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Había doce serpientes en total. Serpientes de jarretera comunes. Se instalaron en una choza abandonada que había en el límite de mi propiedad, a buen resguardo entre los tablones caídos y las maderas podridas. Vi cómo se deslizaba una por un agujero que había debajo de los escalones en ruinas del porche. Probablemente regresaba al nido después de pasarse la mañana buscando presas. Cuando arranqué las tablas del suelo con una palanca, encontré al resto. La más pequeña parecía medir unos treinta centímetros de largo; la más grande, casi noventa. Se enroscaron unas con otras y las franjas amarillentas dorsales brillaron como tubos de neón en la leve penumbra. Algunas empezaron a estirarse para exhibir sus colores en señal de amenaza. Azucé con la punta de la palanca a la que tenía más cerca y la oí sisear. Un olor dulzón y desagradable subió del agujero cuando las serpientes liberaron el almizcle de esas glándulas que tienen en la base de la cola. Junto a mí, Walter, mi perro labrador dorado de ocho meses, se echó hacia atrás con el hocico tembloroso y empezó a ladrar desorientado. Lo acaricié detrás de la oreja y me miró para que lo tranquilizase. Era la primera vez que se topaba con serpientes y no parecía muy seguro de qué se esperaba de él.

—Mejor que no metas el hocico aquí, Walt. De lo contrario vas a llevarte una de ellas enroscada en él.

En Maine hay muchas jarreteras. Son unos reptiles fuertes, capaces de sobrevivir a temperaturas bajo cero durante más de un mes y de sumergirse en el agua en invierno gracias a su temperatura corporal estable. A mediados de marzo, cuando el sol empieza a calentar las piedras, salen de la hibernación y comienzan a buscar pareja. Hacia junio o julio se reproducen. Por lo general, cada serpiente tiene diez o doce crías en el nido. A veces, sólo tres. El récord está en ochenta y cinco, que son muchas serpientes, se mire como se mire. Probablemente, las serpientes habían elegido hacer el nido en la choza porque en esa parte de mis tierras hay muy pocas coníferas, ya que éstas provocan que la tierra se ponga ácida, y eso es muy malo para las orugas nocturnas, y las orugas nocturnas son los tentempiés favoritos de las serpientes de jarretera.

Volví a colocar las tablas, retrocedí y salí de nuevo a la luz del sol, con Walter pisándome los talones. Las jarreteras son criaturas imprevisibles. Algunas pueden comer de tu mano, mientras que otras te muerden y siguen mordiéndote hasta que se cansan o se aburren o tienes que matarlas. Aquí, en esta vieja choza, era poco probable que hiciesen daño a alguien, y además la población local de mofetas, mapaches, zorros y gatos acabaría oliéndolas tarde o temprano. Así que decidí dejarlas en paz, a menos que las circunstancias me forzaran a lo contrario. En cuanto a Walter, bueno, sólo tendría que aprender a no meterse donde no le llamaban.

La marisma salada, que se extendía bajo mis pies y a través de los árboles, brillaba bajo el sol matinal; los pájaros salvajes volaban sobre las aguas, y sus siluetas se divisaban a través de la hierba y de los juncos oscilantes. Los aborígenes americanos habían llamado a este lugar Owascoag, la Tierra de Muchos Pastos, pero hacía bastante tiempo que se habían ido, y para la gente que ahora vive aquí es simplemente «la marisma», el lugar en que confluyen los ríos Dunstan y Nonesuch cuando van a desembocar en el mar. A los ánades reales, que se quedan aquí todo el año, se habían unido los patos Carolina, los ánades rabudos, los ánades sombríos y las cercetas, que pasan aquí el verano, pero estos visitantes pronto emprenderían el vuelo para escapar del recio invierno de Maine. La brisa extendía el griterío de los pájaros, mezclado con el zumbido de los insectos, en el dulce clamor del alimentarse y del aparearse, de la caza y de la fuga. Observé cómo una golondrina se lanzaba en picado hacia el lodo, trazando un arco, y se posaba en un tronco podrido. La estación había sido seca y las golondrinas en particular habían gozado de comida en abundancia. Los que vivían cerca de la marisma les estaban muy agradecidos porque acababan no sólo con los mosquitos, sino también con los mucho más peligrosos tábanos, que, con sus mandíbulas de dientes duros, desgarran la piel con la fuerza de una navaja.

Scarborough es una comunidad antigua. Es una de las primeras colonias que se establecieron en la costa septentrional de Nueva Inglaterra, no sólo como campamento provisional de pescadores, sino como asentamiento fijo que se convertiría en el hogar permanente de las familias que vivían allí. Muchas de esas familias descendían de los colonizadores ingleses, entre los que se contaban los antepasados de mi madre. Otras llegaron de Massachussets y de New Hampshire, atraídas por el reclamo de que eran buenas tierras de cultivo. El primer gobernador de Maine, William King, nació en Scarborough, aunque se fue a los diecinueve años, cuando empezó a hacerse evidente que allí no había demasiadas perspectivas de prosperidad ni de ningún otro tipo. Aquí se han librado muchas batallas —al igual que la mayoría de los pueblos costeros, Scarborough está bañada en sangre— y el entorno se ha visto degradado por culpa de la fealdad de la Interestatal 1, aunque, a pesar de todo, la marisma salada de Scarborough ha sobrevivido y sus aguas brillan como lava líquida en las puestas de sol. La marisma estaba protegida, aunque el desarrollo continuado de Scarborough tuvo como consecuencia la construcción de nuevas casas —no todas bonitas, y algunas resueltamente feas— que se levantaron cerca de la línea de la pleamar de la marisma, ya que a la gente le atraía tanto la belleza del lugar como la existencia previa de antiguos asentamientos. La casa grande con tejado negro a dos aguas en que yo vivía se construyó en torno a 1930 y en buena parte estaba protegida de la carretera y de la marisma por una hilera de árboles. Desde el porche divisaba las aguas, y algunas veces encontraba una paz que no había sentido desde hacía mucho, muchísimo tiempo.

