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Bear dijo que había visto a la chica muerta.

Fue una semana antes de la incursión llevada a cabo en Caina, que dejaría tres muertos. La luz del sol había disminuido, presa de nubes devoradoras, sucias y grises, como el humo que genera el fuego de un vertedero. Reinaba una tranquilidad que presagiaba lluvia. Fuera, el perro cruzado de los Blythe estaba tumbado, inquieto, en el césped, con el cuerpo estirado, la cabeza entre las patas delanteras y los ojos abiertos y nerviosos. Los Blythe vivían en Dartmouth Street, en Portland, en una casa con vistas a Back Cove y a las aguas de Casco Bay. Por lo general, siempre había pájaros volando por los alrededores —gaviotas, patos o chorlitos—, pero aquel día no había rastro de pájaro alguno. Se trataba de un mundo pintado sobre cristal, a la espera de ser hecho añicos por fuerzas ocultas.

Nos sentamos en silencio en la pequeña sala de estar. Bear estaba apático y miraba por la ventana como si esperase que cayeran las primeras gotas de lluvia para confirmar algún temor tácito. En el suelo de roble pulido no se proyectaba una sola sombra, ni siquiera las nuestras. Oía el tictac del reloj chino en la repisa de la chimenea, atestada de fotografías de tiempos más felices. Observé detenidamente una imagen de Cassie Blythe en la que se sujetaba a la cabeza un birrete cuadrado, porque el viento intentaba llevárselo, con la borla levantada y desplegada como el plumaje de un pájaro en señal de alarma. Tenía el pelo negro y crespo, unos labios que tal vez resultaban demasiado grandes para su cara y una sonrisa un poco tímida, aunque sus ojos castaños parecían serenos e invulnerables a la tristeza.

De mala gana, Bear dejó de observar el cielo e intentó captar la mirada de Irving Blythe y la de su mujer, pero no lo logró y entonces se miró los pies. Había evitado mirarme a los ojos desde el principio.

Incluso rehusaba advertir mi presencia en la habitación. Era un hombre corpulento que llevaba unos pantalones vaqueros desgastados, una camiseta verde y un chaleco de cuero que le quedaba demasiado estrecho. En la cárcel, la barba le había crecido mucho y de manera desordenada, y el pelo, que le llegaba a los hombros, lo tenía grasiento y descuidado. Desde la última vez que lo vi se había hecho algunos tatuajes de tipo carcelario: la figura mal trazada de una mujer en el antebrazo derecho y un puñal debajo de la oreja izquierda. Tenía los ojos azules y soñolientos. A veces le costaba trabajo recordar los detalles de la historia que estaba contando. Era una figura patética, un hombre que se había quedado sin futuro.

Cuando sus silencios se prolongaban demasiado, la persona que lo acompañaba le tocaba su enorme brazo y hablaba por él, continuando amablemente el relato, hasta que Bear encontraba la manera de regresar al camino tortuoso de sus recuerdos. El acompañante de Bear llevaba un traje azul pálido y camisa blanca, y el nudo de su corbata roja era tan grande que parecía un tumor que le hubiera salido en la garganta. Tenía el pelo plateado y un bronceado que le duraba todo el año. Se llamaba Arnold Sundquist y era detective privado. Sundquist había llevado el caso de Cassie Blythe hasta que un amigo de los Blythe sugirió que deberían hablar conmigo. De manera extraoficial, y es probable que extraprofesional, les aconsejé que prescindieran de los servicios de Arnold Sundquist, a quien estaban pagando mil quinientos dólares al mes, en teoría para que buscase a su hija. Hacía seis años que había desaparecido, poco después de graduarse, y desde entonces no sabían nada de ella. Sundquist era el segundo detective privado que los Blythe habían contratado para investigar las circunstancias de la desaparición de Cassie; y tenía tanta pinta de parásito que si en vez de boca tuviera ventosas, el parecido hubiera sido inequívoco. Sundquist llevaba siempre tanta gomina en el pelo que, cuando se daba un baño en el mar, los pájaros que bajaban a la costa se manchaban las plumas de petróleo. Me imaginé que se las había apañado para sacarles más de treinta de los grandes a lo largo de los dos años que se suponía que había estado a su servicio. Salarios fijos como el de los Blythe son difíciles de encontrar en Portland. No me extrañaba que tratase de recuperar su confianza, y su dinero.

