Al día siguiente volé desde el aeropuerto de Portland. Era domingo por la mañana y aún no había demasiado tráfico en las carreteras cuando Rachel me dejó en la puerta del edificio de la terminal. Antes llamé a Wallace MacArthur para decirle que me marchaba y le dejé el número del móvil y del hotel en que me alojaría. Rachel le había arreglado una cita con una amiga suya llamada Mary Mason, que vivía a las afueras de Pine Point. Rachel la conocía de la Sociedad Audubon, y se imaginó que ella y Wallace podrían congeniar muy bien. Wallace se había tomado la molestia de ver su foto en el archivo de las oficinas de tráfico y se declaró satisfecho con su presunta pareja.
—Parece guapa —me dijo.
—Sí, pero no seas engreído. Aún no te ha visto.
—¿Qué hay de mí que no pueda gustarle?
—Tienes un concepto demasiado elevado de tu propia imagen, Wallace. En cualquier otro daría la impresión de ser engreimiento, pero en ti no.
Hubo una pausa.
—¿En serio?
Rachel se inclinó hacia mí y me besó en los labios. Acerqué su cabeza a la mía.
—Cuídate —dijo.
—Tú también. ¿Llevas el móvil?
Sumisamente, sacó el móvil del bolso.
—¿Y vas a llevarlo ahí?
Asintió con la cabeza.
—¿Todo el tiempo?
Frunció los labios, se encogió de hombros y asintió a regañadientes.
—Voy a llamarte para comprobarlo.
Me dio un puñetazo en el brazo.
—Vete y sube al avión. Habrá azafatas esperando a que las seduzcan.
—¿En serio? —dije, e, instintivamente, me pregunté si yo tenía más cosas en común con Wallace MacArthur de lo que era razonable.
—Sí, y, la verdad, te hace falta práctica —y se rió.
Louis me dijo una vez que el Nuevo Sur, era como el Viejo Sur, salvo que todo el mundo pesaba casi cinco kilos más que antes. Es posible que estuviese un poco resentido, y además no era lo que se dice un admirador de Carolina del Sur, considerado el estado sureño más reaccionario después de Mississippi y de Alabama, a pesar de haber solucionado los conflictos raciales de una manera un poco más civilizada que los otros dos estados. Cuando Harvey Gantt se convirtió en el primer estudiante negro que ingresó en la Universidad de Clemson, en Carolina del Sur, la junta directiva, en vez de optar por el bloqueo y el uso de las armas, aceptó de mala gana que había llegado la hora del cambio. De todas formas, en 1968 tres jóvenes negros fueron asesinados en Orangeburg, también en Carolina del Sur, durante las manifestaciones que se organizaron fuera de la bolera All Star, en la que sólo se permitía el acceso a los blancos. Cualquiera que tuviese más de cuarenta años en Carolina del Sur seguro que había ido a una escuela segregada, y aún había gente que pensaba que la bandera confederada debería izarse en el Capitolio de Columbia. Aparte de eso, como si la segregación no hubiese existido jamás, andaban bautizando lagos con nombres como Strom Thurmond, el anciano senador republicano famoso por ser un racista fanático.
Llegué al aeropuerto internacional de Charleston vía Charlotte, que parecía una especie de almacén de saldos de especímenes que la evolución humana ha olvidado y un vertedero para los peores excesos de la moda de la industria del poliéster. La música de Fleetwood Mac sonaba en la gramola de la taberna Taste of Carolina, en la que gordos con pantalones cortos y en camiseta bebían cerveza baja en calorías envueltos en una neblina de humo de tabaco. Las mujeres que los acompañaban alimentaban de monedas de un cuarto de dólar las máquinas tragaperras que había sobre el pulido suelo de madera del bar. Un hombre que tenía tatuada una calavera con atributos de payaso en el brazo izquierdo me lanzó una mirada retadora desde la mesa baja ante la que estaba sentado, despatarrado y con el cuello de la camiseta empapado de sudor. Le mantuve la mirada, hasta que eructó y desvió la vista para otra parte con una estudiada expresión de aburrimiento.
