Un cerdo de rabo largo,
o un cerdo de rabo corto,
o un cerdo de rabo cortado;
que sea un cerdo gordo,
o que sea bien salvaje,
o que tenga mal pelaje.
Cógelo bien fuerte,
híncale el diente,
así sabrás seguro
que le has dado muerte.
Me desperté con el rostro pegado a unas sábanas blancas y lisas, sobre la mancha húmeda que había dejado mi saliva. Estaba recostada boca abajo con las piernas abiertas, como la mujer de mi visión, y había un lavabo frente a mis ojos. La habitación estaba a oscuras, pero el espejo del lavabo reflejaba la luz de la luna de la ventana. El espejo estaba decorado con azulejos de color blanco y azul cobalto que formaban intrincados dibujos. A la luz de la luna, éstos parecían ojos, narices. Yo jugaba a esto con el viejo papel pintado de mi habitación cuando era niña, ayudada por las manchas de humedad y las desconchaduras.
Noté una sensación de ardor por debajo de mi cintura y traté de recordar dónde me encontraba. Pensé en Lucinda. ¿Dónde estaba? Levanté la cabeza para ver si estaba en la habitación conmigo, y el esfuerzo me hizo sentir un fuerte pinchazo en la ingle. Volví a apoyar la cabeza en la cama. Finalmente comprendí que Lucinda no había sido la víctima, y sentí que una curiosa sensación de alivio inundaba mi cuerpo. Casi era gratitud. Quería volver a reír. ¡Paz, por fin! ¿Dónde estaba mi vergüenza? Me la habían borrado, la habían extirpado de mi cuerpo. Había sido justamente castigada. Me sentía aliviada. Al fin.
Lentamente, repleta de temor, moví una mano hacia abajo, entre mi cuerpo y la cama. Levanté la falda por encima de mis caderas lo suficiente para poder meter la mano entre las piernas. No tenía idea de lo que encontraría. Suponía que vendas manchadas de sangre. Pero no había nada. Tenía los muslos lisos, no pegajosos por mis fluidos secos. El vello también seguía en su lugar.
Con cautela, acerqué la punta del dedo medio a donde tenía el clítoris, pensando que tocaría un desastre de tejidos y heridas y debería retroceder horrorizada y en agonía. De pronto me sentía enfurecida. Era el centro de mi sexualidad recién descubierta, era el lugar donde Din había estado. Donde me había encontrado a mí misma. Y ahora me había sido arrebatado.
Pero no. Lo toqué delicadamente primero, con más firmeza después, y respondió con su turgencia. Retiré el dedo, incrédula. Algo fallaba.
Me di cuenta de que el dolor venía de detrás. Apoyándome en las manos, levanté el tronco hasta poder girar la cabeza para mirar. La falda me cubría el trasero, así que estiré un brazo y la subí hasta la cintura, pero estaba demasiado oscuro para poder distinguir algo. La luz no llegaba a la cama. En la oscuridad, me pasé la mano por la piel de las nalgas y sentí una serie de puntos y pequeños verdugos. Picaban, como un rasguño.
Me puse de pie con cuidado. Sentía la cabeza curiosamente despejada, a pesar de mi reciente sopor. Me volví de nuevo para echar un vistazo al espejo, pero sólo podía verme de cintura para arriba.
Subí de pie a la cama. Ahora sí estaba a buena altura, aunque fuera de la luz. Bajé de la cama y la empujé con dificultad un par de centímetros hacia el espejo. Volví a subir a ella, ahora bajo la luz de la luna. Levanté la falda otra vez, me volví y pude ver por encima del hombro mis nalgas totalmente iluminadas por la luna.
En la nalga izquierda alguien había dibujado una hoja de hiedra, con el rostro de una joven mujer de nariz respingona y gorra de cintas en el centro. Se parecía bastante a mí. En la derecha tenía dibujada la insignia de los Nobles Salvajes y, debajo de ella, la palabra Nocturnus.
Froté la pintura con un dedo. Me dolía demasiado para frotar con fuerza, y cuando miré mi dedo de cerca descubrí que la pintura no lo había siquiera manchado un poco. Poco a poco fui comprendiendo.
