24

¿Quién eres tú? Soy un hombre mugriento,

siempre lo he sido, desde mi nacimiento.

Mi madre y mi padre lo fueron antes que yo.

El agua, fría o caliente, jamás me tocó.

Julio de 1865. Acabo de tener un encuentro extraordinario que necesito contar aquí, ya que por fin la historia parece llegar al final. Pero antes, necesito volver a los últimos años.

Comencé a escribir este diario poco después de recuperar a Lucinda, mientras me ocultaba esperando que llamasen a mi puerta. Escribir me mantenía ocupada, aunque era un intento vano de dar sentido al último año de mi vida. Me topé con este pequeño cuaderno de notas perdido en un cajón del taller: una farsa hecha con cuero, seda y oro titulada BANTA BIBLLA. Las páginas estaban en blanco, como si se tratase del libro que san Bartolomé había ofrecido a alguien para su vida futura. Pero ese alguien finalmente no vino o cambió de idea en el último momento, eligiendo el libro que ya estaba escrito de antemano. En todo caso, era como si me hubiese dejado sus descartes, y el libro en blanco me tocaba a mí. Era el único libro que había encuadernado para mí, no para otro, ni para venderlo, así que sabía cuál debía ser su función.

No volví a ver a Din. El hermano de Pansy oyó que finalmente había ido a Bristol y de allí a Estados Unidos. Aunque yo sabía que aquél era su destino, no podía evitar pensar que se había sacrificado por mí. Quizás incluso fuese una estrategia por si alguien venía a buscarme: me daba la posibilidad de responsabilizar a un negro renegado del asesinato de Diprose. Seguramente sir Jocelyn hubiese apoyado mi versión, en tanto experto y único testigo. Yo era consciente del riesgo que había corrido al venir a Berkeley Square aquella noche, y de que habría matado por mí. Era también mi forma de consolarme diciéndome que me había amado. ¿Qué es el amor, después de todo? Él me lo había dicho: «¿El amor no es sacrificio? ¿No renunciamos a quienes amamos para probarles que son amados?». Sea lo que fuere, había momentos en que tenía la sensación de que mi victoria había sido más bien pírrica.

Pero nunca vino nadie a buscarnos, ni a él ni a mí. Como he dicho, me oculté durante un tiempo, escribiendo mi diario y fabricando cuadernos y álbumes para una papelería de Lambs-Conduit Street, y nadie vino a llamar a mi puerta. Cada día examinaba los periódicos por si aparecían noticias sobre la muerte de Diprose. Me enteré de quién ganó la copa de Ascot aquel año, de los progresos en la construcción del edificio que albergaría la Exposición Universal de 1862, de lo que se llevaría en París en verano, pero no de lo que le sucedió a Charles Diprose. Mis ojos recorrían los partes sobre la guerra civil en Estados Unidos; sin embargo, eran como cartas procedentes de un sistema solar lejano, que no dejaban rastro alguno en mi alma.

Un día, un artículo captó mi atención: «Reconocido juez muere en un trágico accidente». Decía lo siguiente:

Valentine, lord Glidewell, el juez más respetable de nuestro tiempo y una excelente persona, cuyo martillo de la justicia había castigado a los más terribles delincuentes de esta tierra, ha muerto en circunstancias trágicas. En un momento en que las autoridades reflexionan sobre la posibilidad de desplazar las horcas al interior de las prisiones y terminar con la tradición de las ejecuciones como espectáculos públicos, lo que ya no tiene cabida en sociedades modernas y civilizadas como la nuestra, el apreciado juez fue encontrado este jueves colgando de una viga de su despacho en Belgrave Square. Se presume que lord Glidewell, movido por la compasión y la consideración que le habían dado fama, se había propuesto sentir en carne propia lo que sufrían los criminales que había condenado a la horca, aunque su noble experimento tuvo el más trágico de los finales…

Pero sobre Diprose, nada. Probablemente su contacto en el Ministerio del Interior, un Noble Salvaje, el mismo que le sacaba de prisión cada vez que lo encerraban por obscenidades, había ayudado a enterrar el asunto. Después de todo, su fidelidad era con Knightley, no con Diprose, y tener una sociedad secreta debía de ofrecer ciertas ventajas. Quizá sir Jocelyn había donado su cuerpo a la medicina. A su manera, los dos eran eminentes anatomistas, por lo que Diprose debía servir a la causa lo antes posible, y evitar un esfuerzo innecesario a los profanadores de tumbas.

