Cuando vuelvo la vista atrás, advierto un patrón en todo lo que ocurrió: una extraña confluencia de sucesos dispares, una serie de conexiones entre hechos aparentemente inconexos que venían ya de antiguo. Recuerdo la confusión que se produjo debido a la superposición imperfecta de los diferentes estratos de la historia, la estrecha relación existente entre algunas cosas que habían ocurrido en el pasado y otras que sucedieron luego, y empiezo a comprender. Estamos atrapados no sólo por nuestra propia historia, sino también por la historia de aquellos a quienes elegimos para que compartan nuestra vida. Ángel y Louis trajeron consigo su pasado, como lo trajo Elliot Norton y como traje yo el mío. Y por esa razón no debió de pillarnos por sorpresa el hecho de que, cuando nuestros respectivos presentes se entretejieron, el pasado de cada cual empezara a manifestar su poder, arrastrando bajo tierra tanto a culpables como a inocentes, ahogándolos en las aguas salobres, descuartizándolos en la corriente del Congaree.
Y la primera conexión estaba esperando a que la destaparan en Thomaston.
El centro de máxima seguridad de Thomaston, en Maine, tenía el aspecto tranquilizador de una prisión. Un aspecto tranquilizador siempre y cuando no estuvieses preso allí, como es lógico. A cualquiera que llegase a Thomaston con la perspectiva de tener que cumplir una condena larga era probable que se le cayese el alma a los pies con sólo echarle un vistazo a la prisión. Tenía los muros altos e imponentes, y una solidez que se debía a que la habían incendiado y reconstruido un par de veces desde su inauguración en la década de 1820. Thomaston había sido elegida como emplazamiento de la prisión estatal porque se encontraba aproximadamente a medio camino de la costa y porque era un lugar accesible para trasladar a los presos en barco. Pero su fin estaba próximo, ya que en 1992 se abrió, a pocos kilómetros de allí, un centro de supermáxima seguridad, conocido como MCI (Institución Penitenciaria de Maine). Había sido diseñado para alojar a los delincuentes más peligrosos, los sometidos a un régimen de aislamiento casi absoluto, así como a los que presentaban un comportamiento conflictivo. Estaba previsto ampliar aquella nueva prisión estatal con un terreno colindante, pero, mientras tanto, Thomaston seguía albergando a unos cuatrocientos hombres. Uno de ellos era, desde su intento de suicidio, el predicador Aaron Faulkner.
Me acordé de lo que dijo Rachel cuando oyó que Faulkner había intentado quitarse —al menos aparentemente— la vida.
—No encaja —dijo—. No es de ese tipo de gente.
—Entonces, ¿por qué lo hizo? No creo que fuese un grito de socorro.
Ella se mordió el labio.
—Si lo hizo, fue con alguna intención concreta. Según las noticias de los periódicos, las heridas eran profundas, pero no tan profundas como para que corriera un peligro inmediato. Se cortó las venas, no las arterias. Un hombre que quiere morirse de verdad no hace eso. Por algún motivo, quería que lo sacasen de la supermáxima. La pregunta es, ¿por qué?
Ahora se me presentaba la oportunidad de plantear esa pregunta al propio interesado.
Conduje hasta Thomaston después de que Ángel y Louis salieran para Nueva York. Aparqué en uno de los lugares reservados para las visitas, fuera de la entrada principal, después entré en la recepción y di mi nombre al oficial de policía que se encontraba tras el mostrador. Detrás de él, más allá del detector de metales, había un panel de cristal blindado y ahumado que ocultaba la principal sala de vigilancia de toda la prisión, allí donde las alarmas, las videocámaras y las visitas eran constantemente monitorizadas. La sala de vigilancia dominaba la sala de visitas, a la que, en circunstancias normales, me habrían llevado para mantener un encuentro cara a cara con cualquiera de los tipos encarcelados en el centro.
Pero aquélla no era una circunstancia normal, porque el reverendo Aaron Faulkner distaba mucho de ser un preso normal.
Llegó otro guardia para escoltarme. Pasé por el detector de metales, me coloqué la tarjeta de identificación en la chaqueta y me condujo al ascensor. Subimos al tercer piso, donde se encontraba la sala de administración. A aquella zona de la prisión la llamaban «la parte blanda». A ningún preso se le permitía estar allí sin escolta, y la habían separado de «la parte dura» mediante un sistema de puertas duales de compresión que no podían abrirse a la vez, de manera que si un preso se las ingeniaba para pasar la primera puerta, la segunda permanecería cerrada.
El coronel que estaba al mando de la guardia y el alcaide de la prisión me esperaban en el despacho de éste. La prisión había pasado por diversos regímenes durante los últimos treinta años: desde una disciplina estricta, impuesta con mano dura, pasando por una campaña desafortunada de liberalismo, que a los guardias más veteranos no les gustaba en absoluto, hasta que, al final, se había acomodado a un punto intermedio que pecaba de conservadurismo. En otras palabras, los presos no volverían a escupir a las visitas y resultaba seguro andar entre la población reclusa, cosa que a mí me parecía bien.
