Habían llegado al motel por separado. El negro alto fue hasta allí en un Lumina de tres años, el blanco bajito llegó más tarde en taxi. Cada uno reservó una habitación doble en plantas distintas. El negro en la planta baja, el blanco en la primera. No se comunicaron entre sí hasta que se marcharon a la mañana siguiente.
En su habitación, el blanco revisó con cuidado su ropa, buscando rastros de sangre, pero no encontró nada. Cuando se convenció de que las prendas estaban limpias, las arrojó encima de la cama y se quedó de pie, desnudo, delante del espejo del pequeño cuarto de baño. Se dio la vuelta despacio, con una leve mueca de dolor, para verse las cicatrices que tenía en la espalda y en los muslos, y escrutó durante un buen rato el recorrido que trazaban en su piel. Se observaba en el espejo sin comprender nada, como si no estuviese mirando su propio reflejo, sino una entidad distinta, algo que había sufrido de un modo terrible y que estaba marcado tanto psíquica como físicamente. Aquel hombre reflejado en el espejo no era él. Él estaba intacto, ileso, y tan pronto como apagó la luz y la habitación quedó a oscuras, pudo huir del espejo y dejar tras de sí al hombre de las cicatrices, de quien ya sólo recordaba su mirada. Se permitió el lujo de fantasear durante unos segundos más y después se envolvió rápidamente en una toalla limpia delante del resplandor del televisor.
El hombre llamado Ángel había sufrido durante toda su vida muchas desgracias. Algunas de ellas, y él lo sabía, podían atribuirse a su propensión natural al robo, a su firme convencimiento de que si un artículo era vendible, movible y susceptible de ser robado, lo normal era que se produjese un traspaso de propiedad en el que él jugaría un papel significativo, aunque efímero. Ángel había sido un buen ladrón, pero no uno de los grandes. Los grandes ladrones no terminan en la cárcel, y Ángel había pasado demasiado tiempo entre rejas como para darse cuenta de que los defectos de su carácter le impidieron convertirse en uno de los hitos legendarios de la profesión que había elegido. Por desgracia, en el fondo también era un optimista, y fue necesario el esfuerzo conjunto de las autoridades carcelarias de dos estados diferentes para ensombrecer su risueña predisposición natural al crimen. Con todo, aquél era el camino que había elegido y aceptó el castigo, dentro de lo que cabe, con bastante ecuanimidad.
Pero había otros aspectos de su vida sobre los que Ángel no tuvo control. No pudo elegir a su madre, que desapareció de su vida cuando él aún gateaba. Una mujer cuyo nombre no aparecía en ninguna licencia de matrimonio y cuyo pasado era tan vacío e impenetrable como los muros de una prisión. Se hacía llamar Marta. Eso era todo lo que sabía de ella.
Y algo aún peor: no había podido elegir a su padre, y su padre había sido un hombre malo, un borracho y un criminal mezquino, de carácter indolente y huraño, que había criado a su único hijo de mala manera, alimentándolo a fuerza de cereales y de comida rápida cuando se encontraba en condiciones de acordarse de hacerlo o bien cuando simplemente estaba de humor. El Hombre Malo. Nunca lo recordaba como padre o papá.
Sólo como el Hombre Malo.
Vivían en un edificio sin ascensor en Degraw Street, en el barrio portuario de Columbia Street, en Brooklyn. A finales del siglo XIX, aquel barrio estuvo habitado por los irlandeses que trabajaban en los muelles cercanos. En la segunda década del siglo XX se les unieron los puertorriqueños y, desde entonces hasta la segunda guerra mundial, Columbia Street se había mantenido más o menos inalterada, pero, cuando el niño nació, la zona había entrado ya en decadencia. La apertura de la autopista Brooklyn-Queens, en 1957, aisló a la clase trabajadora de Columbia de los barrios más ricos de Cobble Hill y Carroll Gardens, y el proyecto de construir en el barrio un puerto comercial para el transporte de contenedores tuvo como consecuencia que muchos residentes lo vendieran todo y se mudasen a otro sitio. Pero el puerto para contenedores no se hizo realidad, ya que la industria naviera se trasladó a Port Elizabeth, en Nueva Jersey, lo que provocó una ola de desempleo en Columbia Street. Las panaderías y las tiendas de comestibles italianas empezaron a cerrar al mismo tiempo que surgían casitas puertorriqueñas por los solares. El niño solitario deambulaba por esa zona, reivindicando los edificios entablados y las casas sin tejado como si fuesen suyas e intentando permanecer fuera del alcance del Hombre Malo y de sus cambios de humor, cada vez más acusados. Tenía muy pocos amigos y atrajo la atención de los chicos más violentos de su edad, de la misma manera que algunos perros peleones se ven atraídos por los de su misma condición, hasta que se quedan para siempre con el rabo entre las patas y las orejas caídas y resulta imposible discernir si su comportamiento es una consecuencia de todos los sufrimientos que han padecido o la razón misma de tales sufrimientos.