Pero esa clase de paz es momentánea, una huida de la realidad que cesa en el instante en que vuelves la vista y fijas tu atención en los asuntos cotidianos: aquellos a los que quieres y cuentan contigo para que les eches una mano cuando te necesiten, aquellos que esperan algo de ti pero por los que tú no sientes nada y aquellos que te harían daño a ti y a los tuyos si se les presentase la oportunidad. En ese instante tenía de sobra para bregar en las tres categorías.

Rachel y yo nos habíamos mudado a aquella casa hacía sólo cuatro semanas, después de vender la vieja casa de mi abuelo y los terrenos colindantes en Mussey Road, a unos tres kilómetros de allí, al Servicio Postal de Estados Unidos. Estaban construyendo un nuevo e inmenso almacén de correos en la zona de Scarborough y me habían pagado una cantidad considerable de dinero por dejar mis tierras, que se utilizarían como área de mantenimiento de la oficina postal.

Sentí un profundo dolor cuando llegamos a un acuerdo de venta. Después de todo, aquélla era la casa a la que fuimos mi madre y yo desde Nueva York cuando murió mi padre. Era la casa en la que había transcurrido mi adolescencia y la casa a la que había regresado después de la muerte de mi mujer y de mi hija. Ahora, pasados dos años y medio, empezaba de nuevo. A Rachel ya se le iba notando el embarazo, y de algún modo parecía conveniente que comenzásemos nuestra vida como pareja formal en una nueva casa, una casa que hubiésemos elegido, decorado y amueblado entre ambos y en la que, según era mi deseo, pudiéramos vivir y envejecer juntos. Además, como mi antiguo vecino me indicó cuando la venta estaba casi cerrada y cuando él mismo estaba a punto de marcharse a su nuevo hogar en el sur, sólo un loco querría vivir tan cerca de miles de trabajadores de correos, ya que todos ellos son como pequeñas bombas de relojería llenas de frustración a punto de explotar en una orgía de violencia armada.

—No estoy seguro de que sean tan peligrosos —le sugerí.

Me miró con escepticismo. Sam fue el primero en vender cuando hicieron las ofertas, y en aquel momento hasta la última de sus pertenencias se hallaba dentro de un camión U-Haul, listas para ser trasladadas a Virginia. Yo tenía las manos llenas de polvo porque le había ayudado en la mudanza.

—¿Has visto la película El cartero? —me preguntó.

—No, pero he oído que es una mierda.

—Es malísima. A Kevin Costner lo dejan en cueros, lo cubren de miel y lo atan sobre un hormiguero para que las hormigas lo devoren. Pero eso no es lo relevante. ¿De qué va El cartero?

—¿De un cartero?

—De un cartero armado —apostilló—. De hecho, hay muchos carteros que van armados. Ahora bien, te apuesto cincuenta pavos a que si tuvieses acceso a los archivos de los asquerosos videoclubes de cualquier ciudad de América, ¿sabes con qué te encontrarías?

—¿Porno?

—No sé nada sobre eso —mintió—. Te encontrarías con que los únicos que alquilan El cartero más de una vez son otros carteros. Lo juro. Comprueba los archivos. El cartero es para esos tipos algo así como una llamada a las armas. Quiero decir que es una visión de América en la que los trabajadores de correos son héroes y tienen que cargarse a cualquiera que les joda. Es como porno para los carteros. Seguro que se sientan en círculo y se hacen pajas en sus escenas favoritas.

Discretamente, me aparté de él unos pasos. Me apuntaba agitando el dedo.

—Acuérdate bien de lo que digo. Lo que Marilyn Manson significa para los descerebrados alumnos de instituto, es lo que significa El cartero para los carteros. Sólo tienes que esperar a que empiecen los asesinatos, y entonces reconocerás que el viejo Sam tenía razón desde el principio.

O eso o que el viejo Sam estaba loco desde el principio. Aún no sabía muy bien si hablaba en serio. Ya me lo imaginaba escondido en una granja de Virginia, esperando el Apocalipsis de correos. Me estrechó la mano y se dirigió al camión. Su mujer y los niños se habían marchado ya, y él esperaba con impaciencia la paz de la carretera. Se detuvo delante de la puerta del camión y me guiñó un ojo.

—No permitas que esos locos miserables te pillen, Parker.

—Aún no lo han logrado —contesté.

Por un instante, dejó de sonreír, pero enseguida recuperó el buen humor.

—Eso no significa que no vayan a intentarlo de nuevo.

—Lo sé.

Asintió.

—Si alguna vez pasas por Virginia…

—Pasaré de largo.

Me dijo adiós con la mano y se marchó levantando el dedo corazón para despedirse para siempre de la futura sede del Servicio de Correos de Estados Unidos.

Desde el porche, Rachel me llamó y me señaló el teléfono inalámbrico. Levanté una mano para darle a entender que la había oído y vi cómo Walt echaba a correr a toda velocidad hacia ella. La melena pelirroja de Rachel parecía arder bajo la luz del sol, y una vez más sentí una tirantez en el estómago ante su presencia. Mis sentimientos hacia ella se enroscaban y retorcían dentro de mí, así que por un instante me costó trabajo aislar cualquier emoción pura. Había amor —estaba seguro de eso—, pero también había gratitud, nostalgia y temor: temor por nosotros. De alguna manera, temía defraudarla y obligarla a que se alejase de mí. Temía por el hijo que iba a nacer, porque ya había perdido a una hija, que se me aparecía una y otra vez en mis sueños agitados, alejándose de mí y perdiéndose para siempre en la oscuridad, con su madre al lado, muriendo en medio del dolor y la rabia. Y temía por Rachel. Temía que le sucediese algo malo en cuanto me diese la vuelta, cuando estuviese ocupado en mis asuntos, y que también a ella la arrancasen de mi vida.

Ante semejante caso me moriría, porque no sería capaz de soportar de nuevo tanto sufrimiento.

—Es Elliot Norton —dijo mientras me acercaba, tapando el auricular con la mano—. Dice que es un viejo amigo.