Ruth Blythe me había llamado apenas una hora antes para decirme que Sundquist iba a visitarlos con el pretexto de que tenía nuevas noticias de Cassie. Cuando me llamó, yo había estado cortando troncos de arce y de abedul para tenerlos preparados con vistas al inminente invierno, y no me dio tiempo de cambiarme. Tenía savia en las manos, en los vaqueros gastados y en la camiseta con el lema DA ARMAS A LOS SOLITARIOS. Y allí estaba Bear, recién salido de la cárcel estatal de Mule Creek, con los bolsillos llenos de medicinas baratas compradas en los drugstores mugrientos de Tijuana, en régimen de libertad condicional, y contándonos cómo había visto a la chica muerta.

Porque Cassie Blythe estaba muerta. Yo lo sabía, y sospechaba que sus padres también lo sabían. Creo que lo supieron en el instante mismo en que murió. Notarían algún desgarro o algún dolor en el corazón y comprenderían instintivamente que algo le había pasado a su única hija, y que nunca regresaría a casa, aunque seguían quitando el polvo de la habitación y cambiando la cama dos veces al mes para que estuviese lista en el caso de que apareciese por la puerta contando fantásticas historias y dando explicaciones por sus seis años de silencio. Hasta que tuviesen una evidencia de lo contrario, siempre les quedaba la esperanza de que Cassie aún estuviese viva, aunque el reloj de la repisa de la chimenea tañese con suavidad la certeza de su fallecimiento.

Bear se había tragado tres años en California por comerciar con mercancías robadas. En esos asuntos, Bear era más bien tonto. Era tan tonto que sería capaz de robar cosas que ya tenía. Era lo suficientemente tonto como para confundir a Cassie Blythe con un contenedor de escombros, pero, pese a todo, refirió de nuevo los detalles de la historia, a veces con titubeos y con la cara retorcida por el esfuerzo de recordar los detalles que yo estaba seguro de que Sundquist le había obligado a memorizar: cómo bajó a México, después de salir de Mule Creek, para comprar medicinas baratas contra la ansiedad; cómo se había topado con Cassie Blythe, que bebía algo acompañada de un viejo mexicano en un bar del bulevar de Agua Caliente, cerca del hipódromo; cómo había hablado con ella cuando el tipo fue al servicio y había reconocido su acento de Maine; cómo, cuando regresó el tipo, éste le dijo que se metiese en sus asuntos antes de apresurarse a subir a Cassie a un coche. Alguien en el bar le dijo que el tipo se llamaba Héctor y que tenía una casa en la playa de Rosarito. Bear no pudo seguirlos porque no tenía dinero, pero estaba seguro de que la mujer era Cassie Blythe. Recordaba haber visto su fotografía en los periódicos que su hermana le mandaba para matar el tiempo cuando estaba en la cárcel, aunque Bear era incapaz de leer un parquímetro, y menos aún un periódico. Contó que, cuando la llamó por su nombre, incluso volvió la cara, y que él no creía que fuese infeliz o que estuviese retenida contra su voluntad. Aun así, cuando volvió a Portland, lo primero que hizo fue contactar con el señor Sundquist, porque el señor Sundquist era el detective privado al que se mencionaba en las noticias del periódico. El señor Sundquist le había dicho a Bear que ya no llevaba el caso, que otro detective se había hecho cargo del asunto. Pero Bear sólo estaba dispuesto a trabajar con el señor Sundquist, porque confiaba en él y había oído cosas buenas de él. Dijo que si los Blythe querían que los ayudase en México, el señor Sundquist tendría que hacerse cargo del caso otra vez. Sundquist, que hasta entonces había asentido en silencio, en este punto de la narración levantó los hombros y me miró con desaprobación.

