Elliot Norton me llamó a la mañana siguiente del incendio intencionado. Tenía quemaduras de primer grado en los brazos y en la cara. No obstante, se consideraba bastante afortunado. El fuego había quemado tres habitaciones del primer piso y había dejado un agujero en el techo. Como ningún contratista local estaría dispuesto a emprender las reparaciones, contrató a unos chicos procedentes de Martínez, justo en la frontera del estado de Georgia, para arreglar los desperfectos.
—¿Hablaste con la poli? —le pregunté.
—Sí. Fueron los primeros en llegar. No les faltan sospechosos, pero si pueden presentar cargos contra alguien por esto, me retiraré de la abogacía y me meteré a monje. Saben que está relacionado con el caso Larousse y yo sé que está relacionado con el caso Larousse, de manera que no discrepamos en nada. Menos mal que esta coincidencia me va a salir gratis.
—¿No hay sospechosos?
—Van a detener a algunos gilipollas locales, pero no creo que sirva de mucho, no a menos que alguien viese u oyese algo y esté deseando echarle valor y contarlo. Mucha gente opinará que no me merecía menos por haber aceptado el caso.
Hubo una pausa. Noté que esperaba que yo rompiese el silencio. Al final lo hice, y sentí cómo mis pies empezaban a querer darse a la fuga a medida que me daba cuenta de hasta qué punto me estaba involucrando sin remedio en aquello.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Qué puedo hacer? ¿Impedir que el chaval salga? Es mi cliente, Charlie. No puedo hacer eso. Y tampoco puedo permitir que me intimiden para que abandone el caso.
Estaba apretando las clavijas de mi mala conciencia a propósito. Aquello no me gustaba, pero quizá pensó que no tenía otra opción.
No sólo me molestó su disposición a aprovecharse de nuestra amistad. Elliot Norton era un buen abogado, pero nunca lo había visto compadecerse por nadie en asuntos de trabajo. Había arriesgado su casa y puede que su vida por un joven del que apenas sabía nada, y aquél no era el Elliot Norton que yo conocía. No estaba seguro de que, a pesar de mis dudas, pudiese seguir dándole largas, pero lo menos que podía hacer era intentar exigirle algunas respuestas satisfactorias.
—Elliot, ¿por qué haces esto?
—¿Hacer qué? ¿Ser abogado?
—No, ser el abogado de ese muchacho.
Esperaba el típico discurso de que un hombre debe hacer lo que debe, de que nadie estaría dispuesto a defender al chaval y de que él, Elliot, hubiera sido incapaz de mantenerse al margen y ver cómo ataban con correas al pobre muchacho a una camilla y le inyectaban un veneno para que el corazón se le parase. Pero, en vez de eso, me sorprendió. Tal vez fuera el cansancio, o el suceso de la noche previa, pero cuando habló su voz desprendía una amargura que nunca había apreciado en él.
—¿Sabes?, una parte de mí siempre ha odiado este lugar. Odiaba sus costumbres y su mentalidad pueblerina. Veía a los tipos que me rodeaban y sabía que no aspiraban a ser políticos, jueces ni príncipes de la industria. No querían cambiar el mundo. Querían beber cerveza y echar algún que otro polvo, y trabajar en una gasolinera por mil dólares al mes ya les daba para eso. No pensaban marcharse de allí jamás, y si ellos no lo hacían, yo sí que estaba seguro de que me largaría.
—Así que te hiciste abogado.
—Exacto: una profesión noble, a pesar de lo que creas.
—Y te fuiste a Nueva York.
—Me fui a Nueva York, pero me repugnaba vivir en Nueva York, incluso más que vivir aquí. Quizás aún tenía que demostrar algo.
—Así que ahora vas a representar a ese chaval como una manera de vengarte de todos ellos.
—Algo por el estilo. Tengo un instinto visceral, Charlie: ese chaval no mató a Marianne Larousse. Puede que carezca de modales, pero me resisto a creer que sea un violador y un asesino. No puedo mantenerme al margen y ver cómo lo ejecutan por un crimen que no cometió.
Medité sobre aquello. Es posible que yo no fuese nadie para cuestionar las cruzadas ajenas. Después de todo, me habían acusado demasiadas veces de ser un cruzado.
—Te llamaré mañana —le dije—. Hasta entonces, procura no meterte en líos.
Suspiró hondamente, como si viese un rayo de esperanza en la oscuridad.
—Gracias, te lo agradecería.
Cuando colgué el teléfono, Rachel estaba apoyada en el marco de la puerta, mirándome.
—Vas a bajar, ¿verdad?
No era un reproche. Sólo una pregunta.
Me encogí de hombros y le dije:
—Tal vez.
—Crees tener una deuda de lealtad con él.