Un toque de corneta señaló el final de la hora de recreo. A través de las ventanas, pude ver cómo los presos vestidos de azul empezaban a encaminarse a las celdas. Thomaston estaba cercada por un área de ocho o nueve acres que incluía Haller Field, el campo de deportes de la prisión, cuyos muros eran de piedra. En un rincón alejado, sin ningún letrero indicativo, estaba la antigua sala de ejecución.
El alcaide me ofreció café y empezó a jugar nerviosamente con su taza, girándola en la mesa por el asa. El coronel, que resultaba casi tan imponente como la propia prisión, permanecía de pie y en silencio. Si estaba tan incómodo como el alcaide, no lo demostraba. Se llamaba Joe Long y su cara manifestaba la misma emoción que la talla en madera de un indio fumador.
—Señor Parker, usted comprenderá que esto es algo atípico —dijo el alcaide—. Por lo general, las visitas se llevan a cabo en la sala destinada a tal fin, no a través de los barrotes de las celdas. Y es muy raro que llamen de la oficina del fiscal general para pedir que facilitemos citas anómalas. —Dejó de hablar y esperó a que yo le diera alguna explicación.
—La verdad es que preferiría no estar aquí —dije—. No quisiera tener que verme de nuevo frente a Faulkner, por lo menos hasta el juicio.
Los dos tipos intercambiaron una mirada.
—Se rumorea que ese juicio tiene toda la pinta de ser un desastre —dijo el alcaide. Se le notaba cansado y ligeramente indignado. No dije nada, así que continuó hablando para romper aquel silencio—. Y supongo que está aquí porque el fiscal quiere que usted hable con Faulkner a toda costa. ¿Cree que le revelará algo? —concluyó. La expresión de su cara me dio a entender que ya conocía la respuesta, aunque de todas formas le devolví el eco que esperaba.
—Faulkner es demasiado listo para eso —le dije.
—Entonces, ¿por qué está aquí, señor Parker? —preguntó el coronel.
Ahora me tocaba suspirar a mí.
—Coronel, francamente no lo sé.
El coronel no comentó nada mientras, en compañía de un oficial, me conducía al pabellón siete. Pasamos por delante de la enfermería, donde a unos viejos postrados en sillas de ruedas les suministraban las medicinas necesarias para maximizar su cadena perpetua. Las celdas cinco y siete albergaban a los más viejos, a los presos más enfermos, que compartían una habitación con muchas camas y adornada con grafitis tipo LA CAMA DE BED o ACOSTÚMBRATE. Tiempo atrás, a los presos especiales más viejos, como Faulkner, los alojaban en aquella zona o bien los metían en una celda aislada del resto de la población reclusa, con los movimientos muy restringidos, hasta que se tomaba alguna decisión con respecto a ellos. Pero la principal unidad de aislamiento se hallaba ahora en el centro de supermáxima seguridad, que no tenía capacidad para ofrecer servicios psiquiátricos a los reclusos, y el intento de autolesión por parte de Faulkner parecía requerir algún tipo de examen psiquiátrico. La propuesta de que Faulkner fuese transferido al Centro de Salud Mental de Augusta fue denegada tanto por la oficina del fiscal general, que no quería predisponer a los miembros del futuro jurado a considerar a Faulkner como un loco, como por los abogados de Faulkner, que temían que el Estado pudiese aprovechar de forma discreta aquella oportunidad para someter a su cliente a una vigilancia más estrecha de la que era posible en cualquier otra parte. Puesto que el Estado consideraba que la cárcel del condado no resultaba apta para controlar a Faulkner, Thomaston fue la solución intermedia.
Faulkner había intentado cortarse las venas con una cuchilla de cerámica que había ocultado en el lomo de su Biblia antes de que lo transfiriesen a la Institución Penitenciaria de Maine. La había mantenido oculta, sin hacer uso de ella, a lo largo de casi tres meses. Un vigilante del turno de noche se dio cuenta de lo que pasaba y pidió ayuda justo cuando Faulkner parecía perder el conocimiento. Como consecuencia de aquello, Faulkner fue trasladado a la unidad de estabilización de salud mental, en el extremo occidental de la prisión de Thomaston, donde en un principio lo alojaron en la galería de los pacientes graves. Le quitaron la ropa que llevaba y le dieron una bata de nailon. Estaba vigilado constantemente por una cámara, así como por un guardia que anotaba en un cuaderno todos los movimientos que hacía y cualquier cosa que dijese. Además, grababan todas las conversaciones. Después de pasar cinco días allí, Faulkner fue transferido a la galería de los menos graves, donde le permitieron usar las duchas y la ropa azul reglamentaria, le dieron productos de higiene (aunque ninguna maquinilla de afeitar) y comida caliente, y podía acceder a un teléfono. Había comenzado una terapia personalizada con un psicólogo de la prisión, y unos psiquiatras elegidos por su equipo legal le habían examinado, aunque Faulkner no había abierto la boca ante ellos. Después exigió llamar por teléfono para ponerse en contacto con sus abogados y preguntó si le permitirían hablar conmigo. Su petición de que la entrevista tuviera lugar en su celda fue, quizá para sorpresa de todos, aprobada.
