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Un individuo llamado Landron Mobley se detuvo a escuchar, con el dedo en el gatillo de su rifle de caza. El agua de la lluvia goteaba desde las hojas de un álamo de Virginia, tiñendo de gris su enorme tronco. De la maleza que crecía a su derecha le llegaba el profundo y ruidoso croar de las ranas toro, mientras que un ciempiés de color marrón rojizo, en busca de arañas e insectos, avanzaba en torno a la puntera de su bota izquierda. Las cochinillas que se alimentaban por allí ignoraban la proximidad de la amenaza. Durante unos segundos, Mobley siguió con la mirada al ciempiés y observó, risueño, cómo aceleraba el paso bruscamente, con las patas y las antenas casi invisibles por la velocidad, y cómo las cochinillas se dispersaban o rodaban convertidas en bolas blindadas de color gris. El ciempiés se enroscó sobre uno de los bichitos y comenzó a hurgar en el punto en que se unían la cabeza y el cuerpo metálico, buscando un sitio vulnerable donde inyectar su veneno. La lucha fue corta y terminó con la muerte de la cochinilla. Mobley volvió su atención a lo que tenía entre manos.

Se llevó al hombro la culata de nogal del Voere, parpadeó para quitarse el sudor de los ojos y acercó el ojo derecho a la mira telescópica. El cañón del rifle relucía débilmente a la luz última de la tarde. De su derecha le llegó de nuevo un crujido, seguido de un estridente cli-cli-cli. Apuntó y giró el arma un poco hasta que se detuvo en un laberinto de liquidámbares, de olmos y de sicómoros, de los que colgaban enredaderas secas como si fuesen pieles de serpiente. Respiró hondo una sola vez y exhaló el aire poco a poco, justo cuando el milano real abandonaba su refugio, con su cola larga y negra ahorquillada, con el blancor de su pechera y de su cabeza fantasmagórica contrastando con la negrura del extremo de sus alas, como si una sombra negra hubiese descendido sobre el pájaro, a modo de presagio de una muerte inminente.

La pechuga le explotó en un torbellino de sangre y de plumas, y el milano pareció rebotar en el aire cuando recibió el impacto de la bala. El pájaro cayó segundos más tarde y fue a parar a un macizo de alisos. Mobley se apartó la culata del hombro y abrió la recámara de cinco cartuchos, que estaba vacía. Aparte del milano, aquello significaba que sus cinco proyectiles habían acabado con un mapache, con una zarigüeya de Virginia, con un gorrión y con una tortuga mordedora, esta última pieza decapitada de un solo tiro mientras tomaba el sol sobre un tronco, a menos de sesenta centímetros de donde se encontraba Mobley.

Se encaminó al macizo de alisos y estuvo fisgoneando por allí hasta que dio con el cuerpo del pájaro, que tenía el pico entreabierto y un agujero en el centro de su ser que lanzaba destellos rojos y negros. Sintió una satisfacción que no había experimentado al cobrarse las otras cuatro piezas y le invadió una excitación casi sexual por la naturaleza transgresora del acto que acababa de cometer: la destrucción no sólo de una pequeña forma de vida, sino también la eliminación de esa brizna de elegancia y hermosura que aquel pájaro había añadido al mundo. Mobley removió el cadáver aún caliente del milano con la boca del rifle. Las plumas se unieron ligeramente como si quisieran cerrar la herida, como si el tiempo corriera al revés y los tejidos cobraran ímpetu, y la sangre fluyese de nuevo por su cuerpo, y la pechuga agujereada volviera de repente a hincharse, y el milano pudiera remontar el vuelo, reconstruyendo su cuerpo a medida que se elevaba, de modo que el impacto de la bala no implicase un momento de destrucción, sino de creación.

