A la mañana siguiente, llamé por teléfono al número del Upper West Side. Contestó Louis.
—¿Todavía pensáis bajaros por aquí?
—Ajá. Llegaremos dentro de un par de días.
—¿Cómo está Ángel?
—Tranquilo. ¿Y tú?
—Como siempre.
—¿Tan mal van las cosas?
Acababa de hablar con Rachel. El hecho de oír su voz hizo que me sintiese solo y que volviese a preocuparme por ella, ahora que se encontraba tan lejos.
—Tengo que pedirte un favor —le dije.
—Desembucha. Pedir sale gratis.
—¿Sabes de alguien que pudiera acompañar a Rachel durante un tiempo, hasta que yo vuelva?
—A ella no va a gustarle eso.
—Quizá podrías buscar a alguien que pase de lo que ella opine.
Se hizo un silencio mientras sopesaba el asunto. Cuando finalmente habló, casi pude ver cómo sonreía.
—¿Sabes? Tengo al tipo adecuado.
Me pasé la mañana haciendo llamadas y después subí en coche a Wateree para hablar con uno de los sheriffs del condado de Richland que había estado en la escena del crimen la noche en que mataron a Marianne Larousse. Tuvimos una conversación muy breve. Confirmó los detalles de su informe, pero estaba claro que creía que Atys Jones era culpable y que yo estaba intentando torcer el curso de la justicia por el mero hecho de hablarle del caso.
Más tarde me dirigí a Columbia y estuve charlando durante un rato con un agente especial llamado Richard Brewer en el cuartel general de la División Estatal de Seguridad. Fueron los agentes de ese departamento quienes investigaron el asesinato, como todos los homicidios que se cometen en el estado de Carolina del Sur, con la excepción de aquellos que ocurren dentro de la jurisdicción del Departamento de Policía de Charleston.
—A ellos les gusta pensar que allí abajo son independientes —dijo Brewer—. La llamamos la República de Charleston.
Brewer tenía más o menos mi edad, el pelo pajizo y fisonomía de deportista. Llevaba el uniforme estándar de la División Estatal de Seguridad: pantalones verdes de faena, una camiseta con las siglas de la agencia serigrafiada en verde en la espalda y una Glock 40 al cinto. Era uno de los agentes que habían trabajado en el caso. Se mostró un poco más comunicativo que el sheriff, aunque no añadió mucho a lo que yo ya sabía. Atys Jones estaba prácticamente solo en este mundo, me dijo, y apenas le quedaban vivos algunos parientes lejanos. Trabajaba en Piggly Wiggly rellenando estanterías y vivía en un piso pequeño de una sola habitación en un edificio alto sin ascensor que ahora ocupaba una familia de inmigrantes ucranianos.
—Ese chico… —dijo cabeceando—. Antes de lo ocurrido había poca gente en el mundo que se interesase por él. A partir de ahora hay mucha menos.
—¿Cree que lo hizo?
—Eso lo decidirá el jurado. Extraoficialmente, le diré que no creo que haya otros candidatos posibles.
—¿Fue usted quien habló con los Larousse? Sus declaraciones estaban entre los documentos que me pasó Elliot.
—Con el padre y con el hijo, y también con el personal de la casa. Todos tenían una coartada. Señor Parker, somos bastante profesionales. Abarcamos todos los ángulos y no creo que encuentre muchos errores en nuestros informes.
Le di las gracias y él me dio su tarjeta, por si acaso tenía alguna pregunta más que hacerle.
—Señor Parker, lo va a tener difícil —me dijo cuando me levantaba de la silla para irme—. Me parece que está a punto de ser tan popular como una mierda en verano.
—Para mí será una experiencia nueva.
Enarcó las cejas con escepticismo.
—¿Sabe? Me cuesta creerlo
De vuelta al hotel, hablé por teléfono con los de la cooperativa de Pine Point acerca de Bear. Me confirmaron que había llegado con puntualidad el día anterior y que había trabajado a pleno rendimiento. Como parecían un poco nerviosos, les pedí que me pusieran con Bear.
—¿Cómo estás, Bear?
—Bien. Muy bien —recapacitó—, lo estoy haciendo bien. Me gusta estar aquí. Trabajo en barcos.
—Me alegra saberlo. Escucha, Bear, tengo que decirte algo: si la cagas, o si le causas algún problema a esa gente, yo en persona te buscaré y te llevaré a rastras hasta los polis, ¿queda claro?
—Desde luego. —No parecía ni ofendido ni dolido. Supuse que Bear estaba acostumbrado a que la gente le advirtiese de que no la cagara. Sólo era cuestión de saber si lo había comprendido o no.
—Entonces, vale —le dije.
—No la cagaré —me ratificó—. Me gusta esta gente.
