Aquella noche Rachel me observaba en silencio mientras me desvestía.
—¿Vas a contarme qué ocurrió? —preguntó por fin.
Me acosté a su lado y noté cómo se me acercaba, rozando su barriga con mi muslo. La toqué e intenté percibir la vida que llevaba dentro.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.
—Estupenda. Esta mañana sólo vomité un poco —me sonrió y me dio un empujón—. ¡Después entré y te besé!
—Muy bonito. Pues ni me di cuenta de que fuera más desagradable de lo habitual, lo que no dice gran cosa de tu higiene.
Rachel me pellizcó con fuerza en la cintura y después me acarició la cabeza.
—¿Y bien? Aún no has contestado mi pregunta.
—Dijo que quería que me retractase… Bueno, que nos retractásemos, ya que supongo que te citarán a ti también… Que nos retirásemos del caso y nos negáramos a testificar. A cambio, prometió dejarnos tranquilos.
—¿Le crees?
—No, e incluso si le creyese, no cambiaría en nada las cosas. Stan Ornstead duda de que yo sea un testigo idóneo, pero sólo está crispado, y esa duda en realidad no se extiende a ti. Testificaremos, nos guste o no, pero me da la impresión de que a Faulkner, en el fondo, le da lo mismo nuestra declaración, y me temo que está absolutamente convencido de que va a conseguir salir bajo fianza después de la revisión del caso. No sé con qué intención me llamó, salvo la de mofarse de mí. Quizá se aburre tanto en la cárcel que pensó que podría proporcionarle algún entretenimiento.
—¿Y se lo diste?
—Un poco, pero es de los que se entretienen con facilidad. También hubo más cosas. En su celda hacía un frío polar, Rachel. Parece como si su cuerpo absorbiese todo el calor que le rodea. Y se cebó con uno de los guardias, uno que tiene un lío con una jovencita.
—¿Se trata de un mero chismorreo?
—No. El guardia reaccionó como si le hubiesen dado una bofetada. No creo que se lo haya contado a nadie. Según Faulkner, la chica es menor de edad, y el propio guardia me lo confirmó más tarde.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Con lo de la chica? Le pedí a Stan Ornstead que lo investigara. Es todo lo que puedo hacer.
—¿Y qué sacas en claro de Faulkner? ¿Que es vidente?
—No. No es vidente. No creo que haya una palabra para definir lo que es Faulkner. Antes de dejarle me escupió. Concretamente, me escupió en la boca.
Noté que se ponía rígida.
—Sí, así fue como me puse yo. No hay suficiente elixir en el mundo para quitarme eso de la boca.
—¿Por qué lo hizo?
—Me dijo que me ayudaría a ver mejor.
—¿A ver mejor qué?
Entrábamos en un terreno delicado. Estuve a punto de hablarle del coche negro, de lo que vi en los muros de la cárcel, de las visiones que tuve en el pasado de las niñas perdidas, de las visitas que Susan y Jennifer me hacían desde algún lugar del más allá. Estaba deseoso de contarle todo aquello, pero no pude, y no acertaba a comprender por qué. Creo que ella notó algo, pero prefirió no preguntar. De todas formas, si me hubiese preguntado, ¿cómo podría explicárselo? Aún no estaba del todo seguro de la naturaleza del don que poseía. No me gustaba la idea de que algo que había en mí atrajese a esas almas perdidas. A veces prefería creer que se trataba de un trastorno psicológico en vez de un trastorno parapsicológico.
También estuve a punto de llamar a Elliot Norton para decirle que el problema era suyo y que yo no quería involucrarme. Pero se lo había prometido. Y mientras Faulkner estuviese entre rejas, esperando una decisión relativa a su fianza, Rachel se hallaría a salvo. No me cabía duda de que Faulkner no intentaría nada que hiciera peligrar su puesta en libertad.
El coche negro era otro asunto. No fue un sueño, aunque tampoco algo real. Era como si algo que estuviese latente en un punto ciego de mi visión se hubiera hecho visible durante unos segundos. Como si una alteración transitoria de la percepción me hubiese permitido ver lo que suele estar oculto. Y, por alguna razón que no comprendía del todo, consideré que el coche, ya fuese real o imaginario, no representaba una amenaza concreta. Su finalidad era más borrosa y su simbolismo más ambiguo. De todas formas, el hecho de que el Departamento de Policía de Scarborough estuviese vigilando la casa me ofrecía un consuelo añadido, aunque resultaba improbable que los oficiales de la policía fuesen a informar de la aparición de un Coupe de Ville negro y abollado.
También estaba el asunto de Roger Bowen. No podía salir nada bueno de un encuentro con él, pero sentía curiosidad por verlo de cerca, quizá para sondearlo un poco y ver si lograba sacar algo en claro. Más que nada, tenía yo la sensación de que había una convergencia de acontecimientos, y presentía que el caso de Elliot Norton, aun siendo diferente, estaba relacionado con ellos. No creo mucho en las casualidades. La experiencia me dice que lo que ocurre por casualidad suele ser la manera que tiene la vida de decirte que no estás prestando la atención suficiente.
