quizá no fuese tan inteligente.

La bailarina que estaba en el escenario terminó su número, recogió la ropa interior y se dirigió a la barra. El camarero anunció a la siguiente bailarina y apareció una niña bajita que tenía el pelo moreno y la piel cetrina. Aparentaba dieciséis años. Uno de los borrachos dio alaridos de placer en el mismo momento en que Britney Spears cantaba que la golpearan una vez más.

Había empezado a llover. La lluvia distorsionaba la silueta de los coches y la gama de colores del cielo se reflejaba en los charcos. Di la vuelta al local hasta llegar a un contenedor de escombros que estaba medio lleno de basura y rodeado de barriles de cerveza vacíos y montones de cajas de botellas también vacías. Oí pasos a mi espalda y, cuando me volví, me topé con un hombre que desde luego no era Tereus. El tipo medía más de metro noventa y era fornido como un jugador de rugby. Tenía la cabeza rapada y en forma de huevo, y los ojos pequeños. Estaría a punto de cumplir los treinta. Un pendiente de oro brillaba en su oreja izquierda y lucía una alianza en uno de sus grandes dedos. El resto quedaba oculto bajo una ancha sudadera azul y un pantalón de chándal gris.

—Quienquiera que seas, te doy diez segundos para sacar el culo de mi propiedad —me amenazó.

Suspiré. Estaba lloviendo y no llevaba paraguas. Ni siquiera llevaba chaqueta. Me encontraba en el aparcamiento de un garito de striptease de tercera categoría, amenazado por un maltratador de mujeres. Dadas las circunstancias, sólo podía hacer una cosa.

—Andy —le dije—. ¿No te acuerdas de mí?

Frunció el ceño. Di un paso adelante con las manos abiertas y le propiné una patada, todo lo fuerte que pude, en la entrepierna. No emitió ningún sonido, aparte de la ráfaga de aire y saliva que salió de su boca mientras se desplomaba. Acabó apoyando la cabeza en la grava y le vinieron arcadas.

—Ahora sí que no volverás a olvidarme.

Se le notaba el bulto de una pistola en la espalda y se la quité. Era una Beretta de acero inoxidable. Daba la impresión de que nunca la había usado. La arrojé al contenedor de escombros, ayudé a Handy Andy a ponerse de pie y lo dejé apoyado contra la pared, con la cabeza calva moteada de gotas de lluvia y los pantalones del chándal empapados de agua sucia desde la rodilla hasta el tobillo. Cuando se hubo recuperado un poco, apoyó las manos en las rodillas y me miró.

—¿Quieres intentarlo de nuevo? —me susurró.

—Ni loco —le respondí—. Sólo funciona la primera vez.

—¿Qué haces cuando te piden un bis?

Saqué la gran Smith 10 de la funda y dejé que le echase un buen vistazo.

—Un bis. Cae el telón. El teatro se cierra.

—Un gran hombre con una pistola.

—Lo sé. Mírame.

Intentó erguirse, pero se lo pensó mejor y continuó con la cabeza gacha.

—Mira —le dije—, esto no tiene por qué resultar difícil. Hablo y me voy. Fin de la historia.

Meditó por un instante.

—¿Tereus?

Parecía tener dificultades al hablar. Me pregunté si no le habría pateado demasiado fuerte.

—Tereus —le confirmé.

—¿Eso es todo?

—Ajá.

—¿Y luego te irás y no volverás nunca más?

—Es probable.

Se dirigió tambaleándose a la puerta trasera. La abrió. El volumen de la música subió de inmediato, para bajar al instante de nuevo. Di un silbido para que se detuviera y le mostré la Smith.

—Sólo tienes que llamarlo —le dije—. Luego vete a dar una vuelta —y le señalé por donde Pittsburg se perdía entre almacenes y extensiones de hierba—. Por allí.

—Está lloviendo.

—Escampará.

Handy Andy movió la cabeza con fastidio y gritó en la oscuridad:

—¡Tereus, mueve el culo y ven aquí!

Sostuvo la puerta hasta que en el escalón apareció un hombre delgado. Tenía el pelo negroide y la piel de un verde oliva oscuro. Resultaba casi imposible adivinar su raza, pero la llamativa combinación de rasgos indicaba que pertenecía a uno de esos extraños grupos étnicos que parecían proliferar en el sur: tal vez un brass ankle, o quizás un melungeon de los Apalaches, gente sin un color definido, con mezcla de sangre negra, india, británica e incluso portuguesa, con un toque turco, según dicen, para complicar aún más las cosas. Una estrecha camiseta blanca marcaba los largos y delgados músculos de sus brazos y la curva de sus pectorales. Debía de tener al menos cincuenta años y era más alto que yo, pero no andaba encorvado ni mostraba señales de debilidad ni decrepitud, aparte de las gafas de cristales ahumados que llevaba. Tenía los vaqueros arremangados hasta casi la mitad de las pantorrillas y llevaba sandalias de plástico. En la mano traía una fregona que desprendía un hedor que llegó a donde yo estaba. Incluso Handy Andy dio un paso atrás.

—¿Otra vez esa maldita fregona?