Cuando llegué a la unidad de estabilización de salud mental, los guardias estaban terminando de comerse unas hamburguesas de pollo que habían sobrado del almuerzo de los presos. En el área principal de la unidad recreativa, los presos dejaron lo que tenían entre manos y me miraron fijamente. Uno de ellos, un hombre fornido y jorobado, que apenas medía metro y medio, con el pelo negro y lacio, se acercó a las rejas y me escudriñó en silencio. Lo observé, no me gustó lo que sentí y aparté la mirada. El coronel y el oficial se sentaron en el borde de un escritorio, observando cómo uno de los guardias de la unidad me conducía a la galería en que se hallaba la celda de Faulkner.
Sentí un escalofrío cuando aún estaba a unos tres metros de distancia de él. Al principio, pensé que se debía a mi reticencia a encontrarme cara a cara con el viejo, hasta que me di cuenta de que el guardia que me acompañaba temblaba ligeramente.
—¿Qué pasa con la calefacción? —pregunté.
—La calefacción está al máximo —contestó—. En este sitio el calor se va como a través de un colador, pero nunca como ahora.
Se detuvo cuando aún estábamos fuera del campo de visión del ocupante de la celda y bajó la voz.
—Es él. El predicador. Su celda está helada. Instalamos dos estufas fuera de la celda, pero se cortocircuitaban. —Echó a andar inquieto—. Es algo que tiene que ver con Faulkner. No sé cómo, hace que baje la temperatura. Sus abogados ponen el grito en el cielo por las condiciones de su encarcelamiento, pero no podemos hacer nada.
Cuando terminó de hablar, algo blanco se movió a mi derecha. Las rejas de la celda quedaban más o menos a la altura de mis ojos, así que la mano que salió parecía haber traspasado una pared de acero. Aquellos dedos blancos palparon el aire, moviéndose con crispación, como si no sólo tuviesen el don del tacto, sino también el de la vista y el del oído.
Después llegó la voz, que sonaba como limaduras de hierro al caer sobre un papel.
—Parker —dijo aquella voz—. Has venido.
Lentamente, me encaminé a la celda y aprecié las manchas de humedad de las paredes. Las gotitas relucían con la luz artificial y brillaban como millones de pequeños ojos plateados. Tanto la celda como el hombre que estaba de pie frente a mí desprendían un olor a humedad.
Era más bajo de como lo recordaba, y se había cortado su melena blanca casi al rape, aunque conservaba su extraña y fogosa intensidad en los ojos. Estaba tremendamente delgado. No había ganado peso, según suele ocurrirles a algunos presos, con la dieta de la prisión. Tardé un momento en comprender el motivo.
A pesar del frío que hacía en la celda, Faulkner desprendía una ola de calor. Estaba quemándose por dentro: la cara febril, el cuerpo atormentado por temblores, pero en cambio no había rastro alguno de sudor en su cara ni señal alguna de malestar. Tenía la piel seca como un papel, y daba la impresión de que ardería por dentro en cualquier momento y de que las llamas lo consumirían, reduciéndole a cenizas.
—Acércate —me dijo.
El guardia que estaba a mi lado movió la cabeza en señal de negación.
—Estoy bien aquí —contesté.
—¿Me tienes miedo, pecador?
—No, salvo que puedas traspasar el acero.
Mis palabras me recordaron la imagen de la mano que aparentemente se materializaba en el aire y pude oírme a mí mismo tragando saliva.
—No —dijo el viejo—. No tengo necesidad de hacer trucos de salón. Dentro de muy poco estaré fuera de aquí.
—¿Tú crees?
Se echó hacia delante y apretó la cara contra los fríos barrotes.
—Lo sé.
Sonrió y se pasó la lengua blanquecina por los labios resecos.
—¿Qué quieres?
—Hablar.
—¿Sobre qué?
—Sobre la vida. Sobre la muerte. Sobre la vida después de la muerte. O, si lo prefieres, sobre la muerte después de la vida. ¿Aún se te aparecen, Parker? ¿Todavía ves a los perdidos, a los muertos? Yo sí. Me visitan. —Sonrió y respiró con tanta profundidad que parecía estar ahogándose, como si estuviese en los preliminares de un orgasmo—. Son muchísimos. Todos aquellos a los que diste pasaporte me preguntan por ti. Quieren saber cuándo vas a reunirte con ellos. Tienen planes para ti. Yo les digo que pronto. Que muy pronto estarás con ellos.
No respondí a sus provocaciones. En vez de eso, le pregunté por qué se había autolesionado. Levantó los brazos con las cicatrices ante mí y se los miró casi con sorpresa.
—Es posible que quisiera evitarles su venganza —me contestó.
—No te salió demasiado bien.
—Es cuestión de opiniones. Ya no estoy en aquel sitio, en aquel infierno moderno. Me relaciono con otra gente. —Los ojos le brillaron—. Incluso es posible que logre salvar algunas almas perdidas.
—¿Tienes a alguien en mente?
Faulkner sonrió.
—No a ti, pecador. Eso tenlo por seguro. Para ti ya no hay salvación posible.
—Sin embargo, querías verme.
Dejó de sonreír.
—Tengo que hacerte una oferta.
—No tienes nada con lo que poder negociar.
—Tengo a tu mujer —dijo con voz pausada y áspera—. Puedo negociar con ella.
No me lancé contra él, aunque él reculó de repente, como si la violencia de mi mirada hubiese tenido el mismo efecto que un empujón en el pecho.
—¿Qué has dicho?