Mobley se puso en cuclillas y recargó el rifle con cuidado. Luego se sentó en el tronco de un haya caída y sacó de la mochila una Miller High Life. Tiró de la pestaña de la lata, dio un trago largo y eructó, con la mirada fija donde el milano había ido a caer, como si en verdad esperase que volviese a la vida, que ascendiese de la tierra manchado de sangre y se elevase a los cielos. En algún lugar sombrío de su conciencia, Landron Mobley deseaba secretamente no haber matado al milano, sino tan sólo haberlo herido; deseaba haber encontrado al pájaro, al remover la hojarasca, revolcándose en el suelo, con las alas batiendo en vano la tierra y la sangre manándole de la herida. En ese caso, Mobley se hubiera arrodillado, hubiera agarrado el pájaro por el cuello con su mano izquierda y le hubiera metido un dedo por el agujero de la bala, girándolo contra la carne, palpando su calidez mientras el pájaro forcejeaba, desgarrándolo por dentro, hasta que el milano se estremeciese y muriese. Mobley convertido, a su manera, en una bala, una bala que explorase aquel cuerpo como si fuese tanto el instrumento como el agente de la destrucción del milano.

Abrió los ojos.

Tenía los dedos manchados de sangre. Cuando miró hacia abajo, vio que el milano estaba hecho pedazos y las plumas esparcidas por la tierra. Los ojos sin vida del pájaro reflejaban el vagar de las nubes por el cielo. De forma distraída, Mobley se llevó los dedos a los labios, se pasó la lengua por ellos y probó el sabor del milano. Luego parpadeó con fuerza y se limpió en los pantalones, avergonzado, pero a la vez excitado, por aquella repentina combinación de voluntad y de deseo. Aquellos momentos de enardecimiento le sobrevenían con tanta rapidez, que a menudo le asaltaban por sorpresa y se le disipaban antes de poder disfrutar de su consumación.

Durante un tiempo, encontró en el trabajo un desahogo para su deseo. Sacaba a una mujer de la celda y le exploraba el cuerpo. Le tapaba la boca con la mano y la forzaba a que se abriese de piernas. Pero esos días se habían acabado. Landron Mobley fue uno de los cincuenta y un guardias y empleados de la prisión que habían sido despedidos por el Departamento Penitenciario de Carolina del Sur por mantener «relaciones deshonestas» con presidiarias. Relaciones deshonestas: Mobley casi se reía. Eso fue lo que el Departamento notificó a los medios de comunicación, en un intento de suavizar la realidad de lo sucedido. Seguro que hubo presidiarias que participaron por voluntad propia, en algunos casos porque se sentían solas o porque estaban cachondas, o bien porque era un medio para conseguir un par de paquetes de cigarrillos, un poco de maría y quizás algo incluso un poco más fuerte. Aquello era puro puterío, así de claro, y no importaban las excusas que se dieran a sí mismas. Landron Mobley no era de los que desaprovechan la oportunidad de tirarse un coño que se ofrece a cambio de algún favor. De hecho, Landron Mobley no renunciaba a aprovecharse de ningún coño y punto; y había presidiarias en la Institución Penitenciaria de Mujeres, en Columbia's Broad River Road, que tenían razones para mirar a Landron Mobley con algo más que un poco de respeto y, sí, señor, de miedo, después de que les hubiese dejado claro lo que les pasaría si enojaban al viejo Landron. Landron, con aquellos ojos suyos lúgubres e inexpresivos que buscaban llenar el vacío que había en ellos con las emociones reflejadas en los de una mujer, y ella apartando los labios con placer o con dolor, aunque Landron no distinguía entre una cosa y otra ni tampoco le importaban los sentimientos de ella, porque lo que le gustaba, la verdad sea dicha, era la resistencia, el forcejeo y la entrega forzosa. Landron, que vagaba de celda en celda y buscando la vulnerabilidad de los cuerpos hechos un ovillo debajo de las mantas. Landron, que, rebosante de malicia, se inclinaba sobre la silueta delgada y oscura, le sujetaba la cabeza y la paralizaba con su peso al echarse sobre ella. Landron, en medio de las gotas de lluvia que caían de las hojas y del croar de las ranas toro, con los dedos manchados de la sangre aún caliente del milano, iba empalmándose gracias a los recuerdos.

