El movimiento racista militante nunca ha sido demasiado numeroso. El ala dura cuenta con veinticinco mil miembros como mucho. A esta cifra deben sumarse los, quizá, más de ciento cincuenta mil simpatizantes activos y, con toda probabilidad, otros cuatrocientos mil miembros informales que no aportan ni dinero ni mano de obra efectiva, pero que, si les aflojas la lengua con bebida suficiente, salen con el cuento de la amenaza que representan los de color y los judíos para la raza blanca. Los miembros del Klan constituyen más de la mitad del ala dura. El resto lo componen cabezas rapadas y un surtido de nazis. El nivel de cooperación entre ambos grupos es mínimo, y en ocasiones han llegado a un nivel de competitividad que linda con la agresión abierta. Rara vez los miembros son fijos: van y vienen de un grupo a otro con frecuencia, dependiendo de las necesidades de los jefes, de los enemigos o de los tribunales.
Pero a la cabeza de cada grupo se halla un núcleo formado por activistas de toda la vida, y, aunque cambie el nombre del movimiento o haya una pelea entre ellos y se dividan en células cada vez más pequeñas, esos líderes permanecen. Son misioneros, fanáticos y proselitistas de la causa, y expanden el evangelio de la intolerancia en ferias, en mítines y en conferencias, a través de boletines informativos, panfletos y programas de radio de madrugada.
Entre ellos se encontraba Roger Bowen, que era uno de los más veteranos y también uno de los más peligrosos. Nacido en el seno de una familia baptista de Gaffney, Carolina del Sur, en las estribaciones del Blue Ridge, había ocupado cargos en multitud de organizaciones reaccionarias, incluidas algunas de las más notorias agrupaciones neonazis de los últimos veinte años. En 1983, cuando tenía veinticuatro años, Bowen fue uno de los tres jóvenes interrogados, aunque salieron sin cargos, por su implicación en la Orden, la sociedad secreta fundada por el racista Robert Matthews y asociada a las Naciones Arias. Durante 1983 y 1984, la Orden llevó a cabo una serie de robos a furgones blindados y a entidades bancarias para financiar sus operaciones, entre las que se contaban atentados con explosivos, incendios premeditados y falsificaciones de diverso tipo. La Orden fue también la responsable del asesinato de Alan Berg, presentador de un programa de entrevistas en Denver, y del de un tipo llamado Walter West, un miembro de la Orden sospechoso de haber revelado secretos. Al final apresaron a todos los miembros de la Orden, con la excepción del propio Matthews, que fue asesinado en un tiroteo con los agentes del FBI en 1984. A partir de ese instante no había pruebas para relacionar a Bowen con aquellas actividades, de modo que no se le pudo juzgar, y la verdad sobre el verdadero alcance de la implicación de Bowen en la Orden murió con Matthews. A pesar del reducido número de activistas de la Orden, las operaciones que el FBI llevó a cabo contra ella ocuparon a una cuarta parte de todos los efectivos del departamento. El reducido número de miembros de la Orden había jugado a su favor, pues resultaba difícil infiltrar en ella a topos y confidentes, excepción hecha del desgraciado Walter West. Una lección que Bowen jamás olvidó.
Bowen anduvo durante un tiempo a la deriva, hasta que encontró un hogar en el Klan, aunque por aquel entonces la cofradía ya estaba bastante castigada a causa de las actividades del Programa de Contrainteligencia del FBI: los miembros del Ku Klux Klan habían fracasado, su prestigio había caído en picado y la edad media de sus miembros había empezado a disminuir a medida que los más viejos iban desertando o muriéndose. El resultado fue que las relaciones tradicionalmente conflictivas del Klan con todo el boato del neo-nazismo dejaron de ser tan ambiguas, y la nueva savia no era tan quisquillosa con respecto a tales asuntos como lo eran los miembros veteranos. Bowen se unió a los Caballeros del Ku Klux Klan del Imperio Invisible de Bill Wilkinson, pero cuando el Imperio Invisible se disolvió en 1993, tras un costoso proceso judicial, Bowen ya había fundado su propio Klan: el de los Confederados Blancos.