Asentí y le di una palmadita en el culo mientras alcanzaba el teléfono. Como respuesta, ella me dio un cariñoso tirón de orejas. O, al menos, quise interpretar que se trataba de un tirón cariñoso. Observé cómo entraba en la casa para proseguir su trabajo. Aún bajaba a Boston dos veces por semana para ocuparse de los seminarios de psicología. Pero por aquel entonces realizaba la mayor parte de sus trabajos de investigación en el pequeño estudio que habíamos montado en uno de los cuartos de invitados. Cuando escribía, siempre apoyaba la mano izquierda en la barriga. Me miró por encima del hombro cuando se dirigía a la cocina y meneó de manera provocativa las caderas.

—Fresca —le dije entre dientes. Ella me sacó la lengua y desapareció.

—¿Disculpe? —dijo la voz de Elliot a través del teléfono. Tenía más acento sureño del que yo recordaba.

—He dicho «fresca». No saludo a los abogados de esa manera. Para ellos uso «puto» o «sanguijuela» si quiero salirme del ámbito de lo sexual.

—Ajá. ¿Y no haces excepciones?

—Normalmente no. Por cierto, esta mañana he encontrado un nido de parientes tuyos en mi jardín.

—Prefiero no preguntar siquiera. ¿Cómo estás, Charlie?

—Estoy bien. Cuánto tiempo, Elliot.

Elliot Norton había sido ayudante del fiscal de distrito en el Departamento de Homicidios de la fiscalía de Brooklyn cuando yo era policía. En aquellas ocasiones en que nuestros caminos se cruzaron habíamos conseguido entendernos bastante bien, tanto en el plano profesional como en el personal, hasta que se casó y volvió a su nativa Carolina del Sur, donde ejercía de abogado en Charleston. Cada año me mandaba una felicitación navideña. Quedé con él en Boston para cenar en septiembre del año pasado, cuando se ocupaba de la venta de algunas propiedades en White Mountains, y unos años antes me había alojado en su casa cuando Susan, mi difunta mujer, y yo pasamos por Carolina del Sur durante los primeros meses de nuestro matrimonio. Rondaba los cuarenta, tenía canas prematuras y se había divorciado de su mujer, Alicia, que era lo suficientemente guapa como para detener el tráfico en un día lluvioso. Ignoraba la causa de la separación, aunque conociendo la clase de tipo que era Elliot, me atrevería a suponer que se había extraviado del redil conyugal alguna que otra vez. La noche que estuvimos cenando en Sonsi, en Newbury, los ojos se le salían de las órbitas, como si fuese uno de esos dibujos animados de Tex Avery, cuando veía pasar a las muchachas con sus modelitos veraniegos por delante de las puertas abiertas.

—Bueno, la gente del sur tendemos a ser poco comunicativos —dijo alargando mucho las palabras—. Además andamos un poco ocupados en mantener a raya a los de color y todo eso.

—Siempre es bueno tener un pasatiempo.

—Exacto. ¿Sigues trabajando como detective privado?

El charloteo había tocado a su fin de un modo bastante brusco, pensé.

—Algo —corroboré.

—¿Estás dispuesto a trabajar?

—Depende de qué se trate.

—Uno de mis clientes está pendiente de juicio. No me vendría mal un poco de ayuda.

—Elliot, Maine queda muy lejos de Carolina del Sur.

—Por eso te he llamado. A los fisgones locales no puede decirse que les interese mucho.

—¿Por qué?

—Porque es un asunto feo.

—¿Cómo de feo?

—Un varón de diecinueve años acusado de violar a su novia y de matarla a golpes. Se llama Atys Jones. Es negro. Su novia era blanca y rica.

—Es un asunto bastante feo.

—Dice que él no lo hizo.

—¿Y le crees?

—Le creo.

—Con todo respeto, Elliot, las cárceles están llenas de tipos que dicen que no lo hicieron.

—Lo sé. He sacado a muchos de la cárcel sabiendo que lo hicieron. Pero lo de éste es distinto. Es inocente. Me apuesto mi casa a que lo es. Y lo digo en sentido literal: mi casa es el aval de su fianza.

—¿Qué quieres que haga?

—Necesito que alguien me ayude a llevarlo a un lugar seguro. Alguien que estudie y compruebe las declaraciones de los testigos. Alguien que no sea de por aquí y que no se espante fácilmente. El trabajo durará una semana, quizás un día o dos más. Mira, Charlie, a ese chaval ya lo han sentenciado a muerte incluso antes de que ponga un pie en el tribunal. Tal y como están las cosas, es probable que no llegue a ver su propio juicio.

—¿Dónde se encuentra ahora?

—Encarcelado en Richland County, pero no puedo dejar que siga allí durante más tiempo. Me hice cargo del caso cuando el abogado de oficio lo dejó y ahora incluso se rumorea que unos canallas de los Skinhead Riviera van a intentar saltar a la fama apaleando al chaval en el caso de que yo consiga que lo suelten. Por eso decidí pagar la fianza. En Richland, Atys Jones es como un pato inmóvil en el punto de mira de una escopeta.

Me recosté en la barandilla del porche. Walter salió con un hueso de goma en la boca y me lo restregó en la mano. Quería jugar. Sabía cómo se sentía. Era un día luminoso de otoño. Mi novia estaba radiante al comprobar cómo nuestro primer hijo crecía dentro de ella. Estábamos bastante bien de dinero. Una confabulación de circunstancias de ese tipo te estimula a quitarte de en medio durante una temporada y disfrutarlas mientras éstas duren. Necesitaba el cliente de Elliot Norton tanto como tener escorpiones dentro de los zapatos.

—No sé, Elliot. Cada vez que abres la boca me das una buena razón para hacerme el sordo.

—Bueno, mientras sigas escuchándome podrás oír también lo peor del asunto. La chica se llamaba Marianne Larousse. Era la hija de Earl Larousse.