Después de colgar el teléfono me pasé una hora en el gimnasio del hotel y luego hice en la piscina tantos largos como pude sin que me dieran calambres o me ahogara. Tras darme una ducha, me dediqué a releer aquellas partes del expediente del caso que Elliot y yo habíamos comentado la noche anterior. Volví sobre dos asuntos: la historia, fotocopiada de un texto de historia local, de la muerte de Henry, el encargado de la presa, y la desaparición de la madre y de la tía de Atys, ocurrida hacía dos décadas. Sus fotografías me miraban desde los recortes del periódico: las dos mujeres congeladas para siempre al final de su adolescencia, borradas de un mundo que, en buena medida, las había olvidado ya, al menos hasta ese momento.
Como empezaba a hacerse de noche, salí del hotel y me tomé un café con una magdalena en la cafetería Pinckney. Mientras esperaba a Elliot, le eché una ojeada a un ejemplar olvidado del Post and Courier. Una noticia en particular me llamó la atención: se había ordenado la detención de un antiguo guardia de prisiones llamado Landron Mobley, después de que hubiese faltado a una vista de la comisión de investigación constituida para aclarar las acusaciones de «relaciones deshonestas» mantenidas con algunas presas. La única razón por la que la noticia atrajo mi atención fue que Landron Mobley había contratado a Elliot para que le representara en la vista y en el consiguiente juicio por violación. Cuando Elliot llegó, quince minutos más tarde, le comenté el asunto.
—El viejo Landron es un pájaro de cuidado —dijo Elliot—. Al final aparecerá.
—No tiene pinta de ser un cliente de clase alta —le comenté.
Elliot le echó un vistazo a la noticia, después la apartó, aunque pareció darse cuenta de que aquel asunto requería algún tipo de explicación.
—Lo conocí cuando yo era joven, así que me imagino que por eso vino a verme. Además, oye, toda persona tiene derecho a que la representen, no importa si es culpable o no.
Levantó el dedo para llamar a la camarera y pedirle la cuenta. Hubo algo en aquel movimiento, algo demasiado apresurado, que me indicó que Landron Mobley había dejado de ser un tema de conversación entre nosotros.
—Vámonos —me dijo—. Al menos sé dónde está uno de mis clientes.
El Centro de Detención del Condado de Richland estaba al final de John Mark Dial Road, a unos ciento sesenta kilómetros al noroeste de Charleston, en cuyos alrededores abundaban las oficinas de prestamistas de fianzas y de abogados. Se trataba de un complejo de edificios bajos de ladrillo rojo rodeado por dos hileras de vallas rematadas por una alambrada. Las ventanas eran largas y estrechas y daban al aparcamiento y al bosque colindante. La valla interior estaba electrificada.
No había forma de impedir que los medios de comunicación se enterasen de que Atys fuera a salir de forma inminente, así que no me pilló por sorpresa encontrarme en el aparcamiento con un equipo de cámaras de televisión y con un puñado de fotógrafos y de periodistas bebiendo y fumando. Yo me había adelantado y los observé durante unos quince minutos, hasta que apareció el coche de Elliot. En el ínterin no había ocurrido nada emocionante, aparte de un numerito de teatro familiar protagonizado por una esposa infeliz, una mujer pequeña y delicada, que llevaba tacones altos y un traje azul. Había ido allí para recoger a su marido, que había pasado una buena temporada a la sombra. Él tenía sangre en la camisa y manchas de cerveza en los pantalones cuando apareció parpadeando bajo la luz desvaída de la tarde. De repente, su mujer le dio una bofetada y le obsequió con su amplio y obsceno vocabulario. El hombre daba la impresión de querer volver a la cárcel y encerrarse él mismo en la celda, sobre todo cuando vio todas las cámaras y pensó, por un instante, que estaban allí por él.
Los medios de comunicación se abalanzaron sobre Elliot en cuanto salió del coche y le bloquearon el paso, y volvieron a hacer lo mismo, veinte minutos más tarde, cuando salió y atravesó el túnel de alambre que conducía a la zona de recepción de la cárcel, con el brazo echado por encima de los hombros de un joven de piel mulata que mantenía la cabeza gacha y que llevaba una gorra de béisbol con la visera bajada hasta el puente de la nariz. Elliot ni siquiera les honró con un «Sin comentarios». Empujó al joven dentro del coche y salió a toda mecha. Los miembros más sensacionalistas del cuarto poder salieron corriendo hacia sus vehículos para seguirles.
Yo ya estaba preparado. Esperé hasta que Elliot me adelantara y me mantuve detrás de él hasta la carretera de salida, donde di un volantazo y me las ingenié para bloquear los dos carriles. Luego me bajé del coche. La furgoneta de la televisión frenó a un palmo de mi coche y un cámara, vestido con uniforme de camuflaje, se apeó y empezó a gritarme para que me apartase.