El Hombre Malo perdió su trabajo de repartidor en 1964, después de agredir a un activista sindical durante una pelea de borrachos, y se vio de pronto en la lista negra. Unos días más tarde, unos hombres aparecieron por el piso y le golpearon con palos y cadenas. Tuvo suerte de salir sólo con algunos huesos rotos, porque el hombre al que había agredido resultó ser un dirigente sindical sólo nominalmente, y apenas acudía a la oficina que estaba a su cargo. Una mujer, una de las pocas que pasaron por la vida del niño como temporales inesperados, una mujer que dejaba una estela de perfume barato y de humo de cigarrillos, lo cuidó de la peor manera posible y lo alimentó a fuerza de beicon y de huevos fritos en grasa de vaca. Se largó después de una bronca que tuvo una noche con el Hombre Malo, una bronca que congregó a los vecinos en las ventanas y que requirió la presencia de la policía. No hubo ninguna otra mujer después de aquélla, y el Hombre Malo fue hundiéndose en la desesperación y el sufrimiento, arrastrando consigo a su hijo.
El Hombre Malo vendió por primera vez a Ángel cuando éste tenía ocho años. A cambio de su hijo, recibió una caja de whisky Wild Turkey. Cinco horas más tarde, el comprador devolvió a casa al niño envuelto en una manta. Cuando Ángel regresó, el Hombre Malo le dio de comer un plato de cereales Froot Loops y una chocolatina Baby Ruth, como un obsequio muy especial.
Aquel niño, que con el tiempo se convertiría en Ángel, estuvo despierto toda la noche, con la mirada fija en la pared, temeroso de parpadear por si acaso en ese instante de ceguera volvía el hombre. Temeroso de moverse por el dolor que sentía en aquella zona baja de su cuerpo.
Incluso en ese instante, mirando hacia atrás en el tiempo, Ángel no podía recordar con exactitud cuántas veces tuvo que soportar aquello, salvo que las transacciones tenían lugar cada vez con mayor frecuencia, que el número de botellas era progresivamente menor y que el montoncito de billetes también iba disminuyendo. Cuando tenía catorce años, después de que el Hombre Malo le hubiese infligido diversos castigos severos por varios intentos de fuga, se coló en una confitería que había en Union Street, sólo a un par de manzanas del distrito policial Setenta y Seis, y robó dos cajas de chocolatinas Baby Ruth. Las fue devorando en un solar de Hicks Street, hasta que vomitó. Cuando la policía lo encontró, tenía tantos retortijones que apenas podía andar. Lo condenaron a dos meses en un correccional de menores por los desperfectos causados al colarse en la tienda y también porque el juez quería dar un castigo ejemplar a alguien en vista del incremento de la delincuencia juvenil que se estaba produciendo en aquel barrio deprimido. Al salir, el Hombre Malo lo esperaba en la puerta. Cuando llegó al sucio apartamento de piedra caliza roja que compartía con su padre, había dos hombres que fumaban sentados.
Esa vez no hubo chocolatina.
A los dieciséis, se escapó y tomó un autobús que lo llevó a Manhattan, y durante casi cuatro años llevó una vida al margen de la sociedad. Dormía a la intemperie o en viviendas sucias y ruinosas, subsistía gracias a trabajos temporales y cada vez robaba más. Recordaba el destello de los cuchillos y el sonido de los disparos; el grito de una mujer que poco a poco se apagaba en un sollozo, antes de ingresar en el sueño o en el silencio eterno. La adopción del nombre de Ángel se convirtió en un factor más de su huida, como para despojarse de su vieja identidad, de la misma manera que una serpiente se despoja de su piel.
Pero por la noche aún se imaginaba que el Hombre Malo llegaba con las manos llenas de chocolatinas, andando sin hacer ruido por los pasillos vacíos y por las habitaciones sin ventanas, buscando oír la respiración de su hijo. Cuando por fin el Hombre Malo murió mientras dormía, abrasado en un incendio provocado por un cigarrillo, que consumió tanto su apartamento como el de arriba y los dos contiguos, el chico-hombre, que se enteró por el periódico, lloró sin saber por qué.
En una vida en la que no escaseaban las desgracias, el dolor ni la humillación, Ángel rememoraría el 8 de septiembre de 1971 como el día en que los acontecimientos empezaron a ir de mal en peor. Porque aquel preciso día un juez condenó a Ángel y a dos cómplices suyos a una pena de cinco años en Attica por robar en un almacén de Queens. En parte les impuso aquella pena porque dos de los acusados habían agredido a un alguacil en el pasillo, después de que éste sugiriera que al final del día los tumbarían boca abajo en las literas con una toalla dentro de la boca. Ángel, que entonces tenía diecinueve años, era el preso más joven de los tres.
