Luego, en la tranquilidad de la habitación del hotel, abrí la carpeta de Marianne Larousse. La oscuridad que me rodeaba era menos una ausencia de luz que una presencia palpable: se trataba de sombras con corporeidad. Encendí la lámpara que había encima de la mesa y esparcí los documentos que Elliot me había dado.
Y, tan pronto como vi las fotografías, tuve que apartar la mirada, porque noté el peso de ella sobre mí, aunque no la había conocido y nunca llegaría a conocerla. Fui hacia la puerta e intenté expulsar las sombras inundando de luz la habitación, pero, en lugar de irse, retrocedieron y se escondieron debajo de las mesas y detrás del armario, esperando la desaparición inevitable de la luz.
Y me dio la impresión de que mi existencia, de alguna manera, se bifurcaba, de que estaba a la vez en la habitación del hotel, con las pruebas de la violenta erradicación de este mundo de Marianne Larousse, y de vuelta a la quietud del salón de los Blythe, viendo cómo Bear movía la boca y formulaba mentiras bienintencionadas y cómo Sundquist, igual que un ventrílocuo detrás de él, manipulaba y envenenaba la atmósfera de la habitación con avaricia, malicia y falsas esperanzas, mientras Cassie me miraba fijamente desde la fotografía que le hicieron el día de su graduación, con aquella sonrisa incierta que se insinuaba en su boca como un pájaro receloso de posarse en una rama. Intenté imaginármela viva, disfrutando de una nueva vida lejos de su casa, convencida de que la decisión de dejar atrás su existencia anterior era la acertada. Pero me veía incapaz de hacerlo, ya que, cuando intentaba imaginarla en cualquier escenario, sólo era una sombra sin rostro y una mano con heridas que le recorrerían paralelas de un extremo al otro.
Cassie Blythe no estaba viva. Toda la información que había recopilado en torno a ella me indicaba que no era la clase de jovencita que se deja llevar por la corriente y condena a sus padres a una vida de sufrimiento y de incertidumbre. Alguien la había arrebatado de este mundo, y yo no sabía si podría encontrar a esa persona y, aun en el caso de encontrarla, si podría descubrir al fin la verdad que se escondía detrás de su desaparición.
Entonces supe que Irving Blythe tenía razón, que lo que había dicho sobre mí era cierto: que invitarme a entrar en sus vidas equivalía a admitir el fracaso y asumir la victoria de la muerte, porque yo llegaba cuando todas las esperanzas habían desaparecido, sin ofrecer nada a cambio, salvo la posibilidad de descubrir algo que traería consigo más dolor y más tristeza, y una evidencia que tal vez haría parecer a la ignorancia una bendición. El único consuelo posible era que mi intervención hiciese un poco de justicia, que la vida pudiese continuar con un pequeño grado de certeza: la certeza de que el dolor físico de un ser querido había llegado a su fin, y el consuelo de que alguien se hubiera tomado el trabajo de intentar descubrir por qué le infligieron tal dolor.
Yo, cuando era más joven, me hice policía. Me uní al cuerpo porque creí que era mi deber. Mi padre había sido policía, como también lo había sido mi abuelo, pero mi padre terminó su carrera y su vida en la ignominia y la desesperación. Se llevó por delante dos vidas antes de quitarse la suya por motivos que tal vez nunca se conocerán, y yo, al ser tan joven, sentí la necesidad de echarme su carga a la espalda e intentar compensar lo que él hizo.
Pero yo no era un buen policía. No tenía ni disposición ni disciplina. Es verdad que poseía otras virtudes, como por ejemplo la tenacidad y el afán por descubrir y por comprender, pero ninguna de ellas era suficiente para permitirme sobrevivir en aquel entorno. También carecía de otro elemento crucial: el distanciamiento. No disponía de los mecanismos de defensa apropiados que les permitían a mis compañeros mirar un cadáver y verlo sólo como lo que era: no un ser humano ni una persona, sino la ausencia del ser y la negación de la vida. De forma superficial, pero en el fondo necesaria, los policías necesitan llevar a cabo un proceso de deshumanización para realizar su trabajo. El humor negro es propio de ellos, y una aparente indiferencia que les permite referirse a un cadáver como «fiambre» o «basura» (excepto cuando cae un compañero, porque entonces se trata de algo tan próximo que resulta imposible verlo con distancia), y pueden examinar heridas y mutilaciones sin precipitarse, entre lágrimas, a un vacío en el que la vida y la muerte resultan imposibles de soportar. Son responsables de los vivos, de los que siguen aquí y del mantenimiento de la ley.
