Las primeras carpetas eran de color azul y contenían declaraciones de testigos y más material recopilado por la policía a raíz de la muerte de Marianne Larousse. Las carpetas de los documentos históricos eran verdes. Había además una carpeta blanca muy delgada. La abrí, vi las fotografías que había dentro y la cerré con cuidado. Aún no estaba preparado para ocuparme de los informes relativos al cadáver de Marianne Larousse.
Una vez, me hice cargo de un trabajillo para un abogado defensor de Maine, así que tenía una idea muy clara de lo que me quedaba por delante. Atys Jones sería el elemento primordial, desde luego, como mínimo al comienzo. A menudo, los acusados dicen a los investigadores privados cosas que no cuentan a los abogados, a veces porque las olvidan por completo, o bien por toda la tensión nerviosa que se genera en torno a la detención, y otras veces porque confían más en los investigadores que en sus abogados, sobre todo si se trata de unos abogados de oficio agobiados por la cantidad de casos que llevan. La norma es que cualquier información adicional se comunique al abogado, tanto si resulta favorable como si resulta perjudicial para el caso. Elliot ya había obtenido algunas declaraciones y testimonios de gente que conocía a Atys, incluyendo las de sus profesores y las de sus antiguos jefes, en un intento por formar un perfil favorable de su cliente ante el jurado, así que podía desentenderme de la pesadez que suponía esa tarea.
Tendría que revisar todos los informes policiales relacionados con Jones, ya que me permitirían saber en qué se habían basado para formular los cargos contra él, pero también comprobaría si él había cometido algún error en su declaración o si había testigos con los que no se había contactado. Los informes de la policía también me serían de gran ayuda para comprobar las declaraciones, ya que en ellas constaban la dirección y el número de teléfono de los testigos interrogados. Después de eso, empezaría el verdadero trabajo de campo: tendría que volver a interrogar a todos los testigos. Los primeros informes policiales rara vez son exhaustivos, ya que los polis prefieren dejar los interrogatorios más detallados a los investigadores del fiscal o al detective encargado del caso. Tendría que conseguir declaraciones firmadas, y aunque casi todos los testigos estarían encantados de hablar, sólo unos cuantos lo estarían por estampar su firma en un resumen de sus propias declaraciones sin mostrar reticencia. Además, era probable que los investigadores del fiscal ya hubiesen hablado con ellos, y a menudo intimidan de tal forma a los testigos, que éstos prefieren no hablar con el investigador de la defensa, lo que supone un nuevo obstáculo. Pensándolo bien, me quedaba por delante un buen ajetreo, y no podía conformarme simplemente con remover la superficie del caso antes de regresar a Maine.
Alcancé la carpeta verde y la abrí de golpe. Algunos de los documentos que había dentro se remontaban al siglo XVII y a los orígenes más remotos de Charleston. El recorte de periódico más reciente era de 1981.
—En medio de todo eso puede estar la razón de la muerte de Marianne Larousse y la razón por la que quieren que Atys Jones sea condenado por asesinarla —dijo Elliot—. Ésa era la carga que llevaban a sus espaldas, lo supieran o no. Eso es lo que ha destruido sus vidas.
Mientras hablaba, buscaba algo en los muebles de la cocina. Volvió a la mesa con el puño derecho fuertemente cerrado.
—Pero en cierta manera —dijo Elliot en voz baja—, esto es por lo que de verdad estamos hoy aquí.
Y abrió el puño para dejar caer una cascada de arroz amarillo sobre la mesa.
AMY JONES
A la edad de 98 años, cuando fue entrevistada por Henry Calder en Red Bank, S.C.
Del libro La época de la esclavitud: entrevistas con antiguos esclavos de Carolina del Norte y del Sur, ed. Judy y Nancy Buckingham (New Era, 1989).
«Nací esclava en el condado de Colleton. Mi papá se llamaba Andrew y mi mamá Violet. Eran propiedad de la familia Larousse. El Amo Adgar era un buen amo para sus esclavos. Era propietario de unas sesenta familias de esclavos, antes de que los yanquis llegasen y le arruinasen la vida.
»La Vieja Señora dice a toda la gente de color que corra. Ella viene hasta nosotros con una bolsa llena de plata envuelta en una manta, porque los yanquis quieren hacerse con todas las cosas de valor. Nos dice que ya no puede protegernos. Echan abajo el granero de arroz y dividen el arroz, pero no hay suficiente arroz para alimentar a toda la gente de color. Los peores negros y negras siguieron al ejército, pero nosotros nos quedamos y vemos morir a los otros niñitos.