Uno de los periodicuchos locales publicó la noticia de que una presidiaria llamada Myrna Chitty había sido violada mientras cumplía una condena de seis meses por robar un bolso. Se abrió una investigación. Y maldita sea. Si Myrna Chitty no les hubiese hablado a los investigadores de las visitas ocasionales de Landron a su celda, si no les hubiese dicho que Landron la había forzado en su camastro ni hubiera descrito cómo lo oía desabrocharse el cinturón, y luego el dolor, oh, Dios mío, el dolor… Al día siguiente, Landron fue suspendido de sueldo y al cabo de una semana lo despidieron, pero ahí no iba a acabar la cosa. Se había fijado una vista del Comité de Prisiones y Criminología para el 3 de septiembre y se rumoreaba que iban a recaer cargos por violación sobre Landron y sobre una pareja de guardias que se había dejado llevar por el entusiasmo. Se produjo una conmoción general y Mobley comprendió que, si las cosas seguían su curso, iba a pasar una temporada a la sombra.

Pero una cosa estaba clara: Myrna Chitty no iba a testificar en ningún juicio por violación. Él sabía de sobra lo que les ocurría a los guardias de prisiones que terminaban cumpliendo condena. Sabía de sobra que todo lo que les había hecho a las mujeres le sería infligido a él por centuplicado, y Landron no tenía ninguna intención de que le jodieran ni de examinar cuidadosamente la comida buscando trozos de cristal. Si Myrna Chitty declaraba, sería el primer paso de una sentencia de muerte inevitable para Landron Mobley, una sentencia de muerte que al final se ejecutaría mediante un navajazo o una paliza. Ella tenía previsto salir de la cárcel el 5 de septiembre, ya que le habían reducido la condena por colaborar en la investigación, y Landron estaría esperándola cuando ella moviese su asqueroso culo blanco de regreso a su casita llena de mierda. Entonces, Landron y Myrna iban a tener una pequeña charla, y es posible que él se viera obligado a recordarle lo que estaba perdiéndose ahora que el viejo Landron no se pasaba por su celda ni la bajaba a las duchas para cachearla buscando objetos de contrabando. No, Myrna Chitty no pondría la mano sobre la Biblia ni acusaría a Landron de violador. Myrna Chitty mantendría la boca cerrada a menos que Landron le ordenase lo contrario, o a menos que estuviese muerta.

Echó otro trago largo y le dio un puntapié al suelo. Landron Mobley no tenía muchos amigos. Era un tremendo borracho, aunque, dicho sea en su favor, también resultaba tremendo cuando estaba sobrio, de modo que nadie podía quejarse de que lo había engañado con respecto a su carácter. Siempre había sido igual. Era un marginado, alguien a quien casi todos despreciaban por su falta de educación, por su gusto por la violencia y por el miasma de sexualidad degradada que le aureolaba como una niebla tóxica. Con todo, sus aptitudes habían atraído a otros que veían en Mobley a una criatura que les permitía depravarse sin perder del todo el control y que se valían de la absoluta corrupción de Mobley para satisfacer sus propios apetitos sin tener que padecer las consecuencias.

Pero siempre había consecuencias, porque Mobley era como una planta carnívora que atrae a sus víctimas con la promesa de jugos dulces y que después las ahoga con un exceso del jugo prometido. La corrupción de Mobley podía contagiarse a través de una palabra, de un gesto, de una promesa, y aprovechaba cualquier debilidad del mismo modo en que el agua aprovecha una grieta en el hormigón para expandirse cada vez más y más profundamente, ensanchando el resquicio, hasta que consigue destruir de forma irremediable toda la estructura.

Estuvo casado con una mujer llamada Lynnette. No era guapa, ni siquiera lista, pero, aun así, era su mujer, y la exprimió hasta dejarla seca, como había hecho con tantos otros a lo largo de los años. Un día volvió de la cárcel y ella se había largado. No se llevó mucho, aparte de una maleta con ropa vieja y sucia y algo del dinero que Landron tenía guardado para los imprevistos en una cafetera resquebrajada, pero Landron aún recordaba el raudal de ira que le invadió, su estremecimiento ante la traición y el abandono, y su voz resonando hueca por la casa ordenada.