Con todo, Bowen no iba por ahí reclutando adeptos, como hacían en los otros clanes, e incluso el nombre del Klan no era mucho más que una bandera de conveniencia. Los Confederados Blancos nunca sobrepasaron la docena de individuos, pero tenían poder e influencia a pesar de lo reducido de su número y contribuyeron de manera decisiva en el proceso de nazificación que se desarrolló en el Klan a lo largo de la década de los ochenta, difuminando cada vez más las fronteras tradicionales que existían entre los miembros del Klan y los neonazis.
Bowen no negaba el Holocausto: le gustaba la idea de la existencia del Holocausto, la posibilidad de que hubiese existido una fuerza capaz de asesinar a una escala antes inimaginable y con tal sentido del orden y de la planificación. Fue esto, más que cualquier tipo de escrúpulo moral, lo que llevó a Bowen a distanciarse de los escándalos fortuitos y de los estallidos esporádicos de violencia, que eran endémicos en el movimiento. En el mitin anual de Stone Mountain, en Georgia, incluso llegó a condenar en público un incidente que había tenido lugar en Carolina del Norte, donde un grupo de borrachos marginales del Ku Klux Klan golpeó hasta matarlo a un hombre blanco de mediana edad llamado Bill Perce, y lo único que oyó fue un abucheo para que abandonase la tribuna. Desde entonces, Bowen evitó volver a Stone Mountain. No le comprendían y él no los necesitaba, aunque siguió trabajando entre bambalinas y financiando marchas ocasionales del Klan a pequeñas poblaciones situadas entre las fronteras de Georgia y Carolina del Sur. Incluso si, como ocurría con frecuencia, sólo tomaban parte un puñado de hombres, la amenaza que implicaba una marcha aún tenía repercusión en los periódicos, originaba quejas indignadas por parte de los borregos liberales y contribuía a la atmósfera de intimidación y desconfianza que Bowen necesitaba para que su obra siguiera funcionando. Los Confederados Blancos eran en gran parte una fachada, una mera representación teatral parecida a los movimientos que hace un mago con su varita antes de realizar un truco. El verdadero truco se llevaba a cabo a escondidas, y el movimiento de la varita no sólo no tenía nada que ver con el ilusionismo, sino que resultaba irrelevante del todo para el truco en sí.
Porque era Bowen el que estaba intentando reconciliar las viejas enemistades. Era él quien establecía puentes entre los Patriotas Cristianos y los Arios, entre los cabezas rapadas y los del Klan. Era Bowen el que tendía la mano a los miembros más ruidosos y radicales de la derecha cristiana. Era Bowen el que era consciente de la importancia de la unidad, de la intercomunicación, del aumento de los fondos. Y fue Bowen quien se dio cuenta de que, al tomar a Faulkner bajo su protección, podría convencer a aquellos que creían en la historia del predicador para que le diesen a él el dinero. La Hermandad había recaudado más de quinientos mil dólares el año antes de la detención de Faulkner. Eran migajas en comparación con lo que sacaban los telepredicadores más famosos, pero para Bowen y los suyos representaba una ganancia sustanciosa. Bowen había visto cómo el dinero entraba a raudales en el fondo creado para la apelación de Faulkner. Ya había suficiente como para reunir el diez por ciento de una fianza de siete cifras y algo más de propina, y seguía creciendo. Pero ningún avalista estaría lo suficientemente loco como para cubrir la fianza de Faulkner en caso de que la revisión le fuese favorable. Bowen tenía otros planes y otros asuntos entre manos. Si jugaban bien sus cartas, Faulkner podría salir y desaparecer antes de que finalizase el mes, y si circulaban rumores de que Bowen lo había quitado de en medio para ponerlo a salvo, tanto mejor para Bowen. De hecho, mucho después de eso poco importaría que el predicador estuviese vivo o muerto. Sería suficiente con que se mantuviera oculto, y eso podría hacerlo con la misma facilidad bajo tierra que encima de ella.
Pero Bowen admiraba los logros alcanzados por el viejo predicador y su Hermandad. Sin recurrir a aquellos asaltos bancarios que habían minado la Orden, y con una soldadesca que nunca ascendía a más de cuatro o cinco individuos, Faulkner llevó a cabo una campaña de asesinatos y de intimidación contra blancos fáciles durante casi tres décadas y había borrado con éxito las pistas. Incluso el FBI y la ATF aún tenían problemas a la hora de vincular la Hermandad con la muerte de médicos abortistas, de homosexuales declarados, de líderes judíos y de las demás pesadillas de la extrema derecha. Se sospechaba que Faulkner había autorizado aquella aniquilación.