»Nosotros no estábamos preparados para lo que venía. No teníamos educación, ni tierras, ni vacas, ni gallinas. Los yanquis llegan y nos quitan todo lo que tenemos. Nos dejan libres. Intentan hacernos comprender que somos tan libres como nuestros amos. No sabíamos escribir, así que sólo tuvimos que tocar la pluma y decir qué nombre queríamos que se pusiera. Después de la guerra, el Amo Adgar nos da una tercera parte de lo que producimos, ahora que somos libres. Papá muere justo antes que mi mamá. Ellos se quedan en la plantación y mueren allí, después de que son libres.
»Pero me lo contaron. Me hablaron del Viejo Amo, del padre del Amo Adgar. Me contaron lo que hizo…».
Comprender lo que significa ese cultivo es comprender la historia, porque la historia es el Oro de Carolina.
El cultivo de arroz comenzó aquí en 1680, cuando desde Madagascar llegó la semilla a Carolina. Lo llamaban el Oro de Carolina por su calidad y por el color de su cáscara, y durante generaciones enriqueció a las familias vinculadas a su producción. Había familias de ingleses, entre ellas los Heyward, los Drayton, los Middleton y los Alston, y familias de hugonotes, como los Ravenel, los Manigault y los Larousse.
Los Larousse eran vástagos de la aristocracia de Charleston y pertenecían al escaso puñado de familias que controlaban prácticamente todos los aspectos de la vida en la ciudad, desde los miembros que ingresaban o no en la St. Cecilia Society hasta la organización de la temporada social, que duraba desde noviembre hasta mayo. Valoraban su apellido y su reputación por encima de todo, y protegían ambas cosas con dinero y con las influencias que el dinero puede comprar. No sospechaban siquiera que las acciones de un solo esclavo socavarían su gran fortuna y su seguridad.
Los esclavos trabajaban de sol a sol seis días a la semana, pero descansaban los domingos. Para llamar a los braceros se utilizaba una caracola, y las notas que ésta emitía recorrían aquellos campos de arroz que parecían arder bajo los rayos del sol declinante, aquellos rayos que recortaban las siluetas negras como si fuesen espantapájaros en medio del incendio. Las espaldas se enderezaban, las cabezas se erguían y, poco a poco, emprendían el largo camino de vuelta al granero y a las chozas, donde se alimentaban de melaza, guisantes, pan de maíz y, de tarde en tarde, de alguna de las aves que ellos mismos criaban. Al final de la larga jornada se sentaban para comer y para hablar, vestidos con ropa hecha de paja cobriza y de paño blanco. Cuando llegaba un nuevo reparto de zapatos de suela de madera, las mujeres remojaban el cuero de vacuno en agua caliente y lo engrasaban con sebo o con pellejos para que el calzado se adaptase a sus pies, y aquel olor seguía pegado a sus dedos cuando hacían el amor con sus hombres: el hedor de unos animales muertos mezclado con el sudor de su pasión.
Los hombres no aprendían a leer ni a escribir. El Viejo Amo era muy estricto en ese particular. Se les azotaba por robar, por decir mentiras o por ojear un libro. Había una cabaña de adobe cerca de los pantanos a la que se trasladaba a los que enfermaban de viruela. La mayoría de los esclavos que iban allí no regresaba nunca. Guardaban el Potro en el granero, y cuando llegaba la hora de imponer castigos más severos, tendían al hombre o a la mujer sobre él, lo amarraban y lo azotaban. Cuando los yanquis incendiaron el granero de arroz, en el suelo que quedaba debajo del Potro había manchas de sangre, como si el mismísimo terreno hubiese empezado a oxidarse.
Algunos de los esclavos procedentes del este de África Oriental trajeron consigo unos conocimientos de la técnica del cultivo de arroz que permitieron a los propietarios de las plantaciones superar los problemas afrontados por los primeros colonos ingleses, a quienes les había resultado muy dificultoso su cultivo. En muchas plantaciones introdujeron un régimen de aparcería que permitía a los esclavos mejor cualificados trabajar con un poco más de independencia y disponer de tiempo libre para cazar, para trabajar en el huerto o para mejorar la situación de su familia. Los esclavos podían negociar los productos recolectados con el propietario, y de ese modo le aliviaban de su obligación de abastecerlos.