Miré las pantallas para verificar mi puerta de embarque. Había aviones que despegaban de Charlotte con destino a lugares que nadie en su sano juicio querría visitar, esa clase de lugares donde sólo deberían expedirse billetes para salir de allí, para cualquier otro sitio, no importa adónde, sólo dame un maldito billete. Embarcamos a tiempo y me senté al lado de un hombre grandote que llevaba una gorra del Departamento de Bomberos de Charleston. Se inclinó hacia mí para mirar por la ventanilla los vehículos y los aviones militares que estaban aparcados y el avión de dos hélices de la compañía de correos que rodaba por la pista para despegar.
—Menos mal que estamos en uno de estos reactores y no en uno de esos viejos avioncitos —dijo.
Asentí mientras él abarcaba con la mirada los aviones y el edificio de la terminal principal.
—Me acuerdo de cuando en Charlie había sólo dos pequeñas pistas —continuó—. Demonios, aún estaban construyéndolo. Le hablo de los tiempos en que yo estaba en el ejército…
Cerré los ojos.
Fue el vuelo corto más largo de mi vida.
El aeropuerto internacional de Charleston estaba casi vacío cuando aterrizamos. Apenas se veía gente por los pasillos o en las tiendas. Al noroeste, en la Base de las Fuerzas Aéreas de Charleston, había un avión militar verde grisáceo parado bajo el sol de la tarde, tenso como una langosta que se dispone a emprender el vuelo.
Me localizaron en la zona de recogida de equipajes, cerca de las oficinas de alquiler de coches. Había dos hombres, uno gordo que llevaba una chillona camisa de cáñamo y otro, más viejo, con el pelo negro engominado y peinado hacia atrás y con una camiseta y un chaleco debajo de una chaqueta negra de lino. Me observaron con disimulo el rato que me pasé ante el mostrador de Hertz. Luego esperaron en la puerta lateral de la terminal mientras me encaminaba hacia el calor del aparcamiento, en dirección a la marquesina debajo de la que se encontraba mi Mustang. Yo aún tenía las llaves en la mano, cuando ellos ya estaban dentro de un gran Chevy Tahoe en el cruce con la carretera principal de salida. Me siguieron, dejando dos coches entre el suyo y el mío, hasta que llegamos a la Interestatal. Pude haberlos despistado, pero no tenía mucho sentido hacerlo. Sabía que estaban allí, y eso era lo único importante.
El Mustang nuevo que alquilé no iba igual que mi Boss 302. Cuando pisé el acelerador hasta el fondo, el motor tardó casi un segundo en reaccionar, se despertó, se desperezó y hasta se rascó antes de iniciar finalmente la aceleración. Con todo, tenía un reproductor de CD, de manera que pude escuchar a los Jayhawks mientras conducía por el tramo de edificios de estilo neobrutalista de la Interestatal 26, con I'd Run Away sonando a todo volumen cuando me desvié por la salida de North Meeting Street en dirección a Charleston, hasta que la ambigüedad de la letra de la canción hizo que la quitase y que pusiera la radio, aunque aquella estrofa aún resonaba dentro de mi cabeza:
Así que tuvimos un pequeñín.
Supe que aquello no iba a durar mucho.
Era algo que tenía en mente.
Pero lo que tenía en mente era muy fuerte.
Meeting Street es una de las principales arterias de entrada a Charleston y lleva en línea recta a la zona turística y comercial, pero la parte alta de la calle es espantosa. Debajo de un cartel que anunciaba el Diamond Gentleman's Club, un negro vendía sandías en la carretera, apostado en la parte trasera de una camioneta. Las sandías estaban apiladas cuidadosamente. El Mustang traqueteó sobre las vías del tren, pasó por delante de unos almacenes sellados con tablones y de unos centros comerciales abandonados, y atrajo la mirada de unos niños que jugaban a baloncesto en solares de hierba muy crecida y también de unos viejos que estaban sentados en los porches. La fachada de las casas tenía la pintura descascarillada y en las grietas de los escalones brotaban hierbajos, como una burla al bienestar. El único edificio que parecía limpio y nuevo era una oficina moderna de cristal y de ladrillo rojo que era la sede del organismo de gestión de las viviendas sociales. Daba la impresión de ser un edificio que invitaba a aquellos que vivían gratis gracias a él a que lo asaltaran y robaran el mobiliario y todo cuanto había allí dentro. El Chevy me siguió durante todo el trayecto. Reduje la velocidad una o dos veces y di una vuelta completa a Meeting, pasé por Calhoun y Hutson y volví a Meeting, sólo para fastidiar a aquellos dos tipos. Mantuvieron la distancia todo el tiempo, hasta que llegué al patio del hotel Charleston Place y se alejaron despacio.