Averigüé dónde estaba encarcelado Jack, y le visitaba cuando podía. Sus cabellos se habían oscurecido, y sus músculos se habían desarrollado hasta parecerse a los de su padre. También era más reservado. Me contó que un carcelero amable le prestaba algún libro de tanto en tanto, y no mucho más.

Tras un tiempo prudencial, decidí ganarme nuevamente la vida; comencé a dar cursos de encuadernación para damas en South Kensington. ¡Cómo habían cambiado los tiempos! Las mujeres adineradas ahora decidían ocupar su tiempo libre aprendiendo manualidades, y me pagaban muy bien por ello. Veinticinco guineas por un curso de tres meses, cuarenta por seis meses y setenta por un año, más el coste de los materiales. El dinero sólo tenía importancia en función de lo que me permitía ahorrar para Lucinda. Pero los temores no me abandonaban, y temblaba imaginando lo que sucedería si mis estudiantes descubrían algo de mi pasado. O peor aún, si yo descubría las identidades de sus eminentes esposos, y resultaban ser…

Terminé cansándome de las damas; lo mío no era la enseñanza. Además, las palabras de Din seguían vivas en mí: nunca olvidaría aquel día en el taller cuando me citó a Ovidio, o las conversaciones en que me revelaba sus planes para construir el reino de los cielos en la tierra, en esta vida. Siempre había sido honesto consigo mismo, así que estaba segura de que era eso lo que estaba haciendo en Estados Unidos. Entonces, como prueba de amor y, en cierta forma, de compromiso con él, era también lo que yo debía hacer en Inglaterra, entre mi gente.

Con las palabras de Ovidio como lema fundé en Lambeth el Sindicato Femenino de Trabajadoras de la Encuadernación. Pansy, Sylvia y yo éramos los miembros fundadores, y pronto se nos unieron treinta y cuatro más. Con el dinero que había ganado en Encuadernaciones Damage sufragué casi todos los gastos iniciales. Pensé que sería un buen ejemplo de cómo transformar algo indigno en algo valioso, y distribuir los beneficios de la obscenidad entre quienes más los merecían. Era una empresa sólida, basada en un modelo cooperativo, que ofrecía ayuda, asesoramiento e información a las mujeres que trabajaban en el oficio de la encuadernación. Había un millar de miembros potenciales, y quienes trabajaban con nosotros ganaban una libra por semana.

La idea de quemar el libro que Din había robado, al que ahora llamábamos «el libro negro de sir Jocelyn», fue de Sylvia. Yo me limité a lanzarlo a la chimenea, sin ninguna ceremonia previa, y observarlo mientras ardía. Finalmente la viuda había sido incinerada, aunque no en la pira de su esposo. ¿Quién podía afirmar cuál de los dos destinos era más salvaje? Y hablando de salvajismo, recordé los catálogos fotográficos que seguían sin desempaquetar, y Sylvia y yo los quemamos todos, uno por uno, durante los días siguientes. Era un desperdicio de buen papel, y si las fotografías no hubiesen sido tan horrorosas, las habría regalado a los pobres para que se calentaran en sus propios hogares. Claro que si ése fuera el caso, no tendría razones para deshacerme de ellas.

Lo que permaneció inmutable fue el tatuaje. Al principio no me importaba: sentía que me lo merecía. Una clitoridectomía habría sido un castigo demasiado severo para mis crímenes, pero de alguna manera el tatuaje era más apropiado, como la firma secreta de un delincuente clandestino. Al igual que Hester Prynne, la heroína de La letra escarlata, cargaba con la marca de la vergüenza, aunque más lejos del corazón y más cerca de donde se asentaba mi placer trasgresor. Lo que me molestaba era el dibujo: no tanto mi retrato en una hoja de hiedra como la insignia de los Nobles Salvajes, que me irritaba y me recordaba al hombre que había matado.