Aquel régimen de aparcería originó diferencias jerárquicas entre los esclavos. El siervo más importante era el capataz, que actuaba como mediador entre el hacendado y la mano de obra. Por debajo de él estaban los artesanos cualificados: los herreros, los carpinteros y los albañiles. Resultaba lógico que aquellos trabajadores especializados fuesen los líderes de la comunidad de esclavos, y por lo tanto tenían que ser vigilados de cerca, por temor a que fomentasen disturbios o decidieran escapar.
Pero la tarea más importante de todas recaía en el encargado de la presa, ya que el destino del cultivo de arroz estaba en sus manos. Cuando era necesario, los campos de arroz se inundaban con el agua dulce que se acumulaba en unos embalses que había encima de los campos, en un terreno más elevado. El agua salada fluía tierra adentro con la marea y forzaba al agua dulce a emerger a la superficie de los ríos costeros. Sólo entonces las bajas y anchas esclusas se abrían para permitir la entrada de agua dulce, a fin de que se expandiera por los campos. Un sistema de esclusas subsidiarias permitía que el agua desembocara en los campos colindantes, una técnica de drenaje cuya correcta aplicación era resultado directo de los conocimientos que los esclavos africanos habían aportado. Cualquier brecha o rotura en las esclusas significaría la entrada de agua salada en los campos, lo que arruinaría la cosecha de arroz. Por ese motivo, el encargado de la presa unía a su tarea de abrir y cerrar las esclusas la de mantener en buen estado los troncos, los fosos de drenaje y los canales.
En la plantación de los Larousse el encargado de la presa era Henry, el marido de Annie. A su abuelo, por aquel entonces ya difunto, lo capturaron en enero de 1764 y lo llevaron al campo de prisioneros de Barra Kunda, en la zona alta de Guinea. Desde allí lo trasladaron a James Fort, a través del río Gambia, en octubre de 1764. Aquél era el punto principal de embarque de esclavos para el Nuevo Mundo. Llegó a Charles Town en 1765, y allí lo compró la familia Larousse. Cuando murió, tenía seis hijos y dieciséis nietos. Henry era el nieto mayor. Henry se había casado con su joven esposa, Annie, seis años antes y por entonces tenía tres niños. Sólo uno de ellos, Andrew, alcanzaría la madurez y sería padre, una línea que se prolongaría hasta principios del siglo XX, hasta terminar en Atys Jones.
Un día, en 1833, ataron a Annie, la mujer de Henry, al Potro y la azotaron hasta que el látigo se rompió. Como le habían arrancado totalmente la piel de la espalda, le dieron la vuelta y empezaron a azotarla de frente con otro látigo. Su intención era castigarla, no matarla. Annie era una mercancía demasiado valiosa como para matarla. La había perseguido un grupo de hombres encabezado por William Rudge, uno de cuyos descendientes colgaría de un árbol a un hombre llamado Errol Rich, ante una multitud de curiosos, en el nordeste de Georgia. La vida de aquel descendiente sería segada por un negro sobre un lecho de whisky y serrín. Rudge era el pattyroller, el patrullero de los esclavos, cuya tarea consistía en perseguir y dar caza a los que optaban por escaparse. Annie había salido huyendo de un hombre llamado Coolidge, el cual la había arrastrado detrás del tocón de un árbol e intentado violarla por detrás cuando la vio pasar por un camino de barro, transportando la carne de una vaca que el Viejo Amo había mandado sacrificar el día anterior. Cuando Coolidge estaba forzándola, Annie agarró del suelo la rama de un árbol y se la clavó en un ojo, y casi le dejó ciego. Entonces se escapó, porque nadie se tomaría la molestia de creer que lo hizo en defensa propia, ni siquiera en el caso de que Coolidge afirmase que la herida no fue intencionada, que se topó en el camino con la negra mientras él iba borracho de licor robado. El pattyroller y sus hombres la siguieron y la llevaron de vuelta ante el Viejo Amo. La ataron al Potro y la azotaron, y a su marido y a sus tres hijos los obligaron a presenciar el castigo. Pero no sobrevivió al azotamiento. Tuvo unas convulsiones y murió.