Al mencionar ese nombre, recordé algunos detalles del caso. Earl Larousse era el industrial más poderoso entre las dos Carolinas y el Mississippi. Poseía plantaciones de tabaco, pozos petrolíferos, explotaciones mineras y fábricas. Incluso era propietario de la mayor parte de Grace Falls, el pueblo en el que se había criado Elliot. Pero el nombre de Earl Larousse nunca aparecía mencionado en las páginas de sociedad ni en los suplementos de negocios. No se le veía al lado de candidatos presidenciales ni de congresistas zoquetes. Contrataba a compañías de relaciones públicas para preservar su nombre del dominio público y para evitar a los periodistas y a quienquiera que intentase hurgar en sus asuntos. A Earl Larousse le gustaba preservar su privacidad y estaba dispuesto a gastarse mucho dinero en ello. Pero la muerte de su hija había ocasionado que su familia estuviese, muy a su pesar, en el candelero. Su mujer había muerto unos años antes. Tenía un hijo, Earl Jr., dos años mayor que Marianne, pero ninguno de los miembros vivos del clan Larousse había hecho declaraciones sobre la muerte de Marianne ni sobre el inminente juicio del asesino.

Elliot Norton estaba defendiendo al hombre acusado de la violación y el asesinato de la hija de Earl Larousse y, en esa línea de acción, se convertiría en la segunda persona más impopular de todo el estado de Carolina del Sur después de su cliente. Todos los involucrados en aquel torbellino que rodeaba el caso iban a sufrir. No cabía la menor duda de eso. Incluso si el propio Earl decidiese no tomarse la justicia por su mano, habría otros muchos dispuestos a hacerlo, porque Earl era uno de los suyos, porque Earl les pagaba los sueldos y porque quizás Earl sabría ser agradecido con quien le hiciera el favor de castigar al hombre que él creía que había asesinado a su pequeña.

—Elliot, lo siento, pero es algo en lo que prefiero no involucrarme en este preciso momento.

Al otro lado del teléfono hubo un silencio.

—Charlie, estoy desesperado —dijo por fin, y percibí en su voz el cansancio, el temor y la frustración—. Mi secretaria va a dejarme al final de esta semana porque no aprueba la lista de clientes que tengo, y muy pronto tendré que ir a Georgia a comprar comida porque nadie de los alrededores querrá venderme una puta mierda —levantó la voz—. Así que no me jodas diciéndome que esto es algo en lo que no quieres involucrarte, como si fueses a presentarte al jodido Congreso o algo por el estilo, porque mi casa y quizá mi vida están en peligro…

No terminó la frase. Después de todo, ¿qué más podía decir?

Le oí respirar profundamente.

—Lo siento —susurró—. No sé por qué he dicho esas cosas.

—No hay problema —le contesté, pero no era verdad que no lo hubiera, ni para él ni para mí.

—Me he enterado de que vas a ser padre —dijo—. Después de todo aquello que pasó, es una buena noticia. Yo que tú, quizá también me quedaría en Maine y me olvidaría de que un gilipollas me llamó de repente para que me uniese a su cruzada. Sí, creo que eso es lo que yo haría si fuese tú. Cuídate, Charlie Parker. Cuida de esa damita.

—Lo haré.

—Sí.

Colgó. Arrojé el teléfono a una silla y me froté la cara. El perro estaba ovillado a mis pies, con el hueso agarrado entre las patas delanteras y tiraba de él con los dientes afilados. El sol aún brillaba en la marisma y los pájaros se desplazaban con parsimonia sobre el agua, llamándose entre sí mientras planeaban entre las espadañas. Pero aquella naturaleza pasajera y frágil de la que yo era testigo parecía provocarme un hondo pesar. Miré la choza en ruinas en que yacían las serpientes de jarretera, al acecho de roedores y pajarillos. Podías desentenderte de ellas y fingir que no iban a hacerte ningún daño y que, por lo tanto, no había motivo alguno para obligarlas a que se fueran. De ser así, jamás tendrías que enfrentarte a ellas de nuevo, o quizás otras criaturas mayores y más fuertes se ocuparían de ellas por ti.

Pero podía llegar un día en que, al volver a aquella cabaña y levantar la madera del suelo, te llevaras la sorpresa de que, donde una vez hubo una docena, hubiera ya cientos de serpientes, y las viejas tablas y la madera podrida no serían suficientes para contenerlas. Porque el hecho de olvidarlas o de ignorarlas no hace que se marchen, sino que precisamente les facilita la reproducción.

Aquella tarde, dejé a Rachel trabajando en su estudio y me dirigí a Portland. Como tenía en el maletero del coche las zapatillas de deporte y el chándal, pensé que me vendría bien ir a One City Center y castigarme dando un par de vueltas a la pista. Pero, en vez de eso, acabé merodeando por las calles y echando un vistazo en la librería de viejo de Carlson Turner's, que estaba al final de Congress Street, y desde allí bajé al Old Port y entré en Bullmoose Music. Compré el nuevo disco de Pinetop Seven, Bringing Home the Last Great Strike; un ejemplar promocional de Heartbreaker, de Ryan Adam, y Leisure and Other Songs, de un grupo llamado Spokane, porque estaba liderado por Rick Alverson, que fue líder de Drunk y que hacía la clase de música que te apetecería escuchar cuando tus viejos amigos te fallan o cuando vislumbras a una antigua novia en la calle de una ciudad cogida de la mano de otro y mirándolo de una manera que te recuerda el modo en que antes te miraba a ti. Aún quedaban turistas, la última avalancha del verano. Las hojas no tardarían en mostrar todo su esplendor y la siguiente avalancha llegaría para admirar cómo las hileras de árboles se extenderían como un gran incendio rojo hacia el norte, hasta alcanzar la frontera de Canadá.

Estaba enfadado con Elliot, pero mucho más enfadado conmigo mismo. Parecía un caso difícil, y los casos difíciles forman parte de mi trabajo. Si esperaba sentado a que llegaran los fáciles, me moriría de hambre o me volvería loco. Dos años atrás habría bajado a Carolina del Sur para echarle una mano sin pensármelo dos veces, pero en ese momento estaba Rachel, y faltaba poco para que yo volviera a ser padre. Me habían dado una segunda oportunidad y de ninguna manera quería ponerla en peligro.

Me vi de nuevo dentro del coche. Saqué la indumentaria del maletero y me pasé una hora en el gimnasio castigándome tan duramente como jamás lo había hecho. Estuve machacándome hasta que me ardieron los músculos y tuve que sentarme en un banco con la cabeza agachada para sobrellevar el momento peor de la náusea. Cuando conducía de vuelta a Scarborough, me sentía mal, y el sudor que me caía por la cara era el sudor propio del lecho de un enfermo.