Pansy me propuso buscar una solución, y me llevó a ver a un amigo marinero que le había tatuado el brazo a su hermano. Poco a poco añadió a mi tatuaje algunas rosas (amor verdadero), jacintos (perdón), narcisos (respeto), lilas (protección contra los visitantes indeseados), capuchinas (amor maternal) y, por supuesto, pensamientos (felicidad), hasta que la insignia de los Nobles Salvajes quedó oculta e invisible bajo la vegetación.

Cuando ya había pasado casi un año desde que había recuperado a Lucinda, en los primeros tiempos del sindicato, vimos un carruaje aparcado en lo alto de Ivy Street. Era como el de sir Jocelyn, aunque más viejo y gastado. Además, las ruedas eran naranjas, no rojas, y no llevaba escudo de armas. Siguió apareciendo cada seis meses más o menos, nunca con la suficiente frecuencia para que recordásemos claramente la vez anterior. Si Nathaniel estaba jugando en la calle, cuando llegaba el carruaje allí se quedaba unos veinte minutos, como si observara a los niños, hasta que las madres lo descubrían y llamaban a sus hijos para que entrasen en casa. Se decía que era un pervertido, o un pederasta, y años después, pues todavía seguía apareciendo, un secuestrador de niños, lo cual provocaba una histeria moderada acerca de la trata de blancas y la inseguridad de las calles. Pero yo sospechaba que se trataba de otra cosa: pensaba que era sir Jocelyn, mirando desde lejos al niño que hubiese querido que fuera suyo. Yo también observaba a Nathaniel, quien se había convertido en un apuesto niño y soportaba con estoicismo la inclinación de su madre por el drama y el exceso, mirando fijamente el carruaje, hasta que Sylvia, temerosa, lo hacía entrar en casa.

¿Y qué decir sobre Din? A pesar de mis intenciones, su recuerdo se fue apagando poco a poco. Aprendí a alejarlo de mis pensamientos, a borrar el recuerdo de nuestras conversaciones, a calmar el ardiente deseo de revivir cada momento pasado a su lado, y a olvidar el efecto que su voz provocaba en mis oídos, que sus manos provocaban en mi piel, que su amor provocaba en mi corazón. No quería que el recuerdo de Din se convirtiese en un tormento para mis sueños o que invadiese mi corazón. Se había ido, y yo poco a poco lo iba dejando partir. O más bien, poco a poco me liberaba de él.

De tanto en tanto, sin embargo, pensaba en cruzar el océano para reencontrarme con él. Era libre de ir, e incluso quizás estaríamos más a salvo allí que aquí. Una vez, Sylvia me comentó que había visto el nombre de Dan Nelson en un artículo sobre el primer regimiento de negros, el Regimiento número 54 de Massachusetts, y yo no podía evitar preguntarme si sería él. Pero a pesar de mis fantasías, en las que Din guiaba a sus hombres a la gloria y se reunía conmigo tras la batalla, seguramente lo único que encontraría de él sería una cruz blanca con su nombre grabado, o ni siquiera eso. Además, mi vida estaba aquí. «Hay esperanzas. Porque he amado a un extranjero, y tras él no voy a ir».

Contra lo que hubiera esperado, Sylvia se convirtió en una verdadera amiga para mí, y fue ella quien más me ayudó a comprender que era necesario abandonar mi pasado. Cuando comenzó a salir más a menudo por las calles de Lambeth, a Sylvia no le faltaron admiradores, aunque ella nunca se interesó por cortejarlos. Al principio, yo pensaba que se debía a que alguien como ella consideraba inconcebible una unión fuera de las fronteras de los barrios altos: Chelsea, Kensington o Mayfair, pero con el tiempo me di cuenta de mi error. La realidad era que tenía varios amantes secretos aquí y allá, pero no deseaba ningún tipo de unión que no fuese simplemente carnal, e incluso pasaba largos períodos sin ningún tipo de relación. «Mejor estar sin amante que tener uno malo», me decía. En cuanto antigua esposa de médico la una y encuadernadora de literatura erótica la otra, juntas poseíamos suficientes conocimientos para asegurar que Sylvia disfrutase de sus encuentros carnales sin riesgo de quedar embarazada, y con su renta anual y mis ingresos vivíamos confortablemente sin necesidad de un hombre del cual depender, o al cual pertenecer.