Era extraño, pero Bowen apenas había considerado la posibilidad de aliarse con la causa de Faulkner hasta que reapareció Kittim. Kittim era una leyenda entre la extrema derecha y un héroe del pueblo. Se había aproximado a Bowen poco antes del arresto de Faulkner y, a partir de ahí, la idea de involucrarse en el caso acabó llegándole a Bowen de forma natural. Y si no podía recordar a qué se debía la fama de Kittim, o incluso de dónde venía, bueno, qué más daba. Siempre les pasa lo mismo a los héroes del pueblo, ¿no es verdad? Ellos son reales sólo en parte, pero, con Kittim a su lado, Bowen se sintió de nuevo motivado, casi invencible.
Era algo tan fuerte que apenas se daba cuenta del miedo que sentía ante la presencia del aquel hombre.
La admiración de Bowen, traducida a hechos concretos con la llegada de Kittim, pareció halagar el ego de Faulkner, ya que, a través de sus abogados, el predicador se mostró de acuerdo en convertir a Bowen en paladín de su causa; incluso llegó a ofrecer dinero de unas cuentas bancarias secretas, imposibles de rastrear por sus perseguidores, si Bowen era capaz de urdirle un plan de fuga. Por encima de todo, el viejo no deseaba morir en la cárcel. Prefería ser un perseguido durante el resto de su vida antes que pudrirse tras unos barrotes a la espera de que lo juzgaran. Faulkner sólo había pedido un favor más. A Bowen le molestó un poco aquella petición, dado que ya se había ofrecido para librar a Faulkner del peso de la ley, pero, cuando Faulkner le dijo en qué consistía aquel favor, Bowen se tranquilizó. Después de todo, era un favor muy pequeño, y le proporcionaría el mismo placer a Bowen que a Faulkner.
Bowen creyó encontrar en Kittim al hombre más apropiado para aquel trabajo, pero se equivocaba.
En realidad, el hombre le había encontrado a él.
La furgoneta de Bowen entró en el pequeño claro que había delante de la cabaña, levantada justo a lo largo de la linde del estado de Carolina del Sur, al este de Tennessee. El refugio estaba hecho de madera oscura. Tenía cuatro peldaños de madera tosca que llevaban al porche y dos estrechas ventanas a cada lado. Parecía diseñado como fortín defensivo.
A la derecha de la puerta había un hombre sentado en una mecedora, fumando un cigarrillo. Era Carlyle. Tenía el pelo corto y rizado, con unas entradas que habían empezado a salirle a los veintipocos años, pero que misteriosamente se detuvieron al cumplir los treinta, dejándole una especie de peluca rubia de payaso en su cabeza de huevo. Se mantenía en buena forma física, como la mayoría de los hombres que Bowen tenía a su lado. Bebía poco, y Bowen no recordaba haberlo visto fumar antes. Parecía cansado y enfermo. A Bowen le llegó el olor de algo a medida que se acercaba: vómito.
—¿Estás bien? —preguntó Bowen.
Carlyle se secó los labios con los dedos y se miró las yemas para ver si le quedaba algún detrito.
—¿Por qué? ¿Estoy manchado de mierda?
—No, pero hueles mal.
Carlyle le dio una larga calada al cigarrillo y aplastó a conciencia la colilla en la suela de su bota. Cuando tuvo la certeza de que estaba apagada, la hizo trizas y dejó que la brisa esparciera las hebras de tabaco.
—¿De dónde hemos sacado a ese tipo, Roger? —preguntó cuando acabó.
—¿A quién? ¿A Kittim?
—Claro, a Kittim.
—Es una leyenda —respondió Bowen. Su voz sonaba como un mantra.
Carlyle se pasó la mano por la calva.
—Eso lo sé. Bueno, supongo que lo sé. —La incertidumbre que reflejaban sus gestos no tardó en transformarse en indignación—. De cualquier forma, venga de donde venga, es un monstruo.
—Lo necesitamos.
—Hasta ahora nos ha ido bien sin él.
—Esto es distinto. ¿Le habéis sacado algo al tipo ese?
Carlyle negó con la cabeza.
—No sabe nada. Es un pedazo de carne.
—¿Seguro?