—No, con él en particular no. —No estaba seguro de poder expresar con palabras mis razones, pero creí que al menos necesitaba intentarlo, que necesitaba explicármelo a mí mismo y explicárselo a Rachel—. Cuando he estado en apuros, cuando me he encargado de casos difíciles, y más que difíciles, he tenido a mi lado a gente deseosa de ayudarme: tú, Ángel, Louis… Y otra mucha gente también, y a alguna de esa gente ayudarme le costó la vida. Ahora hay alguien que me pide ayuda, y no estoy seguro de que pueda darme media vuelta y quitarme de en medio tan fácilmente.
—En la vida todo se paga.
—Supongo que sí. Pero si bajo, primero hay que ocuparse de algunas cosas.
—¿Como qué?
No contesté.
—Quieres decir que hay que ocuparse de mí —unos dedos invisibles trazaron unas delgadas líneas de irritación en su frente—. Ya hemos hablado de eso.
—No, yo he hablado de eso. Tú sólo te tapas las orejas.
Sentí cómo el tono de mi voz se elevaba y aspiré aire antes de proseguir.
—Mira, no quieres llevar un arma y…
—No estoy dispuesta a aguantar ese rollo —dijo. Subió las escaleras vociferando y, pasados unos segundos, oí que cerraba la puerta de su estudio de un portazo.
Me encontré con el sargento de detectives Wallace MacArthur, del Departamento de Policía de Scarborough en Panera Bread Company, en Maine Mall. Durante los sucesos que condujeron a la detención de Faulkner tuve un altercado con MacArthur, pero resolvimos nuestras diferencias en una comida en Back Bay Grill. Hay que reconocer que la comida me costó casi doscientos pavos, incluido el vino que se bebió MacArthur, aunque mereció la pena para tenerlo de nuevo de mi parte.
Pedí un café y me reuní con él en una mesa con asientos adosados. Estaba desmigando un bollo de canela caliente, y el azúcar glaseado que lo recubría había quedado reducido a la consistencia de la mantequilla derretida, manchando la página de anuncios de contactos en la última edición del Casco Bay Weekly. La sección de contactos del CBW solía ofrecer una buena cantidad de mujeres deseosas de que las abrazasen delante de una chimenea, de hacer excursiones a pie en lo más crudo del invierno o de apuntarse a clases de danza experimental. Ninguna de ellas parecía la candidata adecuada para MacArthur, que era tan tierno como un cactus y al que no le gustaba ninguna actividad física que requiriese salir de la cama. Gracias a un metabolismo de galgo y a un estilo de vida propio de soltero, había llegado al final de la cuarentena sin verse forzado a caer en las trampas potenciales del buen comer y del ejercicio físico continuado. El concepto que tenía MacArthur del ejercicio consistía en ir alternando los dedos al apretar el mando a distancia.
—¿Has encontrado alguna que te guste? —le pregunté.
MacArthur masticaba pensativo un trozo de bollo.
—¿Cómo pueden asegurar estas mujeres que son «atractivas», «guapas» y «de buen carácter»? Vamos a ver: soy soltero, ando siempre por ahí, merodeando, y jamás me encuentro con mujeres de ese tipo. Conozco a mujeres poco atractivas. Conozco a mujeres feas. Conozco a mujeres de trato difícil. Si son tan guapas y tan desinhibidas, ¿cómo es que se anuncian en la contraportada del Casco Bay Weekly? Te aseguro que algunas de estas mujeres mienten.
—Tal vez deberías probar con los anuncios que hay más adelante.
Las cejas de MacArthur se sobresaltaron.
—¿Las freakies? ¿Bromeas? Ni siquiera sé qué quieren decir esas tonterías. —Ojeó con discreción la contraportada y echó un rápido vistazo a la mesa contigua para asegurarse de que nadie le miraba. Su voz se redujo a un susurro—. Aquí hay una mujer que busca «un macho suplente para la ducha». A ver, ¿qué demonios es eso? Ni siquiera acierto a sospechar qué es lo que quiere que haga. ¿Quiere que le arregle la ducha o qué?
Le miré y me devolvió la mirada. Tratándose de un hombre que había sido poli durante más de veinte años, MacArthur podía dar la impresión de estar en Babia.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada.
—No, dilo.
—No, simplemente no creo que esa mujer te convenga. Eso es todo.
—Qué me vas a contar a mí. No sé qué es peor, si comprender lo que esta gente busca o no comprenderlo. Dios, todo lo que quiero es una relación normal y sincera. Eso tiene que existir en alguna parte, ¿verdad?
Yo no estaba seguro de que pudiese existir una relación normal y sincera, pero entendía lo que quería decir. Se refería a que el detective Wallace MacArthur no iba a ser el suplente de la ducha de nadie.