Me miré las uñas. Las tenía cortas y cuidadas. Intentaba mantenerlas pulcras. La pulcritud no es algo que se valore en su justa medida.
—¿No me oyes? Quita el jodido coche del camino —chilló el Combatiente, con el rostro cada vez más rojo.
Detrás de la furgoneta se congregaron los demás periodistas para averiguar el motivo de todo aquel escándalo. Unos jóvenes negros que llevaban unos vaqueros fondones y camisetas Wu Wear salieron de la oficina de un prestamista de fianzas y se pusieron a deambular por allí para disfrutar del espectáculo.
El Combatiente, cansado de gritar en vano, se abalanzó hacia mí como un huracán. Estaba gordo y a punto de entrar en la cincuentena. Su vestimenta le daba un aire totalmente ridículo. Los chicos negros no tardaron en empezar a burlarse de él.
—Oye, GI Joe, ¿dónde está la guerra?
—Vietnam ya se acabó, capullo. Tienes que pasar de eso. No puedes seguir viviendo en el pasado.
El Combatiente les lanzó una mirada de odio puro y duro. Se detuvo a unos treinta centímetros de mí y se inclinó hasta que nuestras narices estuvieron a punto de tocarse.
—¿Qué coño estás haciendo? —me preguntó.
—Bloquear la carretera.
—Ya lo veo, y se puede saber por qué.
—Para que no puedas pasar.
—No te hagas el listillo conmigo. O mueves el coche o te embisto con la furgoneta.
Por encima de sus hombros vi que algunos guardias salían de la cárcel, quizá con la intención de comprobar a qué venía todo aquel escándalo. Era el momento de irse. Cuando los periodistas enfilasen por la carretera principal ya sería demasiado tarde para que diesen con Elliot y Atys. Aunque localizaran el coche, la presa no estaría dentro.
—De acuerdo —le dije al Combatiente—. Tú ganas.
Se quedó un poco desconcertado.
—¿Eso es todo?
—Claro.
Movió la cabeza con un gesto de frustración.
—Por cierto… Esos chavales están robando los cacharros que llevas en la furgoneta.
Dejé que el convoy de los medios de comunicación me adelantase y después circulé por Bluff Road, pasé ante la iglesia baptista de Zion Mill Creek y ante la de los United Methodist, hasta que llegué a Campbell's Country Corner, en la intersección de Bluff y Pineview. El bar tenía el tejado de chapa ondulada y rejas en las ventanas. En principio, no parecía muy distinto de la cárcel del condado, salvo por el detalle de que podías tomarte algo y marcharte cuando te diera la gana. Había un cartel que anunciaba CERVEZA FRÍA BARATA, los viernes y los sábados organizaban cacerías de pavos salvajes y era un establecimiento muy popular entre quienes disfrutaban de su primer encuentro en libertad con el alcohol. Un letrero escrito a mano advertía a los clientes de que estaba prohibido entrar con cervezas de la calle.
Giré hacia Pineview, bordeé el bar y una nave, que era un guardamuebles pintada de amarillo, y vi una choza que se levantaba en medio de un jardín cubierto de hierbajos. Detrás de la choza esperaba un GMC 4x4 blanco. Elliot y Atys se montaron en él. El coche de Elliot siguió su camino conducido por otro hombre. Cuando llegué, Elliot salió de donde estaba aparcado y yo lo seguí unos coches por detrás del suyo, mientras conducía por Bluff en dirección a la Interestatal 26. El plan consistía en ir directamente a Charleston para llevar a Jones al piso franco. Así que me llevé una sorpresa cuando vi que Elliot hacía una parada, incluso antes de llegar a la autopista, en el aparcamiento de Betty's Diner, abría la puerta del pasajero y dejaba que Jones se le adelantara y entrase en el restaurante. Aparqué detrás de su coche y entré, intentando parecer indiferente y relajado.
Betty's Diner era un local pequeño, con una barra a la izquierda de la entrada, donde dos negras tomaban nota de los pedidos y dos hombres trabajaban en las parrillas. Las sillas y las mesas eran de plástico. Por las ventanas apenas entraba luz debido a las persianas y a las rejas. Había dos televisores funcionando a la vez y el olor a fritura y aceite espesaba el aire. Elliot y Jones estaban sentados a una mesa al fondo del local.
—¿Queréis hacer el favor de decirme qué estáis haciendo? —les pregunté.
Elliot parecía incómodo.
—Dijo que tenía que comer —tartamudeó—. Estaba desfallecido y me dijo que iba a darle un colapso si no comía. Incluso amenazó con saltar del coche.