Rachel y yo no comentamos la llamada hasta la cena. Llevábamos juntos como pareja unos diecinueve meses, aunque sólo compartíamos el mismo techo desde hacía menos de dos. Había quienes desde entonces me miraban de modo distinto, como si se preguntasen cómo un hombre que había perdido a su mujer y a su hija en unas circunstancias tan terribles, hacía menos de tres años, podía persuadirse a sí mismo para empezar de nuevo, para engendrar otro hijo y tratar de encontrarle un lugar en un mundo que había creado un asesino capaz de descuartizar a una niña y a la madre de esa niña.

Pero si no lo hubiese intentado, si no hubiese recurrido a otra persona con la esperanza de establecer con ella algún tipo de vínculo pequeño y titubeante que algún día se haría firme, entonces el Viajante, la criatura que me había arrebatado a mi mujer y a mi hija, me habría ganado la batalla. Yo no podía remediar el daño que nos había hecho a todos, pero me negué a ser su víctima durante el resto de mi vida.

Y aquella mujer, sin pretender aparentarlo, era extraordinaria. Había visto en mí algo digno de ser amado y de ser salvado y se había propuesto recuperar ese algo que se había refugiado en un lugar muy profundo de mí para protegerse a sí mismo de un daño mayor. No era tan ingenua como para creer que podría salvarme: prefirió ayudarme a que yo quisiera salvarme a mí mismo.

Rachel se asustó cuando supo que estaba embarazada. Al principio, los dos estábamos un poco asustados, pero, con todo, teníamos la impresión de que se trataba de un acto de justicia, de un hecho venturoso que nos permitiría afrontar nuestro nuevo futuro con una especie de serena confianza. A veces nos parecía que la decisión de tener un hijo la hubiese tomado por nosotros una especie de poder superior, y que lo único que podíamos hacer era esperar y disfrutar de la espera. Bueno, es posible que Rachel no hubiese utilizado el verbo «disfrutar». Después de todo, fue ella la que soportó una extraña pesadez cada vez que hacía algo desde el instante mismo en que la prueba de embarazo dio positivo. Era ella la que miraba con fijeza aquel cuerpo suyo que ganaba peso en los sitios más insospechados. Ella era la persona que encontré llorando, sentada a la mesa de la cocina, a altas horas de una noche de agosto, presa de sentimientos de terror, de tristeza y de agotamiento. Era ella la que vomitaba todas las mañanas nada más amanecer y la que se sentaba con la mano en la barriga y escuchaba con miedo y asombro entre un latido y otro, como si pudiese oír las pequeñas células que crecían en su interior. El primer trimestre le resultó especialmente difícil. Pero en el segundo recuperó la energía al sentir la primera patada del crío, porque era la prueba de que por fin algo real y vivo se movía dentro de ella.

Mientras la miraba en silencio, Rachel trinchó un trozo de carne tan poco hecha, que tuvo que sujetarlo con el tenedor para evitar que saliese corriendo por la puerta. Junto a la carne había patatas, zanahorias y calabacines formando montoncitos.

—¿Por qué no comes? —me preguntó tras una breve pausa para tomar aire.

Protegí mi plato con el brazo.

—Atrás, perro malo —dije.

A mi izquierda estaba Walt, con la cabeza vuelta hacia mí y con un destello de confusión evidente en los ojos.

—No lo decía por ti —lo tranquilicé, y meneó el rabo.

Rachel terminó de masticar y me señaló con el tenedor vacío.

—Ha sido la llamada de hoy, ¿me equivoco?

Asentí y jugueteé con la comida. Después le conté la historia de Elliot.

—Está en un aprieto. Y cualquiera que se ponga a su lado contra Earl Larousse lo estará también.

—¿Conoces a Larousse?

—No. Sólo por las cosas que Elliot me contó de él hace tiempo.

—¿Cosas malas?

—Nada peor de lo que te esperarías de un hombre que posee más dinero que el noventa y nueve coma nueve por ciento de la gente del estado: intimidación, soborno, turbias transacciones de terrenos, follones con la Agencia de Medio Ambiente por contaminar ríos y envenenar campos… La historia de siempre. Tira una piedra en Washington cuando el Congreso esté reunido y seguro que le das a un abogado de los miles que hay como él. Pero eso no hace que la pérdida de su hija le resulte menos dolorosa.

La imagen de Irv Blythe se me cruzó fugazmente por la cabeza. La borré de mis pensamientos igual que se espanta una mosca.

—¿Y Norton está seguro de que su cliente no la mató?

—Eso parece. Después de todo, se encargó del caso cuando lo dejó el primer abogado. Luego pagó la fianza del chico, y Elliot no es de los que arriesgan su dinero ni su reputación por una causa perdida. De nuevo, un negro acusado del asesinato de una blanca rica podría estar en peligro entre el resto de la gente, en el caso de que a alguien se le meta en la cabeza ganarse el favor de la familia afligida. Según Elliot, o pagaba la fianza o lo enterraba. Ésas eran las opciones.

—¿Cuándo es el juicio?

—Pronto.

En internet había revisado las noticias que aparecieron en los periódicos sobre el asesinato, y estaba claro que el caso había sido tramitado desde el principio por vía de urgencia. Marianne Larousse había muerto hacía tan sólo unos meses, pero el caso iba a verse a principios del año siguiente. A la justicia no le apetecía hacer esperar a tipos como Earl Larousse.

Nos miramos fijamente a través de la mesa.

—No necesitamos el dinero. No estamos tan desesperados —dijo Rachel.

—Lo sé.

—Y tú no quieres bajar allí.

—No, claro que no.

—Aclarado entonces.

—Aclarado entonces.

—Termínate la cena, antes de que me la coma yo.

Hice lo que me dijo, incluso la saboreé.

Sabía a ceniza.