Me arrodillé en la cama, con el trasero al aire, ya que era incapaz de sentarme sobre él.
Al fin, me di cuenta de que había sido tatuada.
¿Qué era lo que Nocturnus me había dicho en la encuadernadora? «Es curioso que encontremos tanta belleza en la escarificación y el dorado póstumo sobre la piel de un animal». Había dicho que el estampado era como un tatuaje sobre la piel muerta. ¿Qué más? Sí, claro: «He dejado instrucciones en mi testamento para que mis obras completas sean encuadernadas con la piel de mi torso, con la cicatriz de la lanza en la contratapa, y el tatuaje alrededor de mi ombligo en la tapa. ¿No le parece una buena manera de lograr la inmortalidad?».
No se puede tatuar el cuero, sólo la piel de los vivos.
Me había llamado «Mi magnum opus» en el despacho de Glidewell. No se me había ocurrido que estuviese hablando literalmente.
Estaba preparando mi piel para ser el cuero de un futuro libro.
Sería el segundo tomo.
Sin duda, no se trataba de algo que yo debiese saber. ¿Acaso el árbol conoce su futuro más allá de la fábrica de papel? ¿Los búfalos, cocodrilos, cabras y terneros que utilizaba conocían su destino? ¿O yo era la única que me dirigía al matadero consciente de mi horrible destino? Yo, que había sido una mujer, ¿me convertiría en la cobertura de un libro? Sartor Resartus. El encuadernador encuadernado. ¿No valía algo más que las bestias del campo, el aire, los pantanos y las praderas, con las cuales me uniría en la muerte?
¿Y cuándo sería el momento? ¿Se me permitiría llegar a vieja y morir por causas naturales, y sólo entonces sir Jocelyn vendría a reclamar mi piel? Difícil. Lo lógico era suponer que, cuando mi piel hubiese sanado, moriría. O más precisamente, me matarían.
Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió.
—Vaya, está despierta —exclamó Diprose al entrar, seguido de cerca por sir Jocelyn.
Vi el pasillo detrás de ellos, y comprendí que estábamos en Berkeley Square, en casa de sir Jocelyn.
—Buenas noches, querida Dora —dijo sir Jocelyn.
—Lucinda… —murmuré—. ¿Dónde está? —Nadie respondió—. ¡Llevadme con mi hija!
Entonces me cogieron de un brazo cada uno, me arrastraron fuera de la habitación y me hicieron bajar al piso inferior. Quería escupirles al rostro.
—¡Por favor! —supliqué—. Decidme dónde está mi hija.
Tenía miedo. Pasamos junto a criadas que limpiaban las molduras con largos plumeros, y junto a Goodchild, que llevaba una bandeja. Ninguno parpadeó siquiera al verme. Entramos en el despacho de sir Jocelyn.
En medio de la habitación había un gran baúl de cuero y dos paquetes más pequeños. Muchos anaqueles estaban vacíos, y el suelo, tapizado de papeles, libros y diferentes instrumentos esperando ser embalados: sextantes, telescopios, microscopios, compases, e incluso un baño portátil. ¿Era aquí donde pensaban matarme?
—Siéntese, sir Jocelyn —dijo impaciente Diprose, frotándose las manos—. Usted, aquí —me ordenó y tiró de mí hacia un rincón de la habitación, junto al modelo anatómico.
El De humani corporis fabrica libri septum seguía en la biblioteca. Pude distinguir el lomo ancho y las letras de oro en el acto.
—Ahora, quítese las faldas.
—¡Ni lo sueñe, señor Diprose! —dije enfurecida—. ¡No lo haré!
Atrapé sus manos y clavé las uñas en su carne.
Él se limitó a sonreír y a coger mi falda. Volví a apartar sus manos, y le di patadas en las espinillas; luego le cogí la barba grasienta y tiré de ella, hasta que sus mejillas estuvieron a la altura de mi clavícula.
—Vamos, vamos, preciosa —rió—. No vayas a hacerme daño…
¿Cómo osaba reírse? Intenté arañarle los ojos, pero apartó la cabeza, me agarró las manos y las llevó con fuerza detrás de mi espalda.
