Elliot y yo intercambiamos unas palabras fuera de la casa y después nos fuimos. Pero antes me pasó un periódico que tenía en el asiento trasero del coche.
—Ya que lees los periódicos con tanta minuciosidad, ¿has visto esto?
La noticia estaba camuflada en la sección de sociedad y tenía el siguiente titular: EN MEDIO DE LA TRAGEDIA, CARIDAD. Los Larousse serían los anfitriones de un almuerzo benéfico que iba a celebrarse al final de aquella semana en una de las dos mansiones que poseían, la que se levantaba en los terrenos de una antigua plantación ubicada en la orilla occidental del lago Marion. Con arreglo a la lista de invitados, la mitad de los peces gordos del Estado estarían allí.
«Aunque aún está de luto por la muerte de su querida hija Marianne», rezaba la noticia, «Earl Larousse, acompañado de su hijo Earl Jr. declaró a este periódico: "Tenemos un deber con aquellos que son menos afortunados que nosotros del que ni siquiera la pérdida de Marianne puede eximirnos". El almuerzo, a beneficio de la investigación contra el cáncer, será la primera aparición pública de la familia Larousse desde el asesinato de Marianne, ocurrido el pasado 19 de julio».
Le devolví a Elliot el periódico.
—Puedes apostar a que acudirán jueces y fiscales. Seguramente estará también el gobernador —me dijo—. Llevarán a cabo el juicio en el césped del jardín y allí mismo lo resolverán.
Elliot me dijo que debía volver a la oficina para resolver unos asuntos pendientes y quedamos en vernos uno o dos días después para ponernos al tanto de nuestros avances en la investigación y para estudiar las posibles opciones de actuación. Conduje tras su coche hasta el Charleston Place, donde me separé de él y aparqué. Me di una ducha y llamé a Rachel. Cuando contestó, estaba a punto de salir para South Portland para asistir a una lectura en Nonesuch Books.
Me lo había mencionado hacía dos días, pero yo lo había olvidado por completo.
—Hoy me ha pasado una cosa muy interesante —me dijo, sin darme tiempo a que saliera la palabra «hola» de mi boca—. Abrí la puerta y me encontré en el umbral de mi casa a un hombre. Un hombre grande. Muy grande y muy negro.
—Rachel…
—Me dijiste que sería discreto. Llevaba una camiseta con la leyenda KLAN KILLER en el pecho.
—Yo…
—Me dio una nota de Louis y me informó de que era alérgico a la lactosa. Eso fue todo. Una nota y alérgico a la lactosa. Nada más. Me va a acompañar a la lectura. Era lo único que podía hacer para que se quitase esa camiseta. En la que lleva ahora pone BLACK DEATH. Voy a decirle a la gente que es un grupo de rap. ¿Crees que Black Death puede ser un grupo de rap?
Supuse que era posible que aquel tipo perteneciera a un grupo de rap, pero me callé. Por el contrario le dije lo único que se me ocurrió en ese momento.
—Más vale que le compres leche de soja.
Me colgó el teléfono sin despedirse.
A pesar de la lluvia que había caído por la tarde, aún hacía un bochorno insoportable cuando salí del hotel para comer algo, y noté que la ropa se me empapaba antes de recorrer unas cuantas manzanas. Pasé por delante del Museo Confederado, que estaba rodeado de andamiajes, y me encaminé al barrio residencial que está entre East Bay y Meeting, admirando las viejas casonas iluminadas débilmente por el farol de la puerta principal. Eran poco más de las diez y los turistas habían empezado a atestar los garitos de East Bay en los que servían cócteles ya preparados en vasos cutre que después servirían de souvenir. Los jóvenes iban y venían por Broad en sus coches, de los que salían ritmos insistentes y machacones de rap y un-metal. Fred Durst, el líder de Limp Bizkit y vicepresidente de una compañía discográfica, padre orgulloso y multimillonario, les decía a los chavales que sus padres no comprendían a los de su generación. No hay cosa más patética que un hombre treintañero en pantalones cortos rebelándose contra su papá y su mamá.