Después de cenar, fuimos en coche a Len Libby's por la Interestatal 1. Nos sentamos en un banco de la terraza y nos tomamos un helado. Antes, Len Libby's estaba en Spurwink Road, en el camino de Higgins Beach. Era un sitio que sólo tenía mesas en el interior y en el que la gente se sentaba y le daba a la lengua. Lo habían trasladado a su nueva ubicación, en la autopista, hacía unos años, y, aunque el helado seguía siendo muy bueno, no era exactamente lo mismo tomártelo viendo cuatro carriles atestados de vehículos. Como contrapartida, habían colocado un alce de chocolate de tamaño natural detrás del mostrador, y probablemente lo consideraban un signo de progreso.

Rachel y yo no hablamos. El sol se ponía y alargaba nuestras sombras, prolongándolas delante de nosotros, al igual que nuestras esperanzas y temores ante el futuro.

—¿Has leído hoy el periódico?

—No, no he tenido tiempo.

Alcanzó el bolso y hurgó dentro de él hasta que encontró el artículo que había recortado del Press Herald y me lo pasó.

—No sé por qué lo recorté. Sabía que tarde o temprano lo verías —dijo. Por un lado, no quería que tuvieses que volver a leer nada sobre él. Estoy cansada de ver su nombre.

Desplegué el recorte.

«THOMASTON — El reverendo Aaron Faulkner permanecerá en la prisión estatal de Thomaston hasta que tenga lugar su juicio, según declaró ayer un portavoz del Departamento de Prisiones. Faulkner, acusado a principios de este año de los cargos de conspiración y asesinato, fue trasladado a Thomaston desde la prisión estatal de máxima seguridad hace un mes, después de un presunto intento fallido de suicidio.

»Faulkner fue arrestado en Lubec en mayo del presente año, después de tener un enfrentamiento con Charlie Parker, detective privado de Scarborough, durante el cual murieron dos personas, un varón que se hacía llamar Elías Pudd y una mujer no identificada. Los análisis de ADN revelaron después que el muerto era, de hecho, el hijo de Faulkner, Leonard, y la mujer fue identificada como Muriel Faulkner, la hija del predicador.

»A Faulkner se le acusó oficialmente en mayo de los asesinatos de los baptistas de Aroostook, el grupo religioso encabezado por el propio predicador y que desapareció de la congregación en Eagle Lake en enero de 1964, y de conspirar para llevar a cabo el asesinato de al menos otras cuatro personas conocidas, entre ellas el industrial Jack Mercier.

»Los restos de los baptistas de Aroostook se encontraron en las cercanías de Eagle Lake el pasado abril. Funcionarios de Minnesota, Nueva York y Massachusetts también están investigando casos sin resolver en que Faulkner y su familia estuvieron presuntamente implicados, aunque aún no se han presentado cargos contra Faulkner fuera de Maine.

»Según fuentes del despacho del fiscal general de Maine, tanto la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas como el FBI están examinando el caso de Faulkner con el propósito de inculparle en cargos federales.

»El abogado de Faulkner, James Grimes, declaró ayer a los periodistas que seguía preocupado por la salud y el bienestar de su cliente y que estaba considerando la opción de apelar al Tribunal Supremo del Estado tras conocer la decisión del Tribunal Superior de Primera Instancia de Washington de negarle la fianza. Faulkner se ha declarado inocente de todos los cargos que se le imputan y alega que, en realidad, su familia le tuvo prisionero durante casi cuarenta años.

»Mientras tanto, el entomólogo especialista que se halla al servicio de los investigadores para catalogar la colección de insectos y de arañas encontradas en Lubec, en el recinto ocupado por el reverendo Aaron Faulkner y su familia, declaró ayer al Press Herald que su trabajo estaba casi concluido. Según un portavoz de la policía, se cree que la colección había sido reunida por Leonard Faulkner, alias Elías Pudd, a lo largo de muchos años.

»"Hasta ahora hemos identificado casi doscientas especies diferentes de arañas, así como otras cincuenta especies de insectos", declaró el doctor Martin Lee Howard, quien además dijo que la colección constaba de algunas especies muy raras y que incluía un número de ellas que, hasta la fecha, su equipo no había podido identificar.

»"Una de ellas parece ser una subespecie de la extremadamente repugnante araña de la cueva del diente", declaró el doctor Howard. "Con toda certeza, no es autóctona de Estados Unidos." Preguntado si había alguna pauta derivada de su investigación, el doctor Howard declaró que el único factor que unía a las distintas especies era que "todas eran muy repugnantes. Lo que pretendo sugerir es que aun siendo los insectos y las arañas mi materia de trabajo, debo admitir que hay un montón de esos chicos y chicas a los que no me gustaría encontrarme en mi cama por la noche".

»El doctor Howard añadió: "Pero sí que hemos descubierto muchas arañas reclusas marrones y, cuando digo muchas quiero decir muchas. Quienquiera que reuniese esta colección sentía un cariño indudable por las reclusas, y eso es algo de veras infrecuente. Cariño es lo último que una persona normal sentiría por una araña reclusa".»

Volví a doblar el recorte del periódico y lo tiré a la papelera. La posibilidad de que apelaran la denegación de fianza resultaba inquietante. El despacho del fiscal general había recurrido directamente a un gran jurado tras la detención de Faulkner, una práctica común en un caso que parecía estar relacionado con asuntos que llevaban mucho tiempo sin resolver. Veinticuatro horas después de que detuviesen a Faulkner, un gran jurado compuesto por veintitrés miembros se había reunido en Calais, en Washington County, y había hecho pública una orden de detención bajo las acusaciones de asesinato, de conspiración para asesinar y de complicidad con asesinos. A continuación, el Estado solicitó una vista para tomar una decisión relativa a la fianza. Tiempo atrás, cuando en Maine estaba vigente la pena de muerte, los acusados de delito capital no tenían derecho a fianza. Tras la abolición de la pena de muerte, se modificó la constitución para denegar la fianza a los acusados de delitos capitales siempre y cuando hubiese «una prueba evidente y una presunción clara» de la culpabilidad del acusado. A fin de determinar esa prueba y esa presunción, el Estado podía solicitar una vista con las partes implicadas, bajo la supervisión de un juez, para que ambas expusieran sus argumentos.