En el vestíbulo del hotel, blancos y negros acaudalados, vestidos con sus mejores galas de domingo, hablaban y reían a gusto después de oír misa. De vez en cuando, llamaban a grupos de personas para que se dirigieran al comedor, donde podrían disfrutar del tradicional brunch que preparan en el Charleston Place. Yo, por mi parte, enfilé la escalera hacia mi habitación. Tenía dos camas de matrimonio y desde la ventana se veía el cajero automático del banco que se encontraba al otro extremo de la calle. Me senté en la cama, lo más cerca posible de la ventana, y telefoneé a Elliot Norton para avisarle de que había llegado. Soltó un largo suspiro de alivio.
—¿Está bien el hotel?
—Sí —dije, por decir algo.
El Charleston Place era en verdad lujoso, pero, cuanto más grande es un hotel, más fácil les resulta a los extraños tener acceso a las habitaciones. No había visto a nadie con pinta de pertenecer al cuerpo de seguridad del hotel, aunque era probable que allí los dispositivos de seguridad fuesen deliberadamente discretos, y el pasillo estaba vacío, al margen de una camarera que empujaba un carro con toallas y artículos de tocador. Ni siquiera me miró.
—Es el mejor hotel de Charleston —dijo Elliot—. Tiene gimnasio y piscina. Pero si lo prefieres, puedo hacerte una reserva en algún otro sitio en que te hagan compañía las cucarachas.
—Ya he tenido compañía desde que llegué al aeropuerto —le dije.
—Vaya.
No parecía sorprendido.
—¿Crees que han estado escuchando tus conversaciones telefónicas?
—Me temo que sí. Nunca me he tomado la molestia de comprobarlo. No me pareció que fuese necesario. Pero en esta ciudad resulta muy difícil mantener en secreto cualquier cosa. También está el detalle, como ya te conté, de que mi secretaria se largó esta misma semana y dejó bien claro que no aprobaba en absoluto a algunos de mis clientes. Lo último que hizo fue reservarte hotel. Puede que se le haya escapado algo.
No me preocupaba mucho que me hubieran seguido. De todas formas, la gente involucrada en el caso iba a enterarse enseguida de que yo estaba allí. Me preocupaba más la posibilidad de que alguien descubriese lo que teníamos planeado para Atys Jones y tomase medidas contra él.
—Vale, por si acaso, no volveremos a llamarnos desde un teléfono fijo. Lo que necesitamos son móviles seguros para hablar de lo que tenemos entre manos. Los compraré esta tarde. Cualquier asunto confidencial puede esperar hasta que nos veamos.
Los teléfonos móviles no eran la solución ideal, pero si no firmábamos ningún contrato, si lográbamos mantener los números ocultos y los utilizábamos con discreción, seguramente no nos pillarían. Elliot volvió a darme la dirección de su casa, que se encontraba a unos ciento treinta kilómetros al noroeste de Charleston, y le dije que llegaría por la tarde. Antes de colgar añadió:
—Te alojé en el Charleston Place porque, aparte de tu comodidad, tenía otro motivo.
Esperé.
—Los Larousse van allí casi todos los domingos para el brunch y para ponerse al día en cuestiones de cotilleos y de negocios. Si bajas ahora, es posible que los veas. Earl, Earl Jr., quizás algunos primos y socios empresariales… Pensé que a lo mejor te gustaría echarles un discreto vistazo para hacerte una idea de cómo son, aunque si te han seguido desde el aeropuerto, me imagino que te examinarán tanto como tú a ellos. Lo siento, tío. Lo he jodido todo.