—Lo último que he sabido de ti es que estabas ayudando a la viuda de Al Buxton a superar su dolor.
Al Buxton fue ayudante del sheriff del condado de York, hasta que contrajo una extraña enfermedad degenerativa que lo dejó con el mismo aspecto que una momia sin vendas. Nadie lloró su pérdida. Al Buxton era tan desagradable, que hacía que los herpes parecieran bonitos.
—Aquello duró poco. No creo que tuviese que sobreponerse a demasiado dolor. ¿Sabes?, una vez me dijo que se folló al embalsamador de su marido. No creo que al hombre le diese tiempo siquiera de lavarse las manos, de lo rápido que se le echó encima.
—Tal vez estaba muy agradecida por lo bien que hizo su trabajo. Al Buxton tenía mejor aspecto muerto que vivo, y también resultaba más agradable.
MacArthur se rió, pero me dio la impresión de que la risa le irritó los ojos. Entonces me percaté de que los tenía hinchados y enrojecidos. Parecía que había estado llorando. Quizás incluso la cosa más insignificante le afectaba más de lo que yo podía imaginar.
—¿Qué te pasa? Parece como si la madre de Bambi acabase de morir.
Instintivamente se llevó la mano derecha a los ojos para secárselos, pues habían empezado a caerle lágrimas, pero al instante se detuvo.
—Esta mañana me han rociado con spray inmovilizador.
—No jodas. ¿Quién lo hizo?
—Jeff Wexler.
—¿El detective Jeff Wexler? ¿Qué hiciste? ¿Lo invitaste a salir? ¿Sabes?, aquel tipo que iba vestido de policía en el grupo Village People en realidad no era un poli. No deberías tomarlo como modelo.
MacArthur no pareció inmutarse.
—¿Qué habrías hecho tú? Me rociaron con spray porque son las normas del departamento: si quieres llevar el spray, tienes que experimentar su efecto. Sólo así no te precipitarás a la hora de usarlo.
—¿De verdad? ¿Funciona?
—¿Que si funciona? Estaba ansioso por salir de allí y rociarle la cara a algún bastardo para poder sentirme mejor. Esa cosa escuece.
Horrible. El spray escuece. ¿Quién iba a pensarlo?
—Me han dicho que trabajas para los Blythe —dijo MacArthur—. Es un caso sin resolver al que ya le han dado carpetazo.
—Ellos no se dan por vencidos, aunque la poli sí.
—Eso no es justo, Charlie, y tú lo sabes.
Levanté la mano para disculparme.
—Anoche vino a mi casa Irv Blythe. Tuve que decirles a él y a su mujer que la primera pista con la que contaban al cabo de muchos años era falsa. No me agradó hacerlo, porque están sufriendo, Wallace. Hace ya seis años de eso y no pasa un día sin que sufran. Se han olvidado de ellos. Sé que no es culpa de la poli. Sé que es un caso sin resolver. Pero no es un caso sin resolver para los Blythe.
—¿Crees que está muerta? —El tono de su voz me dio a entender que él ya había llegado a sus propias conclusiones.
—Espero que no.
—Supongo que siempre queda la esperanza —sonrió haciendo una mueca—. Si no estuviese convencido de ello, yo no andaría buscando en la sección de contactos.
—He dicho que estoy esperanzado, no que me sienta locamente optimista.
MacArthur levantó de manera obscena el dedo corazón.
—Así que querías verme, ¿no? Encima llegas tarde y he tenido que comprar un bollo de canela, que cuesta lo suyo.
—Lo siento. Mira, puede que tenga que ausentarme durante una semana. A Rachel no le gusta que sea tan protector, pero no quiere llevar un arma.
—Necesitas que alguien se pase por allí y le eche un vistazo, ¿verdad?
—Sólo hasta que vuelva.
—Eso está hecho.
—Gracias.
—¿Tiene algo que ver con Faulkner?
Me encogí de hombros.
—Supongo que sí.
—Parker, los suyos ya están muertos. Sólo queda él.
—Es posible.
—¿Ha ocurrido algo que te haga pensar lo contrario?
Negué con la cabeza. No había nada, sólo una sensación de desasosiego y la creencia de que Faulkner no pasaría por alto el aniquilamiento de su prole.
—Parker, tienes suerte en todo. Lo sabes, ¿verdad? La sentencia del departamento del fiscal general, literalmente, no te afectó: no fueron contra ti por obstaculizar la investigación, no formularon cargos contra ti ni contra tus amigotes por las muertes que tuvieron lugar en Lubec. No quiero decir que los mataras tú ni mucho menos, pero aun así…
—Lo sé —le interrumpí con aspereza, porque quería cambiar de tema—. Bueno, te ocuparás de que alguien se pase por casa, ¿verdad?