Rachel y yo habíamos prestado declaración antes de la vista, así como el principal detective de la Policía Estatal encargado de la investigación de la muerte de la congregación baptista de Faulkner y del asesinato de cuatro personas en Scarborough, presuntamente ordenado por Faulkner. Bobby Andrus, el ayudante del fiscal general, había alegado el riesgo de que Faulkner se diese a la fuga, así como que constituía una amenaza potencial para los testigos. Jim Grimes hizo todo lo posible para encontrar algún tipo de fisura en las conclusiones del fiscal, pero habían pasado seis días desde el arresto de Faulkner y Grimes seguía sin contar con nada. Aquello le bastó al juez para denegar la fianza, pero por los pelos. Había pocas pruebas irrefutables que implicaran a Faulkner en los crímenes de los que se le acusaba y el desarrollo de la vista había obligado al estado a reconocer la relativa inconsistencia del caso. El hecho de que Jim Grimes hiciese pública la posibilidad de una apelación indicaba que estaba convencido de que un juez del Tribunal Supremo del estado llegaría a una conclusión diferente en el asunto relativo a la fianza. Yo no quería pensar siquiera qué podía ocurrir si dejaban en libertad a Faulkner.

—Podemos mirarlo con perspectiva y considerarlo publicidad gratuita —dije, pero la broma sonó falsa—. No nos lo quitaremos totalmente de encima hasta que lo metan en la cárcel para siempre, y puede que ni siquiera entonces.

—Supongo que para ti es un momento decisivo —susurró.

Puse mi mejor y más sincera mirada romántica y le apreté la mano.

—No —le dije, de la manera más teatral que pude—. Lo único decisivo para mí eres tú.

Hizo como si se metiera un dedo en la garganta para vomitar y sonrió. La sombra de Faulkner se disipó durante un rato. Alargué mi mano hacia la suya y se llevó mis dedos a la boca para chupar los restos de helado que había en ellos.

—Venga —dijo, y los ojos le brillaron a causa de un apetito diferente—. Vamos a casa.

Pero cuando llegamos a casa había un coche aparcado en la entrada. Lo reconocí nada más verlo a través de los árboles: el Lincoln de Irving Blythe. En cuanto detuvimos el coche, él abrió la puerta del suyo y salió, dejando que sonara la música clásica de la emisora de la radio pública, una música que flotaba melosa en el aire quedo de la noche. Rachel le saludó y entró en la casa. Vi que encendía las luces de nuestro dormitorio y que bajaba las persianas. Irv Blythe había elegido el momento idóneo si lo que pretendía era interponerse entre mi persona y una vida amorosa activa.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Blythe? —le pregunté en un tono que dejaba claro que el hecho de ayudarlo en aquel instante estaba muy al final en mi lista de prioridades.

Tenía las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos. Vestía una camisa de manga corta metida por dentro de la cintura elástica de los pantalones, que los llevaba muy subidos, por encima de lo que quedaba de su antigua barriga, y de esa manera daba la impresión de que tenía las piernas demasiado largas en relación al cuerpo. Habíamos hablado poco desde que acepté investigar las circunstancias de la desaparición de su hija. En realidad, trataba casi siempre con su mujer. Repasé los informes policiales, hablé con los que habían visto a Cassie durante los días previos a su desaparición y reconstruí los movimientos que llevó a cabo en los últimos días de su vida. Pero había pasado demasiado tiempo para que los que la recordaban pudiesen aportar datos nuevos. En algunos casos, incluso tenían problemas para recordar cualquier cosa. Hasta el momento, no había encontrado nada extraordinario, pero decliné la oferta de un anticipo similar al que había disfrutado Sundquist durante tanto tiempo. Les dije a los Blythe que les presentaría una factura sólo por las horas de trabajo. Con todo, aunque Irv Blythe no me mostrase abiertamente su hostilidad, yo aún tenía la sensación de que hubiese preferido que no me involucrara en la investigación. No estaba seguro de en qué medida los acontecimientos del día anterior habían afectado a nuestras relaciones. Al final, fue Blythe quien sacó el asunto a colación.

—Ayer, en casa… —empezó a decir, pero se calló.

Esperé.

—Mi mujer cree que le debo una disculpa —se puso muy colorado.

—¿Usted qué opina?

Fue de lo más franco.

—Opino que me gustaría creer a Sundquist y al hombre que trajo consigo. Me molestó que usted disipase las esperanzas que me dieron.

—Eran falsas esperanzas, señor Blythe.

—Señor Parker, hasta entonces no habíamos tenido esperanza alguna.

Se sacó las manos de los bolsillos y empezó a rascarse en el centro de las palmas como si allí quisiera localizar la fuente de su pena y arrancársela como se arranca una astilla. Vi que tenía llagas medio cicatrizadas en el dorso de una mano y en la cabeza, allí donde el dolor y la frustración le habían llevado a herirse a sí mismo.

Era el momento de aclarar las cosas entre nosotros.

—Tengo la sensación de que no le gusto mucho —le dije.

Dejó de rascarse la mano derecha y la agitó levemente en el aire, como si intentase agarrar el sentimiento que yo le inspiraba y arrebatárselo al aire para poder mostrármelo sobre la palma arrugada y llagada de su mano en lugar de verse obligado a traducirlo a palabras.

—No se trata de eso. Estoy seguro de que es muy bueno en lo suyo. Pero es que he oído hablar de usted. He leído las noticias de los periódicos. Sé que resuelve casos difíciles y que ha descubierto la verdad acerca de gente que llevaba años desaparecida, incluso más tiempo del que lleva desaparecida Cassie. El problema es, señor Parker, que por lo general esa gente está ya muerta cuando la encuentra. Quiero que mi hija vuelva viva. —Estas últimas palabras las dijo de manera precipitada y con voz temblorosa.

—Y usted cree que el hecho de contratarme viene a ser como admitir que ella se ha ido para siempre, ¿verdad?

—Algo por el estilo.