Din me dijo una vez que la posesión es el peor crimen contra la humanidad, y otras veces la calificó de enemigo del deseo. Con el tiempo, Sylvia me ayudó a estar de acuerdo.

—Mi pasión por él terminó en cuanto me convertí en lady Knightley —me dijo una noche mientras nos deleitábamos con unos ponches calientes y compartíamos historias sobre los únicos hombres que habíamos conocido—. Jocelyn quería poseerme, y una vez que lo consiguió, ya no fui un desafío para él. Dijo que yo era como un bastón seco y viejo. Dora, dame un hombre que no sepa nada de mis títulos de nobleza, de mi dinero o de mi maternidad. ¡Dame un obrero o un mecánico, de brazos fuertes y manos sucias, sin un ojo y con el corazón destrozado, y yo te mostraré la medida de mi lujuria! —añadía teatralmente.

Ambas reímos de su ocurrencia y seguimos bebiendo, pero yo era consciente de que había algo de cierto en sus palabras. Creo que las dos nos sentíamos inmensamente felices de ser libres de las cadenas de los hombres. Ambas sabíamos qué era estar encadenada a uno, y qué partes de nosotras habían muerto poco a poco por ello. En algún momento creí que lo que quería era poseer a Din, y ser poseída por él, pero ahora comprendía que eso hubiese destruido nuestro amor. No quería a Din como esposo y naufragar con él en las inevitables aguas del resentimiento y el odio silencioso. No quería pasar con Din lo que ya había vivido con Peter. Aquello que creía desear, me habría garantizado el fin del deseo.

Pero volvamos al presente, porque esta mañana apareció de nuevo un carruaje en lo alto de Ivy Street. No era el mismo de otras veces, pero merodeaba de la misma manera, cerca de los niños que jugaban.

—Esto tiene que acabar —dijo Agatha Marrow mirándome.

—Tienes razón, Agatha —contesté, comenzando a avanzar por la calle hacia el carruaje.

—¡No, Dora! —me gritó Sylvia—. ¡Puede ser peligroso!

Me detuve a pocos pasos del carruaje y empecé a gesticular en su dirección. Miré hacia atrás para comprobar si las mujeres me observaban. Me disponía a montar un bonito espectáculo. Volví a gesticular hacia el carruaje, intentando descubrir quién había en su interior.

—¿Sir Jocelyn? —susurré al fin—. ¿Es usted?

Entonces distinguí una esfera de cristal, roja como un enorme rubí, que coronaba un bastón plateado. Ya tenía la prueba.

—Le espero a la vuelta de la esquina —murmuré, y gesticulé un poco más para satisfacer a nuestro público. Luego susurré al conductor—: Vaya hasta Waterloo Road, y gire en Morpeth Place. Os encontraré detrás de la iglesia de Wesleyan.

Me recogí la falda y regresé junto al grupo de mujeres. Me giré una sola vez para gritar:

—¡Y no vuelva a molestarnos nunca más!

No me detuve a esperar la aprobación de Sylvia, Agatha y las demás. Pasé junto a ellas, aduciendo que debía ir al mercado, le pedí a Sylvia que cuidase de Lucinda. Entré rápidamente en casa, cogí el cesto de la compra y salí de nuevo a la calle. Pronto llegué a la calle principal, y avancé hasta el callejón de Morpeth Place, donde me esperaba el carruaje. Comprobé que no me viera nadie, di la vuelta al carruaje hasta que me ocultó de la vista de la calle y subí.

—Dora… —dijo.

—Sir Jocelyn —respondí.

—Su valentía nunca deja de asombrarme. ¿Qué tiene usted que decirme?