Tereus asintió con la cabeza. Miró a Andy, luego a mí y de nuevo a Andy.

—Este tipo quiere hablar contigo. No tardes mucho.

Me eché a un lado cuando Andy se dirigió hacia mí con lentitud para enfilar la carretera. Sacó del bolsillo un paquete de tabaco y encendió un cigarrillo mientras se alejaba pesaroso, con el pitillo dentro de la mano ahuecada para protegerlo de la lluvia.

Tereus bajó el escalón y pisó el asfalto, que parecía picado de viruelas de tantos agujeros como habían en él. Daba la impresión de estar tranquilo, casi ausente.

—Me llamo Charlie Parker. Soy detective privado.

Le tendí la mano pero no me la estrechó. A modo de disculpa, señaló la fregona.

—No querrá que le dé ahora la mano, ¿verdad, señor?

Señalé sus pies con un ademán.

—¿Dónde cumpliste condena?

Tenía marcas alrededor de los tobillos, escoriaciones circulares, como si la piel se le hubiese decapado hasta tal punto que jamás volvería a recobrar su antigua lisura. Yo sabía qué significaban aquellas marcas. Sólo unos grilletes podían dejar unas marcas de ese tipo.

—En Limestone —contestó con voz apagada.

—Alabama. Mal sitio para cumplir condena.

Ron Jones, delegado de prisiones en Alabama, reinstauró el encadenamiento en 1996. Los presos pasaban diez horas diarias, cinco días a la semana, picando piedras a temperaturas superiores a los cuarenta grados centígrados y de noche los hacinaban en el pabellón 16, un establo superpoblado, construido originariamente para albergar a doscientos, aunque en realidad albergaba a cuatrocientos. Lo primero que hacía un preso encadenado era quitarse los cordones de las botas y atarlos alrededor del grillete para evitar que el metal le rozase los tobillos. Pero alguien le había quitado los cordones a Tereus y durante mucho tiempo estuvo sin ellos, el tiempo suficiente para que le quedaran en la piel aquellas cicatrices indelebles.

—¿Por qué te quitaron los cordones?

Se miró los pies.

—Me negué a trabajar encadenado —me dijo—. Yo podía ser un preso y hacer faenas de preso, pero no era un esclavo. Me amarraban a un poste, a pleno sol, desde las cinco de la mañana hasta el atardecer. Tenían que llevarme a rastras al 16. Lo soporté durante cinco días. No podía más. Para recordarme lo que había hecho, el carcelero me quitó los cordones. Eso fue en 1996. Me dejaron en libertad provisional hace unas semanas, así que he estado mucho tiempo sin cordones.

Hablaba de un modo inexpresivo, aunque sin dejar de toquetearse una cruz que llevaba alrededor del cuello. Era una réplica de la que le había dado a Atys Jones. Me preguntaba si la suya también ocultaba una cuchilla.

—Trabajo para un abogado. Se llama Elliot Norton y representa a un joven que conociste en Richland: Atys Jones.

Cuando mencioné a Atys, Tereus cambió de actitud. Una actitud que me recordó a la de la mujer del club cuando tuvo claro que no estaba dispuesto a pagar por sus servicios. Aunque acabé pagando de todas formas.

—¿Conoces a Elliot Norton? —le pregunté.

—He oído hablar de él. Usted no es de por aquí, ¿verdad?

—No, soy de Maine.

—Eso queda muy lejos. ¿Cómo es que ha acabado trabajando en el sur?

—Elliot Norton es amigo mío y nadie más parecía interesado en involucrarse en este caso.

—¿Sabe usted dónde está el chico?

—Está a salvo.

—No, no lo está.

—Le diste una cruz como la que llevas.

—Hay que tener fe en el Señor. El Señor nos protege.

—He visto la cruz. Parece que has decidido echarle una mano al Señor.

—La cárcel es un lugar peligroso para un joven.

—Por ese motivo lo hemos sacado.

—Deberían haberlo dejado allí.

—Allí no podíamos protegerlo.

—No pueden protegerlo en ningún sitio.

—Entonces, ¿qué sugieres?

—Entréguemelo.

Le di una patada a un guijarro y observé cómo rebotaba en un charco. Vi cómo mi reflejo, deformado ya por la lluvia, se ondulaba aún más, y durante un momento desaparecí en las oscuras aguas: mis propios fragmentos se perdían en sus confines más remotos.

—Creo que sabes que eso es imposible, pero me gustaría saber por qué fuiste a Richland. ¿Fuiste allí para hablar con Atys?

—Conocí a su madre y a su tía. Vivía cerca de ellas en la ribera del Congaree.

—Desaparecieron.

—Exacto.

—¿Tienes idea de qué les ocurrió?

No me contestó. Soltó la cruz y se acercó a mí. No retrocedí. No me sentía amenazado por aquel hombre.

—Usted preguntaba por una persona viva, ¿no es así, señor?

—Supongo que sí.

—¿Qué le ha preguntado al señor Norton?

Esperé. Había algo en todo aquello que yo no alcanzaba a comprender, algo que desconocía y que Tereus estaba intentando decirme.