Pasé aquello por alto.
Antes de bajar al vestíbulo consulté las páginas amarillas y llamé a una compañía de alquiler de coches llamada Loomis. Quedé en que me llevaran un Neon sin ninguna señal de identidad al garaje del hotel al cabo de una hora. Suponía que cualquiera que estuviese vigilándome buscaría el Mustang, y no tenía intención de facilitar mucho las cosas a quien decidiera seguirme.
Vi al clan Larousse salir del comedor. Reconocí en el acto a Earl Larousse por las fotos que había visto de él en los periódicos. Llevaba un traje blanco de marca y una corbata de seda negra, como los plañideros en los entierros chinos. No llegaba al metro ochenta. Era calvo y fornido. A su lado iba su hijo, una versión juvenil y más delgada de él, aunque con un ligero toque de afeminamiento del que carecía el padre. El espigado Earl Jr. llevaba una camisa blanca de tejido vaporoso y unos pantalones negros demasiado ajustados en el culo y en los muslos, lo que le daba la apariencia de un bailaor flamenco en su día libre. Tenía el pelo muy rubio y las cejas apenas se perfilaban de lo claras que eran. Calculé que debía de afeitarse una vez al mes como mucho. Los acompañaban tres hombres y dos mujeres. No tardó en unirse al grupo el hombre del pelo engominado y peinado hacia atrás, que se acercó a Earl Jr., le susurró algo discretamente al oído y se fue. De inmediato, Earl Jr. me miró. Le dijo algo a su padre y se separó del grupo para dirigirse hacia mí. Yo no sabía con lo que iba a encontrarme, pero desde luego no me esperaba aquello: se me acercó con la mano extendida y con una sonrisa pesarosa.
—¿El señor Parker? Permítame que me presente. Mi nombre es Earl Jr.
Le estreché la mano.
—¿Acostumbra usted a vigilar a la gente desde que llega al aeropuerto?
La sonrisa se le difuminó. La recuperó enseguida, aunque más pesarosa que antes.
—Lo siento —dijo—. Teníamos curiosidad por saber qué aspecto tenía.
—No entiendo.
—Sabemos por qué está aquí, señor Parker. No lo aprobamos del todo, pero lo entendemos. No queremos que haya problemas entre nosotros. Comprendemos que usted debe hacer su trabajo. Sólo estamos interesados en que, sea quien sea el responsable de la muerte de mi hermana, caiga sobre él todo el peso de la ley. De momento, creemos que esa persona es Atys Jones. Si se probase que no fue él, lo aceptaríamos. La policía nos interrogó y le dijimos todo cuanto sabíamos. Lo único que le pedimos es que respete nuestra intimidad y que nos deje en paz. No tenemos nada más que añadir a lo que ya se ha dicho.
Tenía toda la pinta de haber ensayado el discurso. Incluso más que eso: advertí en Earl Jr. un aire de indiferencia. Lo que decía sonaba sincero, aunque mecánico, pero la expresión de sus ojos era burlona y a la vez un poco temerosa. Llevaba una máscara, aunque aún desconocía lo que se ocultaba tras ella. Por detrás de él, su padre nos observaba, y percibí hostilidad en la expresión de su cara. Por alguna razón para mí desconocida, daba la impresión de que aquella hostilidad iba dirigida tanto a su hijo como a mí. Earl Jr. se dio la vuelta y se unió al grupo. Una losa de silencio cayó sobre la ira del padre mientras abandonaban el vestíbulo y entraban en los coches que les esperaban fuera.
Como no tenía nada mejor que hacer, volví a la habitación, me duché, me comí un sándwich y esperé a que llegase el tipo de la agencia de alquiler de coches. Cuando me avisaron de recepción, bajé, firmé los documentos y entré en el garaje del hotel. Me puse unas gafas de sol y salí. La luz destellaba en el parabrisas. No había rastro del Chevy ni de nadie que pareciera interesado en mí ni en el coche. Al salir de la ciudad, paré en un gran centro comercial y compré dos teléfonos móviles.