—Elliot, sal afuera y aún podrás oír el eco de la puerta de su celda al cerrarse. Si hubieras parado un poquito más cerca, podría estar comiendo el rancho de la prisión.
Atys Jones habló por primera vez. Tenía un registro de voz más agudo de lo que yo esperaba, como si le hubiese cambiado la voz hacía poco, en lugar de más de media década antes.
—Que te den por el culo. Tengo que comer —replicó.
Tenía la cara delgada, de un moreno tan leve que casi parecía hispano, y unos ojos inquietos y sagaces. Cuando hablaba mantenía la cabeza gacha y me miraba por debajo de la gorra. A pesar de sus fanfarronadas, tenía el alma rota. Atys Jones era casi tan duro como una piñata. Si se le golpeaba con la fuerza suficiente, los caramelos saldrían de su culo. Con todo, sus modales resultaban más bien insoportables.
—Tenías razón —le dije a Elliot—. Es todo un encanto. ¿No podías haber elegido salvar a alguien un poco menos irritante?
—Lo intenté, pero el caso de la Huerfanita Annie ya estaba en manos de otro abogado.
—Me cago en la puta…
Jones estaba a punto de iniciar una diatriba previsible, pero alcé un dedo admonitorio.
—Cállate ahora mismo. Como vuelvas a insultarme, ese salero es lo único que vas a comerte.
Se achicó.
—En la cárcel no he comido nada. Tenía miedo.
Sentí una punzada de culpabilidad y de vergüenza. Se trataba de un chico asustado por la muerte de su novia y por el recuerdo de sus manos manchadas de sangre. Su destino dependía de dos blancos y de un jurado que lo más probable era que redefiniese la palabra «hostil». Bien mirado, tenía mérito que se mantuviera erguido y con los ojos secos.
—Tío, por favor —me dijo—. Sólo te pido que me dejes comer.
Suspiré. Desde la ventana ante la que estábamos sentados podía ver la carretera, el 4x4 y a cualquiera que se aproximase andando. Aunque alguien tuviera en mente atacar a Jones, no lo haría en Betty's Diner. Elliot y yo éramos los únicos blancos en el local y el puñado de gente que había en las otras mesas nos ignoraba deliberadamente. Si veíamos llegar a periodistas, podría sacarle por la puerta trasera, suponiendo que en Betty's hubiese una puerta trasera. Quizás estaba exagerando.
—Vale —admití—. Pero date prisa.
Resultaba evidente que Jones no había comido mucho durante el tiempo que pasó en la cárcel. Tenía los ojos y las mejillas hundidas, y la cara y el cuello llenos de granos y de furúnculos. Devoró un plato combinado de chuletas de cerdo con arroz, judías verdes y macarrones con queso. Después se comió un trozo de tarta de fresas con nata. Elliot picó unas patatas fritas y yo me serví un café de la cafetera eléctrica que estaba encima de la barra. Cuando terminamos, Elliot fue a pagar la cuenta y yo me quedé con Jones.
Jones extendió la mano izquierda sobre la mesa y pude ver que llevaba un Timex barato. Con la derecha agarraba una cruz de acero inoxidable que le colgaba del cuello. Tenía forma de T y parecía hueca. Alargué la mano para tocarla, pero se echó hacia atrás y me miró de una manera que no me gustó nada.
—¿Qué haces?
—Sólo quería echarle un vistazo a la cruz.
—Es mía. No quiero que nadie la toque.
—Atys —le dije en voz baja—, déjame ver la cruz.
Siguió aferrado a la cruz y profirió un largo «Mierrrrda». Se la quitó y la dejó caer con delicadeza en la cuenca de mi mano. La colgué de mis dedos y probé a girar la pieza vertical, hasta que cayó sobre la palma de mi mano. La deslicé sobre la mesa. Una afilada hoja de acero de cinco centímetros de largo había quedado al descubierto. Apoyé la T en la palma de mi mano y cerré el puño. La punta de la hoja de acero sobresalía entre mis dedos corazón y anular.
—¿De dónde has sacado esto?
La luz del sol bailaba sobre la hoja y se reflejaba en los ojos y en la cara de Jones. Se mostró reacio a contestar.
—Atys —le dije—, no te conozco, pero estás empezando a fastidiarme. Contesta la pregunta.
Antes de responder movió teatralmente la cabeza.
—Me la dio el predicador.
—¿El capellán?
Jones negó con la cabeza.
—No, un pastor que vino a la cárcel. Me dijo que también había estado preso, pero que el Señor lo liberó.
—¿Te dijo por qué te daba esto?
—Me dijo que sabía que tenía problemas. Sabía que había gente que quería matarme. Dijo que me protegería.
—¿Te dijo su nombre?