Sin embargo, dio con ella. Le había advertido de lo que podía pasarle si alguna vez intentaba abandonarlo, y Landron era un hombre de palabra, al menos cuando le convenía. La localizó en la habitación sucia de un motel, a las afueras de Macon, en Georgia, donde ella y Landron pasaron un buen rato. Al menos Landron sí se lo pasó bien. Él, claro, no podía hablar por Lynnette. Cuando acabó con ella, ni siquiera podía hablar por sí misma, y tendría que pasar mucho tiempo antes de que un hombre mirase a Lynnette Mobley y no le entraran ganas de vomitar al verle la cara.

Durante un rato, Landron descendió a su mundo privado de fantasías: un mundo en el que las Lynnette sabían cuál era su sitio y no se fugaban en cuanto un hombre se daba la vuelta. Un mundo en que él aún llevaba uniforme y elegía a las mujeres más débiles para entretenerse. Un mundo en el que Myrna Chitty intentaba huir de él, aunque él le ganaba terreno poco a poco, hasta que por fin la alcanzaba, la volteaba, y aquellos ojos castaños llenos de temor mientras la forzaba en el suelo, la forzaba en el suelo…

En torno a él, la ciénaga del Congaree parecía retroceder, y las orillas se volvían borrosas, transformándose en una neblina gris, verdosa y blanca. Lo único que atraía su atención era el gotear del agua y el trino de los pájaros. Pero incluso aquello no tardó en volverse inaudible para Landron, sumergido como estaba en su mundo privado.

Pero Landron Mobley no había salido del Congaree.

Landron Mobley no saldría jamás del Congaree.

La ciénaga del Congaree es muy antigua, antiquísima. Era ya antigua cuando los recolectores prehistóricos cazaban en ella. Era ya antigua cuando Hernando de Soto la cruzó en 1540. Era ya antigua cuando la viruela aniquiló a los indios congaree en 1698. Los colonizadores ingleses utilizaron los canales del interior como medio de transporte desde 1740, pero no fue hasta 1786 cuando Isaac Huger emprendió la construcción de una auténtica red de transporte fluvial para cruzar el Congaree. En los extremos del noroeste y del sudoeste, bajo el lodo y el sedimento, están sepultados los cuerpos de los trabajadores que murieron durante la construcción de los canales ideados por James Adams y otros en la primera década de siglo XIX.

Al final de aquel siglo empezó la explotación forestal en los terrenos que eran propiedad de la Francis Beidler's Santee River Cypress Lumber Company, hasta que pararon en 1915, para volver a explotarla medio siglo más tarde. En 1969, el interés por la explotación forestal se reanudó y se comenzó la tala en 1974, lo que llevó a que se organizasen movilizaciones ciudadanas para intentar salvar aquel territorio, ya que en algunas zonas había extensiones de árboles que no habían sido talados jamás y que representaban la última y más importante reserva forestal ribereña de árboles de madera noble en aquella parte del país. Había cerca de veintidós mil acres declarados monumento nacional, la mitad de los cuales eran bosques vírgenes de árboles de madera noble, que se extendían desde el cruce de Myers Creek y la carretera de Old Bluff hacia el noroeste y que invadían los límites de los condados de Richland y Calhoun por el sudeste, bordeando la línea ferroviaria. Sólo una pequeña parte de terreno, más o menos un millón ochocientos mil metros cuadrados, estaba en manos privadas. Cerca de aquella extensión era donde Landron Mobley se había sentado, absorto en sus sueños de mujeres llorosas. La ciénaga del Congaree era su territorio. Todo cuanto había hecho antes allí, entre los árboles y en el lodo, no le creaba ningún tipo de conflicto. Por el contrario, se regodeaba en aquellos recuerdos que añadían relieve a su anodina vida actual. Allí el tiempo carecía de sentido, y revivía sus momentos de placer a través de la memoria. Landron Mobley nunca se sentía más cerca de sí mismo que cuando estaba en el Congaree.