—Seguro, no te preocupes. Cuando pueda, lo haré yo mismo. ¿Crees que estará de acuerdo en que instalemos una alarma?
Yo ya lo había considerado. Con toda probabilidad requeriría destrezas diplomáticas a nivel de la ONU, pero supuse que al final Rachel se dejaría convencer.
—Quizá. ¿Conoces a alguien que pueda instalarla?
—Conozco a un tipo. Llámame cuando hayas hablado con ella.
Le di las gracias y me levanté para irme. No había dado aún tres pasos cuando me detuvo su voz.
—Oye, ¿no tendrá por casualidad amigas solteras?
—Sí, creo que sí —le contesté justo antes de que se me cayera el alma a los pies y me diese cuenta de dónde me había metido. La cara de MacArthur se animó, mientras que la mía, por el contrario, se descompuso—. Oh, no. ¿Por quién me tomas? ¿Por una agencia de contactos?
—Venga, hombre, es lo menos que puedes hacer.
Moví la cabeza con gesto abatido.
—Le preguntaré, pero no te prometo nada.
Dejé a MacArthur con una sonrisa en la cara.
Con una sonrisa y con mucho azúcar glaseado alrededor de la boca.
El resto de la mañana y parte de la tarde lo dediqué a despachar el papeleo pendiente, hice la factura de dos clientes y revisé las escasas notas que tenía sobre Cassie Blythe. Había hablado con su antiguo novio, con sus amistades más cercanas y con sus compañeros de trabajo, así como con el personal de la agencia de contratación de Bangor, a la que había acudido el día mismo de su desaparición. Como le estaban reparando el coche, Cassie tomó un autobús para ir a Bangor y salió de la terminal de Greyhound, en la esquina entre Congress y St. John, sobre las ocho de la mañana. Según los informes de la policía y el seguimiento de Sundquist, el conductor la recordaba porque intercambiaron unas palabras. Estuvo durante una hora en la agencia de contratación, sita en West Market Square, antes de entrar a curiosear en la librería Book Marcs. Uno de los empleados recordaba que le preguntó por libros firmados de Stephen King.
Después de eso, Cassie Blythe desapareció. No utilizó el billete de vuelta y no había constancia de que hubiese viajado con ninguna otra compañía de autobuses ni de que hubiese cogido un vuelo de cercanías. La tarjeta de crédito y la del cajero automático no se habían utilizado desde el día de su desaparición. Me estaba quedando sin gente a la que poder recurrir y todo aquello no estaba llevándome a nada.
Tenía la impresión de que no iba a encontrar a Cassie Blythe. Ni viva ni muerta.
El Lexus negro se detuvo ante la casa poco después de las tres. Yo estaba en el piso de arriba, delante del ordenador, imprimiendo las noticias sobre el asesinato de Marianne Larousse. La mayoría de ellas daba muy poca información, salvo un suelto del State que detallaba el hecho de que Elliot Norton se había encargado de la defensa de Atys Jones en sustitución del abogado de oficio asignado al caso, un tal Laird Rhine. Para el cambio de abogado no se tramitó una petición oficial, lo que significaba que Rhine había acordado con Elliot abandonar el caso. En unas breves declaraciones, Elliot le comentaba al periodista que, aunque Rhine era un buen abogado, Jones se merecía algo más que un abogado de oficio agobiado por la falta de tiempo. Rhine no comentaba nada. La noticia databa de un par de semanas atrás. Estaba imprimiéndola justo en el instante en que llegó el Lexus.
El hombre que salió del asiento del copiloto llevaba unas zapatillas Reebok manchadas de pintura, unos pantalones vaqueros manchados de pintura y, para rematar el conjunto, una camisa vaquera manchada de pintura. Parecía un modelo de pasarela en un congreso de decoradores, en el caso de que los gustos de los decoradores se decantasen por los ladrones semijubilados y maricas de un metro sesenta y cinco de estatura. Ahora que lo pienso, cuando yo vivía en el East Village había varios decoradores cuyos gustos se habían decantado por ahí.
El conductor del coche era al menos treinta centímetros más alto que su compañero y llevaba unos mocasines de color corinto que habían conocido tiempos mejores y un traje de lino de color canela. Su tez negra brillaba a la luz del sol, tan sólo oscurecida por una levísima sombra de pelo en la cabeza y una barba que circundaba sus labios fruncidos.
—Bueno, este sitio es muchísimo más bonito que aquel basurero al que llamabas hogar —dijo Louis cuando bajé a recibirlos.
—Si tanto lo odiabas, ¿por qué te tomabas la molestia de ir allí de visita?
—Porque te ponía de mala leche.