Estaba buscando un sitio donde comer cuando descubrí una cara familiar en la ventana del restaurante Magnolia. Elliot estaba sentado enfrente de una mujer de pelo azabache y de labios tensos. Comía, pero la mirada de pesadumbre de Elliot me dio a entender que no disfrutaba de la comida, quizá porque resultaba evidente que la mujer no se encontraba a gusto con él. Ella se inclinaba sobre la mesa con las palmas de las manos extendidas sobre el mantel. Los ojos le centelleaban. Elliot renunció a seguir comiendo y extendió la mano en un gesto de «Sé razonable», ese gesto que los hombres utilizan cuando se dan cuenta de que las mujeres están avasallándolos. No funciona, sobre todo porque la forma más rápida y efectiva de echar leña al fuego en una discusión entre un hombre y una mujer es que uno de los dos le diga al otro que no está siendo razonable. Como era de esperar, la mujer se levantó con brusquedad y salió del restaurante con aire decidido. Elliot no fue tras ella. Se quedó sentado, y durante un momento la miró alejarse. Después se encogió de hombros con resignación, tomó el tenedor y el cuchillo y reanudó la cena. La mujer, vestida toda de negro, se subió a un Explorer que había aparcado un par de locales más abajo del restaurante, arrancó y se perdió en la noche. No lloraba, pero su ira iluminó el interior del SUV como una llamarada. Sólo por costumbre, memoricé la matrícula del coche. Por un instante, se me pasó por la cabeza reunirme con Elliot, pero no quería que pensara que había presenciado la discusión, y, de todas formas, en ese momento me apetecía estar solo.
Subí hasta Queen Street y comí en Poogan's Porch, un restaurante de comida cajún y de platos típicos locales que se rumoreaba que era el favorito de Paul Newman y de Joanne Woodward, aunque aquella noche las celebridades brillaban por su ausencia. Poogan's tenía las paredes decoradas con papel pintado de flores y las mesas eran de cristal. Prácticamente tuve que atrapar a uno de los empleados como rehén antes de que se calentase el agua helada que sirven a los clientes recién llegados para que se refresquen, pero el pato al estilo cajún tenía buena pinta. Aunque estaba hambriento, apenas probé bocado. La comida me sabía mal, como si la hubieran rociado con vinagre. Me acordé de algo repentinamente: Faulkner escupiéndome en la boca, y su sabor en mi lengua. Aparté el plato.
—Señor, ¿tiene algún problema con la comida?
Era el camarero. Le miré, pero lo veía borroso, como si fuese una de esas fotografías de Batut en que las imágenes de diferentes individuos se superponen para crear una sola.
—No —contesté—. Todo está bien. Es que se me ha quitado el apetito.
Quería que se fuera. No podía mirarle a la cara. Me parecía que se le estaba desmoronando lentamente.
Cuando salí del restaurante, las cucarachas que habían sobrevivido se desperdigaban haciendo ruido por la acera, avanzaban entre las que no habían tenido tiempo de escaparse de las pisadas humanas y yacían en montoncitos negros que iban siendo devorados por tropas de hormigas voraces. Bajé por calles desiertas, observando las ventanas iluminadas de las casas, que reflejaban, como en un teatro de sombras, la vida que se desarrollaba detrás de las cortinas. Echaba de menos a Rachel y me hubiese gustado que estuviera conmigo. Me preguntaba cómo se las estaría apañando con el Klan Killer, luego alias Black Death. Debería haber previsto que Louis mandaría al único tipo que tenía un aspecto más llamativo que el suyo, pero al menos yo ya no estaba tan preocupado por Rachel. Incluso dudaba de qué clase de ayuda podría ofrecerle a Elliot. Es cierto que sentía curiosidad por conocer al predicador que fue a visitar a Atys Jones a la cárcel y que le dio la cuchilla oculta en la cruz en forma de T, pero me daba la impresión de que, en cierta manera, iba a la deriva de los acontecimientos, de que aún no había encontrado la forma de perforar la superficie para poder explorar las profundidades, y de que tampoco compartía la fe que Elliot tenía en la capacidad de la vieja pareja gullah y de su hijo para hacer frente a cualquier eventualidad. Encontré un teléfono público y llamé al piso franco. Contestó el viejo y me confirmó que todo estaba en orden.
—Mek you duh worry so? —me dijo—. Dat po'creetuh, 'e rest. [«¿Por qué te preocupa tanto? Esa pobre criatura está durmiendo».]