Fue como si las palabras de Irv Blythe me hubiesen abierto unas heridas ocultas que, al igual que sus llagas a flor de piel, sólo estaban cicatrizadas a medias. Había algunas personas a las que yo no había logrado salvar, eso era cierto, y había otras que incluso murieron mucho antes de que yo empezara a atisbar siquiera la naturaleza del peligro que se cernía sobre ellas. Pero había hecho un pacto con mi pasado que se basaba en el convencimiento de que, a pesar de haber fallado mientras protegía a determinadas personas, a pesar de haber fallado incluso a la hora de proteger a mi mujer y a mi hija, yo no era del todo responsable de lo que les había ocurrido. Alguien me había arrebatado a Susan y a Jennifer, e incluso si me hubiese quedado con ellas las veinticuatro horas del día a lo largo de noventa y nueve días, esa persona habría esperado hasta que el día que hacía cien me diese la vuelta durante un momento para acabar con ellas. Me debatía entre dos mundos: el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, y en ambos procuraba mantener un poco de paz. Era todo cuanto podía hacer. Pero no estaba dispuesto a tolerar que mis errores los juzgase alguien como Irving Blythe. Ya no.

Le abrí la puerta del coche.

—Se está haciendo tarde, señor Blythe. Lamento no poder ofrecerle el consuelo que usted quiere. Todo lo que puedo decirle es que seguiré preguntando. Seguiré intentándolo.

Asintió y echó una mirada a la marisma, pero no hizo ademán de entrar en el coche. La luz de la luna se reflejaba en las aguas y la vista de los canales relucientes pareció inducirlo a un examen de conciencia.

—Señor Parker, sé que está muerta —dijo en voz baja—. Sé que no va a volver a casa viva. Todo lo que quiero es enterrarla en algún lugar bonito y tranquilo donde pueda descansar en paz. No creo en los finales. No creo que esto pueda acabar alguna vez para nosotros. Sólo quiero darle sepultura y que mi mujer y yo podamos ir a verla y dejar unas flores a los pies de su tumba. ¿Me comprende?

Estuve a punto de tocarlo, pero Irving Blythe parecía de los que rechazan un gesto así entre dos hombres. En vez de eso, le dije de la manera más amable que pude:

—Lo comprendo, señor Blythe. Conduzca con cuidado. Le llamaré.

Se subió al coche y no me miró hasta que giró hacia la carretera. Entonces vi sus ojos en el espejo retrovisor y aprecié en ellos el odio por aquellas palabras que de algún modo yo le había obligado a pronunciar, por tener que admitir que se las había arrancado de lo más profundo de su ser.

Esperé un rato antes de reunirme con Rachel. Me senté en el porche y me dediqué a observar las luces de los coches solitarios que pasaban, hasta que los insectos me obligaron a entrar. Rachel ya estaba dormida y sonrió como si percibiese que estaba a su lado.

Al lado de ambos.

Aquella noche, un automóvil se detuvo delante de la casa de Elliot Norton, a las afueras de Grace Falls. Elliot oyó cómo se abría la puerta del coche y luego unas pisadas que cruzaban el césped de su jardín. Estaba a punto de alcanzar la pistola que tenía en la mesita de noche cuando la ventana del dormitorio estalló y la habitación quedó envuelta en llamas. La gasolina ardiendo le salpicó las manos y el pecho y le quemó el pelo. Aún ardía cuando bajó las escaleras tambaleándose, en dirección a la puerta que daba al jardín, donde rodó sobre el césped húmedo para sofocar el fuego.

Se quedó tendido boca arriba, bajo la luz de la luna, viendo cómo se quemaba su casa.

Mientras la casa de Elliot Norton llameaba allá en el sur, me despertó el ruido de un coche en punto muerto en la Old County Road. Rachel estaba dormida a mi lado, y cada vez que respiraba algo vibraba en sus fosas nasales, produciendo un sonido suave, tan regular como el movimiento de un metrónomo. Con mucho cuidado, me deslicé por debajo de la colcha y me acerqué a la ventana.

A la luz de la luna, un viejo Cadillac Coupe de Ville negro estaba parado en el puente que cruza la marisma. A pesar de la distancia, distinguí las abolladuras y arañazos que tenía en la chapa, la curva que trazaba el parachoques doblado, la telaraña que formaba el cristal roto en una esquina del parabrisas. Oía retumbar el motor, pero del tubo de escape no salía humo. A pesar de que aquella noche brillaba la luna, no pude vislumbrar el interior del vehículo a través del cristal oscuro de las ventanillas.

Ya había visto un coche como ése antes. Lo conducía un tipo pálido y deforme llamado Stritch, una criatura repugnante. Pero Stritch estaba muerto, con un agujero en el pecho, y el coche había sido destruido.

Entonces la puerta trasera del Cadillac se abrió. Esperé a que saliera alguien, pero no salió nadie. El coche siguió parado con la puerta abierta durante uno o dos minutos, hasta que una mano invisible la cerró de un tirón. Un crujido de tapa de ataúd me llegó a través del agua y la hierba y el coche se marchó, haciendo un cambio de sentido para dirigirse al noroeste, hacia Oak Hill y la Interestatal 1.

Rachel se removió en la cama.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

Me volví hacia ella y vi cómo unas sombras vagaban por la habitación, unas nubes cinceladas por la luz de la luna, hasta que la envolvieron y, lentamente, empezaron a devorar su palidez.

—¿Qué pasa? —preguntó Rachel.

Yo estaba otra vez en la cama, sólo que en ese momento me había incorporado de golpe y había apartado las sábanas con los pies. Su mano cálida se apoyaba en mi pecho.

—Había un coche —dije.

—¿Dónde?

—Fuera. Había un coche.

Me levanté desnudo de la cama y me encaminé a la ventana. Descorrí la cortina, pero no había nada, sólo la carretera, tranquila, y las hebras plateadas del agua de la marisma.

—Había un coche —dije por última vez.

Y vi las huellas de mis dedos marcadas en la ventana, dejadas allí mientras yo alargaba la mano hacia ellas, al igual que ellas, estampadas ahora en el cristal, se alargaban hacia mí.

—Vuelve a la cama —me dijo.

Fui junto a ella y la abracé, dejando que se acurrucara hasta que se quedó dormida.

Y la estuve mirando hasta que se hizo de día.