Elliot Norton vivía en las afueras, a unos tres kilómetros de Grace Falls, en una modesta casa blanca de estilo colonial, con dos columnas a ambos lados de la puerta de entrada y un gran porche que rodeaba toda la planta baja. Parecía el típico sitio donde aún se preparaban julepes de menta. La gran plancha de plástico que recubría el agujero del techo le quitaba todo aire de autenticidad. Encontré a Elliot en la parte de atrás hablando con dos hombres que llevaban monos de trabajo y que fumaban apoyados contra una furgoneta. El rótulo del vehículo indicaba que eran albañiles de Tejados y Construcciones Dave's, con sede en las afueras de Martínez, en Georgia. (¿Le gustaría ahorrar? ¡Llame a Dave!). A la derecha de donde se encontraban había un montón de tubos de andamiaje listos para ser montados, a fin de empezar el trabajo a la mañana siguiente. Uno de los hombres jugueteaba distraídamente con un trozo de pizarra quemada, pasándoselo de una mano a otra. Cuando me acerqué, dejó de hacerlo y me señaló con la barbilla. Elliot se volvió enseguida y dejó a los dos hombres para estrecharme la mano.
—¡Tío, qué alegría verte! —sonrió. En la parte izquierda de la cabeza el pelo se le había chamuscado y, para disimularlo, se había rapado el resto. Una gasa le tapaba la oreja izquierda, y a lo largo de la mejilla, de la barbilla y del cuello las marcas de las quemaduras le brillaban. Tenía ampollas en la mano izquierda, en la parte que dejaba a la vista la venda elástica.
—No te lo tomes a mal, Elliot, pero no tienes muy buen aspecto —le dije.
—Lo sé. El fuego acabó con la mayor parte de mi vestuario. Vamos. —Me echó el brazo por la espalda y me llevó dentro de la casa—. He comprado té helado para ti.
La casa apestaba a humedad y a humo. El agua se había filtrado por el suelo del piso de arriba y había dañado la escayola de los techos de la planta baja. Unas nubes marrones recorrían los cielos blancos de los techos. Parte del papel pintado de las paredes había empezado a caerse y consideré que era muy probable que Elliot se viera obligado a reemplazar la mayor parte de las vigas del pasillo. En el salón había un sofá cama sin hacer y ropa colgada de una barra de cortina y del respaldo de las sillas.
—¿Aún sigues viviendo aquí? —le pregunté.
—Sí —contestó mientras limpiaba de ceniza un par de vasos.
—Estarías más seguro en un hotel.
—Tal vez. Pero, en ese caso, la gente que le hizo esto a mi casa podría volver y acabar el trabajo.
—Puede que vuelvan de todas formas.
Negó con la cabeza.
—Por ahora no. Están contentos. El asesinato no va con su estilo. Si quisieran matarme, habrían hecho un trabajo mejor la primera vez.
Sacó una jarra de té helado de la nevera y llenó los vasos. Me quedé junto a la ventana mirando el jardín de Elliot y las tierras colindantes. No se veían pájaros en el cielo y apenas si llegaba un rumor de los bosques que rodeaban la propiedad de Elliot. A lo largo de la costa, las aves migratorias se iban yendo. Los patos Carolina se unían a las golondrinas de mar, y los halcones, las currucas y los gorriones no tardarían en seguirlos. Tierra adentro, donde nos encontrábamos, resultaba menos evidente su partida, e incluso la presencia de los pájaros que pasaban allí todo el año no se notaba tanto como tiempo atrás. Habían dejado de oírse los cantos primaverales de apareamiento, y el brillante plumaje del verano iba transformándose poco a poco en un manto de luto invernal. Pero, para compensar la ausencia de pájaros y el recuerdo de sus colores, las flores silvestres habían empezado a brotar, ya que lo peor de la flama veraniega había pasado. Había ásteres, varas de oro y girasoles, y mariposas atraídas en tropel por el predominio de tonalidades amarillas y purpúreas. Agazapadas debajo de las hojas, las arañas estarían esperándolas.
—¿Cuándo podré verme con Atys Jones? —le pregunté.