Le di las gracias. Estaba a punto de colgar cuando volvió a hablar.
—Do boy suh'e yent kill de gel, 'e meet de gel so. [«Estoy seguro de que el chico no mató a la chica, que se la encontró así».]
Tuve que pedirle que lo repitiera dos veces antes de lograr entenderlo.
—¿Le dijo que no la mató? ¿Ha hablado con él del asunto?
—Uh-huh ax, 'en 'e mek ansuh suh 'e yent do'um. [«Sí, sí, yo le pregunté, seguro que no lo hizo».]
—¿Le dijo algo más?
—'E skay'd. 'E ska-to-det. [«Tiene miedo. Está muerto de miedo».]
—¿Miedo de qué?
—De po-lice. De 'ooman. [«De la policía y de la mujer».]
—¿Qué mujer?
—De ole people b'leebe sperit walk de nighttime up de Congaree. Dat 'ooman alltime duh fluddub-fedduh. [«La gente mayor cree que hay un espíritu que por las noches recorre el Congaree. Esa mujer a la que todas las noches se la ve a lo lejos vestida de plumas».]
De nuevo tuve que pedirle que lo repitiera. Al final comprendí que me hablaba de espíritus.
—¿Está diciéndome que hay una mujer fantasma en el Congaree?
—Ajá —dijo el anciano.
—¿Y ésa es la mujer que vio Atys?
—Uh yent know puhzac'ly, but uh t'ink so. [«No lo sé exactamente, pero creo que sí».]
—¿Sabe quién es?
—No, suh, I cahn spessify, bud'e duh sleep tuh Gawd-acre. [«No podría especificarlo, pero duerme en el acre de Dios».]
El acre de Dios: el cementerio.
Le pedí que intentase sacarle más información a Atys, porque aún me daba la impresión de que sabía más de lo que contaba. El viejo me prometió intentarlo, pero me dijo que él no era ningún tarrygater.
En ese momento me encontraba en el Barrio Francés, entre East Bay y Meeting. Oía el tráfico a lo lejos, y a veces las voces exaltadas de los juerguistas que se adentraban en la noche, pero en torno a mí no había signo alguno de vida.
Y entonces, cuando pasaba por Unity Alley, oí que alguien cantaba. Era la voz de una niña, y era una voz muy bonita. Cantaba una versión de una vieja canción infantil de la cantante de country Roba Stanley, Devilish Mary, pero parecía como si la niña no supiese la letra entera o como si sólo hubiese decidido cantar su parte favorita, que era el estribillo que se repetía al final de cada estrofa:
A ring-tuma-ding-tuma dairy.
A ring-tuma-ding-tuma dairy.
La niña más bonita que jamás he visto
y su nombre es la Traviesa Mary.
La niña dejó de cantar y salió de la oscuridad del callejón, iluminada en ese momento por los faroles de las casas colindantes.
—¡Eh! —me dijo—. ¿Tienes fuego?
Me detuve. No pasaría de los trece o catorce años. Llevaba una minifalda negra muy ceñida, sin medias, y una camiseta negra cortada que le dejaba al descubierto la barriga. Tenía las piernas muy blancas, y muy pálida era también su cara. Los ojos emborronados de sombra de ojos y los labios manchados de un carmín rojísimo. Llevaba tacones altos, pero aun así no medía más de metro y medio cuando se apoyó contra la pared. El pelo castaño y despeinado le ocultaba parte de la cara. Daba la impresión de que la oscuridad se movía a su alrededor, como si estuviese debajo de un árbol iluminado por la luna que balanceara con lentitud las ramas al ritmo de la brisa nocturna. Me resultaba extrañamente familiar, en la medida en que una fotografía de infancia puede encerrar los rasgos de la mujer en que acabará convirtiéndose una niña. Presentía que había visto antes a la mujer y que en ese momento veía a la niña que una vez fue.
—No fumo, lo siento —le dije.
Durante unos segundos la observé con detenimiento. Luego seguí mi camino.
—¿Adónde vas? —me preguntó—. ¿Te gustaría divertirte? Sé de un sitio al que podemos ir.
Dio un paso al frente y comprobé que era incluso más joven de lo que yo había supuesto. La niña apenas parecía tener más de diez años y además había algo en su voz que me desconcertaba. Una voz que sonaba como si fuese más vieja de lo que debiera ser, mucho más vieja.