Que te enviaran al Centro Penitenciario de Attica, a unos cincuenta kilómetros al este de Búfalo, era muy mal asunto. Attica era un infierno: violento, masificado y un polvorín a punto de explotar. El 9 de septiembre de 1971, un día después de que Ángel llegase al módulo D de la cárcel, Attica explotó, y la suerte de Ángel se torció del todo. El cerco que se llevó a cabo en Attica, como consecuencia de la toma por parte de los presos de ciertas zonas del centro penitenciario, dejó un balance de cuarenta y tres muertos y ochenta heridos. La mayoría de las muertes y de las lesiones se produjeron por la orden del gobernador Nelson A. Rockefeller de recobrar el control del módulo D empleando todos los medios que fuesen precisos. Primero lanzaron botes de gas lacrimógeno al patio en que se hallaban los presos, después empezó el tiroteo, con disparos indiscriminados sobre una multitud de más de mil doscientos hombres, a lo que siguió una avalancha de policías estatales armados con rifles y porras. Cuando se disiparon el humo y el gas, habían muerto once guardias y treinta y dos presos, y las represalias fueron inmediatas y despiadadas. Desnudaron y golpearon a los presos, los obligaron a comer barro, los acribillaron con casquillos calientes de bala y los amenazaron con castrarlos. Al hombre llamado Ángel, que se había pasado la mayor parte del cerco dentro de su celda, encogido de miedo, casi tan temeroso de sus propios compañeros como del castigo inevitable que impondrían a todos los involucrados una vez que en la prisión se restableciera el orden, lo obligaron a arrastrarse desnudo por un patio sembrado de cristales rotos, bajo la vigilancia de los guardias. Cuando se paró, incapaz de soportar durante más tiempo el dolor que sentía en el estómago, en las manos y en las piernas, un guardia llamado Hyde se le acercó, haciendo crujir los cristales bajo sus botas, y se subió a la espalda de Ángel.
Casi tres décadas después, el 28 de agosto de 2000, el juez federal Michael A. Telesca, del Tribunal Federal del Distrito, en Rochester, repartió ocho millones de dólares entre quinientos ex presidiarios de Attica y sus familiares por los sucesos que se produjeron durante el motín y el posterior cerco policial. El caso se había ido postergando durante dieciocho años, pero al final unos doscientos demandantes acudieron a un juicio público para contar su historia, incluido un tal Charles B. Williams, a quien, a causa de la brutal paliza que recibió, tuvieron que amputarle una pierna. El nombre de Ángel no se contaba entre los firmantes de la demanda conjunta, porque él no creía que la reparación pudiese venir de los tribunales. A la condena que padeció en Attica siguieron otras, entre las que se incluían cuatro años en Rikers. Cuando salió, después de haber cumplido su última condena, estaba sin blanca, deprimido y al borde del suicidio.
Y entonces, una calurosa noche de agosto, vio una ventana abierta en un apartamento del Upper West Side y utilizó la escalera de incendios para entrar en el edificio. Era un apartamento lujoso que medía unos ciento cincuenta metros cuadrados, con alfombras persas que recubrían el entarimado y con pequeños objetos de arte africano dispuestos con exquisito gusto en estanterías y mesas. Había una colección de discos compactos y de vinilo en la que predominaba la música country, lo que llevó a Ángel a sospechar que se había colado en la guarida neoyorquina del cantante Charley Pride.
Entró en todas las habitaciones y no vio a nadie. Más tarde llegaría a preguntarse cómo no se había topado con aquel tipo. Es cierto que el apartamento era enorme, pero lo había registrado. Abrió los armarios, incluso miró debajo de la cama, y sólo encontró polvo. Pero, justo en el momento en que estaba a punto de sacar el televisor por la escalera de incendios, oyó una voz a sus espaldas:
—Tío, no he visto a un ladrón tan condenadamente tonto desde el caso Watergate.
Ángel se dio la vuelta. De pie, en la puerta, con una toalla de baño azul alrededor de la cintura, se hallaba el negro más alto que Ángel había visto fuera de una cancha de baloncesto. Como poco medía dos metros y estaba completamente calvo. No tenía vello en el pecho ni en las piernas. Su cuerpo era una masa de curvas duras y de nudos de músculos, sin apenas grasa. En la mano derecha sostenía una pistola con silenciador, pero no era el arma lo que asustaba a Ángel, sino los ojos de aquel tipo. No tenía ojos de psicópata. Ángel había visto suficientes ojos de psicópata en la cárcel como para saber distinguirlos. No, esos ojos traslucían inteligencia y se mostraban atentos, divertidos y sin embargo extrañamente fríos.