—Créeme. Si supiese algo, ya nos lo habría dicho. Pero ese gilipollas de los cojones sigue machacándolo.
Bowen apenas creía en las conspiraciones judías. Claro que había judíos ricos que tenían poder e influencia, pero resultaba evidente que se hallaban muy dispersos si uno se tomaba la molestia de analizar el panorama global. De todas formas, si había que creer a Faulkner, algunos viejos judíos de Nueva York habían intentado asesinarle. Contrataron a un hombre para que lo hiciera. Aquel hombre ya estaba muerto, pero Faulkner quería saber quiénes lo habían enviado, a fin de poder vengarse de ellos cuando llegase el momento, y Bowen era de la opinión de que no estaba de más saber contra qué se enfrentaban. Ése fue el motivo por el que atraparon al muchacho y lo sacaron de las calles de Greenville cuando empezó a llamar la atención por preguntar lo que no debía donde no debía. Después de eso, lo llevaron allí arriba, atado y amordazado, en el maletero de un coche, y se lo entregaron a Kittim.
—¿Dónde está?
—Fuera, en la parte de atrás.
Cuando Bowen iba a pasar por delante de él, Carlyle alargó el brazo y le cortó el camino.
—¿Has comido ya?
—No mucho.
—Suerte que tienes.
Retiró el brazo y Bowen bordeó la cabaña hasta que llegó a un corral cercado que tiempo atrás se usaba para guardar cerdos. Bowen pensó que el hedor de los cerdos aún persistía, hasta que vio lo que estaba tendido en el centro del corral y se dio cuenta de que no se trataba de un olor animal, sino humano.
El joven estaba desnudo y atado a una estaca bajo el sol. Tenía la barba corta y muy bien arreglada y el pelo negro pegado al cráneo a causa del sudor y del lodo. Le habían sujetado la cabeza con un cinturón de piel. Se veía cómo apretaba los dientes cada vez que le abrían y le palpaban las heridas. El hombre que estaba encima de él, torturándolo, llevaba un mono y guantes. Examinaba con los dedos las nuevas cavidades y aberturas que iba haciéndole con un cuchillo. Cuando el muchacho atado a la estaca se ponía tenso y gimoteaba débilmente a través de la mordaza, su torturador se detenía por un instante, y luego proseguía la tarea. Bowen no podía ni imaginarse siquiera cómo había logrado mantener al muchacho con vida, ni mucho menos consciente, pero Kittim era en verdad un hombre muy habilidoso. Se puso en pie cuando oyó que Bowen se acercaba, desplegó el cuerpo igual que lo haría un insecto cuando se le molesta y se volvió hacia él.
Kittim era alto, mediría casi un metro noventa. La gorra y las gafas que siempre llevaba puestas ocultaban casi por completo sus facciones, pero lo hacía a propósito, ya que algo le pasaba en la piel. Bowen no sabía con exactitud de qué se trataba, y nunca había tenido el valor suficiente para preguntárselo, pero la cara de Kittim era de un color púrpura rosáceo y sólo tenía unas matas ralas de pelo repartidas por el escamoso cráneo. A Bowen le recordaba a un marabú, nacido para alimentarse de los muertos y de los moribundos. Los ojos, cuando dejaba que se los vieran, eran de un verde muy oscuro, como los de un gato. Debajo del mono se apreciaba un cuerpo delgado, casi cadavérico, y fuerte. Llevaba las uñas muy cuidadas e iba muy bien afeitado. Desprendía un leve olor a carne animal y a loción de afeitar Polo.
Y a veces a petróleo quemado.
Bowen bajó la mirada para ver al muchacho, y después la centró en Kittim. Desde luego, Carlyle tenía razón: Kittim era un monstruo. Del pequeño séquito de Bowen, sólo Landron Mobley, que era sólo un poco mejor que un perro rabioso, daba la impresión de sentir cierta simpatía por él. A Bowen no sólo le molestaban los tormentos que le estaba infligiendo al judío, sino también la sensación de carnalidad que los acompañaba: Kittim estaba excitado sexualmente. Bowen le notaba la erección por debajo del mono. Por un momento, le irritó el hecho de tener que dominar el miedo subyacente que aquel hombre le provocaba.
—¿Te estás divirtiendo? —le preguntó Bowen.
Kittim se encogió de hombros.
—Me pediste que averiguara lo que sabía —y su voz sonó como una escoba que barre un suelo de piedra polvoriento.