—Podría preguntarle lo mismo. Quizá sea el momento de renunciar a su interés por los habitantes de Ivy Street…

—¿Cómo, cuando la sangre de mi sangre vive en ella?

—¿Se refiere a Sylvia?

—A Nathaniel.

—Pero… ¿Es suyo?

—Por desgracia, sí.

—Usted disculpe, pero creí que pensaba que Sylvia le había sido infiel.

—Eso hubiera querido. Estaba condenado a que me sucediera en cuanto tuviese descendencia…

—No comprendo…

En ese momento sir Jocelyn se quitó el sombrero y tiró de sus cabellos, que se desprendieron con facilidad de su cráneo. De nuevo tuve la particular visión que no había conseguido descifrar aquella fatídica noche en Berkeley Square.

—¿Necesita que se lo deletree, Dora? —preguntó casi quejándose.

Tenía el cráneo cubierto de mechones de cabello oscuro cortados al ras.

Sir Jocelyn me explicó que su padre, un diplomático francés llamado Yves Florent Chevalier, se casó con su madre, Elizabeth Talbot, inglesa de afamada belleza, en París en 1825. Dos años más tarde, Chevalier fue asignado al consulado francés en Argel, en un momento en que las relaciones diplomáticas entre Francia y Argelia se deterioraban.

—¿Ha oído hablar de la historia del dey y el espantamoscas? —me preguntó.

Negué con la cabeza.

—El dey, haciendo gala de una irritabilidad conocida por todos, estaba completamente ofuscado a causa de una factura que se le debía desde hacía treinta años, de un valor ridículo, una bolsa de trigo o algo por el estilo. Mi padre estuvo en la famosa reunión donde el irascible dey se puso tan nervioso que golpeó al cónsul francés precisamente con un espantamoscas.

—¿Un espantamoscas?

—Un espantamoscas de bambú ornamentado, como los que utilizan los eunucos con las concubinas.

—¿Y qué sucedió?

—Pues que el rey de Francia decidió sentirse insultado, ordenó un bloqueo naval sobre toda la costa argelina, y el resto es, como suele decirse, historia.

—¿Es el mismo dey de El turco lujurioso? ¿No sucede en Argel?

Sir Jocelyn rió y me cogió la mano.

—Siempre esperé que así fuera. ¿Cuál es la fecha de publicación más probable de la primera edición de El turco lujurioso?

—1828.

—Exacto. Pero el dey del espantamoscas se llamaba Khodja Hussein, mientras que el nombre de nuestro héroe era…

—Ali. —La historia del dey se mantenía fresca en mi memoria—. Disculpe, sir Jocelyn, pero… ¿qué tiene esto que ver con sus padres?

—Yves Chevalier estaba en la habitación donde se celebró esta infame y terrible reunión. Mi madre, por desgracia, estaba en otra parte.

—¿Dónde?

—Nunca me contaron la historia completa. Me agrada pensar que fue la primera belleza con quien el dey se cruzó al salir de la habitación, con el espantamoscas aún en la mano, y que al verla le dominó el deseo…

—¡Sir Jocelyn! ¿Cómo puede hablar así de su madre?

—… La verdad, Dora, es que la encontraron vagando desnuda por las calles alrededor del palacio. Yo nací nueve meses después en París, y fui enviado con mi madre caída en desgracia de vuelta a Inglaterra. A ella la internaron en un manicomio por el resto de sus días y a mí me dejaron con su hermana, mi tía Maude.

—Recuerdo que le pregunté si había adoptado el apellido de su tía la primera vez que vino a la encuadernadora.

—Y recuerda bien. Era una mujer respetable; se había casado bien y enviudado joven, y bajo su influencia me convertí en una persona de cierto prestigio.

—¿Y su padre?

—Yves Chevalier murió en Argel en la batalla de 1830. Mi verdadero padre es el producto de mis fantasías. ¿Ahora comprende por qué prefiero pensar que mi madre fue seducida por el dey antes que violada por un magrebí cualquiera que pasaba por allí aquella noche?