—Estoy ofreciéndote la seguridad de tu mujer y de tu futuro hijo. Estoy ofreciéndote una vida que no está amenazada por el temor a un castigo justo.
—Tu lucha es ahora con el Estado, viejo. Es mejor que te reserves las negociaciones para el juicio. Y si vuelves a mencionar eso en mi cara, te voy a…
—¿A qué? —se burló—. ¿A matarme? Tuviste la oportunidad, y no habrá otra. Y mi lucha no es sólo con el Estado. ¿No te acuerdas? Mataste a mis hijos, a mi familia, tú y tu colega invertido. ¿Qué le hiciste al hombre que mató a tu niña, Parker? ¿No le diste caza? ¿No lo mataste como si fuera un perro rabioso? ¿Por qué voy yo a comportarme de un modo distinto ante la muerte de mis hijos? ¿O es que acaso hay unas reglas para ti y otras para el resto de la humanidad? —Suspiró teatralmente—. Pero yo no soy como tú. No soy un asesino.
—¿Qué es lo que quieres, viejo?
—Que no declares en el juicio.
Tardé en contestarle el tiempo que media entre un latido y otro.
—¿Y si lo hago?
Se encogió de hombros.
—Entonces no me hago responsable de las acciones que puedan emprenderse contra ti o contra los tuyos. Yo no, por supuesto. A pesar de mi natural animosidad hacia ti, no tengo intención de hacer ningún daño ni a ti ni a los tuyos. Nunca he hecho daño a nadie en mi vida y no voy a empezar ahora. Pero puede que haya otros que hagan suya mi causa, a menos que les quede claro que mi deseo no es ése.
Me volví al guardia.
—¿Has oído eso?
Asintió con la cabeza, pero Faulkner se limitó a mirar al guardia de manera impasible.
—Sólo intento que no tomen represalias contra ti, pero, en cualquier caso, aquí el señor Anson no va a serte de mucha ayuda. Está follándose a una putita a espaldas de su mujer. Peor aún, a espaldas de los padres de ella. ¿Qué edad tiene la niña, señor Anson? ¿Quince? La ley ve con malos ojos a los violadores, a los que abusan de los menores y a todo ese tipo de gente.
—¡Que te den por culo!
Anson se abalanzó sobre los barrotes, pero lo sujeté por el brazo. Se volvió hacia mí, y por un momento creí que iba a golpearme, pero se contuvo y me apartó la mano. Miré a mi derecha y vi aproximarse a los colegas de Anson. Levantó la mano para darles a entender que todo estaba en orden y se detuvieron.
—Creí que no tenías necesidad de recurrir a trucos de salón —le dije.
—¿Quién sabe qué maldad se esconde en el corazón de los hombres? —susurró—. ¡La Sombra lo sabe! —dijo, esbozando una sonrisa—. Deja que me vaya, pecador. Vete de aquí y yo haré lo mismo. Soy inocente de las acusaciones que se me hacen.
—La entrevista se ha acabado.
—No, no ha hecho más que empezar. ¿Te acuerdas de lo que dijo nuestro común amigo antes de morir, pecador? ¿Te acuerdas de las palabras del Viajante?
No le respondí. Había muchas cosas de Faulkner que yo despreciaba, y otras muchas que no comprendía, pero que conociera unos hechos de los que era imposible que tuviera conocimiento era lo que más me perturbaba de él. Por alguna razón, de un modo que yo era incapaz de vislumbrar, Faulkner había inspirado al hombre que mató a Susan y a Jennifer, reafirmándolo en la decisión que había tomado, una decisión que le condujo finalmente a la puerta de nuestra casa.
—¿No te habló del infierno? ¿No te dijo que esto es el infierno y que estamos en él? Era un insensato en muchos aspectos. Un hombre imperfecto e infeliz, pero en muchas cosas tenía razón. Esto es el infierno. Cuando cayeron los ángeles rebeldes, éste fue el lugar que se les asignó. Se marchitaron. Perdieron su belleza y fueron condenados a vagar por aquí. ¿No temes a los ángeles de las tinieblas, Parker? Deberías. Ellos te conocen, y pronto irán contra ti. Todo lo que has visto hasta ahora no es nada comparado con lo que te espera. A su lado, soy un insignificante soldado de infantería encargado de allanar el camino. Las cosas que van a ocurrirte ni siquiera son humanas.
—Estás loco.
—No —susurró Faulkner—. Yo estoy condenado por mi fracaso, pero tú serás condenado a la vez que yo por tu implicación en ese fracaso. Ellos te condenarán. Ya están esperando el momento.
Moví la cabeza. Anson, los demás guardias e incluso los muros y barrotes de la prisión parecieron esfumarse. Sólo estábamos el viejo y yo, flotando. Tenía la cara empapada de sudor a causa del calor que emanaba de él. Era como si me hubiese contagiado una fiebre terrible.
—¿No quieres saber lo que me dijo cuando vino a verme? ¿No te importan las charlas que condujeron a la muerte de tu mujer y de tu hijita? ¿No hay algo muy dentro de ti que quiere saber de qué hablamos?
Me aclaré la garganta. Las palabras, cuando logré pronunciarlas, parecían metralla.
—Ni siquiera llegaste a conocerlas.
Se rió.