—Tereus.
—¿Qué aspecto tenía?
Jones me miró a los ojos por primera vez desde que cogí la cruz.
—Tenía el mismo aspecto que yo —se limitó a decir—. Tenía el aspecto de un hombre metido en líos.
Volví a enroscar la pieza vertical y, después de un momento de duda, se la devolví. Parecía sorprendido, pero me lo agradeció con un cabeceo.
—Si lo hacemos bien, no la necesitarás —le dije—. Y si la jodemos, quizá te alegrarás de tenerla.
En ese instante volvió Elliot y nos fuimos. No le dijimos nada de la pequeña navaja. No hicimos más paradas ni nadie nos siguió mientras nos dirigíamos al East Side de Charleston.
El barrio de East Side era una de las primeras urbanizaciones construidas a las afueras de la vieja ciudad amurallada y allí nunca se había producido un fenómeno de segregación. Los negros y los blancos compartían los laberintos de calles que lindaban con Meeting y con East Bay al este y al oeste, y con Crosstown Expressway y con Mary Street al norte y al sur, incluso cuando a mediados del siglo XIX la población negra había sido más numerosa que la blanca. Los blancos, los negros y los inmigrantes de clase obrera convivieron en el East Side hasta después de la segunda guerra mundial, cuando los blancos se mudaron a las zonas residenciales situadas al oeste de Ashley. A partir de entonces, el East Side se convirtió en un lugar donde a ningún blanco le gustaría extraviarse. La pobreza echó raíces allí y trajo consigo las semillas de la violencia y de la drogadicción.
Pero el East Side estaba cambiando una vez más. En algunas zonas al sur de Calhoun Street y de Judith Street, que durante un tiempo habían sido exclusivas de los negros, ahora casi todos los habitantes eran blancos. Y con ellos llegó también la riqueza, y la ola de renovación urbanística y de aburguesamiento se extendió también a los márgenes del sur del East Side. Seis años antes, el precio medio de una casa en esa zona era de unos dieciocho mil dólares. Ahora había casas en Mary Street que costaban doscientos cincuenta mil dólares, e incluso casas en Columbus y Amherst, cercanas a un parquecito donde se reunían los traficantes de droga, y con vistas a viviendas protegidas de ladrillo marrón y a viviendas públicas pintadas de amarillo y naranja, que se vendían por el doble o el triple de lo que costaban apenas cinco años antes. Pero éste era aún, al menos de momento, un vecindario negro, con las casas pintadas en tonos pastel. Una reliquia de la época anterior al aire acondicionado. La tienda de comestibles de Piggly Wiggly, entre Columbia y Meeting; la tienda de empeños Money Man, pintada de amarillo y enfrente de ella, y la cercana tienda de licores baratos hablaban de una forma de vida que distaba mucho de la de los blancos adinerados que volvían a poblar las viejas calles.
Los jóvenes apostados en las esquinas y los viejos sentados en los porches nos miraban con recelo mientras conducíamos: un negro y un blanco dentro de un coche, seguidos por otro coche conducido por un blanco. Puede que no fuésemos los personajes de la serie televisiva Five-O, pero, en cualquier caso, éramos pájaros de mal agüero. En la esquina entre American y Reid, al lado de una casa de dos plantas que se alzaba como si fuese un objeto artístico en exposición, alguien había escrito lo siguiente:
LOS AFROAMERICANOS HAN HEREDADO ESE MITO DE QUE ES MEJOR SER POBRE QUE RICO, SER DE CLASE BAJA QUE DE CLASE MEDIA O ALTA, SER VAGOS EN LUGAR DE TRABAJADORES, SER DERROCHADORES EN LUGAR DE AHORRATIVOS Y SER ATLÉTICOS EN LUGAR DE INTELECTUALES.
Desconocía la fuente de la cita, y cuando más tarde le pregunté a Elliot, tampoco supo decirme. Daba la impresión de que Atys se limitaba a mirar aquellas palabras escritas en la pared, aunque sin comprender su significado. Supongo que ya conocía todo aquello por experiencia. Las hortensias estaban en flor y una nandina doméstica crecía junto a los peldaños de la escalera de una lustrosa casa de dos plantas en Drake Street, a medio camino entre un edificio en ruinas en el cruce de Drake y Amherst y la Escuela Primaria Fraser, en la esquina de Columbus. La casa estaba pintada de blanco con ribetes amarillos y tanto en la planta de arriba como en la de abajo las contraventanas estaban cerradas. Las de la planta superior tenían las hojas abiertas para que entrase el aire. En el porche había un ventanal saledizo que daba a la calle. A la derecha estaba la puerta de entrada, rematada con un adorno de madera tallada hecho en serie, a la que se accedía después de subir cinco escalones de piedra.