—Carlyle dice que no sabe nada.
—Carlyle no manda aquí.
—Exacto. Mando yo, y te pregunto si le has sacado algo que pueda sernos útil.
Kittim miró con fijeza a Bowen a través de las gafas de sol y le volvió la espalda.
—Déjame —dijo mientras se hincaba de rodillas para seguir martirizando al joven—. Aún no he terminado.
En vez de irse, Bowen desenfundó la pistola. Volvió a concentrar sus pensamientos en aquel extraño hombre deforme, en su naturaleza fantasmal y en su pasado. Era como si le hubiesen invocado, pensó; como si fuese una personificación de los temores y de los odios de todos ellos, una abstracción hecha carne. Fue él quien acudió a Bowen y le ofreció sus servicios. Bowen fue conociéndolo poco a poco, como una fuga de gas que se filtrara lentamente en una habitación; algunas de las difusas historias que se contaron en torno a él fueron adquiriendo un nuevo sentido con su presencia, y Bowen se veía incapaz de quitárselo de encima. ¿Qué fue lo que dijo Carlyle? Que era una leyenda, pero ¿por qué? ¿Qué había hecho para serlo?
Además, no parecían interesarle ni la causa, ni los negros, ni los maricones, ni los putos judíos, cuya mera existencia proporcionaba a la mayoría de los de su clase el combustible necesario para poner en marcha todos sus odios. Pero Kittim daba la impresión de estar por encima de tales asuntos, incluso cuando martirizaba a una víctima desnuda. Ahora Kittim intentaba decirle lo que tenía que hacer y le ordenaba que se alejase de su presencia, como si Bowen fuese un mayordomo negro con una bandeja. Ya era hora de que Bowen recobrara el control de la situación y demostrara a todo el mundo quién era el jefe. Se acercó sigilosamente a Kittim, levantó la pistola y apuntó al joven que estaba tendido en el suelo.
—No —dijo Kittim en voz baja.
Bowen lo miró y…
Y Kittim comenzó a brillar.
Fue como si una ola repentina de intenso calor lo traspasara, haciéndole retorcerse, y, por un instante, era Kittim y era a la vez otro, alguien sombrío y alado, con ojos de pájaro muerto que reflejasen el mundo sin tener vida dentro de sí. Su carne estaba flácida y marchita, y los huesos se le transparentaban bajo ella. Tenía las piernas un poco torcidas y los pies alargados.
El olor a petróleo se hizo más intenso y, de repente, Bowen comprendió. Por dudar de él, por dejar que su ira se desbordase, había permitido de alguna manera que su mente descubriese un aspecto de Kittim que hasta entonces había permanecido oculto: la verdad de su naturaleza.
Es viejo, pensó Bowen, mayor de lo que aparenta, mayor de lo que cualquiera de nosotros pueda imaginar. Tiene que concentrarse para mantener sus dos naturalezas. Por eso su piel es como es, por eso anda tan despacio, por eso se mantiene alejado. Tiene que luchar para seguir siendo lo que es. No es humano. Es…
Bowen dio un paso atrás cuando la figura empezó a recomponerse hasta que se halló de nuevo contemplando a aquel hombre vestido con un mono y con los guantes manchados de sangre.
—¿Te pasa algo? —preguntó Kittim.
A pesar de la confusión y del miedo, Bowen comprendió que no debía revelarle la verdad. De hecho, no podría haber dicho la verdad aunque quisiera, porque su mente se estaba esforzando por apuntalar rápidamente su cordura amenazada, y en aquel momento no estaba seguro de cuál era la verdad. Kittim no podía haber brillado. No podía haberse transformado. No podía ser lo que Bowen, por un instante, había creído que era: una cosa sombría y alada, un pájaro terrible y mutante.
—Nada —contestó Bowen. Miró atontado la pistola que tenía en la mano y la guardó.
—Entonces, déjame volver a la faena —dijo Kittim, y lo último que Bowen vio fue la desvanecida esperanza en los ojos del joven, antes de que el cuerpo delgado de Kittim se cerniera sobre él.
De vuelta al coche, Bowen pasó junto a Carlyle.
—¡Oye! —Carlyle alargó la mano para detenerlo, pero se echó atrás y la apartó cuando vio la cara de Bowen.