Le tendí la mano a Louis para estrechársela y me vi con una maleta de Louis Vuitton en ella.
—No doy propina —dijo.
—Lo supuse en cuanto me di cuenta de que eres demasiado tacaño como para venir en avión para pasar el fin de semana.
Enarcó un poco la ceja.
—Oye, trabajo gratis para ti, traigo mis propias armas y compro las balas. No puedo permitirme el lujo de venir en avión.
—¿Todavía llevas un arsenal en el maletero del coche?
—¿Por qué lo preguntas? ¿Necesitas algo?
—No, pero si a tu coche lo parte un rayo, sabré adónde ha ido a parar mi jardín.
—Todas las precauciones son pocas. El mundo es un infierno lleno de maldad.
—¿Sabes? Existe una palabra para la gente que está convencida de que tiene el mundo entero en su contra: paranoia.
—Sí, y hay una palabra para la gente que no: muerte.
Pasó con majestuosidad junto a mí, se dirigió a Rachel y la abrazó cariñosamente. Rachel era la única persona a la que Louis demostraba un afecto verdadero. Sólo podía imaginar que le acariciaba la cabeza de vez en cuando a Ángel. Al fin y al cabo, llevaban casi seis años juntos.
Ángel se puso a mi lado.
—Creo que está volviéndose más cariñoso a medida que envejece —le dije.
—Sería igual de cariñoso si tuviese garras, ocho piernas y un aguijón en la punta del rabo.
—Caray, y es todo tuyo.
—Sí, ¿no soy un tipo con suerte?
Parecía como si Ángel hubiera envejecido de repente desde la última vez que lo vi, unos meses atrás. Tenía unas profundas arrugas alrededor de los ojos y de la boca y el pelo negro salpicado de canas. Incluso andaba con más lentitud, como si temiese tropezar. Sabía por Louis que aún tenía un intenso dolor en los omóplatos, allí donde el predicador Faulkner le había cortado un cuadrado de piel, para luego dejar a Ángel sangrando dentro de una vieja bañera. Los injertos estaban agarrando, pero las cicatrices le dolían cada vez que hacía el mínimo movimiento. Louis y Ángel habían soportado un periodo de separación forzosa. La implicación directa de Ángel en los acontecimientos que desembocaron en la captura de Faulkner tuvo como consecuencia inevitable el hecho de que la policía lo pusiera en su punto de mira. Se había mudado a un apartamento a diez manzanas del de Louis para que su amante no se viese involucrado en la investigación, puesto que el pasado de Louis no resistiría un examen minucioso por parte de las fuerzas de la ley y del orden. Estaban corriendo un riesgo incluso al venir aquí juntos, pero fue Louis quien lo sugirió y no me sentía con ganas de discutir con él. Puede que pensara que a Ángel le vendría bien estar con gente que le quería.
Ángel adivinó mis pensamientos, porque sonrió con tristeza.
—No tengo buen aspecto, ¿verdad?
Le devolví la sonrisa.
—Nunca lo tuviste.
—Oh, sí. Lo había olvidado. Vayamos adentro. Haces que me sienta un inválido.
Vi cómo Rachel le besaba con ternura en la mejilla y le susurraba algo al oído. Por primera vez desde que había llegado se rió.
Pero cuando Rachel me miró por encima del hombro de Ángel, sus ojos traslucían la compasión que sentía por él.
Cenamos en Katahdin, en el cruce de Spring y High, en Portland. Katahdin tiene un mobiliario mal conjuntado, una decoración excéntrica, y a uno le da la impresión de estar comiendo en el salón de una casa particular. A Rachel y a mí nos encanta. Por desgracia, también a mucha otra gente, así que tuvimos que esperar durante un rato en la acogedora barra, oyendo los chismorreos y la cháchara de los que solían comer allí. Ángel y Louis pidieron una botella de chardoné Kendall-Jackson y me di el gusto de beberme media copa. Después de la muerte de Jennifer y de Susan, pasé mucho tiempo sin probar el alcohol. La noche en que murieron me había ido a un bar, y después supe encontrar muchas maneras de atormentarme por no haber estado a su lado cuando me necesitaron. Ahora sólo me tomaba una cerveza de vez en cuando y, en alguna ocasión muy especial, un vaso de vino Flagstone en casa. No echaba de menos la bebida. Mi afición por el alcohol se había esfumado casi por completo.
Al final, encontramos mesa en un rincón y empezamos con uno de los excelentes panecillos de mantequilla del Katahdin. Hablamos del embarazo de Rachel, criticaron la decoración de mi casa y nos pusimos al día en los cotilleos de Nueva York cuando llegaron sus platos de marisco y mi London broil.
—Tío, tu casa está llena de viejos trastos de mierda —dijo Louis.