—Será más fácil que hables con él después de que lo hayamos sacado del condado. Lo recogeremos en el Centro de Detención del Condado de Richland mañana por la tarde, después lo cambiaremos de coche en Campbell's Country Corner para despistar a los que puedan interesarse en saber adónde nos dirigimos. Desde allí lo trasladaré a un piso franco en Charleston.
—¿Quién es el otro conductor?
—Un hijo del viejo que cuidará a Atys. Es legal. Sabe lo que se trae entre manos.
—¿Por qué no lo escondes más cerca de Columbia?
—Estará más seguro en Charleston, créeme. Lo llevaremos a la parte este, en pleno centro de un barrio negro. Nadie irá allí a hacer preguntas. Y si alguien las hiciera, nos enteraríamos enseguida y nos daría tiempo de sobra de cambiarlo a otro sitio. De todas formas, es un arreglo provisional. Es probable que tengamos que esconderlo en otro sitio más seguro. Y es posible que debamos contratar a unos guardias jurados. Ya veremos.
—¿Me cuentas la historia? —le pregunté.
Elliot movió la cabeza y se restregó los ojos con los dedos sucios.
—La historia es que él y Marianne Larousse se entendían.
—¿Eran novios?
—Novios ocasionales. Atys cree que lo utilizó para vengarse de su hermano y de su papi, y él estaba encantado de seguirle el juego. —Chasqueó la lengua con los dientes—. Debo decirte, Charlie, que mi cliente no es lo que se dice encantador por naturaleza, no sé si me sigues. Sesenta kilos de hostilidad andante, con la boca en un extremo y el ojo del culo en el otro, y la mayoría de las veces no sabría decirte cuál es una cosa y cuál es la otra. Según Atys, la noche en que Marianne murió habían echado un casquete en el asiento delantero de su Pontiac Grand Am. Se pelearon y ella salió corriendo hacia los árboles. Él la siguió, y pensó que la había perdido en el bosque, pero después se la encontró con la cabeza hecha papilla.
—¿Y el arma?
—Lo que había a mano: una piedra de cuatro kilos. La policía detuvo a Atys con manchas de sangre en las manos y en la ropa, y con restos de piedra y de polvo que coinciden con el arma homicida. Admite que le tocó la cabeza y el cuerpo cuando intentaba retirar la piedra. También tenía manchada de sangre la cara, pero no concordaba con la clase de salpicadura que te queda cuando golpeas a alguien con una piedra. Ella no tenía restos de semen, aunque sí de lubricante: el de un condón Trojan, la misma marca de condones que Atys llevaba en la cartera. Parece ser que hubo sexo consentido, pero un buen fiscal podría ser muy capaz de alegar violación. Ya sabes: se excitaron, ella se arrepintió de pronto y eso a él no le gustó nada. No creo que un argumento de ese tipo pueda tenerse en pie, pero intentarán reforzar el caso de todas las maneras posibles.
—¿Crees que será suficiente para sembrar la semilla de la duda en un jurado?
—Es posible. Estoy buscando a un experto para que testifique sobre las manchas de sangre. La acusación encontrará con toda probabilidad a otro que diga exactamente lo contrario. Nos hallamos ante un hombre negro acusado de asesinar a una chica blanca del clan de los Larousse. Lo tiene todo en contra. El fiscal procurará que el jurado esté atiborrado de blancos de clase media y que oscilen entre los cuarenta y los sesenta años, así verán a Jones como al negro del saco. Nuestra única esperanza es lograr que sean menos, pero… —Esperé. Siempre hay un «pero». Aquélla no podía ser una historia sin algún «pero»—. Detrás de todo esto hay una historia local, y de las peores.
Hojeó con rapidez la pila de carpetas que había encima de la mesa de la cocina. Pude vislumbrar informes de la policía, declaraciones de testigos, las transcripciones de los interrogatorios a Atys llevados a cabo por la policía, e incluso fotografías de la escena del crimen. Pero también vi páginas fotocopiadas de libros de historia, recortes de periódicos antiguos y libros sobre la esclavitud y el cultivo de arroz.
—Esto que tienes aquí —dijo Elliot— es la típica historia de un odio heredado.