Yo no tenía eso. Nunca lo tuve. Por el contrario, he aprendido a abrazar a los muertos, y ellos, a su vez, han encontrado un modo de llegar a mí. De repente, en aquella habitación de hotel, lejos de casa, me enfrentaba a la muerte de otra joven, y la desaparición de Cassie Blythe me atormentaba de nuevo. Tuve la tentación de llamar a los Blythe, pero ¿qué podía decirles? Aquí, en el sur, no podía hacer nada por ellos, y el hecho de que yo estuviese pensando en su hija les proporcionaría un escaso consuelo. Quería acabar con lo que me había traído a Carolina del Sur, revisar las declaraciones de los testigos y garantizar la seguridad de Atys, aunque fuese de forma provisional, y luego volver a casa. Era lo único en que podía ayudar a Elliot.
Pero el cuerpo de Marianne Larousse me atraía hacia sí con una intimidad extraña, pidiéndome que demostrase algo, que me hiciera cargo de la naturaleza del asunto en que estaba involucrándome y de las posibles consecuencias de mi actuación.
No quería mirar. Estaba cansado de mirar.
Aun así, miré.
La pena que produce. La terrible y abrumadora pena que produce verlos.
A veces es una fotografía la que provoca esa pena. En realidad, nunca los olvidas. Siempre permanecen contigo. Doblas una esquina, pasas conduciendo por delante de un ventanal entablado, quizás ante un jardín que está cubriéndose de hierbajos y ves la casa que se pudre detrás igual que una muela picada, porque nadie quiere vivir allí, porque el olor de la muerte aún permanece dentro de ella, porque el propietario contrató a unos inmigrantes y les pagó cincuenta dólares a cada uno por limpiar la casa a fondo, y ellos utilizaron la mierda de materiales que tenían a mano: unos desinfectantes asquerosos y fregonas sucias que extendieron el hedor en lugar de quitarlo, que transformaron la trayectoria lógica de las manchas de sangre en el boceto caótico de una huella de violencia semiborrada, una ringlera de oscuridad en las paredes blancas que luego cubrieron con pinturas baratas y aguadas, y pasaron el rodillo dos o tres veces por los tramos manchados, pero, cuando la pintura se secó, aún estaba allí: una mano ensangrentada restregada en los blancos, cremas y amarillos de las paredes, y que había dejado el recuerdo de su paso incrustado en la madera y en la escayola.
De manera que el propietario cierra la puerta con llave, atranca las ventanas y espera a que la gente olvide o a que alguien muy desesperado o muy tonto esté de acuerdo con la renta rebajada y la acepte, aunque sólo sea para intentar borrar el recuerdo de lo que ocurrió allí con los problemas y las preocupaciones de una nueva familia, como una especie de limpieza psíquica que pudiera triunfar donde los inmigrantes fracasaron.
Si quieres, puedes entrar: Puedes enseñar tu placa y explicar que sólo es pura rutina, que los viejos casos sin resolver se vuelven a revisar al cabo de unos años, con la esperanza de que el paso del tiempo pueda revelar algún detalle que se hubiera pasado por alto. Pero no necesitas entrar, porque estuviste allí la noche en que la encontraron. Viste lo que dejaron de ella sobre el suelo de la cocina, o entre los arbustos del jardín, o acaso su cuerpo cubierto y de través en la cama. Viste de qué modo, al exhalar su último aliento, algo más expiraba también: aquello que constituía su esencia, una especie de estructura interna arrancada de alguna manera de su cuerpo sin dañar la piel, de modo que se desploma y se consume, a pesar de que su cuerpo parece hinchado: una mujer que se expande y que a la vez se contrae mientras la miras. En su piel ya aparecen manchas, allí donde los insectos han empezado a alimentarse de ella, porque los insectos siempre llegan antes que tú.
Y luego puede que tengas que hacerte con una fotografía suya. Algunas veces te la da el marido o la madre; otras, el padre o el novio, y ves cómo sus manos se mueven entre las páginas del álbum, o buscando dentro de una caja de zapatos o de un bolso. Y piensas: ¿Esto le han hecho? ¿Han reducido esta persona a lo que veo ahora? O tal vez sabes lo que le hicieron —no puedes precisar con exactitud cómo, pero lo sabes—, y el hecho de tocar los vestigios de una vida perdida parece como si fuese una segunda violación, una segunda violación que debes impedir mediante un manotazo enérgico, porque fallaste antes y ahora tienes la oportunidad de redimir aquel fracaso.