—No me hacía falta conocerlas, pero tú… Oh, hablábamos de ti. A través de él conseguí comprenderte como ni siquiera tú has logrado comprenderte a ti mismo. En cierto modo, me alegra haber tenido la posibilidad de verme contigo, aunque… —Su gesto se ensombreció—. Los dos hemos pagado un precio muy alto por el entrecruzamiento de nuestras vidas. Échate ahora a un lado y no volverá a haber problemas entre nosotros. Pero si sigues por ese camino, no me hago responsable de lo que pueda pasar.
—Adiós.
Me dispuse a irme, pero mi forcejeo con Anson me había dejado al alcance de Faulkner. Alargó la mano, me agarró por la chaqueta y entonces, cuando perdí el equilibrio, tiró de mí con fuerza. Volví la cabeza de forma instintiva. Mis labios amagaron un grito de alarma.
Y Faulkner me escupió en la boca.
No me di cuenta de lo que había pasado hasta transcurrido un momento, y entonces empecé a golpearle. Anson intentaba detenerme mientras yo agarraba al viejo. Los otros guardias llegaron corriendo hacia nosotros y me llevaron consigo. Tenía en la boca el olor de Faulkner, y él continuaba gritándome desde su celda.
—Tómatelo como un regalo, Parker —voceó—. Un regalo que deberías interpretar como lo interpreto yo.
Me deshice de los guardias a empujones y me sequé la boca. Pasé con la cabeza gacha ante la zona recreativa, en la que aquellos presos que no estaban considerados peligrosos para sí mismos ni para los demás me miraban a través de los barrotes. Si hubiera levantado la cabeza y mi atención hubiese dejado de centrarse en lo que acababa de hacerme el predicador, es posible que hubiese visto al hombre jorobado y de pelo oscuro que me observaba con más fijeza que los demás.
Cuando me iba, el hombre llamado Cyrus Nairn sonrió con los brazos extendidos, formando un río de palabras con los dedos, hasta que un guardia se percató de lo que hacía y entonces bajó los brazos.
El guardia sabía lo que Cyrus estaba haciendo, pero no le prestó atención. Después de todo, Cyrus era mudo, y aquello era lo que hacen los mudos. Señas.
Estaba a punto de llegar a mi coche cuando oí detrás de mí el sonido de unos pasos en la grava. Era Anson. Parecía preocupado.
—¿Todo bien?
Asentí con la cabeza. Me había lavado la boca en las dependencias de los guardias con un elixir que me dieron, pero aún tenía la impresión de que una parte de Faulkner me recorría el cuerpo por dentro, infectándome.
—Lo que oíste ahí dentro… —empezó a decir.
Lo interrumpí.
—Tu vida privada es asunto tuyo. No es cosa mía.
—Las cosas no son como las contó.
—Nunca lo son.
El cuello se le enrojeció, y aquel rubor se le extendió por toda la cara como si se tratara de un proceso de ósmosis.
—¿Quieres dártelas de listo conmigo?
—Ya te lo he dicho: tu vida privada es asunto tuyo. Pero deja que te haga una pregunta. Para quedarte tranquilo, puedes registrarme para comprobar si llevo un micrófono oculto. —Se lo pensó durante un instante y me animó a continuar—. ¿Es verdad lo que dijo el predicador? No me interesan las cuestiones legales ni por qué lo estás haciendo. Lo único que me interesa saber es si son ciertos los detalles que dio.
Anson no contestó. Se limitó a bajar la mirada y a asentir con la cabeza.
—¿Puede ser que algún guardia se haya ido de la lengua?
—No. No lo sabe nadie.
—¿Tal vez algún preso? ¿O alguien del pueblo que esté en condiciones de propagar por la cárcel un chismorreo?
—No, no lo creo.
Abrí la puerta del coche. Anson parecía tener la necesidad de hacer un último comentario propio de un machote. No tenía pinta de ser un hombre dispuesto a reprimir su deseo sexual ni ningún otro tipo de impulso.
—Si alguien se entera de esto, vas a hundirte en mierda —me advirtió.
Aquello sonó a falso incluso para él. Lo leí en su cara enrojecida y en el modo en que se vio obligado a concentrarse en tensar los músculos del cuello hasta que sobresalieron por el cuello de la camisa. Le permití recuperar el grado de dignidad que él considerase adecuado para la ocasión. Luego lo vi alejarse, arrastrando los pies hacia la puerta de entrada de la prisión, regresando a regañadientes, o esa impresión daba, junto a Faulkner.
Sobre él cayó una sombra, como si un pájaro de inmensas alas hubiese descendido y lo estuviese sobrevolando lentamente en círculos. Daba la impresión de que sobre los muros de la cárcel se cernían otros pájaros. Eran grandes y negros y se desplazaban de forma perezosa, trazando espirales, pero había algo antinatural en sus movimientos. Planeaban sin la gracia y la belleza de los pájaros, porque sus cuerpos escuálidos parecían no corresponderse con sus enormes alas, como si luchasen contra la ley de la gravedad, bajo la amenaza de estrellarse en picado contra el suelo. Las alas les permitían planear durante un momento antes de verse obligados a batirlas violentamente para poder mantenerse en el aire.