—Seguramente disfruta resistiéndose. Le sugiero que aprenda algo de obéissance.
Su pecho se pegó al mío, y sus patillas negras me raspaban las mejillas. Su caliente aliento olía a whisky. Podía ver su lengua manchada, el oro de sus dientes…
Mientras, sir Jocelyn seguía observándonos sentado en el otro lado de la habitación, igual que si presenciara cómo uno de sus compañeros de expedición intentaba controlar a un nativo rebelde para poder llevar a cabo un estudio anatómico.
—Vaya, Charles. Veo que te está costando descubrirme a tu Galatea.
Sin dejar de cogerme las manos, Diprose consiguió girarme, pero cuando intentaba levantarme la falda pude darle una fuerte patada en sus partes, y se dobló de dolor. No era diestro ni ágil, y era demasiado viejo para tener mucha fuerza. Si seguía debatiéndome, probablemente conseguiría liberarme.
Pero mientras yo daba patadas, él cortó la trayectoria de mi tobillo con un pie, y yo caí de bruces. No me soltó las manos y se tiró sobre mí. Chocamos con el modelo de anatomía, que se estrelló contra el suelo. Una maraña de órganos, huesos quebrados, miembros y pintura descascarada se desparramó a nuestro alrededor. Diprose, que seguía encima de mí, me levantó la falda y comenzó a investigar en mi trasero.
—Bien, bien —oí que decía, y sentí su dedo recorriendo las heridas—. Sir Jocelyn, voy a molestarle pidiéndole que se acerque, visto que no puedo convencer a esta arpía de quedarse quieta.
Sir Jocelyn se puso de pie y caminó lentamente hacia nosotros, pasando con cuidado sobre los restos de su querido modelo anatómico.
—Sois unos seres malvados —escupí a ambos.
—Prefiero ser considerado excepcional —respondió Diprose, sin moverse de encima de mí—. Mire, sir Jocelyn.
Los pies de sir Jocelyn estaban junto a mi cabeza. Si daba un paso más en mi dirección, pensé, podría morderle el tobillo.
—Déjeme presentarle la cubierta de su próxima oeuvre.
Yo no dejaba de agitarme, intentando liberarme, pero Diprose era como un peso muerto sobre mí. Sir Jocelyn seguía en silencio.
—Ha quedado perfecto, señora Damage, si puedo permitírmelo —continuó Diprose como se felicitaría a una dama por un arreglo floral—. Y está sanando muy rápido. Quedan unas pocas marcas, no tardará mucho.
—¿Pero qué has hecho Charles, en nombre de Dios? —dijo finalmente sir Jocelyn. Su voz era grave y tensa, como si hablase entre dientes—. ¡Déjala!
Diprose cambió de posición sobre mi espalda y me aplastó las costillas. Entonces se puso de pie, y yo al fin respiré profundamente, mientras me levantaba con rapidez y me arreglaba la falda.
—Pero sir Jocelyn… —se apresuró a decir—. ¿Acaso hay una mejor manera? Piense en la belleza… Es una armonía perfecta… No tiene precio…
—¿Qué, Charles?
Yo no conseguía descifrar la expresión de sir Jocelyn.
—Por favor, sir Jocelyn —insistió—. Esta vez le demostraré que no soy un timador. Debe saber que sus obras maestras no están fabricadas con piel de cerdo, a diferencia de las cabezas reducidas y las momias en miniatura de los espectáculos callejeros.
—Y todo porque no creí en tu estúpida dedicatoria —ahora sir Jocelyn reía, negando con la cabeza—. De verdad, Charles, esta vez te has superado a ti mismo —dijo secándose una lágrima.
—Vaya… Gracias, sir Jocelyn.
—Eres un idiota, Charles —le respondió.
—Pero, sir Jocelyn, usted me dijo que me ocupase de ella —protestó Diprose—. Siempre se ha referido a ella como «su puta». Pensé que antes de lanzarla al río querría amortizar su inversión. La policía sólo verá que uno de los tantos cadáveres de prostitutas que suelen encontrar ha sido despellejado. Qu'est-ce que cela peut bien faire?