Aquel tipo era un asesino.
Un asesino de verdad.
—No quiero líos —le dijo Ángel.
—¿No te da vergüenza?
Ángel tragó saliva.
—Supón que te dijese que esto no es lo que parece.
—Parece que estás intentando robarme la tele.
—Sé que eso es lo que parece, pero… —Ángel se calló y decidió, por primera vez en su vida, que la sinceridad podría ser la mejor táctica en aquel momento—. No. Es lo que parece —admitió—. Estoy intentando robarte la tele.
—No lo vas a hacer.
Ángel asintió.
—Supongo que debo ponerla en su sitio —la verdad era que el televisor empezaba a pesarle demasiado.
El tipo negro se quedó pensativo.
—No. ¿Sabes qué?, no lo dejes ahí —dijo al fin.
La cara de Ángel se alegró.
—¿Quieres decir que puedo llevármela?
El pistolero casi sonrió. Al menos a Ángel le pareció una sonrisa. Un sonrisa o algún tipo de espasmo.
—No, sólo he dicho que no lo dejes ahí. No te muevas y continúa sujetando la tele. Porque como la tires —se le ensanchó la sonrisa—, te mato.
Ángel tragó saliva. De repente, le dio la impresión de que el televisor pesaba el doble.
—¿Te gusta la música country? —le preguntó el tipo mientras alcanzaba el mando a distancia para encender el reproductor de discos compactos.
—Ni pizca —le contestó Ángel.
De los altavoces salió la voz de Gram Parsons, cantando We'll Sweep Out the Ashes in the Morning.
—Entonces vas de culo.
—Dímelo a mí —susurró Ángel.
El hombre medio desnudo se acomodó en un sillón de piel, se ajustó cuidadosamente la toalla y apuntó al desventurado ladrón con la pistola.
—No —le dijo—. Dímelo tú…
El hombre llamado Ángel, sentado en la penumbra, pensaba en todas esas cosas, en los acontecimientos aparentemente azarosos que le habían llevado a aquel lugar.
En su memoria resonaron las últimas palabras de Clyde Benson, las que pronunció poco antes de que Ángel lo matara.
«—He hecho las paces con el Señor.
»—Entonces no tienes que preocuparte de nada».
Había pedido clemencia, pero no la obtuvo.
Porque, durante la mayor parte de su vida, Ángel había estado a merced de los demás: su padre, los hombres que lo llevaban a escondites y a apartamentos que apestaban a sudor, el guardia Hyde en Attica y el preso Vance en Rikers, que había decidido que la existencia de Ángel era un insulto intolerable, hasta que alguien intervino y se aseguró de que Vance dejara de ser un peligro para Ángel y para cualquiera.
Y entonces se encontró con ese hombre, el hombre que en aquel momento estaba sentado en una habitación debajo de la suya, y podría decirse que para él comenzó una vida nueva, una vida en la que nunca más sería una víctima, una vida en la que nunca más estaría a merced de nadie, y casi empezó a olvidar los acontecimientos que le habían hecho ser lo que era.
Hasta el momento en que Faulkner lo encadenó a la barra de la ducha y empezó a cortarle la piel de la espalda, con la ayuda de su hijo y de su hija, que mantenían inmovilizada a la víctima, ella lamiéndole a Ángel el sudor de la frente y él ordenándole silencio en voz baja cuando Ángel gritaba bajo la mordaza. Recordaba el roce de la cuchilla, su frialdad, la presión que hacía sobre la piel antes de penetrar en la carne y desgarrarla. Todos los viejos fantasmas regresaron aullando, todos los recuerdos, todo el sufrimiento, y sintió en su paladar el sabor de una chocolatina.
Sangre y chocolatinas.
En cierto modo, era un superviviente.
Pero Faulkner también estaba vivo todavía, y aquello le resultaba insoportable.
Para que Ángel pudiese vivir, Faulkner tenía que morir.
¿Y qué hay de ese otro hombre, el tranquilo y pausado varón negro que tiene ojos de asesino?
Cada vez que miraba a su compañero, ya fuese vestido o desnudo, la cara de Louis permanecía estudiadamente impasible, pero se le revolvían las tripas cuando las enmarañadas cicatrices de la espalda y de los muslos quedaban al descubierto y cuando el otro hombre se detenía durante un instante para dosificar el dolor que le causaba el simple hecho de ponerse una camisa o unos pantalones, con la frente cubierta de sudor. Al principio, durante las primeras semanas después de que saliera del hospital, Ángel simplemente se negaba a quitarse la ropa y se quedaba tumbado boca abajo, vestido del todo, hasta que había que cambiarle el vendaje. Casi nunca hablaba de lo que le sucedió en el refugio del predicador, aunque aquello le amargaba las horas diurnas y le eternizaba las nocturnas.