Los ojos de Mobley se abrieron de repente, pero se quedó muy quieto. Lentamente, de manera casi imperceptible, giró la cabeza a la izquierda y su mirada se posó en los ojos castaños de una cierva de Virginia. Era de color castaño rojizo y medía más de metro y medio. Alrededor de los ojos, de la nariz y de la garganta tenía cercos blancos. Meneaba la cola con cierta inquietud, dejando al descubierto la blancura de su envés. Mobley sabía que había ciervos por los alrededores. Había visto sus huellas a más o menos un kilómetro y medio de allí, en dirección al río, y había seguido el rastro de sus excrementos, de la vegetación ramoneada y de los troncos de los árboles en que los machos se habían restregado la cornamenta y habían desgarrado la corteza, pero les había perdido el rastro en la espesura de los matorrales. Cuando ya había dado por hecho que en aquella ronda no iba a poder abatir ningún venado, aparecía, observándolo fijamente debajo de un pino taeda, una hermosa cierva. Sin quitar los ojos del animal, Mobley intentó alcanzar el rifle con la mano derecha.

Pero su mano sólo agarró el vacío. Desconcertado, giró la vista a la derecha. El Voere había desaparecido, y lo único que atestiguaba que alguna vez lo había dejado allí era un hoyuelo en la tierra. Se incorporó a toda prisa y oyó cómo la cierva emitía un agudo y silbante resoplido de alarma antes de refugiarse, silenciosa y con la cola erguida, entre la arboleda. Mobley ni siquiera se dio cuenta de su huida. El Voere se contaba entre sus más preciadas pertenencias y en ese momento alguien se lo había robado mientras él soñaba despierto con la polla en la mano. Escupió con furia y buscó huellas en el suelo. Había pisadas a poco menos de un metro a su derecha, pero los arbustos eran muy tupidos a partir de ese punto y no pudo seguir el rastro del ladrón y la profundidad de su hendidura daba a entender que se trataba de una persona pesada.

—La madre que te parió —musitó—. ¡La madre que te parió! —gritó luego—. ¡Tu puta madre!

Volvió a mirar las pisadas y la ira empezó a debilitarse para dar paso a las primeras punzadas de miedo. Estaba en el Congaree sin arma alguna. Es posible que el ladrón hubiese puesto rumbo al interior de la ciénaga con su trofeo, o puede que aún estuviese por los alrededores esperando ver la reacción de Landron. Echó un vistazo a los árboles y a la maleza, pero no halló rastro de ningún ser humano. A toda prisa, y tan en silencio como pudo, recogió la mochila y echó a andar en dirección al río.

El trayecto de vuelta hasta donde había dejado su barca le llevó casi veinte minutos, ya que no podía avanzar todo lo rápido que quería por temor a hacer más ruido de la cuenta y por las paradas que hacía a intervalos regulares para comprobar si alguien le seguía. Una o dos veces creyó vislumbrar una figura entre los árboles, pero cuando se detenía no lograba detectar señal alguna de movimiento y el único sonido que le llegaba era el del agua que goteaba levemente de las hojas y las ramas de los árboles. Pero no fueron aquellos falsos indicios lo que aumentó el temor de Mobley.

Los pájaros habían dejado de cantar.

A medida que se acercaba al río, aceleraba el paso. Sus botas hacían un ruido de succión al avanzar sobre el barro. Se halló en medio de un bosque enano de neumatóforos, demarcado por unos troncos podridos y restos erguidos de árboles secos, convertidos ya en hábitat de pájaros carpinteros y de pequeños mamíferos. Parte de aquella destrucción era el vestigio dejado por el paso del huracán Hugo, que había diezmado el parque en 1989, pero que a su vez favoreció el rebrote de la vegetación. Más allá de unos pujantes árboles jóvenes, Mobley vio las oscuras aguas del río Congaree, que se alimentaban del Piedmont. Rompió con fuerza la última barrera de vegetación y se encontró de pronto a orillas del río. El llamado musgo de España, que colgaba de la rama de un ciprés, casi le hizo cosquillas en la nuca cuando se hallaba cerca de donde había amarrado la barca.

La barca también había desaparecido.

Pero en su lugar había algo.

Había una mujer.