Entonces, uno de ellos se desvió de la bandada y, cada vez más grande a medida que descendía en espiral, fue a posarse en lo alto de una de las torres de vigilancia. Me di cuenta de que no era un pájaro, y entonces supe de qué se trataba.
El cuerpo del ángel de las tinieblas estaba demacrado. Tenía la piel negra de los brazos momificada, recubriendo unos huesos muy delgados, tenía la cara alargada y rapaz, los ojos sombríos y maliciosos. Su mano en forma de garra se apoyaba en el cristal mientras batía sus grandes alas de plumaje oscuro a un ritmo lento. Poco a poco se le unieron otros y, en silencio, cada uno fue posándose encima de los muros y las torres, hasta que la prisión se oscureció por su presencia. No se me acercaron, pero percibí la hostilidad que me tenían y algo más: el sentimiento de sentirse traicionados, como si, de alguna manera, yo fuese uno de ellos y les hubiese dado la espalda.
—Cuervos —dijo una voz a mi lado. Era una anciana. Llevaba una bolsa marrón en la mano, llena de cosas para alguno de los presos. Quizá para su hijo, o para su marido, que estaría entre los viejos del pabellón siete—. Nunca he visto tantos y tan grandes.
Y ahora eran cuervos, cuervos que medían unos sesenta centímetros y que tenían las plumas de las puntas de las alas tan separadas que parecían dedos, mientras se deslizaban sobre los muros y se llamaban en voz baja entre sí.
—Nunca pensé que pudieran reunirse tantos —comenté.
—Y no lo hacen —dijo—. Normalmente no, de ninguna de las maneras, pero ¿quién está en condiciones de decir qué es normal en estos tiempos que corren?
Siguió su camino. Me metí en el coche y me alejé, pero por el espejo retrovisor vi que los pájaros, a medida que los dejaba atrás, no empequeñecían. Por el contrario, incluso cuando la cárcel menguaba, daba la impresión de que crecían y de que adquirían nuevas formas.
Y noté sus ojos fijos en mí, mientras la saliva del predicador colonizaba mi cuerpo como un cáncer.
«Un regalo que deberías interpretar como lo interpreto yo».
Aparte de la prisión misma y de la tienda de artesanía de la prisión, no hay nada que retenga a un visitante ocasional en Thomaston. Sin embargo, en el pueblo hay una excelente casa de comidas en la parte norte, especializada en tartas caseras y en pudín que se sirven calientes a los lugareños y a aquellos que van allí a hablar un poco después de haberse reunido con sus seres queridos tras una mesa o a través de una pantalla. Compré un elixir en una tienda y me enjuagué la boca en el aparcamiento antes de entrar en la casa de comidas.
La pequeña zona del comedor, con el mobiliario desparejo, estaba en gran parte desocupada, con la excepción de dos viejos que permanecían sentados en silencio, uno al lado de otro, viendo los coches pasar, y de un hombre más joven que llevaba un traje caro de muy buen corte y que ocupaba, junto a la pared, una mesa de asientos adosados. Tenía a su lado el abrigo, plegado con esmero, y en la mesa había un ejemplar del USA Today junto a un plato con restos de nata y tarta. Pedí un café y me senté frente a él.
—Tienes mala cara —dijo el hombre.
Noté que algo atraía mi mirada hacia la ventana. Desde donde me encontraba sentado era imposible ver la cárcel. Moví la cabeza para despejarla de las visiones de las criaturas sombrías que estaban posadas en los muros, expectantes. No eran reales. Sólo eran cuervos. Me sentía enfermo y asqueado por la agresión de Faulkner.
No eran reales.
—Stan —dije para distraerme—. Bonito traje.
Se abrió la chaqueta para mostrarme la etiqueta.
—Armani. Comprado en una tienda de saldos. Guardo el recibo de compra en el bolsillo interior, por si acaso me acusan de corrupción.
La camarera me llevó el café y volvió al mostrador para seguir leyendo una revista. La radio sintonizaba un programa de música popular. Y sonó, a través del tiempo, la música del grupo canadiense Rush.
Stan Ornstead era el ayudante del fiscal del distrito y formaba parte del equipo designado para hacerse cargo del caso Faulkner. Fue Ornstead quien logró convencerme —con el consentimiento de Andrus, el fiscal del distrito— de que me viese cara a cara con Faulkner y quien consiguió que la entrevista se llevase a cabo en la celda, con el propósito de que yo pudiese comprobar la situación que él había creado a su alrededor. Stan era apenas unos años más joven que yo, y se le auguraba un gran porvenir. Tenía una carrera brillante, aunque en aquella ocasión no brillaba tanto como él hubiese querido. Esperaba que el propio Faulkner se encargara de dar un giro a aquello, sólo que, como había dicho el alcaide, el caso Faulkner estaba convirtiéndose en algo realmente serio, en algo que amenazaba a todo el que estuviese involucrado de lleno en él.
—Pareces conmocionado —dijo Stan, después de que yo diese dos reconstituyentes sorbos de café.
—Él produce ese efecto en la gente.
—No se ha ido mucho de la lengua, ¿verdad?
Me quedé inmóvil, y él levantó las palmas de las manos como queriendo decir «¿Qué podías hacer tú?».
—¿Han puesto micros en las celdas de los presos peligrosos? —pregunté.
—Ellos no, si te refieres a las autoridades de la cárcel.