Cuando se aseguró de que la calle estaba tranquila, Elliot, dando marcha atrás, metió el GMC en el jardín a la derecha de la puerta de entrada. Oí el crujido de las puertas al abrirse y después las pisadas de Atys y de Elliot al entrar en la casa por la parte trasera. Drake estaba vacía, aparte de dos niños que jugaban a la pelota junto a la verja de la escuela. Se quedaron allí hasta que salieron corriendo para refugiarse de la lluvia que empezaba a caer. Las gotas de lluvia brillaban bajo el resplandor de las farolas que acababan de encenderse. Antes de entrar en la casa, esperé diez minutos, oyendo caer la lluvia con fuerza sobre el coche, para asegurarme de que nadie nos había seguido.
Atys —me esforzaba por pensar en él utilizando su nombre de pila, con la intención de establecer algún tipo de relación con él— estaba sentado, inquieto, ante una mesa de cocina de pino. Elliot se encontraba a su lado. Junto al fregadero, una anciana negra de pelo plateado llenaba cinco vasos de limonada. Su marido, que era muchísimo más alto que ella, sostenía los vasos mientras su mujer vertía el líquido, y después los pasaba, uno a uno, a sus invitados. Tenía los hombros un poco encorvados, pero la fortaleza de los músculos deltoides y trapecio aún se notaba por debajo de la camisa blanca que llevaba puesta. Había sobrepasado con creces los sesenta años, pero calculé que podría vencer a Atys con facilidad en una pelea. Probablemente, a mí también.
—El demonio y su mujer se están peleando —me dijo Atys, mientras yo me sacudía las gotas de lluvia de la chaqueta. Debí de aparentar perplejidad porque volvió a decirlo y señaló a la ventana, donde la lluvia y la luz del sol se fundían.
—De wedduh —dijo el anciano—. Een yah cuh, seh-down.
Elliot sonrió abiertamente cuando notó por la expresión de mi cara que no entendía nada.
—Es gullah —me aclaró.
Gullah es el término que se utiliza para designar tanto a los habitantes de las islas costeras como a su dialecto. Muchos de ellos eran descendientes de esclavos que abandonaron los arrozales para establecerse en los terrenos que les concedieron en las islas después de la Guerra Civil.
—Ginnie y Albert vivían en la isla Yonges hasta que Ginnie cayó enferma y uno de sus hijos, Samuel, el que se encarga ahora de mi coche, insistió en que regresasen a Charleston. Llevan viviendo aquí diez años, y aún no consigo entender algunas de las cosas que dicen, pero son buena gente. Saben lo que se hacen. Te ha pedido que entres y te sientes.
Acepté la limonada, le di las gracias, le eché a Atys el brazo por el hombro y me lo llevé a la salita de estar. Elliot hizo ademán de seguirme, pero le indiqué que quería estar uno o dos minutos a solas con su cliente. No le hizo ninguna gracia, pero no se movió de su sitio.
Atys se sentó en el borde del sofá, como si estuviese preparado para salir huyendo en cualquier instante. Evitaba mirarme a los ojos. Me senté enfrente de él en un sillón demasiado mullido.
—¿Sabes por qué estoy aquí? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Porque te pagan por estar aquí.
Sonreí.
—Eso por un lado. Pero sobre todo estoy aquí porque Elliot no cree que matases a Marianne Larousse. Mucha gente cree lo contrario, así que mi trabajo consistirá en buscar las pruebas que demuestren que se equivocan. Y sólo puedo hacerlo si me ayudas.
Se lamió los labios. Unas gotas de sudor le resbalaban por la frente.
—Van a matarme —me dijo.
—¿Quién va a matarte?
—Los Larousse. No importa si lo hacen ellos mismos o si consiguen que lo haga el Estado. De todas formas van a matarme.
—No si demostramos que se equivocan.
—Sí, ¿y cómo vas a hacerlo?
Aún no lo sabía, pero hablar con aquel joven era un primer paso.
—¿Cómo conociste a Marianne Larousse? —le pregunté.
Se repantigó en el sofá, resignado a hablar del tema.
—Estudiaba en Columbia.
—No tienes pinta de estudiante, Atys.
—Mierda, no. Les vendía yerba a esos hijos de puta. Les gusta pillar droga.
—¿Sabía ella quién eras?
—No, ella no sabía nada de mí.
—Pero tú sabías quién era ella, ¿verdad?
—Exacto.
—Conoces tu pasado. Ya sabes, los problemas entre tu familia y la de los Larousse.
—Eso es mierda pasada.
—Pero lo conoces.
—Sí, lo conozco.
—¿Te tiró los tejos o fuiste tú el que se los tiró a ella?
Se ruborizó y sonrió como un gilipollas.