Estaba de espaldas, de modo que Mobley no podía verle la cara. Una sábana blanca la cubría desde la cabeza hasta los pies, como si fuese una túnica con capucha. Estaba de pie en el bajío, y el extremo de la tela se arremolinaba en la corriente. Mientras Mobley la miraba, ella se agachó para coger agua con las manos, levantó luego la cabeza y se mojó la cara. Mobley pudo ver que debajo de la túnica blanca no llevaba nada. Era una mujer fuerte y la tela se ciñó a la hendidura oscura de sus nalgas al agacharse, dejando entrever una piel de chocolate debajo del merengue de su indumentaria. Mobley estuvo a punto de excitarse, a no ser por…

A no ser porque no estaba seguro de que lo que había debajo de la tela pudiera llamarse piel. Parecía resquebrajada, como si la mujer estuviese escamada o niquelada. Daba la impresión de que, o bien le habían arrancado parte de la piel, o bien le habían untado algo en ella, lo que hacía que la tela de la túnica se le adhiriese a algunas zonas del cuerpo. Era casi un reptil, y su aspecto de depredador hizo que Mobley retrocediera un poco. Intentó verle las manos, pero las tenía bajo el agua. Lentamente, la mujer se agachó más y sumergió los brazos, primero hasta las muñecas, después hasta los codos, para acabar casi encorvada por completo. Suspiró de placer. Era el primer sonido que oía de ella. Su silencio le desconcertó al principio, y luego le irritó. Él había hecho más ruido que la cierva asustada mientras avanzaba pesadamente hasta alcanzar la orilla del río, pero daba la impresión de que la mujer no se había percatado de su presencia, o tal vez de que había preferido ignorarla. Mobley, a pesar de su desasosiego, decidió poner fin a aquella situación.

—¡Oye! —la llamó.

La mujer no respondió, pero le dio la impresión de que contraía la espalda levemente.

—¡Oye! —repitió—. Te estoy hablando.

Esa vez, la mujer se levantó, pero no miró a ninguna parte. Mobley avanzó un poco, hasta que sus pies estuvieron casi al borde del agua.

—Estoy buscando una barca, ¿la has visto?

La mujer estaba completamente inmóvil. Mobley pensó que su cabeza resultaba demasiado pequeña para el cuerpo, hasta que se dio cuenta de que estaba calva del todo. Apreció, a través del tejido de la túnica, que tenía escamas en el cráneo. Alargó una mano para tocarla.

—He dicho…

Mobley notó una presión enorme en la pierna izquierda y, al mismo tiempo que se daba cuenta de que le habían disparado, la pierna se le venció. Cayó de costado, con la mitad del cuerpo dentro del agua y la otra mitad fuera, y se miró la rodilla destrozada. La bala le había volado la rótula, y lo que había dentro de ella era blanco y rojo. La sangre fluía por el Congaree. Mobley dejó de apretar los dientes y aulló de dolor. Buscó al tirador con la mirada. Una segunda bala le penetró en la región lumbar y le partió la columna en dos. Mobley se desplomó de lado, viendo cómo un charco negro se expandía alrededor de sus piernas. Estaba paralizado, aunque aún sentía el dolor que invadía cada célula de su cuerpo.

Mobley oyó unos pasos que se aproximaban y volvió la mirada. Abrió la boca para hablar, pero algo afilado le penetró en la carne debajo de la barbilla: un garfio que le desgarraba la piel y que le perforaba la lengua y el paladar. El dolor resultaba inimaginable, un espantoso dolor que sobrepasaba en intensidad a la quemazón que sentía en la parte inferior del cuerpo y en la pierna. Intentó gritar, pero el garfio le mantenía la boca cerrada, y lo más que lograba emitir era un sonido áspero y ronco. La presión aumentaba a medida que la cabeza era jalada hacia atrás y, poco a poco, Mobley era arrastrado hacia el bosque. Veía el acero del garfio delante de su cara, lo percibía en la lengua y lo sentía entre los dientes. Intentó levantar una mano para agarrarlo, pero iba debilitándose y sus dedos sólo pudieron rozar el metal antes de que la mano se le desplomase. Sobre las hojas y el lodo iba quedando una reluciente estela de sangre. El alto follaje de los árboles parecía una mortaja negra desplegada en el cielo. El bosque se comprimía en torno a él, y estaba mirando fijamente, por última vez, el río, cuando la mujer se despojó de la sábana y se volvió, desnuda, a mirarle.

Muy dentro de él, en aquel lugar oscuro en que Landron Mobley imaginaba el dolor que podía infligir a los demás, una multitud de mujeres con escamas cayó sobre él, y entonces empezó a gritar.