—Caray, Bear está inquieto porque tiene que soportar la presencia de ese individuo en la habitación —confirmó Sundquist—. El señor Parker tiene fama de violento.

Bear, con su metro ochenta y sus más de ciento treinta, kilos, hizo cuanto pudo para dar la impresión de que mi presencia le inquietaba. Y en realidad así era, aunque no por ninguna razón relacionada con los Blythe ni con la rara posibilidad de que yo pudiese infligirle algún tipo de daño físico.

Yo lo miraba de manera impasible.

Te conozco, Bear, y no me creo ni una sola palabra de lo que dices. No lo hagas. Acaba con esto antes de que se te vaya de las manos.

Bear, después de contar la historia por segunda vez, soltó un suspiro de alivio. Sundquist le dio una palmadita en la espalda y se las arregló para componer lo mejor que pudo un gesto de preocupación. Sundquist había ejercido en la profesión durante unos quince años y su reputación era buena —aunque no exactamente extraordinaria— para mucha gente, a pesar de que en los últimos tiempos había sufrido algunos reveses: un divorcio y rumores de que tenía problemas con el juego. Los Blythe eran un negocio rentable que no podía permitirse perder.

Irving Blythe se quedó en silencio cuando Bear acabó de contar su historia. Fue su mujer, Ruth, la primera en hablar. Le tocó el brazo a su marido.

—Irving, yo creo…

Pero él levantó la mano y ella se calló. Yo tenía mis dudas acerca de Irving Blythe. Era de la vieja escuela y a veces trataba a su mujer como si fuese una ciudadana de segunda clase. Había sido un alto ejecutivo de la empresa International Paper, en Jay, y en la década de los ochenta se vio obligado a afrontar las exigencias del sindicato de los trabajadores del papel relativas a la sindicalización de los obreros de los bosques del norte. La huelga que afectó durante diecisiete meses a la International Paper fue una de las más encarnizadas de toda la historia del estado, con más de mil trabajadores despedidos en el transcurso de la contienda. Irv Blythe había sido un firme oponente a cualquier tipo de acuerdo, y la compañía había endulzado su jubilación de manera considerable, como muestra de su aprecio, cuando un día se hartó y volvió a Portland. Pero eso no significaba que no adorase a su hija ni que su desaparición no le hubiese hecho envejecer en los últimos seis años, durante los cuales había adelgazado como si su cuerpo fuese un bloque de hielo derritiéndose. La camisa blanca le quedaba holgada tanto en los brazos como en el pecho, y en el hueco que quedaba entre su cuello y el cuello de la camisa podría caber mi puño. Los pantalones los llevaba fuertemente apretados con un cinturón, y se le formaban bolsas en el culo y en los muslos. Todo él era un símbolo de abandono y fracaso.

—Creo que usted y yo deberíamos hablar, señor Blythe —dijo Sundquist—. En privado —añadió, a la vez que echaba una mirada significativa a Ruth Blythe, una mirada que daba a entender que aquello era asunto de hombres, algo que las emociones femeninas, por muy sinceras que fueran, no podían entorpecer ni enredar.

Blythe se levantó, dejó a su mujer en el sofá, y Sundquist lo siguió hasta la cocina. Bear se quedó allí y sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de su chaleco.

—Saldré fuera a fumar, señora.