—Tus ojos —dijo—. ¿Qué les ha pasado a tus ojos?
Pero Bowen no contestó. Más tarde, le contó a Carlyle lo que había visto, o lo que creía haber visto, y luego, cuando las cosas tomaron el rumbo que tomaron, Carlyle se lo contó a los investigadores. Pero, de momento, Bowen se guardó aquello para sí y su cara no reflejó emoción alguna mientras se alejaba en el coche, ni siquiera cuando se miró en el espejo retrovisor y vio que los capilares del globo ocular se le habían reventado. Sus pupilas eran agujeros negros en mitad de unos charcos de sangre.
Lejos, en el norte, Cyrus Nairn retrocedió a la oscuridad de su celda. Allí era más feliz que fuera, porque no tenía que mezclarse con la gente. No le comprendían y no podían comprenderle. Tonto: ésa era la palabra que todo el mundo había utilizado para referirse a Cyrus durante toda su vida. Tonto. Capullo. Mudo. Esquizo. A Cyrus no le importaba en absoluto lo que le dijeran. Él sabía que era listo. También sospechaba, en lo más hondo de su ser, que estaba loco.
A Cyrus lo abandonó su madre cuando tenía nueve años, y vivió atormentado por su padrastro hasta que por fin lo encarcelaron por primera vez cuando tenía diecisiete años. Aún era capaz de recordar algunos aspectos de su madre: no el amor o la ternura —no, eso nunca—, aunque sí aquella mirada suya cuando empezó a despreciar lo que había traído al mundo tras un parto difícil. El niño nació jorobado, incapaz de mantenerse del todo erguido, con las rodillas dobladas, como si siempre estuviese esforzándose por levantar un peso invisible. Tenía la frente muy ancha, los ojos muy oscuros, con el iris casi negro; la nariz achatada, con los orificios muy anchos; la barbilla pequeña y redonda y la boca muy grande. El labio superior le colgaba sobre el inferior. Incluso cuando tenía la boca quieta, se le quedaba entreabierta, y por eso parecía que Cyrus estaba siempre a punto de dar un mordisco.
Y era fuerte. Tenía los músculos de los brazos, de los hombros y del pecho muy voluminosos. Bajo su estrecha cintura, la musculatura volvía a abultarse en las nalgas y en los muslos. Su fuerza le había salvado. De no haber sido por ella, la cárcel le habría vencido desde hacía mucho.
La primera condena le fue impuesta por allanamiento de morada, después de haber entrado en la casa de una mujer, en Houlton, armado con un cuchillo de cocina. La mujer se encerró en su dormitorio y llamó a la policía. Detuvieron a Cyrus cuando trataba de escapar por la ventana del cuarto de baño. Comunicándose por señas, les dijo que sólo estaba buscando dinero para cerveza, y le creyeron. Aun así, le cayeron tres años de condena, aunque sólo cumplió dieciocho meses.
Tras un reconocimiento practicado por el psiquiatra de la cárcel le diagnosticaron por primera vez que era esquizofrénico, y el psiquiatra aseguró que presentaba los clásicos síntomas «de manual»: alucinaciones, delirios, patrones anómalos de pensamiento y de expresión, audición de voces inexistentes… Cyrus asentía con la cabeza mientras le explicaban todo lo que le ocurría por medio de un intérprete, aunque él podía oír sin ningún problema. Sencillamente, prefirió no decir que no era sordo ni revelar el hecho de que una noche, hacía ya muchísimo tiempo, decidió no volver a hablar.
O puede que alguien hubiese tomado aquella decisión por él. Cyrus nunca estuvo del todo seguro.
Le recetaron una medicación, los llamados antipsicóticos de primera generación, pero Cyrus odiaba los efectos secundarios, que le provocaban modorra, y no tardó en ingeniárselas para no tomarlos. Pero, aún más que los efectos secundarios, Cyrus odiaba el sentimiento de soledad que le producían aquellas drogas. Despreciaba el silencio. Cuando volvió a oír las voces, se abrazó a ellas y les dio la bienvenida, como se hace con los viejos amigos que regresan desde algún lugar remoto con nuevas y raras historias que contar. Cuando al fin salió de la cárcel, apenas oyó el típico discursito del guardia que le hablaba por encima del clamor de las voces, debido a lo excitado que estaba Cyrus ante la perspectiva de recobrar la libertad y de reanudar los planes que las voces le habían detallado tan minuciosamente durante tanto tiempo.