—Oh, tío, ya sabes, ella estaba fumada y yo estaba fumado, y eso, y las cosas se complicaron.
—¿Cuándo empezó la cosa?
—En enero o febrero.
—¿Y estuvisteis juntos todo ese tiempo?
—Estaba con ella a veces. Se fue de vacaciones en junio. No la vi desde finales de mayo hasta una semana o dos semanas antes de que… —Se le fue la voz.
—¿Sabía su familia que te veía?
—Puede. Ella no les dijo nada, pero la mierda vuela.
—¿Por qué estabas con ella? —No respondió—. ¿Porque era guapa? ¿Porque era blanca? ¿Porque era una Larousse? —Como respuesta sólo hubo un encogimiento de hombros—. ¿Las tres cosas juntas, quizá?
—Supongo.
—¿Te gustaba?
Le tembló un músculo de las mejillas.
—Sí, sí que me gustaba.
Dejé que se tomase un respiro.
—¿Qué pasó la noche en que murió?
El rostro de Atys pareció desmoronarse. Toda su confianza y todo su aplomo se vinieron abajo, como si le hubiesen arrancado a la fuerza una máscara para descubrir la verdadera expresión que había debajo. Entonces supe con seguridad que no la había asesinado, porque su dolor era demasiado real, y supuse que lo que había empezado siendo un modo de vengarse de un enemigo más o menos imaginario, acabó convirtiéndose, al menos por su parte, en afecto, y tal vez en algo más.
—Estábamos tonteando dentro de mi coche, fuera del Swamp Rat, junto al Congaree. Allí a la gente le trae al fresco lo que hagas, siempre y cuando tengas dinero y no seas un poli.
—¿Hubo sexo?
—Sí, hubo sexo.
—¿Con protección?
—Ella tomaba la píldora, y como me hicieron un análisis y… Pero sí, aún quería que me pusiera una goma.
—¿Te molestaba?
—Tío, ¿tú qué eres, tonto? ¿Has follado alguna vez con una goma? No es lo mismo, es como… —Y fingió un forcejeo con un condón.
—Como meterte en la bañera con los zapatos puestos.
Se rió por primera vez y rompió un poco el hielo.
—Sí, salvo que nunca me pegué un baño tan bueno.
—Sigue.
—Empezamos a discutir.
—¿Por qué?
—Porque yo creía que se avergonzaba de mí. No quería que la viesen conmigo. ¿Sabes? Siempre follábamos en coches o en mi catre si estaba lo suficientemente borracha como para no importarle. El resto del tiempo pasaba de mí, como si no existiera.
—¿Llegasteis a las manos?
—No, nunca le pegué. Nunca. Pero ella comenzó a gritar y a insultarme, y lo siguiente que sé es que salió corriendo. Iba a dejar que se fuera, y entonces me dije: «Deja que se relaje». Después la seguí, gritando su nombre… Y la encontré.
Tragó saliva y puso las manos detrás de la cabeza. Estaba a punto de llorar.
—¿Qué viste?
—Su cara, tío, estaba hecha pedazos. La nariz… Sólo había sangre. Intenté levantarla, intenté quitarle el pelo de la cara, pero estaba muerta. No pude hacer nada por ella. Estaba muerta.
Y entonces empezó a llorar, bombeando la rodilla derecha arriba y abajo como si fuese un pistón, con la pena y la furia que aún reprimía.
—Ya casi hemos acabado —le dije.
Asintió con la cabeza y se secó las lágrimas con un brusco y nervioso tirón del brazo.
—¿Viste a alguien, a alguien que pudiera habérselo hecho?
—No, tío, a nadie.
Y por primera vez mentía. Le miré a los ojos y, un instante antes de responderme, alzó y apartó la mirada.
—¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro.
—No te creo.
Iba a comenzar a insultarme, pero alargué la mano y levanté un dedo en señal de advertencia.
—¿Qué viste?
Abrió la boca dos veces y dos veces la cerró sin decir nada. Luego dijo:
—Creo que vi algo, pero no estoy seguro.
—Cuéntame.
Asintió con la cabeza, más para sí mismo que para mí.
—Creí ver a una mujer. Iba vestida toda de blanco y se alejaba entre los árboles. Pero cuando me acerqué y miré, allí no había nada. Pudo ser el río, supongo. El reflejo de la luna…
—¿Se lo contaste a la policía? En los informes no se menciona nada acerca de una mujer.
—Dijeron que mentía.
Y seguía mintiendo. Me ocultaba algo, pero sabía que no iba a sacarle nada más de momento. Me recosté en el sillón y le pasé los informes policiales. Estuvimos repasándolos durante un rato, pero no vio nada que objetar en ellos, aparte de la culpabilidad implícita que le atribuían.