Ruth Blythe asintió con la cabeza y observó cómo se alejaba la mole de Bear. Se sujetaba la barbilla con el puño, tensa por el golpe que acababa de recibir. Fue la señora Blythe la que había instigado a su esposo a prescindir de los servicios de Sundquist. Él había accedido sólo porque Sundquist no parecía que avanzase en el caso, pero me daba la impresión de que yo no le gustaba demasiado. La señora Blythe era una mujer pequeña, pero pequeña del modo en que lo son los terriers, pues su estatura enmascaraba energía y tenacidad. Yo había revisado todas las noticias que tenían que ver con la desaparición de Cassie Blythe: Irving y Ruth sentados a la mesa, Ellis Howard, el jefe de policía de Portland, junto a ellos, y Ruth Blyte agarrando con fuerza una fotografía de Cassie. Cuando accedí a investigar el caso, ella me dio las grabaciones de la conferencia de prensa para que las revisara, así como recortes de prensa, unas fotografías y unos informes, cada vez más escuetos, de Sundquist. Seis años atrás, habría dicho que Cassie Blythe se parecía a su padre, pero, a medida que los años fueron pasando, me daba la impresión de que Cassie tenía más parecido con Ruth. La expresión de sus ojos, su sonrisa e incluso el pelo se parecían ahora más que nunca a los de Cassie. De un modo extraño, era como si Ruth Blythe estuviese transformándose y adquiriendo los rasgos de su hija, para llegar a ser al mismo tiempo la esposa y la hija a los ojos de su marido, manteniendo viva una parte de Cassie a pesar de que la sombra de su ausencia se le agrandaba cada vez más.

—Está mintiendo, ¿verdad? —me preguntó Ruth cuando salió Bear.

Por un momento estuve a punto de mentirle también, de decirle que no estaba seguro, que no podía descartarse ninguna posibilidad, pero fui incapaz. No se merecía que la engañara, pero, por otra parte, tampoco se merecía que le dijese que no había esperanza alguna, que su hija nunca volvería.

—Creo que sí —contesté.

—¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué habrá querido herirnos de ese modo?

—No creo que su intención fuera herirles, señora Blythe. Bear no haría eso. Se deja influir con facilidad.

—Es cosa de Sundquist, ¿verdad?

Esa vez no le contesté.

—Déjeme hablar con Bear —le dije.

Me levanté y me dirigí a la puerta principal. Vi a Ruth Blythe reflejada en el cristal de la ventana, con el tormento escrito en la cara, debatiéndose entre el deseo de agarrarse a la débil esperanza que le había proporcionado Bear y la certeza de que aquella esperanza se le escurriría como agua entre las manos si intentaba aferrarse a ella.

Fuera, Bear estaba chupando un cigarrillo e intentaba llamar la atención del perro de los Blythe para que jugara con él, pero el perro lo ignoraba.

—Hola, Bear.

Recordaba a Bear de mis años de juventud, cuando apenas era un poco más pequeño y algo más tonto de lo que lo era en ese instante. Entonces vivía con su madre, sus dos hermanas mayores y su padrastro en una casita de Acorn, a la altura de Spurwink Road. Eran gente honrada: su madre trabajaba en Woolworth y su padrastro conducía una camioneta de reparto de una compañía de refrescos. Ahora estaban muertos, pero sus hermanas aún vivían cerca de allí, una en East Buxton y la otra en South Windham, cosa que les vino bien para visitar a Bear cuando, a los veinte años, estuvo internado tres meses en el centro penitenciario de Windham acusado de agresión. Aquélla fue la primera experiencia carcelaria de Bear y tuvo suerte de no experimentar ninguna más en los años sucesivos. Hizo unos trabajillos de chófer para unos tipos de Riverston y después se marchó a California tras una disputa territorial que dejó un muerto y un lisiado de por vida. Bear no estaba involucrado, pero los cargos iban a formularse de forma inminente y sus hermanas lo animaron a que se largara. Lo más lejos posible. En Los Ángeles consiguió un trabajo de friegaplatos, volvió a caer en malas compañías y acabó en Mule Creek. En realidad, Bear carecía de maldad alguna, aunque eso no le hacía menos peligroso. Era un arma en manos de los demás, sensible a cualquier tipo de expectativa relativa al dinero, al trabajo o puede que incluso al mero compañerismo. Bear se limitaba a mirar el mundo con ojos atónitos. Había vuelto a casa, pero daba la impresión de estar tan perdido y tan desplazado como siempre.