Porque para Cyrus el asunto de Houlton había sido un fracaso por dos motivos. En primer lugar, porque le habían pillado. En segundo lugar, porque no había entrado en la casa para robar dinero.
Había entrado en la casa por la mujer.
Cyrus Nairn vivía en una pequeña cabaña levantada en un terreno que la familia de su madre poseía cerca del río Androscoggin, a unos veinte kilómetros al sur de Wilton. Antiguamente, la gente solía almacenar la fruta y la verdura en agujeros cavados en la orilla del río, donde se mantenían frescas una vez recolectadas. Cyrus dio con esos agujeros, los reforzó y camufló la entrada con arbustos y maderos. Cuando era niño, los agujeros le ayudaban a aislarse del mundo. A veces, casi creía que había nacido para vivir en ellos, que aquellos agujeros eran casas hechas a su medida. La curvatura de su espina dorsal, su cuello corto y grueso, sus piernas un poco dobladas en las rodillas: todo daba la impresión de haber sido diseñado expresamente para permitirle acomodarse en los agujeros de la ribera del río. Ahora, los frescos agujeros ocultaban otras cosas, e incluso durante el verano la refrigeración natural resultaba efectiva, ya que Cyrus tenía que echarse a tierra para poder olisquear algún leve rastro de lo que yacía allí abajo.
Después de lo de Houlton, Cyrus aprendió a tener más cuidado. Cada cuchillo que fabricaba lo usaba sólo una vez, luego lo quemaba y enterraba la hoja muy lejos de sus propiedades. Al principio podía pasarse un año, o quizá dos, sin cobrarse una pieza, satisfecho de permanecer agazapado en el frescor silencioso de los agujeros, antes de que las voces se volvieran demasiado estridentes y le obligasen a salir de caza una vez más. Después, cuando ya era adulto, las voces se hicieron más insistentes y las exigencias cada vez más continuas, hasta que intentó cazar a una mujer en Dexter y ella se puso a gritar, entonces acudieron unos hombres y le dieron una paliza. Por aquello le cayeron a Cyrus cinco años, pero la condena ya tocaba a su fin. La junta encargada de conceder la libertad condicional estudió los resultados del test Hare PCL-R, un tipo de examen ideado por un catedrático de psicología de la Universidad de British Columbia que estaba considerado como un indicador estándar para medir la posibilidad de reincidencia por parte del recluso y su grado de violencia, así como la respuesta del individuo a los métodos terapéuticos, y el dictamen de la junta había sido favorable. Dentro de unos días, Cyrus estaría libre, libre para poder regresar al río y a sus amados agujeros. Aquél era el motivo de que le gustase la oscuridad de la celda, sobre todo de noche, cuando cerraba los ojos e imaginaba que estaba de nuevo allí, entre las mujeres y las niñas, aquellas niñas perfumadas.
Su excarcelación se debió en parte a su inteligencia natural, ya que Cyrus, si los psiquiatras de la prisión le hubiesen estudiado con más detenimiento, les habría servido para demostrar la teoría de que los mismos factores genéticos que contribuyeron a su condición también le habían dotado de genio creativo. Pero, en las últimas semanas, Cyrus también había recibido ayuda por parte de una fuente inesperada.
Cuando el viejo llegó a la unidad de estabilización de salud mental, observó a Cyrus tras los barrotes de su celda y empezó a mover los dedos.
«Hola».
Hacía tanto tiempo que Cyrus no hablaba por señas con nadie que no fuese el médico jefe, que casi había olvidado cómo hacerlo, aunque con lentitud al principio, y después con mayor soltura, entabló diálogo con el viejo.
«Hola. Me llamo…».
«Cyrus. Sé tu nombre».
«¿Cómo sabes mi nombre?».
«Sé todo sobre ti, Cyrus. Sobre ti y tu pequeña despensa».
Cyrus regresó a su celda, donde se quedó acurrucado durante el resto del día, mientras las voces gritaban y discutían unas por encima de otras. Pero al día siguiente volvió a asomarse al extremo de la unidad recreativa. El viejo estaba esperándole. Lo sabía. Sabía que Cyrus volvería.
Cyrus comenzó a hablar mediante signos.
«¿Qué quieres?».