—¿Quiere decir que usted… que es…? —no conseguía pronunciar las palabras.

—Mestizo. Mulato… Sí.

—Y por eso… —señalé los cabellos que sostenía sobre su regazo.

—Llevo un peluquín. Sí. Mi piel es bastante clara, pero mi pelo siempre me delata.

Permanecí en silencio por un momento, intentando comprender la verdadera dimensión de lo que estaba escuchando.

—Ahora sabe por qué no podía denunciarla a la policía por haber matado a Charles. Por lo menos, conoce una de las razones. Aquella noche ambos adquirimos un compromiso mutuo. Usted presenció mi pecado, y yo el suyo.

—¿Su pecado son sus libros?

—No, insensata. ¿No ha oído lo que he dicho? Mi herencia…

—Su herencia no es un pecado, sir Jocelyn. No más que la mía.

—Eso, mi querida Dora, es discutible.

—Pero ¿cómo podría haber utilizado esa información en su contra, sir Jocelyn? ¿Qué amenaza equivaldría a la denuncia de un asesinato?

—Quizás usted no lo habría hecho, pero Sylvia sí. Para ella hubiese sido una dulce venganza, poder arruinar mi reputación y todo lo que he conseguido a pesar de mis orígenes. He construido mi carrera en el sometimiento de mi propia raza, y con el tiempo he llegado a la dolorosa conclusión de que somos la especie inferior.

—Eso es lo que usted quisiera… —comencé a argumentar, pero me mordí el labio. Tenía tantas cosas que preguntarle que no sabía por dónde empezar—. Usted pidió a Diprose que se deshiciera de mí, sir Jocelyn —dije solemne, lanzando la primera salva.

—Dora, de haber podido me habría librado de Charles primero. Usted me quitó un problema de encima.

—¿Sabía que el cloroformo le mataría?

—Él me engañó para que le enseñara a administrarlo correctamente. Me dijo que quería aliviar a su hermana de los dolores del parto. No sabía que pensaba utilizarlo con usted. Se merecía lo que le sucedió.

—Siempre supe que usted era peligroso.

—Por favor, era la opción más segura para ambos. No conozco a un solo cirujano que haya sido juzgado por matar a alguien con cloroformo. En su certificado de defunción escribí «Síncope por cloroformo». ¿Acaso no era cierto? Luego doné su cuerpo a la medicina.

—¿Y por qué quería deshacerse de él?

—Estaba comenzando a cansarme. No paraba de intentar impresionarme: cuanto más notaba que su situación se volvía vulnerable, más se extralimitaba en sus funciones.

—¿Usted no quería esa horrible encuadernación?

—Por favor, Dora. Toda biblioteca médica que se precie contiene un libro de anatomía encuadernado con la piel de algún cuerpo diseccionado. Una puta bien encuadernada no me provoca ninguna emoción.

—Yo sentí un profundo rechazo, y quería venganza.

—Quería hacerme tragar mis huevos…

Reí contra mi voluntad.

—No. Quería usar su escroto para hacerme un monedero bonito y práctico donde guardar mis peniques.

—Se lo dejaré en mi testamento. En todo caso, Charles no se andaba con sentimentalismos cuando se trataba de elegir a sus víctimas. No podría soportar la idea de palpar su trasero cada vez que recorriese las páginas de un libro. Por muy apasionante que pueda parecer, usted me es más útil viva que muerta. Y nunca estuve de acuerdo en utilizar mis conocimientos médicos para amenazarla con dañar a su hija.

—Lo sé. —Me volví hacia él, finalmente relajada. Entonces hablé en voz tan baja que sir Jocelyn tuvo que inclinar la cabeza hacia mí para comprender lo que decía—: A ella le gustaría volver con usted, ¿sabe? Sylvia le ama. —Mis labios casi rozaban su oreja, y advertí que estaba tenso—. Lo que usted me ha contado ya no le importa. Ha dejado atrás la sociedad, y le trae sin cuidado.

Pero sir Jocelyn era incapaz de creerlo. Volvió a enderezarse en su asiento y acarició las cortinas.

—Su intención es loable, Dora, pero inútil —dijo con tristeza.