Pero cuando ocurre no lo haces. Esperas, y confías en que después de esa espera vendrán las pruebas o la confesión, y los primeros pasos deben encaminarse al restablecimiento de un orden moral, de un equilibrio entre las necesidades de los vivos y las demandas de los muertos. Pero aquellas imágenes regresarán más tarde, de forma espontánea, y si en ese momento estás con alguien en quien confías, puede que le digas: «Lo recuerdo. Recuerdo lo que ocurrió. Yo estaba allí. Fui testigo, y después intenté ser más que eso. Intenté hacer un poco de justicia».
Y si lo lograste, si se impuso un castigo al culpable y el expediente se marcó como cerrado, puede que sientas una punzada de…, no de placer, no es eso, sino ¿de paz?, ¿de alivio? Quizá lo que sientes carezca de nombre, no debería tener nombre. Quizás es sólo el silencio de tu conciencia, porque esta vez ya no te gritará un nombre dentro de la cabeza y no tendrás que volver a sacar el expediente para recordarte de nuevo aquel sufrimiento, aquella muerte, y tu incapacidad de mantener el equilibrio que se necesita para que el tiempo y la vida sigan su curso.
Caso cerrado: ¿no se dice así? Da la impresión de que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que empleaste esa expresión y que pudiste saborear la falsedad de esas palabras, justo en el momento en que se forman en la lengua y atraviesan los labios. Caso cerrado. Sí. Pero no está cerrado, porque los que se han quedado aquí continúan percibiendo esa ausencia, y esa ausencia se manifiesta en los cien mil cambios diminutos que es necesario llevar a cabo para asumirla, porque la vida, ya sea de una manera perceptible o imperceptible, incide en otras vidas. Irv Blythe, a pesar de todos sus defectos, llegó a comprenderlo. No hay fin. Sólo hay vidas que continúan o vidas que terminan, y las relaciones que se establecen entre sí. Por lo menos, los vivos ya no son asunto tuyo. Son los muertos los que se quedan contigo.
Y quizás esparces las fotos y piensas: lo recuerdo. Te recuerdo.
Yo no he olvidado.
No te olvidaré.
Estaba tumbada boca arriba sobre un lecho de lirios araña aplastados, y la explosión de color de las marchitas flores blancas parecía un defecto de revelado, como si se hubiese mancillado el negativo al captar aquella escena. El cráneo de Marianne Larousse aparecía muy dañado. Estaba peinada con la raya en medio, y el impacto de la piedra le había causado heridas a ambos lados. Pelos y mechas ensangrentadas se enmarañaban en las heridas. Un tercer golpe le había abierto el lado derecho del cráneo, y la autopsia reveló unas fracturas que se extendían a través de la base craneal y el borde superior de la cuenca del ojo izquierdo. Tenía la cara cubierta por completo de sangre, porque el cuero cabelludo es muy vascular y sangra en abundancia cuando resulta dañado. Tenía la nariz rota, los ojos fuertemente cerrados y las facciones detenidas en una mueca a causa de la violencia de los golpes recibidos.
Hojeé de inmediato el informe de la autopsia. El cuerpo de Marianne no presentaba mordeduras, moratones ni escoriaciones que pudiesen ser indicativos de una agresión sexual, aunque habían encontrado entre el vello púbico de la víctima algunos pelos que resultaron ser de Atys Jones. Los genitales los tenía enrojecidos, lo que daba a entender que la víctima acababa de tener relaciones sexuales, pero no presentaba magulladuras ni laceraciones internas o externas, aunque se encontraron restos de lubricante en la vagina. El semen de Jones estaba mezclado con el vello púbico de Marianne, pero no había semen dentro. Jones les dijo a los investigadores, según me contó Elliot, que solían usar condón cuando mantenían relaciones sexuales.
Los análisis demostraron que había fibras de la ropa de Marianne que coincidían con las que encontraron en los vaqueros y en el jersey de Atys, así como fibras acrílicas del coche de Atys adheridas a la blusa y a la falda de ella, junto con fibras de algodón de las ropas de él. De acuerdo con los análisis, las posibilidades de que las fibras tuviesen un origen diferente eran remotas. En cada caso se habían encontrado más de veinte coincidencias y normalmente cinco o seis son suficientes para tener una certeza relativa.
Las pruebas aún no me convencían de que a Marianne la hubiesen violado antes de morir, aunque no era a mí a quien el fiscal tenía que convencer. El nivel de alcohol en sangre estaba por encima de lo normal, circunstancia que un buen fiscal aprovecharía para argumentar que ella no estaba en condiciones de repeler a un joven tan fuerte como Atys Jones. Además, Jones había utilizado un condón y lubricante, y el lubricante habría reducido el daño físico ocasionado a la víctima.