Tres días más tarde, Henry, el marido de Annie, el fiel encargado de la presa, inundó de agua salada la plantación de los Larousse, malogrando toda la cosecha.
Una patrulla de hombres armados lo persiguió a lo largo de cinco días. Henry había robado una pistola Marston de tambor y estaba claro que, quienquiera que se cruzase en su camino cuando descargase las seis balas, se reuniría de inmediato con el Creador. Así que los jinetes contuvieron el avance y enviaron por delante a un grupo de esclavos ibos para que siguiesen el rastro de Henry, tras prometerles que recompensarían con una moneda de oro a aquel que apresase al huido.
Al final acorralaron a Henry en la linde de la ciénaga del Congaree, no lejos del lugar donde ahora se levanta un bar llamado Swamp Rat, el mismo bar en que Marianne Larousse se tomaría una copa la misma noche en que murió, porque la voz del presente contiene el eco del pasado. El esclavo que encontró a Henry cayó muerto al suelo, con unos agujeros desiguales en el pecho producidos por las balas de la Marston disparadas a quemarropa.
Tomaron tres pinchos metálicos de catar arroz, que eran unos artefactos huecos en forma de T acabados en una punta afilada para poder clavarlos en el suelo, con ellos crucificaron a Henry en un ciprés y lo dejaron allí con las pelotas dentro de la boca. Pero, antes de que Henry muriese, el Viejo Amo se detuvo delante de él montado en un carro con los tres hijos del esclavo. Lo último que vio Henry antes de que sus ojos se cerraran para siempre fue cómo Andrew, el menor de sus hijos, era arrastrado por el Viejo Amo detrás de unos arbustos. Después el niño comenzó a gritar y Henry murió.
Así fue como comenzó la enemistad entre los Larousse y los Jones, los amos y los esclavos. El cultivo era riqueza. El cultivo era historia. Había que protegerlo. El delito de Henry permaneció vivo durante un tiempo en la memoria de la familia Larousse y luego fue olvidándose poco a poco, al menos en parte, pero los pecados de los Larousse se transmitieron de unos Jones a otros.
Y el pasado fue avivado en cada presente sucesivo, propagándose, generación tras generación, igual que un virus.
La luz había comenzado a menguar y los albañiles de Georgia ya se habían marchado. Desde la ventana vi cómo un murciélago descendía de un roble centenario para cazar mosquitos. Algunos se las arreglaron para entrar en la casa y comenzaron a zumbar alrededor de mi oreja, esperando la ocasión de poder picarme. Yo trataba de aplastarlos con la mano. Elliot me dio un repelente y me lo unté en las zonas del cuerpo que tenía al descubierto.
—¿Aún había miembros de la familia Jones trabajando para los Larousse después de lo que ocurrió? —le pregunté.
—Ajá —dijo Elliot—. A veces los esclavos morían. Eso era lo que pasaba. La gente perdía a su padre y a su madre, incluso a sus hijos, pero no se lo tomaba como algo personal. Hubo algunos miembros de la familia Jones que pensaban que lo hecho, hecho estaba. Pero también hubo otros que quizá no pensaban lo mismo.
La Guerra Civil destrozó la vida de la aristocracia de Charleston, así como las estructuras de la ciudad misma. Los Larousse no salieron del todo malparados porque fueron previsores (o tal vez por la traición que cometieron, ya que guardaron la mayor parte de su riqueza en oro y sólo invirtieron una pequeña cantidad en bonos y en moneda de la Confederación). Aun así, igual que a muchos otros sureños derrotados, se les obligó a ver desfilar por las calles de Charleston a los soldados supervivientes del Cincuenta y Cuatro Regimiento, o los Negros de Shaw, que era como se los conocía. Entre ellos estaba Martin Jones, el tatarabuelo de Atys Jones.
Una vez más, las vidas de estas dos familias estaban a punto de chocar violentamente.
Los jinetes de la noche se mueven a través de la oscuridad, blanco recortado sobre el camino negro. Muchos años antes, un hombre de piel aceitunada, con marcas de esclavo en las piernas, aseguró haber tenido una visión en la que aparecían aquellas siluetas en negativo, negro sobre blanco, una inversión que sin duda repugnaría a los hombres que aquel día iban a resolver su asunto a lomos de caballos encapuchados, con armas de fuego y látigos que repiqueteaban sordamente contra las sillas de montar.