—Lo que dije fue que pensaba que su trabajo para nosotros tocaba a su fin, y que debíamos encontrar una forma razonable de deshacernos de ella. Razonable, no salvaje.
—Pero deshacerse…
—¡Eso no quiere decir matarla! Renunciar a ella. Despedirla… ¡Pero no borrarla de la faz de la tierra! Y dije razonable…
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Diprose.
Mi mirada saltaba de uno a otro sin cesar. Mi futuro dependía de su decisión. Sir Jocelyn se volvió hacia mí y me observó de arriba abajo.
—Siempre pensé que era demasiado delgada, Dora —me dijo al fin—. ¿No podías haber encontrado a una mujer con un culo engordado entre los cojines del harén del dey, Charles? Algo para un buen libro… El culo de la señora Damage sólo serviría para las tapas de un pequeño diario, o una libretita de notas.
La horrible boca del señor Diprose se deformó en una sonrisa, luego se rió, y al final los dos hombres se divertían abiertamente con mi muerte. Supe que Knightley no sería mi aliado.
—No importa —cortó sir Jocelyn—. ¡Será nuestro más valioso libro de bolsillo!
—Y en cuanto a su niña, no hay nada más placentero que trabajar en una primera edición —añadió Diprose, riendo con tal fuerza que apenas podía pronunciar las palabras.
Antes de que ambos comprendiesen lo que hacía, corrí hacia la pared y cogí una lanza tribal con plumas de color naranja y amarillo. Agarrándole con fuerza, avancé decidida hacia la espalda del señor Diprose. Al clavársela con toda mi energía, me encontré con una resistencia, y vi cómo volvía su rostro enrojecido hacia mí. Tenía las cejas alzadas, y su boca húmeda me sonreía por encima del hombro. Volví a intentarlo, esta vez en su flanco. Nada, seguía riendo, observándome maravillado. Quizá la lanza no estaba afilada. Lo intenté una y otra vez, desde todos los ángulos, y en cada intento mi miedo aumentaba. Finalmente, cogió el mango y lo levantó para evitar que siguiese atacándole.
—Nunca antes había pensado en lo afortunado que era por llevar una faja —dijo con desdén—. «Las ventajas de la escoliosis en la protección de la vida». Aquí tiene el título para un nuevo estudio, sir Jo…
Antes de que pudiera terminar la frase, le arrebataron la lanza de las manos y lo aplastaron contra la pared, sin que ninguno de nosotros comprendiera lo que sucedía. Pero todo estaba claro, porque el hombre que sostenía la lanza contra su pecho, a pocos centímetros de su rostro y amenazando con quitarle la vida era Din. Din sostenía la lanza, la misma lanza que había blandido frente al pecho de Sylvia.
No me detuve a preguntarme cómo había llegado hasta aquí; corrí una vez más hacia la pared, cogí un arma de mango corto y punta alargada, y, sin verificar el filo, me lancé contra Diprose, aunque esta vez apunté bajo la cintura. Él me vio llegar, pero no podía hacer nada, retenido por la lanza. La punta aterrizó directamente y sin resistencia en su entrepierna. Este cuchillo sí era afilado, y la tela y la carne cedieron fácilmente. Diprose gritó y chilló. La sangre chorreaba por la lanza y las piernas de Diprose hasta la cabeza de la alfombra de piel de tigre que había bajo nuestros pies. Yo ya sabía de lo que era capaz, y qué debía hacer. Observé el rostro tembloroso y pálido de Diprose, y elegí el nuevo punto de impacto: tenía que encontrar su cuello, oculto entre las mejillas temblorosas y la barba.
Pero cada asesinato tiene un momento oportuno, y cuando ese momento pasa, ya no es posible hacerlo. Mientras Diprose estuviese contra la pared inmovilizado por un hombre más fuerte que él y chillando como un cerdo, podía creerme a salvo. No obstante, cada segundo que pasaba el momento se escapaba más y más. Aunque todavía sostenía el cuchillo ensangrentado en las manos, ya no sabía qué hacer con él.
—¡Mátalo! —gritó Din—. ¿Qué estás espe'ando?
Sir Jocelyn me observaba con el desconcierto de alguien que, tras ver muchos espectáculos, finalmente encuentra uno que vale la pena.