Louis sabía mucho más del pasado de Ángel que lo que su compañero había logrado averiguar del suyo, ya que Louis mostraba una reticencia a revelar aspectos de su vida que iba más allá de la mera preservación de la intimidad. Pero Louis entendía hasta cierto punto el sentimiento de violación que en aquel momento invadía a Ángel. La violación, el dolor infligido por alguien más viejo y más fuerte que él, era algo que Ángel había dejado atrás hacía tiempo, sellado en un cofre lleno de manos poderosas y de chocolatinas. Pero parecía como si el precinto se hubiese roto y el pasado se estuviese escapando como un gas tóxico que envenenaba el presente y el futuro.
Ángel tenía razón: Parker debió haber quemado al predicador cuando tuvo la oportunidad. En vez de eso, había elegido un camino alternativo y menos seguro al manifestar su fe en la fuerza de la ley, mientras que una pequeña parte de él, la parte que había matado en el pasado y —Louis estaba seguro de eso— que volvería a matar en el futuro, reconocía que la ley nunca condenaría a un hombre como Faulkner, porque sus actos iban mucho más allá de la lógica de la ley, ya que afectaban a mundos pretéritos y a mundos por venir.
Louis creía saber por qué Parker había actuado de la manera en que actuó, sabía que le había perdonado la vida al predicador inerme porque de lo contrario se hubiera rebajado al nivel del viejo. Había optado por dar unos primeros pasos vacilantes hacia una forma inconcreta de salvación, más allá de los deseos y quizás incluso de las necesidades de su amigo Ángel, y Louis no se sentía con derecho a culparle por ello. Ni siquiera Ángel le culpaba: sólo deseaba que las cosas hubiesen sido de otra manera.
Pero Louis no creía en la salvación, o si creía en ella, vivía con la certeza de que su luz no resplandecería para él. Si Parker era un hombre atormentado por su pasado, Louis era un hombre resignado con respecto al suyo, un hombre que aceptaba la realidad, si no la necesidad, de todo lo que había hecho, y que aceptaba el requisito de que inevitablemente tendría que rendir cuentas por ello. De vez en cuando recordaba su vida pasada e intentaba delimitar el momento en que el camino se bifurcó, el momento preciso en que eligió abrazar la belleza incandescente de la crueldad. Se veía a sí mismo como un muchacho delgado en una casa llena de mujeres, con sus risas, con sus bromas en torno a cuestiones sexuales, con sus rezos, con sus momentos de recogimiento y de paz. Y después caía la sombra, y aparecía Deber, y sobre nosotros descendía el silencio.
No sabía cómo su madre había dado con un hombre como Deber, y, menos aún, cómo había soportado, durante tanto tiempo, su presencia, aunque se tratase de una presencia intermitente. Deber era un hombre bajo y pobre, con la piel oscura picada alrededor de las mejillas, un vestigio de los perdigones que le habían disparado cerca de la cara cuando era niño. Al cuello llevaba colgado de una cadena un silbato de metal que utilizaba para avisar a la cuadrilla de trabajadores negros de la que era capataz de que había acabado el descanso. También lo utilizaba para imponer disciplina en la casa, para convocar a la familia a la hora de la cena, para exigir que el niño hiciese trabajos domésticos o para castigarle y para reclamar que la madre del niño se fuese a la cama con él. Y ella dejaba lo que estaba haciendo y atendía, sumisa, el toque del silbato, y el muchacho se tapaba los oídos para no oír los sonidos que atravesaban las paredes. Un día, después de que Deber hubiese estado ausente durante muchas semanas y de que una placentera paz se instalara en la casa, llegó, se llevó a la madre del muchacho y nunca más volvieron a verla con vida. La última vez que el hijo vio la cara de su madre fue cuando cerraron el ataúd. El maquillaje mortuorio era espeso en torno a los ojos y detrás de las orejas, allí donde se apreciaban las señales de violencia. Se dijo que un extraño la había asesinado. Los amigos de Deber le proporcionaron a éste una coartada irrefutable. Deber estuvo todo el tiempo junto al ataúd y aceptó el pésame de aquellos que tenían demasiado miedo de no dar la cara en aquel trance.