«Cyrus, tengo que darte algo».
«¿Qué?».
El viejo dejó pasar un rato, después le hizo la señal, aquella señal que Cyrus se hacía a sí mismo en la oscuridad cuando todo amenazaba con convertirse en algo tan insoportable que Cyrus necesitaba alguna esperanza, algo a lo que aferrarse, algún tipo de anhelo.
«Una mujer, Cyrus. Voy a darte una mujer».
Apenas a un metro de donde estaba Cyrus, Faulkner se puso de rodillas y empezó a rezar para que todo saliese bien. Desde el principio supo que al llegar allí encontraría a alguien de quien pudiera valerse. Los de la otra prisión no le servían. Eran presos a perpetuidad, y a Faulkner no le interesaban los condenados a cadena perpetua. Así que se autolesionó porque necesitaba que le trasladaran a la unidad de estabilización de salud mental y tener acceso a una población reclusa más apropiada. Calculó que le resultaría más difícil, pero había reconocido al instante a Nairn y vislumbró su sufrimiento. Faulkner juntó los dedos y los apretó, y las oraciones que antes susurraba comenzaron a hacerse cada vez más audibles.
El guardia Anson se acercó con paso tranquilo a la celda y se detuvo al ver la figura arrodillada. Con un movimiento limpio y experto de la mano, pasó el lazo de goma por la cabeza del orante. Luego, echando una mirada rápida por encima del hombro, tiró y arrastró a Faulkner, que, entre arcadas de ahogo, intentaba aferrarse a lo que podía. Anson lo levantó, se acercó a los barrotes y agarró al viejo por la barbilla.
—¡Hijo de puta! —susurró Anson de manera casi inaudible, ya que había visto a unos hombres en la celda de Faulkner antes de que trasladaran al predicador y sospechaba que habían instalado micrófonos. A esas alturas, había hablado con Marie y le había advertido que no dijese nada acerca de su relación en el caso de que sus temores se confirmaran—. Vuelve a hablar de mí otra vez y terminaré lo que empezaste, ¿me explico?
Hundió los dedos en la piel seca y caliente de Faulkner y notó bajo ella el hueso frágil, a punto de quebrarse. Lo soltó y aflojó la presión del lazo de goma antes de tensarlo de nuevo, haciendo que la cabeza del viejo se estrellase dolorosamente contra los barrotes.
—Y más vale que tengas cuidado con lo que comes, soplapollas, porque voy a juguetear con tu comida antes de que te la sirvan, ¿te enteras?
Le quitó la cuerda y Faulkner cayó al suelo. El predicador se levantó con lentitud y se fue tambaleante hacia el camastro, respirando de manera entrecortada y palpándose la herida del cuello lastimado. Oyó cómo se alejaba el guardia y, sentado y manteniéndose a distancia de los barrotes, prosiguió sus rezos.
Cuando se sentó, algo que había en el suelo atrajo su atención y lo siguió con la mirada. Lo estuvo observando durante un rato, hasta que lo aplastó con el pie. Luego limpió los restos de la araña de la suela del zapato.
—Muchacho —susurró—, te lo advertí. Te advertí que tuvieses tus mascotas controladas.
Entonces le llegó un sonido parecido al siseo del vapor o a la exhalación de una furia apenas contenida.
Y en su celda, adormilado, con el recuerdo del olor a tierra húmeda inundándole los sentidos, Cyrus Nairn se conmovió al comprobar que una nueva voz se unía al coro que sonaba dentro de su cabeza. Aquella voz le había llegado cada vez con más frecuencia durante las últimas semanas, desde que él y el predicador habían empezado a comunicarse y a compartir detalles de su vida. Cyrus se alegró de la llegada de aquel extraño que expandía unos tentáculos por su mente, imponiendo su presencia y silenciando las demás voces.
«Hola», dijo Cyrus, escuchando dentro de su cabeza su propia voz, aquella que nadie había oído durante tantos años, y moviendo los dedos por inercia.
«Hola, Cyrus», respondió el visitante.
Cyrus sonrió. No estaba seguro de cómo llamar al visitante, porque el visitante era poseedor de muchos nombres, nombres antiguos que Cyrus jamás había oído. Aunque había dos que usaba más a menudo que el resto.
Algunas veces decía que se llamaba Leonard.
La mayoría de las veces decía que se llamaba Pudd.