—Si lo hace pagará por ello, señora Damage, pero… ¿qué pasará si no lo hace? —dijo alzando una ceja.
Me pregunté por qué tenía que matar a Diprose, y no a este hombre cuya aura roja brillaba como la del diablo. ¿Acaso no éramos, tanto Diprose como yo, sus víctimas? Sabía la respuesta incluso antes de terminar la pregunta: una prostituta debe guardar sus instintos asesinos para su chulo y no para sus clientes, por más repugnantes que sean. Además, no podía evitar pensar que la mirada de sir Jocelyn, si bien no destilaba ni una pizca de respeto, sí irradiaba cierta admiración. No, dejaría vivir a Lucifer, porque su Fausto era más despreciable: él había elegido esta entente diabólica; el diablo, en cambio, no tiene la posibilidad de escoger.
Yo sí podía elegir. Ya no se trataba de la lucha de una madre por el bienestar de su hija: Lucinda sufriría de cualquier forma, ya fuera porque su madre había sido asesinada y desollada, ya fuera porque había sido condenada y ahorcada por asesinato. Mi opción era simple: el bien contra el mal, la virtud contra la venganza.
Pronto tomé una decisión, pero en aquel momento sir Jocelyn se dirigió hacia mí:
—Permítase un poco de tranquilidad, querida. Hágale probar, o más bien oler, su propia medicina. —Hurgó en el bolsillo de Diprose y añadió—: Cloroformo, señora Damage.
Diprose comenzó a debatirse una vez más mientras sir Jocelyn intentaba coger la botella. Escupió en el rostro de Din y lanzó patadas al aire, como hice yo cuando él estaba sobre mí. Golpeó a Knightley en la espinilla, éste se dobló con una mueca y casi dejó caer la botella. La lanza sostenía los hombros de Diprose, pero con una mano pudo coger a sir Jocelyn de los cabellos y tiró con fuerza.
—¡Charles! —chilló sir Jocelyn.
Parecía que Diprose le había arrancado un mechón de cabellos.
Grité. Supuse que sir Jocelyn estaría sufriendo. Tenía un aspecto extraño, con una sombra oscura sobre el cráneo. Intenté coger la botella de cloroformo, para que no la dejara caer. Cloroformo, por supuesto. Seguramente Diprose lo había utilizado conmigo para tatuarme. Cloroformo. Lo dejaría inconsciente, y podría retrasar el fatídico momento.
Mientras destapaba la botella, preguntándome cómo administrárselo, vi que sir Jocelyn se erguía de nuevo, y sus cabellos estaban perfectamente normales. El extraño vacío había desaparecido de su cabeza. Necesitaba un paño. Busqué a mi alrededor pero no encontré uno, por lo que recogí mi falda, vertí un poco de líquido en la tela y la presioné con fuerza sobre el rostro de Diprose, apoyando todo el peso de mi cuerpo contra él. Quizá dejé mi tatuaje a la vista, pero la dignidad era lo último en que pensaba.
—¿Cuánto tiempo debo sostenerlo? —grité a Knightley.
Sir Jocelyn se encogió de hombros y se alejó de mí. Diprose se agitaba presa del pánico bajo mi falda, pero no podía evitar respirar, por lo que pronto sus músculos se relajaron y terminó por perder el conocimiento. Din tuvo que apretarlo con más fuerza contra la pared para mantenerlo de pie.
—Ya puedes soltarle —dije.
—¡Está fingiendo, Dora! —gritó Din.
Quité la falda del rostro de Diprose. Tenía la piel fruncida alrededor de la nariz y la boca, y los ojos vidriosos. Le abrí los párpados y toqué el globo ocular.
—No. Está fuera de combate.
Din apartó la lanza y el cuerpo de Diprose se desplomó, rodando sobre el tigre. En ese momento comprendí que había tomado la decisión equivocada. Jamás podría matar a un hombre inconsciente, a sangre fría. Maldito sir Jocelyn. Seguramente su plan había sido éste desde el principio.