Pero el muchacho lo sabía y las mujeres también. Con todo, Deber regresó un mes más tarde y, aquella misma noche, se llevó consigo a la tía del niño al dormitorio. El muchacho se mantuvo despierto, oyendo los gemidos y las palabrotas, el lloriqueo de la mujer y aquel grito de dolor que Deber sofocó tapándole la boca con la almohada. Y cuando la luna llena todavía brillaba débilmente sobre las aguas del lago que había detrás de la casa, oyó abrirse una puerta, se asomó a la ventana y vio cómo su tía se dirigía al lago para borrar de su piel el rastro del hombre que en aquel momento dormía en la habitación. Luego se hundió en el lago manso y empezó a llorar.
A la mañana siguiente, cuando Deber se marchó y las mujeres estaban ocupadas en sus quehaceres domésticos, el muchacho vio la sangre en las sábanas revueltas y tomó una decisión. Tenía quince años, pero sabía que la ley no estaba hecha para proteger a las negras pobres. Había en él una inteligencia que estaba por encima de su experiencia y de su edad, pero también había algo más, algo que Deber había comenzado a presentir, porque él tenía dentro de sí algo similar, aunque menos intenso y sofisticado. Se trataba de un potencial para la violencia, de unas aptitudes letales que, muchos años después, harían que un viejo temiese por su vida en una gasolinera. El muchacho, a pesar de su delicada belleza, representaba para Deber una amenaza creciente que con el tiempo tendría que resolver. A veces, cuando Deber regresaba del trabajo y se sentaba en la escalera del porche a repujar con su navaja un trozo de madera, el muchacho se daba cuenta de cómo lo miraba y, con la insensatez propia de la juventud, le mantenía la mirada, hasta que Deber sonreía y miraba para otro lado, con la navaja en la mano y los nudillos blancos de ejercer presión sobre el arma.
Un día, el muchacho observaba a Deber, que se encontraba en el límite de la arboleda, cuando le ordenó por señas que se acercase. Tenía un cuchillo curvo en la mano y los dedos manchados de sangre. Le dijo que había pescado unos peces para él y que necesitaba que el muchacho le echase una mano para destriparlos. Pero el muchacho no se acercó y notó cómo se endurecía el gesto de Deber al comprobar que se alejaba. Agarró el silbato que le colgaba del cuello, se lo llevó a la boca y sopló. Era la llamada. Todos la oyeron y acudieron de inmediato, pero en aquella ocasión el muchacho adivinó la intención de aquella llamada y no acudió. En vez de eso, echó a correr.
Aquella noche el muchacho no regresó a casa, sino que se quedó a dormir entre los árboles y dejó que los mosquitos le picasen, aunque Deber se mantuvo de pie en el porche y sopló el silbato inútilmente, una vez y otra vez y otra, rompiendo la tranquilidad de la noche con aquel anuncio de castigo inexorable.
Al día siguiente, el muchacho no acudió a la escuela porque estaba convencido de que Deber iría a buscarlo y se lo llevaría, de la misma manera que se había llevado a su madre, aunque esa vez no habría que enterrar ningún cuerpo, ni himnos al lado de la tumba, sólo un manto de hierba y lodo, y un revoloteo de pájaros, y bestias removiendo el terreno en busca de alimento. De modo que se quedó escondido en el bosque y esperó.
Deber había estado bebiendo. El muchacho lo olió en cuanto entró en la casa. La puerta del dormitorio estaba abierta y oyó cómo roncaba. Pensó que en ese momento podría matarlo, cortándole la garganta mientras dormía. Pero lo detendrían y lo declararían culpable, y era posible que también acusaran a las mujeres. No, pensó el muchacho, era mejor continuar con el plan que había trazado.
Unos ojos blancos surgieron de la oscuridad y su tía, con sus pequeños pechos al aire, se quedó mirándolo fijamente y en silencio. Él se llevó el dedo a los labios y le señaló el silbato que estaba sobre la mesilla de noche. Con mucho sigilo, para no despertar al durmiente, ella pasó el brazo por encima de Deber y alcanzó la cadena del silbato, que hizo un leve ruido al resbalar por la madera, pero Deber, hundido en su sueño alcohólico, no se inmutó. El muchacho alargó la mano y la mujer dejó caer en ella el silbato. Luego el muchacho se fue.
Aquella noche se coló de manera furtiva en la escuela. Era una buena escuela para lo que había en la zona, una escuela excepcionalmente bien equipada, ya que contaba con un gimnasio, con un campo de fútbol y con un pequeño laboratorio científico. Estaba subvencionada por un vecino que se dedicaba a realizar obras benéficas en la ciudad. El muchacho se dirigió con cautela al laboratorio y, una vez allí, se dispuso a tomar los ingredientes que necesitaba: cristales de yodo sólido, hidróxido de amoniaco concentrado, alcohol y éter, todos ellos ingredientes básicos que se hallan en cualquier laboratorio escolar. Había aprendido a usarlos a fuerza de aciertos y a veces de errores lamentables, gracias a pequeños hurtos y al apoyo de la voraz lectura de ciertos textos. Con mucho cuidado, mezcló los cristales de yodo y el hidróxido de amoniaco para conseguir un pardusco bióxido de mercurio, luego lo filtró a través de un papel y lo aclaró, primero con alcohol y luego con éter. Por último, envolvió escrupulosamente la sustancia y la vertió en un vaso de precipitación. Era nitruro de yodo, un sencillo compuesto que había encontrado en uno de los viejos libros de química que se hallaban en la biblioteca pública.