—Antigüedades —le corregí—. Eran de mi abuelo.
—Por mí como si fueran de Moisés. Son trastos viejos, te pareces a uno de esos hijos de puta que venden basura por internet en las subastas de e-Bay. ¿Cuándo vas a convencerlo para que compre muebles nuevos, guapa?
Rachel levantó las manos e hizo un gesto de yo-no-me-meto-en-eso justo en el instante en que la dueña del local se acercó a nuestra mesa para asegurarse de que todo estaba en orden. Le sonrió a Louis, que se mostró un poco desconcertado ante el hecho de que su presencia no la hubiera intimidado. La mayoría de la gente se sentía intimidada, como mínimo, ante Louis, pero la dueña del Katahdin era una mujer fuerte y atractiva que no se dejaba intimidar por un simple «Gracias por preguntarlo». Al contrario, le sirvió más panecillos de mantequilla y lo miró del modo en que un perro miraría un hueso especialmente apetitoso.
—Me parece que le gustas —dijo Rachel, irradiando inocencia.
—Soy marica, no ciego.
—Pero ella no te conoce tanto como nosotros —añadí—. Yo que tú me lo comería todo. Vas a necesitar todas tus energías para salir corriendo.
Louis frunció el ceño. Ángel se mantenía en silencio, porque ya había tenido bastante a lo largo de todo el día. Se le levantó el ánimo cuando la charla se centró en Willie Brew, que estaba al frente de una tienda de coches en Queens y que fue quien me proporcionó mi Boss 302; además, Louis y Ángel eran socios suyos.
—Su hijo dejó embarazada a una chica —me contó.
—¿Qué hijo, Leo?
—No, el otro, Nicky. El que parece un idiota erudito, aunque sin lo de erudito.
—¿Va a hacer lo que debe?
—Ya lo ha hecho. Se las piró a Canadá. El padre de la chica está muy cabreado. El tipo se llama Pete Drakonis, pero todo el mundo lo llama Jersey Pete. Creo que no se debería joder a tipos que tienen nombre de estado, salvo Vermont quizás. Un tipo que se llama Vermont se empeñaría en que te dedicases a salvar ballenas y a beber té chai.
Mientras tomábamos el café, les conté lo de Elliot Norton y su cliente. Ángel movió la cabeza con desaliento.
—Carolina del Sur no es mi lugar preferido —dijo.
—Es difícil que allí organicen un desfile oficial para celebrar el día del Orgullo Gay —reconocí.
—¿De dónde dijiste que era el tipo? —preguntó Louis.
—De un pueblo llamado Grace Falls. Está por…
—Sé por dónde queda —contestó.
Había algo en el tono de su voz que hizo que me callase. Incluso Ángel le miró, pero no insistió sobre ese punto. Nos limitamos a observar cómo Louis desmigaba un trozo de panecillo con el pulgar y el índice.
—¿Cuándo tienes planeado salir? —me preguntó.
—El domingo.
Rachel y yo lo habíamos hablado y convinimos en que mi conciencia no descansaría a menos que me fuese allí durante un par de días como mínimo. A riesgo de que Rachel se cabreara tanto conmigo que me dejara hecho polvo, me atreví a sacar el tema de la conversación que mantuve con MacArthur. Para mi sorpresa, accedió tanto a que se pasase a verla con regularidad como a la instalación de una alarma en la cocina y otra en nuestro dormitorio.
Por cierto, también estuvo de acuerdo en buscarle pareja a MacArthur.
Louis pareció consultar una especie de calendario mental.
—Me reuniré contigo allí —dijo.
—Los dos nos reuniremos contigo allí —le corrigió Ángel.
Louis le lanzó una mirada.
—Primero tengo que hacer algo —replicó—. Y ese algo me pilla de camino.
Ángel apartó una migaja.
—Yo no tengo ningún plan —dijo Ángel, con una voz estudiadamente inexpresiva.
Como me daba la impresión de que la conversación había tomado un rumbo desconocido para mí, y como no estaba dispuesto a pedir un mapa para situarme, pedí la cuenta.
—¿Tienes la más mínima idea de lo que estaban hablando? —me preguntó Rachel cuando nos dirigíamos al coche.
Ángel y Louis iban delante de nosotros sin decir palabra.
—No —respondí—. Pero me da la impresión de que alguien va a lamentar que esos dos hayan salido de Nueva York.
Sólo esperaba que ese alguien no fuese yo.