—Pero alguien se ha tomado la justicia por su mano.
—La celda ha sido cableada. De manera oficial no sabemos nada.
«Cableada» es el término que se emplea para designar una operación de vigilancia que no cuenta con la autorización de un juez. Más concretamente, es el término que emplea el FBI para designar cualquier operación de ese tipo.
—¿Los federatas?
—Esos gabardinas no se fían mucho de nosotros. Les preocupa que Faulkner salga sin cargos, así que quieren conseguir todo lo que puedan, mientras puedan, por si hubiera cargos federales o una acusación doble. Todas las conversaciones que tiene con sus abogados, con sus médicos, con sus loqueros, e incluso con su némesis, que eres tú, por si no lo sabías, se están grabando. Como mínimo, esperan que revele algo que les ponga en la pista de otros como él o que incluso les proporcione algún tipo de información sobre otros crímenes que haya podido cometer. Desde luego, todo eso resulta inadmisible, pero útil si funciona.
—¿Y saldrá sin cargos?
Ornstead se encogió de hombros.
—Ya sabes a lo que se agarra: asegura que en realidad estuvo preso durante décadas y que no participó ni tuvo conocimiento de ninguno de los crímenes cometidos por la Hermandad o por aquellos que estaban relacionados con ella. No hay nada que le relacione directamente con ninguno de los asesinatos, y aquel nido subterráneo de habitaciones en que vivía estaba sellado por fuera con varios cerrojos.
—Estaba en mi casa cuando intentaron matarme.
—Eso dices tú, pero estabas totalmente aturdido. Tú mismo me dijiste que no veías con claridad.
—Rachel lo vio.
—Sí, ella lo vio, pero acababan de golpearle la cabeza y tenía los ojos cubiertos de sangre. Ella misma admite que no puede recordar muchas de las cosas que se dijeron, y él no estaba allí para presenciar lo que pasó después.
—Hay un agujero en Eagle Lake en el que se encontraron diecisiete cuerpos, los restos de la gente de su congregación.
—Dice que se debió a los enfrentamientos entre las distintas familias. Se volvieron unos contra otros, y después contra su propia familia. Asegura que mataron a su mujer y que sus hijos pagaron con la misma moneda. Incluso asegura que estaba en Presque Isle el día en que los mataron.
—Agredió a Ángel.
—Faulkner lo niega, asegura que lo hicieron sus hijos y que le obligaron a presenciarlo. De todas formas, tu amigo se niega a testificar, e incluso si lo citásemos, cualquier abogaducho de mala muerte le haría pedazos. No es un testigo muy creíble que digamos. Y, con el debido respeto, tú tampoco eres precisamente un testigo ideal.
—¿Y eso por qué?
—Te has tomado demasiadas libertades con tu pistola, pero el hecho de que los cargos contra ti se hayan venido abajo no significa que hayan desaparecido del radar de la gente. Puedes estar jodidamente seguro de que el equipo legal de Faulkner lo sabe todo sobre ti. Le darán la vuelta a la tortilla y dirán que entraste allí hecho una furia, que barriste a tiros el lugar y que el viejo tuvo suerte de salir con vida de aquello.
Aparté de un empujón la taza de café.
—¿Para esto me has traído aquí, para hacer trizas mi historia?
—Da lo mismo hacerlo aquí que en un tribunal. Tenemos problemas. Y es posible que tengamos más.
Esperé.
—Sus abogados han confirmado que en los próximos diez días van a elevar una petición al Tribunal Supremo para que se revise la decisión relativa a la fianza. Creemos que el juez encargado del asunto puede ser Wilton Cooper, y eso no es una buena noticia.
A Wilton Cooper le faltaban sólo unos meses para jubilarse, pero continuaría siendo una espina para la oficina del fiscal general hasta entonces. Era obstinado, imprevisible, y sentía por el fiscal general una animosidad personal cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos. En el pasado, se había manifestado en contra de la fianza preventiva, pero también era muy capaz de defender los derechos del acusado a costa de los derechos de la sociedad en general.
—Si Cooper se hace cargo de la revisión, puede obrar de una manera o de otra —explicó Ornstead—. Los argumentos de Faulkner son una mierda, pero necesitamos tiempo para reunir las evidencias y poder minarlas, y quizá pasen años antes del juicio. Y ya has visto su celda: podríamos ponerlo en el fondo de un volcán y aun así haría frío. Sus abogados han contratado a especialistas independientes que denunciarán que el continuado encarcelamiento de Faulkner está poniendo en peligro su salud, y que morirá si permanece detenido. Si lo trasladamos a Augusta, podríamos cavar nuestra propia tumba sin darnos cuenta, en caso de encontrarnos ante un alegato de locura. La supermáxima no cuenta con las instalaciones adecuadas para él. ¿Y dónde lo metemos si se le traslada de Thomaston? ¿En la prisión del condado? Creo que no. Así que lo que tenemos ahora mismo es un juicio a la vuelta de la esquina sin testigos fiables, con unas pruebas insuficientes para hacer el caso irrefutable y un acusado que incluso puede morir antes de que podamos llevarlo al estrado. Cooper puede ser la guinda que corone la tarta.