Empleó una olla de vapor para desgajar en dos el silbato de metal. Luego, con las manos húmedas, rellenó de nitruro de yodo aproximadamente la cuarta parte de cada una de las dos piezas del silbato. Sustituyó la bolita del silbato por una bolita compacta de papel de lija. Luego, con mucho esmero, pegó las dos mitades del silbato antes de regresar a casa. Su tía aún estaba despierta. Intentó quitarle el silbato, pero él negó con la cabeza, y al ponerlo sobre la mesilla le llegó el aliento de Deber. Cuando el muchacho salió, iba riéndose para sus adentros. «Esto es sólo el principio», pensó.
A la mañana siguiente, Deber se levantó temprano, según era su costumbre, y salió de la casa con la bolsa de papel de estraza en la que llevaba la comida que las mujeres le dejaban preparada. Aquel día tuvo que recorrer unos ciento treinta kilómetros para emprender un nuevo trabajo y el nitruro de yodo estaba seco como el polvo cuando se llevó el silbato a la boca por última vez y sopló. La bolita de papel de lija produjo la fricción necesaria para activar la rudimentaria carga explosiva.
Interrogaron al muchacho, por supuesto, pero él había limpiado el laboratorio y se había lavado las manos con lejía y agua para borrar el rastro de todas las sustancias que había manipulado. El muchacho tenía una coartada: aquellas mujeres temerosas de Dios juraron que el chico había estado con ellas el día antes, que no había salido de casa durante toda la noche, porque, de ser así, lo hubieran oído; que, de hecho, Deber había perdido el silbato unos días atrás y que estaba desesperado por encontrarlo, ya que para él era una especie de tótem, su amuleto de la suerte. La policía lo tuvo retenido durante todo un día. Le pegaron, aunque sin emplearse demasiado a fondo, para ver si se venía abajo, y al final lo dejaron libre, ya que había trabajadores descontentos, maridos celosos y enemigos humillados que esperaban su turno.
Después de todo, se trataba de una bomba en miniatura que le había destrozado la cara a Deber. Una bomba diseñada para que Deber, y sólo Deber, fuese víctima de la explosión. Aquello no podía ser obra de un muchacho.
Deber murió dos días más tarde.
Y, según la gente, fue una bendición que muriera.
En su habitación, Louis veía impasible en el programa de televisión por cable las últimas noticias en torno al descubrimiento de los cuerpos y a un perplejo Virgil Gossard disfrutando de sus quince minutos de fama, con la cabeza vendada y con los dedos aún manchados de orina. Una portavoz de la policía comunicó que estaban siguiendo unas pistas inequívocas y ofreció una descripción del viejo Ford. Louis frunció levemente el ceño. Le pegaron fuego al coche en un campo que se encontraba al oeste de Allendale y luego se dirigieron al norte en un Lumina del que nadie sospecharía antes de separarse en las afueras de la ciudad. Si descubrían el Ford y lo relacionaban con los asesinatos, eso no proporcionaría ninguna pista, puesto que estaba montado con las piezas desguazadas de media docena de vehículos, hecho para usar y tirar. Lo que le preocupaba era que alguien los hubiera visto abandonar el coche, y que diera una descripción de ellos. Aquellos temores se disiparon en parte, aunque no se libró del todo de ellos, cuando la portavoz policial informó de que seguían el rastro de un negro y de al menos otra persona más en relación con los hechos.
Virgil Gossard, pensó Louis. Debieron haberlo matado cuando tuvieron la oportunidad, pero si aquél era el único testigo y lo único que sabía era que uno de los hombres era negro, no había de qué preocuparse, aunque la posibilidad de que la policía supiese más de lo que decía le inquietaba vagamente. Era mejor que Ángel y él se separaran durante un tiempo, y aquella decisión retrotrajo sus pensamientos al hombre de la habitación de arriba. Tumbado en la cama, pensó en él hasta que las calles adyacentes se quedaron en silencio. Salió del motel y se fue a dar un paseo.
La cabina telefónica estaba a cinco manzanas en dirección norte, en el aparcamiento que había al lado de una lavandería china. Insertó dos dólares en monedas de cuarto y marcó un número. Oyó tres veces el tono de llamada antes de que descolgasen.