Se levantó mientras yo volvía a meter los informes en las carpetas.
—¿Hemos terminado?
—Por ahora.
Antes de llegar a la puerta se detuvo.
—Me llevaron al corredor de la muerte —dijo en voz baja.
—¿Qué dices?
—Cuando me trasladaban a Richland, fuimos a Broad River y me enseñaron el corredor de la muerte.
El centro estatal en que se realizaban las ejecuciones estaba ubicado en la Institución Penitenciaria de Broad River, en Columbia, muy cerca del centro de recepción y de evaluación. Antes de 1995, en una jugada que combinaba la tortura psicológica con la democracia, a los presos condenados por crímenes capitales les permitían elegir entre la inyección letal o la electrocución. A partir de esa fecha, a todos los demás los ejecutaban con la inyección, como le ocurriría a Atys Jones si el Estado se salía con la suya y le declaraba culpable del asesinato de Marianne Larousse.
—Me dijeron que me amarrarían con correas, tío, y que después me inyectarían veneno y que eso me mataría, pero que no podría moverme ni chillar. Que sería como una asfixia lenta, tío.
Yo no sabía qué decir.
—No maté a Marianne.
—Sé que no lo hiciste.
—Pero, de todos modos, van a matarme.
Su resignación hizo que me estremeciera.
—Podemos evitar que eso ocurra si nos ayudas.
No contestó, sólo negó con la cabeza y regresó a la cocina dando zancadas. Unos segundos más tarde entró Elliot en la habitación.
—¿Qué opinas? —me preguntó en un susurro.
—Está ocultando algo —le contesté—. Nos lo dirá a su debido tiempo.
—No disponemos de ese tiempo —bramó Elliot.
Mientras le seguía a la cocina, aprecié a través de su camisa cómo contraía los músculos de la espalda y cómo abría y cerraba las manos. Se dirigió a Albert.
—¿Necesitáis algo?
—Us hab' nuff bittle —dijo Albert. [«Tenemos suficiente comida».]
—No me refiero sólo a comida. ¿Necesitáis dinero? ¿Una pistola?
La mujer dejó de golpe su vaso en la mesa y señaló a Elliot agitando el dedo índice.
—Don'pit mout on us —le dijo con firmeza. [«Eso trae mal fario».]
—Creen que tener un arma en casa puede traerles mala suerte —me dijo Elliot.
—Puede que tengan razón. ¿Qué van a hacer si se lía?
—Samuel vive con ellos, y sospecho que a él las armas no le asustan tanto. Les he dado nuestros números de teléfono. Si algo sale mal, nos llamarán a uno de nosotros. Asegúrate de llevar siempre el móvil.
Les di las gracias por la limonada y seguí a Elliot hacia la puerta.
—¿Me vais a dejar aquí? —gritó Atys—. ¿Con estos dos?
—Dat boy ent hab no mannus —le regañó la vieja—. Dat boy gwi'fuh'e wickitty. —Y empujó a Atys con un dedo—. Debblement weh dat chile lib. [«Este chico no tiene modales. Este chico va a ser castigado. Y más de donde viene la niña».]
—Déjame en paz —replicó, pero parecía bastante preocupado.
—Pórtate bien, Atys —le dijo Elliot—. Ve la tele y duerme un poco. El señor Parker vendrá a verte mañana.
Atys alzó los ojos para dirigirme una última y desesperada súplica.
—Mierda —dijo—, es posible que de aquí a mañana estos dos me hayan comido.
Cuando le dejamos, la vieja había comenzado a regañarle de nuevo. Fuera nos cruzamos con su hijo, Samuel, que iba de camino a la casa. Era un hombre alto y guapo, de mi edad o un poco más joven, con grandes ojos castaños. Elliot nos presentó y nos estrechamos la mano.
—¿Algún problema? —le preguntó Elliot.
—Ninguno —confirmó Samuel—. Aparqué fuera de tu oficina. Las llaves están encima de la rueda derecha trasera.
Elliot le dio las gracias y Samuel se dirigió a la casa.
—¿Seguro que estará a salvo con ellos? —le pregunté a Elliot.
—Son listos, como su hijo, y los vecinos velarán por ellos. Si algún extraño se atreviese a husmear en esta calle, se encontraría con la mitad de los chavales siguiéndole antes de que tuviese oportunidad de dar el primer paso. Mientras esté aquí y nadie lo sepa, se hallará a salvo.
Los mismos rostros nos observaban cuando dejábamos sus calles y pensé que a lo mejor Elliot tenía razón. Quizás estaban al tanto de los extraños que entraban en su barrio.
Sólo que no tenía muy claro que eso bastase para mantener a Atys Jones fuera de peligro.