¿Qué me haría sir Jocelyn ahora? ¿Me dejaría escapar, para que Diprose me encontrase después y me matase, enfurecido? ¿O se ocuparía de ello personalmente? Y mientras pensaba en el demonio, éste surgió de entre las sombras y se arrodilló junto a Diprose. Le tomó el pulso.
—Efectivamente, está fuera de combate. Muerto. Felicidades, finalmente le ha matado.
Din intentó retenerme, pero nada conseguiría pararme ahora. Esperé que sir Jocelyn agregase algo, pero no fue así. Sin duda me entregaría a la policía, y me colgarían por asesinato. Lo inevitable del asunto me comprimía el pecho. No importaba lo que yo dijese, ¿quién creería en la palabra de una mujer y un negro contra la de un caballero del Imperio? Había matado a un hombre.
—¿Por qué no vais a mi habitación a limpiaros? —dijo con una tranquilidad que me heló la sangre.
Nos abrió la puerta él mismo y nos guió por el pasillo hasta una habitación de paredes azul pálido. Dentro había una bañera, un lavabo y un váter con cisterna. Din y yo permanecíamos inmóviles en el centro.
—Tened. —Nos dio un pequeño paño y una toalla blanca—. Venga, rápido —insistió.
Seguíamos sin movernos. Observamos a sir Jocelyn abrir los grifos, y el vapor del agua comenzó a inundar la habitación.
—¡Tiene agua caliente! —exclamé.
—Y usted tiene sangre en las manos.
Nos pusimos en acción y nos frotamos la cara y las manos, después limpiamos las manchas de la ropa.
—Mi velo y mi chal… —dije como perdida a sir Jocelyn.
—No tengo idea. Evidentemente, Charles no pensaba dejarla salir de la casa. —Luego se dirigió a Din—: Le sugiero que saque de aquí a la dama por el mismo lugar por donde entró, para no llamar la atención.
Din asintió y me llevó en silencio por las escaleras, pero en lugar de girar a la izquierda hacia la puerta principal, fuimos a la derecha, hacia la zona de la servidumbre, donde el suelo era más rústico. Nos escondimos en un armario cuando pasó una sirvienta con una vela, y luego seguimos hasta la cocina vacía, abrimos una puerta y bajamos al sótano. Justo cuando nos disponíamos a subir las escaleras de hierro que llevaban a una alcantarilla, Din me empujó al depósito de carbón. En la oscuridad, pude distinguir a una mujer en lo alto de las escaleras con el rostro pegado a la alcantarilla, intercambiando besos con un hombre que se encontraba del otro lado, ambos aparentemente indiferentes a las barras de hierro que les separaban.
Din y yo permanecimos inmóviles sobre la precaria pila de carbón. Tuvimos que esperar casi un cuarto de hora a que los enamorados terminasen sus asuntos, abrazados, mientras nuestros corazones latían al unísono. Teníamos las bocas secas, pero eso no tenía importancia. Din era mi salvador y mi consuelo, y le amaba. Pero era incapaz de decírselo, por temor a que pareciese poca cosa.
Finalmente la mujer bajó, limpiándose la boca con el dorso de la mano y riendo para sí. La observamos entrar en la cocina y subimos las escaleras. Din juntó las manos para que apoyase el pie en ellas y me levantó hasta la calle, luego trepó él. Salimos en medio de las callejuelas, sucios y ennegrecidos por el carbón, como dos negros. Me llevó por Hill Street, corrimos por los callejones de Hays, doblamos en Charles Street y salimos por un costado de Berkeley Square directamente a Picadilly.
—Tenemos que encontrar a Lucinda —dije a Din, tirando de su brazo.
—¿Dónde está?
—No lo sé —respondí.
Le conté a Din lo que había sucedido, todo lo que recordaba, casi sin aliento, sin dejar de correr por las calles, ajenos a los fantasmas y las amenazas de la noche londinense.
—¿El hombre que viste era japonés? ¿Y su esposa? —preguntó.
—No lo sé. Parecían asiáticos.
—Sólo conozco a un tatuador japonés, en Limehouse. Es el mejor. Todos los antiguos esclavos acuden a él para que les modifique las marcas de esclavitud. Así fue como conocí a la gente de Whitechapel. Yo dormía cerca de su local, y siempre veía a esos negros que iban y venían. Transformaba sus marcas en dragones, flores, o dibujos abstractos.