—Soy yo. Tengo un trabajo para ti. Hay una gasolinera al lado del río Ogeechee, en la 16 en dirección a Sparta. No tiene pérdida. Aquello parece decorado por los teletubbies. El viejo que la lleva necesita olvidarse de que ayer pasaron por allí dos hombres. Él sabrá de lo que le hablas. —Se calló y oyó la voz al otro lado de la línea telefónica antes de continuar—… No, si las cosas se ponen así, lo haré yo mismo. Por ahora, asegúrate de que es consciente de las consecuencias que puede tener el hecho de que decida ser un ciudadano modélico. Dile que los gusanos no distinguen la buena comida de la mala. Luego busca a un hombre llamado Virgil Gossard, la celebridad local de turno. Invítalo a un trago y averigua qué es lo que sabe y qué es lo que vio. Cuando termines y vuelvas, llámame. Y revisa los mensajes telefónicos a lo largo de la semana próxima. Puede que tenga que pedirte alguna cosa más.
Louis colgó el teléfono y con el paño con que había envuelto el auricular limpió las teclas. Luego volvió cabizbajo al motel y permaneció despierto, echado en la cama, hasta que fue disminuyendo el ruido de los coches que pasaban y la calma descendió sobre el mundo.
Y los dos siguieron en habitaciones separadas, distantes pero de alguna manera próximos, sin pensar apenas en los hombres a los que habían dado muerte aquella noche. Por el contrario, uno de ellos le alargó la mano al otro y le deseó paz, y aquella paz le fue otorgada, de forma temporal, gracias al sueño.
Pero la auténtica paz exigía un sacrificio.
Y Louis ya tenía una idea de cómo se llevaría a cabo aquel sacrificio.
Mucho más al norte, Cyrus Nairn disfrutaba de su primera noche de libertad.
Lo habían excarcelado de Thomaston aquella misma mañana y le habían devuelto sus efectos personales dentro de una bolsa negra de basura. La ropa no le quedaba ni más grande ni más pequeña que antes, ya que el encarcelamiento no había hecho mella en su cuerpo encorvado. Ya fuera de los muros, se volvió para mirar la prisión. No oía las voces, y supo por ello que Leonard seguía a su lado, y no sentía miedo ante la visión de aquellas cosas que poblaban los muros, con sus alas enormes recogidas en la espalda, con sus oscuros ojos avizores. Se llevó la mano a la espalda e imaginó que sentía, a ambos lados de su curvada espina dorsal, los bultos incipientes de los que brotarían aquellas grandes alas.
Cyrus se encaminó a la calle principal de Thomaston y, señalando con el dedo los productos, pidió una Coca-Cola y un donut en una cafetería. Una pareja sentada a una mesa cercana lo observaba, y ambos volvieron la vista cuando él los miró. Su comportamiento le delataba tanto como la bolsa negra que yacía a sus pies. Comió y bebió deprisa, porque una simple Coca-Cola sabía mejor fuera de aquellos muros. Le hizo un gesto a la camarera para que volviera a servirle lo mismo y esperó a que la cafetería se vaciara de clientes. Al poco se vio allí solo, únicamente con la mujer que se hallaba detrás de la barra y que de vez en cuando le lanzaba una mirada nerviosa.
Poco después del mediodía, entró un hombre y ocupó la mesa vecina a la de Cyrus. Pidió un café, ojeó el periódico y se fue, dejando allí el periódico. Cyrus echó mano de él, simuló que leía la portada y lo dejó sobre la mesa. El sobre que había oculto entre las páginas del periódico se deslizó en su mano con la suavidad de un tintineo, y de allí fue a parar al bolsillo de su chaqueta. Cyrus dejó cuatro dólares en la mesa y se apresuró a salir de la cafetería.
El coche era un Nissan Sentra de dos años sin placa de identificación. En la guantera había un mapa, un papel con dos direcciones y un número de teléfono, así como un segundo sobre que contenía mil dólares en billetes usados y el juego de llaves de una caravana que se encontraba en un parque cercano a Westbrook. Cyrus memorizó las direcciones y el número de teléfono, luego se deshizo del papel masticándolo hasta convertirlo en una bola húmeda y arrojándolo a un sumidero, conforme a las instrucciones que había recibido.
Por último se inclinó y rebuscó con la mano debajo del asiento del pasajero. Pasó por alto la pistola que estaba sujeta con cinta adhesiva y, en cambio, dejó que sus dedos palparan la cuchilla una y otra vez antes de llevárselos a la nariz y olisquearlos.
Limpia, pensó. Muy limpia.
Giró el coche y se dirigió al sur justo en el instante en que la voz volvía a hablarle.
¿Eres feliz, Cyrus?
Soy feliz, Leonard.
Muy feliz.