—Por favor, sir Jocelyn. Tienen un hijo juntos.

—Es algo demasiado absurdo para tenerlo en cuenta.

—Ella le ama, sir Jocelyn. ¿Acaso el odio que siente por usted mismo le ha vuelto inmune?

En ese instante me di cuenta de que era inútil intentar pensar en el amor sin el amor mismo. El amor visto desde el odio es doloroso, y sólo sirve para endurecer aún más el corazón. «El amor visto desde el odio…». Al fin había encontrado una buena definición de los libros que había encuadernado para él.

Sir Jocelyn interrumpió mis pensamientos.

—Aquí ya no tengo nada. ¿No oyó hablar de la razzia? Todas mis traducciones han sido incautadas y destruidas. Las dejé una sola noche en Holywell Street, y desaparecieron. Incluso Pizzy sigue en prisión.

—¿Por qué no lo ha sacado?

—También se estaba poniendo tedioso. Usted nos había proporcionado el alivio de tener a Diprose en un lugar donde ni siquiera el Ministerio del Interior podía encontrarle, y quisimos hacer lo mismo con el señor Bennett.

—Y yo que pensé que el Imperio británico llegaba a casi todas partes.

Sir Jocelyn rió y continuó con sus reflexiones.

—El sexo ya es algo demasiado arriesgado en estos días. Voy a concentrarme en los estudios antropológicos. Dentro de un mes parto hacia África, para nunca más volver.

—Ya dijo lo mismo hace cuatro años.

El silencio que siguió dijo más que muchas palabras. En aquel momento supe que sería la última vez que nos veríamos. ¿Por qué si no me revelaría un secreto guardado durante tantos años?

—Lamento lo de los tatuajes —admitió de repente—. Aunque hay que admitir que eran bastante hermosos. La imagen permanece imborrable en mis recuerdos.

—Ya no están tan mal. Pansy me llevó a un marino que modificó la insignia. No quería llevarla para siempre conmigo, y ha hecho un buen trabajo.

—Siempre puede inspirarse en Olive Oatman, o en los marineros que naufragaban en el Pacífico sur, y alegar que fue secuestrada y tatuada a la fuerza por una tribu de salvajes…

—Lo que, si lo piensa un poco, no estaría demasiado alejado de la verdad, sir Jocelyn.

—Voy a echarla de menos, Dora Damage. Usted es la única que no pude poseer.

—Ignoraba que me desease…

—¿Hubiese sido diferente?

—No.

Entonces me cogió de los hombros, tiró de mí y apretó sus labios contra los míos. Metió la mano bajo mi gorra y entrelazó sus dedos en mi pelo, mientras con la otra mano me acariciaba el muslo, la rodilla, y comenzaba a levantarme la falda.

—¡No, sir Jocelyn! ¡No puede hacer esto!

Me temía lo peor. A pesar de nuestra conversación íntima, yo no dejaba de ser una empleada más a punto de ser desvestida por un aristócrata más. Había leído lo suficiente al respecto.

Pero para mi sorpresa, sir Jocelyn asintió y se separó de mí.

—Disculpe, señora Damage. Lo siento.

Nos quedamos un rato sentados en silencio. Me pasé un dedo por los labios, donde los suyos me habían tocado, y pensé en Din, en Lucinda, en Sylvia y en Nathaniel, en el divorcio, la posesión y mi interior que se revolvía. Entonces repetí en un tono más amable:

—No puede hacer esto. Pero acepto besarle de nuevo. Sólo un beso.

Lo besé en la boca, el cuello, la oreja y de nuevo en los labios, que eran dulces, húmedos y dorados. Lentamente me alejé. Era algo tan delicioso como insatisfactorio, y me sonrojé ante mi osadía.

—Entonces, señora Damage, por lo visto tiene usted debilidad por los hombres de color… —dijo desplomándose en mis brazos.

—No, sir Jocelyn. Tengo debilidad por aquellos que luchan por la libertad. Por lo que yo sé, usted es el único que decide permanecer encadenado.