—No puedo hablar contigo —me dijo cuando me puse a su lado.

—¿Por qué no?

—El señor Sundquist me dijo que no lo hiciera. Según él, tú jodes todas las cosas.

—¿Qué cosas?

Bear sonrió y me apuntó agitando el dedo.

—No, no. Yo no soy tonto.

Me adentré en el césped, me puse en cuclillas y alargué las manos. De inmediato, el perro se levantó y se acercó a mí lentamente, moviendo el rabo. Cuando lo tuve delante, me olisqueó los dedos y se dedicó a restregarme el hocico por la palma de las manos mientras yo le rascaba las orejas.

—¿Por qué no me hace a mí lo mismo? —preguntó Bear. Parecía dolido.

—Quizá porque lo asustas —le contesté, y me sentí mal al apreciar una expresión de pena en su cara—. A lo mejor es porque me huele a mi perro. Oye, ¿te asusta el gran Bear, pequeño? No es tan espeluznante como parece.

Bear se puso en cuclillas a mi lado, con toda la lentitud y con todo el aire inofensivo que le permitía su corpulencia, rozó la cabeza del perro con sus enormes dedos. Los ojos del animal se volvieron alarmados hacia él y noté que estaba tenso, hasta que poco a poco comenzó a tranquilizarse cuando se dio cuenta de que aquel hombretón no albergaba malas intenciones. Cerró los ojos placenteramente al sentir las caricias de nuestros dedos.

—Bear, éste era el perro de Cassie Blythe —le dije, y vi cómo dejaba de hurgar en el pelaje del animal.

—Es un perro bueno —comentó.

—Sí que lo es. Bear, ¿por qué haces esto?

No contestó, pero vi el reflejo de la culpabilidad en sus ojos, como un pequeño pez desamparado que percibe la proximidad de un depredador. Intentó apartar la mano del perro, pero el animal levantó el hocico y lo oprimió contra sus dedos, hasta que consiguió que volviera a acariciarlo.

—Bear, sé que no quieres hacer daño a nadie. ¿Te acuerdas de mi abuelo? Mi abuelo fue el adjunto del sheriff en el condado de Cumberland.

Bear asintió con la cabeza.

—Una vez me dijo que veía bondad en ti, aunque tú nunca has sido capaz de reconocerlo. Creía que podrías llegar a ser una buena persona. —Bear me miró como si no comprendiera nada, pero continué—. Lo que estás haciendo hoy no es noble, Bear, ni tampoco decente. Vas a hacer daño a esta familia. Han perdido a su hija y lo que más quieren en este mundo es que esté viva en México. Lo único que quieren es que esté viva, y punto. Pero tú y yo, Bear, sabemos que no es así. Sabemos que ella no está allí.

Durante un rato, Bear no dijo nada, como a la espera de que yo desapareciera y dejase de atormentarlo.

—¿Qué te ha ofrecido?

Bear encorvó los hombros un poco, pero me dio la impresión de que la confesión iba a suponerle un alivio.

—Me dijo que me daría quinientos dólares y que quizá podría conseguirme trabajo. Necesitaba el dinero. También necesito el trabajo. Es difícil encontrar trabajo cuando se ha estado metido en líos. Me dijo que tú no les servirías de nada y que si yo les contaba esa historia, a la larga estaría ayudándoles.

Noté que mis hombros se relajaban, pero también me entraron remordimientos, y sentí una pequeña fracción de la pena que los Blythe sentirían cuando les dijese que Bear y Sundquist les habían mentido acerca de su hija. Ni siquiera me creía con derecho de culpar a Bear.

—Unos amigos míos podrían darte trabajo. He oído que están buscando a alguien que pueda echar una mano en una cooperativa de Pine Point. Puedo interceder por ti.

Me miró.

—¿Harías eso?

—¿Puedo decirles a los Blythe que su hija no está en México?

Tragó saliva.

—Lo siento. Ojalá estuviese en México. Ojalá la hubiese visto. ¿Les dirás eso? —Parecía un niño grande, incapaz de comprender el daño que había causado.