Porque así es Carolina del Sur en torno a 1870: no la del cambio del nuevo milenio, sino la de los jinetes de la noche que siembran el terror. Ellos rondan tierra adentro y aplican su propia versión de la justicia sobre los pobres negros y sobre los republicanos que los apoyan, rechazando doblegarse ante las Enmiendas Décimo Cuarta y Décimo Quinta. Son un símbolo del temor que ven los blancos en los negros, y gran parte de la población blanca los respalda. Los Códigos Negros ya se han introducido como un antídoto contra la reforma, limitando los derechos de los negros a llevar armas, a poder aspirar a una posición superior a la de granjeros y sirvientes, e incluso a salir de sus casas o a recibir visitas sin autorización.
Con el tiempo, el Congreso contraatacará con la Enmienda de Reconstrucción, el Decreto de Imposición de la Ley de 1870 y el Decreto contra el Ku Klux Klan de 1871. El gobernador Scott creará una milicia negra para proteger a los votantes en las elecciones de 1870, cosa que enfurecerá más a la población blanca. Al final, se suspenderá el habeas corpus en los nueve condados del interior, lo que tendrá como consecuencia el arresto fulminante de cientos de miembros del Klan, pero, de momento, la ley cabalga a lomos de un caballo encapuchado, y lo hace con afán de venganza, y las medidas tomadas por el gobierno federal llegarán demasiado tarde para salvar treinta y ocho vidas, demasiado tarde para evitar las violaciones y las palizas, demasiado tarde para detener la quema y la destrucción de granjas, de cosechas y de cabezas de ganado.
Demasiado tarde para salvar a Missy Jones.
Su marido, Martin, hizo campaña para asegurar el voto negro en 1870 en vista de la intimidación y la violencia reinantes. Se oponía a renegar del Partido Republicano y se había ganado una paliza por meterse en líos. Después, prestó su apoyo y sus ahorros a la naciente milicia negra y marchó con sus hombres por la ciudad en una radiante tarde de domingo. Sólo iba armado uno de cada diez hombres, pero, aun así, los que luchaban contra la ola de emancipación lo consideraron como un acto de arrogancia sin precedentes.
Fue Missy la que oyó aproximarse a los jinetes y la que dijo a su marido que huyese, porque esa vez lo matarían si lo encontraban. Los jinetes de la noche aún no habían hecho daño a ninguna mujer en la comarca de York, así que Missy, aunque temía a los hombres armados, no tenía razón alguna para suponer que ella sería la primera.
Pero lo fue.
Cuatro hombres violaron a Missy, pues si no podían castigar a su marido directamente, lo harían a través de su mujer. Según ella, la violación no revistió ninguna violencia física, más allá de la violación en sí, e incluso le pareció que no proporcionó placer a los hombres que la llevaron a cabo. Fue algo tan sencillo como marcar a hierro a una vaca o como estrangular a una gallina. El último que la violó incluso la ayudó a cubrirse y le ofreció su brazo mientras la acompañaba hasta una silla de cocina para que se sentase.
«Dile que se porte bien, ¿me oyes?», dijo un hombre. Era joven y guapo, y Missy reconoció en él algunos rasgos de su padre y de su abuelo. Tenía la barbilla de los Larousse y el pelo rubio característico de aquella familia. Se llamaba William Larousse. «No nos gustaría tener que volver», le advirtió.
Dos semanas más tarde, William Larousse y otros dos hombres cayeron en una emboscada a las afueras de Delphia llevada a cabo por un grupo de asaltantes enmascarados y armados con porras. Los compañeros de William huyeron, pero él se quedó hecho un ovillo mientras le llovían los golpes. La paliza lo dejó paralítico. Sólo podía mover la mano derecha y era incapaz de ingerir cualquier alimento que no estuviese previamente triturado.
Pero Missy Jones prefirió ignorar lo que le hicieron a ella. Apenas si le habló a su marido cuando éste regresó de su escondite, y rara vez volvió a hablar después de lo ocurrido. Ni siquiera regresó a la cama de su esposo, sino que dormía en el pequeño granero, entre los animales, reducida también su mente a un nivel animal por culpa de los hombres que la violaron para castigar a su marido, y lenta e irreparablemente fue enloqueciendo.
Elliot se levantó y tiró el resto de su café en el fregadero.