—¿Qué debería preguntarle?

—Debería preguntarle qué les pasó a la madre y a la tía del chico.

—Desaparecieron. Me enseñó los recortes de los periódicos.

—Es posible.

—¿Crees que están muertas?

—Va por el camino equivocado, señor. Quizás estén muertas, pero no han desaparecido.

—No comprendo.

—Quizás estén muertas —repitió—, pero no han salido del Congaree.

Negué con la cabeza. Era la segunda vez en menos de veinticuatro horas que me hablaban de los fantasmas de la ciénaga del Congaree. Pero los fantasmas no destrozan con piedras la cabeza de las jóvenes. En torno a nosotros, la lluvia había cesado y el aire parecía más fresco. A mi izquierda, vi que Handy Andy se aproximaba por la carretera. Me echó un vistazo, se encogió resignadamente de hombros, encendió otro cigarrillo y volvió sobre sus pasos.

—¿Ha oído hablar del Camino Blanco, señor?

Distraído por un momento a causa de Andy, casi me di de narices con Tereus. Su respiración olía a canela. De forma instintiva, me separé de él.

—No. ¿Qué es eso?

Volvió a mirarse una vez más los pies y las marcas de los tobillos.

—El quinto día que me ataron al poste vi el Camino Blanco. El asfalto relucía y después era como si alguien hubiese vuelto el mundo del revés. La oscuridad se hizo luz, lo negro se volvió blanco. Y yo veía el camino ante mí, y a los hombres que seguían picando piedras, y a los carceleros armados que escupían el tabaco mascado.

Hablaba como un predicador del Antiguo Testamento, con la mente repleta de visiones y casi enloquecido por las horas pasadas bajo el sol abrasador, con el cuerpo desvanecido en el poste de madera y la piel desgarrada por las ataduras.

—… Y también vi a los otros —prosiguió—. Vi figuras que se movían entre ellos, figuras de mujeres y de niñas, de jóvenes y de ancianos, y figuras de hombres con sogas alrededor del cuello y con balazos en el cuerpo. Vi a soldados y a los jinetes de la noche, y a mujeres vestidas con trajes muy hermosos. Los vi a todos, señor, a los vivos y a los muertos, todos juntos por el Camino Blanco. Creemos que se han ido, pero aún esperan. Todo el tiempo están a nuestro lado, y no descansan hasta que se hace justicia. Señor, ése es el Camino Blanco. Es el lugar donde se hace justicia, donde los vivos y los muertos caminan juntos.

A continuación se quitó las gafas de cristales ahumados y me di cuenta de que algo se había transformado en sus ojos, debido tal vez a la exposición al sol. El azul brillante de las pupilas había perdido intensidad y el iris estaba recubierto de blanco, como si le hubieran tejido en ellos una tela de araña.

—Aún no lo conoce —susurró—, pero usted camina ahora por el Camino Blanco, y será mejor que no se salga de él, porque las cosas que le esperan a uno en el bosque son mucho peores de lo que pueda imaginar.

Todo aquello no me servía de nada. Quería saber más cosas acerca de las hermanas Jones, y también las razones que tenía Tereus para acercarse a Atys. Pero, por lo menos, Tereus estaba hablando.

—¿También has visto esas cosas que hay en el bosque?

Por un momento pareció estudiarme. Supuse que estaría calibrando si intentaba mofarme de él, pero me equivoqué.

—Las he visto —me dijo—. Eran como ángeles negros.

No me diría nada más, al menos nada que pudiera resultarme útil. Había conocido a la familia Jones, había visto crecer a las niñas, cómo Addy se quedaba embarazada a los dieciséis años de un vagabundo que se tiraba también a su madre y cómo daba a luz a los nueve meses a Atys. El nombre del vagabundo era Davis Smoot. Sus amigos lo llamaban el Botas, por las botas vaqueras de piel que le gustaba llevar. Pero eso yo ya lo sabía, porque Randy Burris me había puesto al tanto cuando me dijo que Tereus había pasado casi veinte años en Limestone por asesinar a Davis Smoot en un bar de Gadsden.

Handy Andy venía ya de vuelta y esa vez no parecía que tuviese la intención de darse otro largo paseo. Tereus recogió la fregona y el cubo para volver al trabajo.

—Tereus, ¿por qué mataste a Davis Smoot?

Me preguntaba si mostraría una expresión de remordimiento, o si me diría que ya no era el mismo hombre que le quitó la vida a otro, pero no hizo el menor intento de justificar su crimen como un error del pasado.

—Le pedí ayuda y me la negó. Empezamos a discutir y me amenazó con un cuchillo. Entonces lo maté.

—¿Qué tipo de ayuda le pediste?

Tereus levantó la mano y la movió en señal de negación.

—Eso queda entre él, yo y Dios. Pregúntele al señor Norton. Quizá le diga por qué andaba yo buscando al viejo Botas.

—¿Le dijiste a Atys que tú mataste a su padre?

Negó con la cabeza.

—¿Por qué iba a hacer semejante tontería?

Volvió a ponerse las gafas, que ocultaban aquellos ojos dañados, y me dejó solo bajo la lluvia.