—Cree que los muertos le hablan —dije por fin—. Cree que hay ángeles deformados rondando por la prisión de Thomaston. Eso era lo que él quería que viese.
—¿Y lo viste?
La miré. No sonreía.
—Vi cuervos —contesté—. Bandadas de cuervos. Y antes de que me mandes a dormir al cuarto de invitados, te diré que no fui el único que los vio.
—No dudo de tu palabra —dijo Rachel—. Nada de lo que puedas decirme del viejo me sorprendería. Incluso estando encerrado, me provoca escalofríos.
—No tengo por qué ir —le dije—. Puedo quedarme aquí.
—No quiero que te quedes aquí —contestó—. No he querido dar a entender eso. Dímelo con franqueza: ¿estamos en peligro?
Me lo pensé antes de contestar.
—Creo que no. Al final no va a ocurrir nada hasta que sus abogados apelen el fallo de la fianza. Después tendremos que reconsiderarlo. Por ahora, el papel de ángel de la guarda del Departamento de Policía de Scarborough es una garantía de seguridad, aunque puede que necesite un poco de apoyo extraoficial.
Abrió la boca para objetar algo, pero se la cerré delicadamente con la mano. Entrecerró los ojos en señal de reproche.
—Mira, es tanto por tu bien como por el mío. Si llega el caso, no supondrá ninguna molestia ni llamará la atención, y yo dormiría un poco más tranquilo si contásemos con ese apoyo.
Aparté un poco mi mano de su boca y me preparé para oír la diatriba. Separó los labios y volví a cerrarle la boca. Ella suspiró con resignación y encorvó los hombros en señal de derrota. Retiré la mano y la besé en los labios. Al principio no reaccionó, pero después noté que separaba los labios y que buscaba cautelosamente mi lengua con la suya. Abrió mucho más la boca. La estreché contra mí.
—¿Usas el sexo para obtener lo que quieres? —me preguntó tras recuperar un poco la respiración, mientras mi mano se deslizaba por la parte interna de su muslo.
Alcé las cejas y simulé que me había ofendido.
—Desde luego que no —le aseguré—. Soy un hombre. Lo que quiero es sexo.
Sentía el sabor de su risa en mi lengua cuando empezamos el baile lento del amor, muy suavemente.
Me desperté en medio de la oscuridad. No había ningún coche, aunque parecía que se acabase de ir uno por la carretera.
Salí de la habitación y bajé sin hacer ruido a la cocina. Sabía que no volvería a conciliar el sueño. Cuando llegué a los últimos escalones, vi que Walt estaba sentado delante de la puerta del salón. Tenía las orejas levantadas y golpeaba con lentitud el rabo contra el suelo. Me miró y fijó enseguida la vista en el salón. Cuando le rasqué las orejas, se mostró insensible, manteniendo los ojos fijos en una zona oscura que había en un rincón de la habitación, siempre en penumbra por las gruesas cortinas, pero más oscura aún de lo normal, como un agujero abierto entre dos mundos.
Había algo en aquella oscuridad que atraía la atención del perro.
Alcancé la única arma que tenía a mano: el abrecartas que había en la bandeja del perchero. Lo cogí subrepticiamente y entré en la habitación, consciente de que estaba desnudo.
—¿Quién anda ahí? —pregunté.
A mis pies, Walt dejó escapar un leve gemido, pero era más de excitación que de miedo. Fui acercándome a aquella oscuridad.
Y surgió de ella una mano.
Era la mano de una mujer, una mano muy blanca. Vi que tenía tres heridas horizontales tan profundas que dejaban al descubierto los huesos de los dedos. Las heridas eran antiguas, de un color marrón grisáceo, y la piel se había endurecido a su alrededor. No había rastro de sangre. La mano avanzó un poco más, con la palma de cara y los dedos alzados.
detente.
Y comprendí que aquellas heridas eran sólo las primeras que le hicieron, que había intentado detener la cuchilla con las manos, pero que la cuchilla le había alcanzado la cara y el cuerpo. Tenía más cuchilladas, las que la mataron y las que le propinaron después de morir.
por favor
Me detuve.
—¿Quién eres?
me estás buscando
—¿Cassie?
sabía que me buscabas
—¿Dónde estás?
Perdida
—¿Qué ves?
Nada
está oscuro
—¿Quién te hizo eso? ¿Quién?
No uno
muchos en uno
Entonces oí un susurro, y otras voces que se unían a la de ella.
Cassie déjame hablar, deja que hable con él
Cassie ¿va a ayudarnos?
Cassie ¿sabe él mi nombre? ¿puede decirme cuál es mi nombre?
Cassie ¿puede sacarme de aquí?
Cassie quiero irme a casa por favor estoy perdida
Cassie por favor quiero irme a casa por favor
—¿Cassie, quiénes son?
no lo sé
no puedo verlas
pero todas están aquí
él nos trajo aquí
De repente, una mano me tocó por detrás el hombro desnudo. Era Rachel, que apretaba su pecho contra mi espalda. Notaba el frescor de las sábanas en mi piel. Las voces fueron desvaneciéndose, apenas audibles, aunque desesperadas e insistentes.
por favor
Y, en sus sueños, Rachel frunció el ceño y dijo en un leve susurro:
—Por favor.