—Como te dije, hubo algunos que quisieron olvidar el pasado y otros que nunca lo olvidaron, incluso hasta el día de hoy…
Dejó que las últimas palabras quedaran en el aire.
—¿Crees que Atys Jones podría ser uno de esos?
Elliot se encogió de hombros.
—Creo que a una parte de él le gustaba la idea de estar follándose a la hija de Earl Larousse, y por extensión estar jodiendo a Earl. Ni siquiera sé si Marianne conocía la historia de las dos familias. Supongo que significaba más para los Jones que para los Larousse, no sé si me explico.
—Pero todo el mundo conoce la historia, ¿o no?
—Los periódicos han informado sobre la historia de las dos familias con la intención de indagar en ella, aunque tampoco mucho. De todas formas, me sorprendería que algún miembro del jurado no la conociese, y puede que se mencione a lo largo del juicio. Los Larousse protegen religiosamente su nombre y su historia. Su reputación lo es todo para ellos. Hicieran lo que hicieran en el pasado, ahora lo resarcen mediante obras sociales. Apoyan causas benéficas a favor de los negros. Apoyaron la integración en las escuelas. En su casa no ondea la bandera de la Confederación. Han compensado los pecados de las generaciones anteriores, pero puede que el fiscal utilice viejos fantasmas para alegar que Atys Jones se propuso castigarles arrebatándoles a Marianne.
Se puso de pie y se desperezó.
—A menos, desde luego, que encontremos a la persona que mató a Marianne Larousse. Entonces las tornas cambiarían por completo.
Aparté la copia de la fotografía de Missy Jones, muerta en torno a los cuarenta años y metida en un ataúd barato. Después volví a examinar meticulosamente los documentos que estaban encima de la mesa, hasta que llegué al último recorte. Era la noticia publicada en un periódico el 12 de julio de 1981, donde se detallaba la desaparición de dos jóvenes negras que habían vivido cerca del Congaree. Se llamaban Addy y Melia Jones. No se sabía nada de ellas desde que se las vio tomando juntas una copa en un bar del pueblo.
Addy Jones era la madre de Atys Jones.
Le mostré el recorte a Elliot.
—¿Qué es esto?
Alargó la mano y lo cogió.
—Esto —dijo— es el último rompecabezas para ti. La madre y la tía de nuestro cliente desaparecieron hace diecinueve años, y ni él ni nadie las ha vuelto a ver desde entonces.
Aquella noche, conduje de vuelta a Charleston con la radio sintonizada en un programa de entrevistas que se emitía desde Columbia, hasta que la señal empezó a debilitarse entre silbidos y distorsiones. El malogrado candidato gubernamental Maurice Bessinger, propietario de una cadena de asadores de carne llamada Piggie Park, se había aficionado a izar la bandera confederada en sus locales. Sostenía que era un símbolo de la tradición sureña, y quizá lo fuese, aunque había que tener en cuenta algunos detalles: tiempo atrás, Bessinger había trabajado en dos ocasiones en la campaña presidencial de George Wallace; aparte de eso, había encabezado un grupo denominado Asociación Nacional para la Conservación del Pueblo Blanco y, por último, había acabado en la corte federal por violar el Acta de Derechos Civiles de 1964 al negarse a servir a los negros en sus restaurantes. Incluso se las arregló para ganar el caso en un juicio, aunque después un tribunal federal le obligó a aplicar la ley de integración. Desde entonces había aparentado gozar de una especie de conversión religiosa y se había reincorporado al Partido Democrático, pero él era de esos de genio y figura hasta la sepultura.
Mientras conducía en la oscuridad, me acordé de la bandera, de las familias Jones y Larousse y del peso de la historia, que era como un cinturón de plomo amarrado a sus cuerpos, tirando siempre de ellos hacia el fondo. En algún punto de esa historia, en el pasado aún vivo, estaba la respuesta a la muerte de Marianne Larousse.
Pero aquí, en el sur, en un lugar que me resultaba extraño, el pasado asumía formas raras. El pasado era un viejo envuelto en una bandera roja y azul que aullaba, desafiante, bajo el cartel de un cerdo. El pasado era una mano muerta sobre el rostro de los vivos. El pasado era un fantasma engalanado con sufrimientos.
El pasado, como sabría yo más tarde, era una mujer vestida de blanco que tenía escamas en vez de piel.