Lo que no se podía negar era que, cuando Jones entró en el bar para buscar ayuda, tenía la cara y las manos manchadas con la sangre de Marianne, y más tarde se encontraron fragmentos de polvo de la piedra que se utilizó para matarla mezclados con esas manchas. El análisis de las manchas de sangre desperdigadas en torno al cuerpo de Marianne Larousse revelaron que el impacto se produjo a una velocidad media, porque las gotas de sangre se distribuían alejándose de forma radial del lugar de los impactos, que se produjeron tanto en la parte superior y posterior de la cabeza, como en el lateral, donde le fue asestado el último y fatal golpe. Su agresor debería tener salpicaduras de sangre en la parte inferior de las piernas, en las manos y, con toda probabilidad, en la cara y en la parte superior del cuerpo. No había salpicaduras claras de sangre en las piernas de Jones (aunque la sangre de Marianne Larousse le mojó los vaqueros cuando él se puso de rodillas; de ese modo, las salpicaduras podrían haber sido absorbidas o disimuladas), y se había limpiado la sangre de la cara y de las manos, lo que impedía apreciar el trayecto original de las salpicaduras.
Según la declaración de Jones, él y Marianne Larousse se habían visto aquella noche a las nueve. Ella había estado bebiendo con unos amigos en Columbia y después se dirigió en coche a Swamp Rat para encontrarse allí con él. Algunos testigos los habían visto hablar y luego irse juntos. Uno de los testigos, un borrachín llamado J.D. Herrin, admitió ante la policía que le había dedicado algunos epítetos racistas a Jones poco antes de que los dos jóvenes salieran del bar. Calculó que lo insultó en torno a las once y diez.
Jones le dijo a la policía que luego había mantenido relaciones sexuales con Marianne Larousse en el asiento del copiloto de su coche, ella arriba y él abajo. Después del coito, tuvieron una discusión, causada en parte por la disputa que se originó a causa de los insultos de J.D. Herrin y centrada en si Marianne Larousse se avergonzaba de dejarse ver a su lado. Marianne salió furiosa del coche, pero, en vez de dirigirse al suyo, se adentró corriendo en el bosque. Jones declaró que ella empezó a reírse y a llamarlo para que la siguiese al riachuelo, pero que él estaba demasiado enfadado con ella para hacer tal cosa. Apenas diez minutos más tarde, al ver que no volvía, Jones salió en su busca. La encontró a unos treinta metros camino abajo. Ya estaba muerta. Declaró no haber oído nada en ese margen de tiempo: ni gritos ni ruido alguno de agresión. No recordaba haber tocado su cuerpo, pero daba por sentado que sin duda lo hizo, ya que tenía las manos ensangrentadas. También admitió que debió de coger la piedra, porque más tarde recordó que estaba al lado de la cabeza de Marianne. Luego regresó al bar y desde allí avisaron a la policía. Fue interrogado por agentes de la SLED, la División Estatal de Seguridad, en principio sin la asistencia de un abogado, ya que no se le arrestó ni imputó. Tras el interrogatorio, lo arrestaron como sospechoso del asesinato de Marianne Larousse. Se le asignó un abogado de oficio, que más tarde dimitió en favor de Elliot Norton.
Y ahí era donde yo salía a escena.
Pasé los dedos con suavidad por su cara, y los poros del papel fotográfico parecían los poros de su piel. Lo siento, pensé. No te conocí. No puedo saber si fuiste o no una buena chica. Si hubiese coincidido contigo en un bar o si me hubiese sentado a tu vera en una cafetería, ¿habríamos congeniado, aunque sólo de ese modo intrascendente y transitorio en que dos vidas pueden cruzarse antes de proseguir cada cual su camino, un poco alterados pero inalterables; habríamos compartido uno de esos fugaces contactos entre dos extraños que hacen la vida más llevadera? Me temo que no. Creo que éramos muy diferentes. Pero no merecías acabar de ese modo, y, de haber estado en mi mano, hubiese hecho lo posible para evitarlo, incluso a riesgo de mi vida, porque no hubiese podido quedarme cruzado de brazos ante el daño que se te hacía; a ti, para mí una extraña. Ahora procuraré seguir tus pasos, para comprender de ese modo qué te llevó a aquel lugar, a encontrar tu final entre lirios aplastados, con los insectos nocturnos ahogándose en tu sangre.
Lamento tener que hacerlo. Habrá gente que se sienta incómoda por mi investigación, y puede que salgan a la luz algunos aspectos de tu pasado que hubieses preferido que siguieran ocultos. Todo lo que puedo prometerte es que, en la medida de mis fuerzas, quienquiera que sea el que hizo aquello no quedará impune.
Por todo eso, siempre te recordaré.
Por todo eso, nunca serás olvidada.