Aquella noche me despertó un ruido proveniente del piso de abajo. Dejé que Rachel siguiese durmiendo, me puse la bata a toda prisa y bajé las escaleras. La puerta de entrada estaba entreabierta. Ángel estaba sentado, con las piernas estiradas, en una silla del porche, vestido con un pantalón de chándal y una vieja camiseta de Doonesbury. Tenía un vaso de leche en la mano y miraba hacia la marisma iluminada por la luz de la luna. Del oeste nos llegó el grito de un búho, que bajaba y subía de tono. En el cementerio de Black Point había un par de nidos. A veces, por la noche, los faros de los coches los iluminaban y los veíamos encaramarse a las copas de los árboles con un ratón forcejeando para desprenderse de sus garras.
—¿Los búhos te desvelan?
Me lanzó una mirada por encima del hombro y en su sonrisa reconocí un poco al Ángel de antes.
—El silencio es lo que me desvela. ¿Cómo coño puedes dormir con toda esta tranquilidad?
—Puedo comenzar a tocar el claxon y a blasfemar en árabe si crees que eso te servirá de algo.
—Caramba, ¿lo harías?
Estábamos rodeados de mosquitos que merodeaban esperando la ocasión de posarse sobre sus presas. Eché mano de una caja de cerillas que había en el alféizar de la ventana, encendí una vela repelente y me senté a su lado. Él me ofreció el vaso de leche.
—¿Leche?
—No, gracias. Estoy intentando dejarla.
—Haces bien. El calcio podría matarte.
Se bebió la leche a sorbos.
—¿Te preocupa?
—¿Quién, Rachel?
—Sí, Rachel. ¿Por quién creías que te preguntaba, por Chelsea Clinton?
—Está muy bien. Pero he oído que a Chelsea le va bien en la universidad, así que eso tampoco está mal.
Una sonrisa revoloteó en sus labios, como el breve batir de las alas de una mariposa.
—Sabes a qué me refiero.
—Lo sé. A veces tengo miedo. Tengo tanto miedo que salgo aquí afuera, le echo un vistazo a la marisma y me pongo a rezar. Rezo para que no les pase nada ni a Rachel ni al bebé. Francamente, creo que he sufrido lo mío. Todos lo hemos sufrido. Tenía ciertas esperanzas de que el libro se hubiese cerrado durante un tiempo.
—Un lugar como éste, en una noche como ésta, quizás invita a creer que ha sido así —dijo—. Es un lugar bonito, además de tranquilo.
—¿Estás pensando en jubilarte aquí? En ese caso tendré que mudarme de nuevo.
—No, a mí me gusta demasiado la ciudad. Pero esto está bien para un cambio de aires.
—En la leñera hay serpientes.
—¿No las tenemos todos? ¿Qué vas a hacer con ellas?
—Dejarlas en paz. Espero que se vayan o que cualquier alimaña las mate por mí.
—¿Y si eso no ocurre?
—Entonces yo mismo me encargaré de ellas. ¿Quieres decirme por qué estás aquí fuera?
—Me duele la espalda —se limitó a contestar—. También me duele la parte de los muslos de la que me arrancaron la piel.
Vi reflejadas en sus ojos las formas de la noche con tanta nitidez que parecía que fuesen una parte de él, los componentes de un mundo muy oscuro que, de algún modo, había invadido y colonizado su alma.
—Aún los veo, ¿sabes? A aquel predicador de los cojones y a su hijo mientras me sujetaban y me cortaban la piel. Me susurraba al oído, ¿lo sabías? Aquel cabrón de Pudd me susurraba al oído, me frotaba la frente y me decía que todo iba bien, mientras su viejo me rajaba. Cada vez que me pongo de pie o me desperezo, siento la cuchilla en la piel y me trae todo aquello a la memoria. Y, cuando eso ocurre, el odio vuelve a inundarme. Nunca había sentido tanto odio.
—Se desvanece —dije en voz baja.
—¿De verdad?
—Sí.
—Pero no desaparece.
—No, es tuyo. Haz con él lo que tengas que hacer.
—Quiero matar a alguien —lo dijo sin mostrar sentimiento alguno, con voz serena, con el mismo tono con que alguien diría en un día caluroso que va a darse una ducha fría.
Louis era el asesino, pensé. No importaba que matase por motivos que no tenían nada que ver con el dinero, con la política ni con el poder; no importaba que ya no fuese moralmente neutral, como tampoco importaba lo que pudo haber hecho o no en el pasado: nadie iba a llorar a las víctimas que elegía. Louis era capaz de segar una vida sin perder el sueño por ello.
Ángel era diferente. Cuando las circunstancias le habían obligado a matar o a morir, había elegido matar. Le molestaba hacerlo, pero era mejor estar molesto sobre la tierra que debajo de ella, y yo tenía razones personales para agradecerle sus acciones. Faulkner había destruido algo dentro de Ángel, un pequeño dique que se había construido dentro de sí para contener toda la pena, todo el dolor y toda la ira por las cosas que le habían pasado a lo largo de su vida. Yo conocía algunos detalles: los abusos sexuales, el hambre, el rechazo, la violencia. Pero en ese momento empecé a darme cuenta de las consecuencias de que todo aquello se hubiese desbordado.