Abrió la boca y se lamió los labios. Tenía verdosa la raíz de los dientes.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté.
—¿Cuántos años te gustaría que tuviese? —Movió los labios con una lascivia paródica, y el tono áspero de su voz se hizo más evidente. Señaló con la mano derecha hacia el callejón—. Vamos ahí abajo. Sé de un sitio al que podemos ir. —Y empezó a subirse lentamente la falda—. Voy a enseñarte…
Me acerqué a ella y exageró la sonrisa, pero se le heló en cuanto la agarré por el brazo.
—Lo mejor será que vayamos a la policía —le dije—. Allí encontrarán a alguien que te ayude.
Había algo raro en su brazo: no era sólido, sino líquido, como un cuerpo pudriéndose. Irradiaba calor, pero ese calor era extremo, y me trajo a la memoria el calor que desprendía el predicador allá en su celda.
La niña siseó, y, con una fuerza y agilidad sorprendentes, se liberó de mi mano.
—¡No me toques! —farfulló—. Yo no soy tu hija.
Durante unos segundos me quedé paralizado, incapaz de articular palabra. La niña echó a correr callejón abajo y la seguí. Pensé que la alcanzaría con facilidad, pero, de repente, se había alejado unos tres metros, después seis. Avanzaba en una especie de visto y no visto, como si a una película le cortasen fotogramas decisivos a intervalos regulares. Pasó por delante del restaurante McCrady's de manera borrosa, y, cuando estaba cerca de East Bay, se detuvo.
Entonces apareció el coche detrás de ella. Era un Cadillac Coupe de Ville negro, con el parachoques delantero abollado y una grieta en forma de estrella en una esquina del parabrisas oscuro. Una de las puertas de atrás se abrió y una especie de luz oscura se derramó a través de ella y se expandió por el asfalto como si fuera aceite.
—No —le grité—. Aléjate de ese coche.
Volvió la cabeza y miró dentro del Cadillac. Después me miró de nuevo. Sonrió, con los gestos ya borrosos. Las encías difuminándose, los dientes como piedras amarillentas.
—¡Ven! —me dijo—. Sé de un sitio al que podemos ir.
Se subió al coche, que se puso en marcha con las luces de freno encendidas y se perdió en la oscuridad de la noche.
Pero, antes de que volviese a cerrarse la puerta, vi cómo unas siluetas descendían del coche y caían a la acera como pequeños terrones. Mientras las observaba, se dirigieron a una cucaracha y empezaron a asediarla por todos los flancos, tratando de morderle la cabeza y el vientre, intentando detenerla para así poder empezar a devorarla. Me puse de rodillas y vi la marca característica en forma de violín en el lomo de una de las arañas.
Arañas reclusas marrones. La cucaracha estaba cubierta de arañas reclusas marrones.
Sentí que todo mi organismo se estremecía y una fuerte punzada me asestó en el estómago. Caí de espaldas contra la pared y me abracé a mí mismo, envuelto en una sensación de náusea. El sabor del pato y del arroz me inundaba la boca con cada arcada. Respiré profundamente y mantuve la cabeza gacha. Cuando pude volver a caminar, paré un taxi en East Bay y regresé al hotel.
Ya en la habitación, bebí un poco de agua para refrescarme, pero la fiebre me había subido. Me notaba febril y enfermo. Intenté distraerme viendo la televisión, pero me dolían los ojos por la intensidad de los colores, así que la apagué antes de que las últimas noticias de la noche avanzaran los primeros detalles del asesinato de tres hombres en un bar cerca de Caina, allá en Georgia. Me acosté e intenté dormir, pero el calor me resultaba sofocante incluso con el aire acondicionado funcionando a toda potencia. Vagaba dentro y fuera de la conciencia, sin saber muy bien si estaba despierto o soñando, cuando oí que llamaban a la puerta y vi, a través de la mirilla, la figura de la niñita vestida de negro con los labios pintados.
«Oye, sé de un sitio al que podemos ir».
Y, cuando intenté abrir la puerta, resultó que tenía en la mano el tirador cromado de un Coupe de Ville. Percibí un hedor de carne putrefacta, cuando oí abrirse la cerradura con un golpe seco.
Y dentro todo eran tinieblas.