—Me pusieron el lazo al cuello en el momento en que nací —respondió con calma.

—Usted eligió no quitárselo.

—Soy un híbrido.

—Usted no es Calibán, el personaje de Shakespeare. Eso no es una calamidad.

Calló un momento, y luego alzó la cabeza y volvió a hablar:

—¿Cómo se atreve a acusarme de no luchar por la libertad? He pasado la vida entera luchando por ella.

Apoyó otra vez la cabeza en mi regazo, y acaricié sus cabellos negros, los verdaderos. Volví a besarlo, aunque con una eficiencia que delataba la finalidad. Le cogí el peluquín de las manos y se lo coloqué con cuidado en la cabeza.

—Ahora debo irme —dije—. Creo que nosotros ya hemos terminado.

Me levanté, pero antes de abrir la puerta hice una pausa.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Una idea… Casi un favor, si no es demasiado pedir.

—Vaya con cuidado. Quedará comprometida conmigo…

—¿Acaso no lo estoy ya? Usted se llevará mis secretos a la tumba, como yo los suyos.

—Me parece justo. La escucho, y espero que no volvamos a vernos nunca más.

—Se trata de Jack, Jack Tapster. Lleva ya cinco años en prisión. Quizá su Noble Salvaje del Ministerio del Interior pueda hacer algo por él, ahora que ya no se dedica a liberar a Diprose.

No me respondió, pero se frotó la nariz con el índice y se volvió hacia la ventana, aunque estuviese corrida la cortina.

—Que tenga usted un buen día, sir Jocelyn —dije.

Recogí mi cesta del suelo del carruaje y bajé. No miré hacia atrás al alejarme, y mis pensamientos ya estaban junto a Nathaniel, quien no tenía nada de particular en la piel, al menos no para lo habitual en Lambeth, nada que se notase. Incluso la piel de un irlandés era más oscura que la suya, y lo que me ponía más nerviosa era que, dos generaciones después, en el niño no quedaba rastro de su abuelo argelino, ni siquiera un tono marrón que le diferenciaría de mí, de Nora, de Agatha, Patience o Pansy. Y qué decir de si Nathaniel se casara con una de las hermanitas pelirrojas de Jack: eso sería verdaderamente el fin de la «herencia». Y entonces pensé que quizá fuera así para todos, y que lo que había de mis abuelos en mí era igual de insignificante.

Aunque quizá no. Claro que no. Bastaba con ver a mi pequeña Lucinda y su tratamiento de bromuro y a mi abuelo Georgie Tanner, envenenado en el manicomio. Tres generaciones después, la misma enfermedad. El libro en blanco de la vida que nos ofrece san Bartolomé al nacer es una mera fantasía. Nuestra herencia es nuestro destino… ¿Quiénes somos nosotros para decidir qué legados de nuestra madre predominarán sobre los legados de nuestro padre en el momento de la concepción?

Estos pensamientos me corroían mientras caminaba hacia Ivy Street, pero al cruzar Waterloo Road distinguí el carruaje de sir Jocelyn, que pasó a mi lado y se alejó hacia el norte, y me detuve un instante para verlo desaparecer en la distancia. Cuando comencé a andar de nuevo, las estrechas calles de Londres habían dejado de ser una prisión, había algo en mi andar, en cómo se mecía la cesta a mi lado, en mi sonrisa, sorprendentemente ligera y libre, como si aquello que me mantenía apresada se hubiese ido con el carruaje, llevándose consigo un pasado que ya no me servía.

Pero el carruaje se detuvo delante de mí, y yo no tenía motivos para esquivarlo, porque ya no corría ningún riesgo. La cabeza de sir Jocelyn asomó de una de las ventanas.

—¿Dora? —dijo mientras me acercaba.

—¿Sí, sir Jocelyn?

Me sonrió abiertamente, aunque con un aire triste, tocó el ala de su sombrero para despedirse y dijo en voz baja, como para que sólo yo pudiese oírlo por encima del ruido del tránsito y los trenes:

—Quizá su culo podría haber sido un libro perfecto, pero su espíritu nunca debería ser doblegado.