—Sin embargo, aún sigues sin querer testificar contra él aunque te lo pidan —le dije.
Sabía que el fiscal auxiliar del distrito dudaba de que fuese conveniente requerir la comparecencia de Ángel en el juicio, en especial por el hecho de que tendrían que citarlo, y Ángel no era de esos que visitan los juzgados de forma voluntaria.
—No sería de gran ayuda como testigo.
Era verdad, pero yo no sabía qué debía contarle y qué no sobre el caso Faulkner. No sabía si debía comentarle la poca consistencia que tenía el caso en sí y el miedo de que todo se viniera abajo si no se aportaban pruebas más sólidas. Según el periódico, Faulkner se quejaba de que él había sido, en realidad, prisionero de su hijo y de su hija durante cuatro décadas; que ellos dos fueron los únicos responsables de la muerte de la gente de su congregación y de las agresiones contra grupos e individuos cuyas creencias eran distintas de las de ellos, así como que fueron sus hijos quienes le llevaban los huesos y los trozos de piel de las víctimas y quienes le obligaban a que las conservase como reliquias. El típico argumento en su defensa de «los que ya están muertos lo hicieron».
—¿Sabes dónde queda Caina? —preguntó Ángel.
—Ni idea.
—Está en Georgia. Louis nació cerca de allí. De camino a Carolina del Sur, vamos a hacer una paradita en Caina. Sólo para que lo sepas.
Mientras hablaba, vi en sus ojos algo que reconocí de inmediato, porque antes lo había visto en los míos: un fuego feroz. Se levantó y volvió la cara para ocultarme el dolor que sentía al moverse. Luego se dirigió a la puerta mosquitera.
—No va a resolver nada —dije.
Se detuvo.
—¿Y eso qué importancia tiene?
A la mañana siguiente, Ángel apenas habló durante el desayuno, y lo poco que habló no iba dirigido a mí. La conversación que mantuvimos en el porche no propició que acercáramos posiciones. Al contrario, confirmó que nuestras desavenencias aumentaban. Antes de que se marchasen, Louis era consciente de ese distanciamiento.
—¿Hablasteis anoche? —preguntó.
—Un poco.
—Cree que debiste matar al predicador cuando tuviste la oportunidad.
Veíamos a Rachel hablándole en voz baja a Ángel. Ángel tenía la cabeza gacha y asentía de vez en cuando, pero yo podía percibir cómo le acometían las oleadas de desasosiego. Ya no era momento de hablar ni de razonar.
—¿Me culpa a mí?
—No es tan sencillo como eso.
—¿Y tú?
—No, yo no. Ángel ya habría muerto más de dos veces de no haber sido por ti. Entre tú y yo no hay querella alguna. Es Ángel quien tiene el problema.
Ángel se inclinó y besó en la mejilla a Rachel de una manera cariñosa aunque apresurada y se dirigió al coche. Nos miró, asintió y entró en el vehículo.
—Hoy voy a subir allí —dije.
Louis, a mi lado, pareció sobresaltarse.
—¿A la cárcel?
—Así es.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Faulkner ha solicitado mi presencia.
—¿Y estás dispuesto a verlo?
—Necesitan toda la ayuda posible, y Faulkner no está prestándosela. Creen que mi presencia no les vendrá mal.
—Se equivocan.
No repliqué.
—Aún pueden llamar a declarar a Ángel.
—Antes tendrán que encontrarlo.
—Si testifica, tal vez pueda colaborar a que Faulkner se pase el resto de la vida entre rejas.
Louis ya se alejaba.
—Es posible que no queramos que se quede entre rejas —dijo—. Es posible que lo prefiramos libre, para así poder echarle el guante.
Observé cómo su coche bajaba por Black Point Road, a través del puente, y subía por Old County, hasta que lo perdí de vista. Rachel estaba a mi lado, cogida de mi mano.
—¿Sabes? —me dijo—. Ojalá nunca hubieses tenido noticias de Elliot Norton. Desde que te llamó nada ha sido igual.
Le apreté la mano con fuerza, en un gesto que expresaba, a partes iguales, consuelo y asentimiento. Tenía razón. De algún modo, nuestras vidas se habían contaminado a causa de unos asuntos en los que no habíamos tenido arte ni parte. El hecho de querer obviarlos ahora no nos ayudaría. Ya no.
Y nos quedamos allí juntos, ella y yo, como si, en un pantano de Carolina, un hombre intentara palpar el reflejo de su propia sombra y fuese devorado por ella.