No respondí. En señal de agradecimiento, le di una palmada en el hombro.

—Bear, te llamaré a casa de tu hermana para comentarte lo del trabajo. ¿Necesitas dinero para un taxi?

—No. Bajaré andando a la ciudad. No está lejos.

Acarició al perro en la cabeza por última vez con especial vigor y echó a andar en dirección a la carretera. El perro le siguió, olisqueándole las manos, hasta que Bear llegó a la vereda. El animal volvió a tumbarse en el césped y observó cómo se alejaba.

Entré en la casa. La señora Blythe no se había movido del sofá. Levantó la cabeza y me miró. Vislumbré un diminuto brillo en sus ojos, ese brillo que yo estaba a punto de extinguir.

Negué con la cabeza. Salí de la habitación en el instante en que ella se levantaba y se dirigía a la cocina.

Yo estaba sentado en el capó del Plymouth de Sundquist cuando éste salió de la casa. Venía con el nudo de la corbata un poco ladeado y con una marca roja en la mejilla: una bofetada de Ruth Blythe. Se paró en la linde del césped y me miró con nerviosismo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

—¿Ahora? Nada. No voy a ponerte un dedo encima. —Noté que se tranquilizaba—. Pero como detective privado estás acabado. Me aseguraré de ello. Esa gente se merece algo mejor.

Sundquist amagó una sonrisa.

—¿Y tú se lo vas a dar? Parker, sabes que hay mucha gente por estos alrededores que no te tiene mucho aprecio. No se cree que seas un fenómeno. Deberías haberte quedado en Nueva York, porque tu sitio no está en Maine.

Rodeó el coche y abrió la puerta.

—De todos modos, estoy cansado de esta jodida vida. Si te digo la verdad, me alegro de haberme sacudido este asunto. Me voy a Florida. Por mí puedes quedarte aquí y pudrirte.

Me aparté del coche.

—¿Florida?

—Sí, Florida.

Asentí y me dirigí a mi Mustang. Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer y salpicaron el revoltijo de alambre y metal retorcido que había en la cuneta y el aceite que se escurría despacio por el pavimento, mientras Sundquist giraba inútilmente la llave de contacto.

—Bueno, está claro que no irás en coche.

Me crucé con Bear y lo acerqué a Congress Street. Se alejó dando zancadas hacia Old Port, donde las multitudes de turistas se abrían ante él como la tierra ante el arado. Recordé lo que mi abuelo me había dicho de Bear y la manera en que el perro lo había seguido hasta el límite del césped, olisqueándole la mano con la esperanza de una caricia. En él había mansedumbre, incluso amabilidad, pero su debilidad y estupidez lo dejaban expuesto a la manipulación y a la perversión. Bear era un hombre que pendía de un hilo, y no había forma de saber de qué lado se inclinaría para él la balanza. No en aquel momento.

A la mañana siguiente hice una llamada a Pine Point y Bear comenzó a trabajar allí al poco tiempo. No volví a verlo, y ahora me pregunto si mi intervención le costó la vida. Aún presiento que de algún modo, en lo más recóndito de sí mismo, en aquella inmensa bondad que incluso él era incapaz de reconocer plenamente, Bear hubiera obrado igual de todos modos.

Cuando miro desde la ventana de mi casa la marisma de Scarborough y veo los canales que atraviesan la hierba, todos ellos comunicados entre sí, cada cual expuesto a las mismas mareas y a los mismos ciclos lunares, comprendo algo sobre la naturaleza de este mundo y sobre la forma en que las vidas aparentemente dispares se cruzan de manera inextricable. Por la noche, bajo el resplandor del plenilunio, los canales refulgen plateados y blancos y los estrechos caminos se pierden en la gran llanura lejana y reluciente. Entonces me imagino que los recorro y que ando por el camino blanco, oyendo las voces que salen de los juncos, mientras me adentro en ese nuevo mundo que me aguarda.