En ese momento fui consciente de que había estado apretando el asa de la taza de café con tanta fuerza que me dejó una marca en la palma de la mano. Cuando la solté, vi que el asa por dentro estaba manchada de sangre.
—Si paga la fianza, se dará a la fuga —dije—. No se quedará esperando el juicio.
—Eso no lo sabemos.
—Sí lo sabemos.
Los dos estábamos inclinados sobre la mesa, y al parecer lo hicimos simultáneamente. Los dos viejos que se encontraban sentados cerca de la ventana se volvieron para mirarnos, atraídos por la tensión que se mascaba entre nosotros. Me eché hacia atrás y los miré. Se pusieron a observar el tráfico de nuevo.
—De cualquier forma —dijo Ornstead—, incluso Cooper no fijará la fianza por debajo de siete cifras, y no creemos que Faulkner tenga acceso a semejantes fondos.
Todo el activo de la Hermandad había sido bloqueado y la oficina del fiscal general estaba intentando seguir las pruebas documentales que pudieran llevar a otras cuentas ocultas. Pero alguien pagaba a los abogados de Faulkner, y se había abierto un fondo para su defensa en el que estaban vertiendo dinero a raudales unos desalentados fanáticos de derechas y algunos chiflados religiosos.
—¿Sabemos quién está organizando ese fondo para la defensa? —pregunté.
Oficialmente, el fondo era responsabilidad de una firma de abogados, Muren Associates, en Savannah, Georgia, pero era una operación de tres al cuarto. Allí tenía que haber mucho más que una pandilla de picapleitos sureños ideando algo desde una oficina con sillas de plástico. El propio equipo legal de Faulkner, dirigido por Grim Jim Grimes, se mantenía al margen de aquello. Aparte de su semblante pétreo, Jim Grimes era uno de los mejores abogados de Nueva Inglaterra. Era capaz de librarse con su labia hasta de un cáncer, y no resultaba un abogado nada barato.
Ornstead dio un largo suspiro. El aliento le olía a café y a nicotina.
—Y aquí viene el resto de las malas noticias. Muren recibió una visita hace un par de días, un tipo llamado Edward Carlyle. Las grabaciones de teléfono han demostrado que los dos han estado en contacto diario desde que esto empezó, y Carlyle es consignatario de la cuenta corriente con que se financia todo.
Me encogí de hombros.
—El nombre no me suena de nada.
Ornstead golpeó la mesa con suavidad, marcando un ritmo delicado.
—Edward Carlyle es la mano derecha de Roger Bowen. Y Roger Bowen es…
—Un tonto de mierda —terminé la frase—. Y un racista.
—Y un neonazi —añadió Ornstead—. Pues sí, a Bowen se le paró el reloj en torno a 1939. Es todo un tipejo. Seguro que tiene acciones en los hornos de gas, a la espera de que las cosas vuelvan a arreglarse algún día gracias al viejo lema de «la solución final». Hasta donde sabemos, Bowen es quien se halla detrás de la recaudación de fondos para pagar la defensa. Ha tratado de pasar inadvertido a lo largo de estos últimos años, pero algo le ha sacado de su agujero, y ahora pronuncia discursos, aparece en mítines y pasa el cepillo. Me da la impresión de que tienen muchas ganas de que Faulkner vuelva a las calles.
—¿Por qué?
—Bueno, eso es lo que intentamos averiguar.
—La sede de Bowen se encuentra en Carolina del Sur, ¿verdad?
—Él se mueve entre Carolina del Sur y Georgia, pero pasa la mayor parte del tiempo en algún lugar de la parte alta del río Chattooga. ¿Por qué?, ¿planeas bajar a visitarlo?
—Es posible.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Tengo un amigo en apuros.
—La peor clase de amigo. Bueno, cuando estés allí podrías preguntarle a Bowen por qué Faulkner es tan importante para él, aunque no te lo recomiendo. No creo que seas el primero de la lista de sus amigos con los que desee encontrarse.
—No soy el primero de la lista de nadie.
Ornstead se levantó y me dio una palmadita en el hombro.
—Me estás partiendo el corazón.
Lo acompañé a la puerta. Tenía el coche aparcado justo delante de la entrada.
—Has oído algo, ¿verdad? —le pregunté. Di por hecho que Stan había oído todo lo que había pasado entre Faulkner y yo.
—Sí. ¿Te refieres al guardia?
—Anson.
—No me concierne, ¿y a ti?
—Es una menor. No creo que Anson sea una buena influencia para ella.
—No, supongo que no. Haremos que alguien lo investigue.
—Te lo agradecería.
—Dalo por hecho. Ahora debo preguntarte algo. ¿Qué pasó allí? Sonaba como si hubiese habido una refriega.
A pesar del café, aún tenía el sabor del elixir.
—Faulkner me escupió en la boca.
—Mierda. ¿Vas a necesitar un análisis?
—Lo dudo, pero me siento igual que si me hubiese tragado el ácido de una pila y estuviera quemándome la boca y las tripas.
—¿Por qué lo hizo? ¿Para qué te cabrearas con él?
Negué con la cabeza.
—No, me dijo que era un regalo que me ayudaría a ver con más claridad.
—¿Ver qué?
No respondí, pero lo sabía.
Quería que viese lo que le esperaba a él y lo que se me venía encima.
Quería que viese las cosas como las veía él.