—En la puerta había un dragón y un pez.
—Es él. Sin duda. ¿Cuándo viste a Lucinda por última vez?
—La oí antes de desmayarme por el cloroformo.
—Tiene sentido, es el único verdadero profesional de Londres. Diprose no te habría llevado a la trastienda de una taberna para que te tatuara un marinero, ¿no crees? Iré a verle en cuanto te deje en casa.
—¿Tú? ¡Yo voy contigo! ¡Es mi hija! Puedes necesitarme…
—No, Dora. Piénsalo. ¿Cómo llegaremos hasta allí? Ya es demasiado tarde para coger un autobús.
—Pagaré un taxi.
—Ni con un sobo'no conseguirás que alguien te lleve a Limehouse a esta hora de la noche.
Oímos un chillido a lo lejos y unos pasos que resonaban en las calles vacías.
—Pues caminaremos —insistí.
—Sólo conseguirás retrasarme. Yo iré corriendo. Puedo correr incluso descalzo. Tú estás demasiado cansada.
—No lo estoy.
Apuré el paso para demostrárselo, pero estaba casi sin aliento.
Atravesamos Trafalgar Square, donde acechaban hombres cenicientos vestidos de negro lejos de la luz de las lámparas de gas, como vampiros.
—Además, se me da muy bien encontrar cosas secretas en lugares ocultos. Sobre todo si las esconde sir Jocelyn —dijo extrayendo un libro de la cinturilla de sus pantalones.
Bajo la luz de las lámparas de gas, frente al Colegio de Medicina, vi que se trataba de aquel libro horrendo, el de la inscripción. La evidencia de sus habilidades no me amedrentó.
—Esto no cambia nada. Voy contigo —insistí cogiendo el libro de sus manos—. ¿Por qué lo has robado? —pregunté.
—Sylvia me lo contó todo. No me pareció justo que esos hombres se queda'an con él.
—¿Has hablado con Sylvia?
—Vino al albergue de la seño'a Catamole y me encontró allí. Estaba preocupada.
—¿Fue hasta…? ¡Vaya, finalmente ha resultado ser una mujer valiente! Se suponía que tú estabas en Bristol… A esta hora deberías haber zarpado.
—El barco se retrasó. Nos dijeron que nos quedáramos.
—¿Sylvia te mencionó… algo más?
—Me lo contó todo.
—¿Y sobre el niño?
A pesar de que yo ya vacilaba, Din mantuvo el paso.
—No te comprendo…
—Sir Jocelyn no está seguro de la paternidad de Nathaniel. ¿Tienes algo que decir al respecto?
—No —respondió.
—No te estoy acusando, Din.
—Mejor así, porque te he dicho la verdá. Las mujeres me tocaban, pero nunca hicimos «eso».
La verdad era que ya no me importaba. Sólo quería recuperar a Lucinda, pero cada segundo que pasaba yo retrasaba más a Din. No podíamos perder ni un instante.
—Será mejor que sigas tú, Din —admití al fin—. No me acompañes hasta Lambeth. Llegarás más rápido si te vas ahora.
—No voy a deja'te sola en la calle a estas horas de la noche —dijo cogiéndome del brazo—. Si nos apresuramos no tardaremos tanto.
Avanzamos por el Strand cogidos y desde allí hasta mi casa, donde Sylvia y Pansy estaban sentadas esperándome. Sylvia me abrazó y me llevó junto al fuego, y Pansy me ofreció una franela caliente para calmarme los nervios. Juntas las tres, esperamos a Din toda la noche, hasta que el amanecer comenzó a extenderse por las calles de la ciudad, deseando tener noticias de Lucinda. Mientras, les conté lo que había sucedido. Me preocupaba cuándo vendrían a arrestarme, cómo caería sobre mí la venganza de Holywell Street, si Din encontraría a Lucinda a tiempo, y si debíamos escapar y adónde.
A su vez, Sylvia me contó que había comenzado a inquietarse cuando Lucinda y yo no regresábamos. La embargó la terrible sensación de que nuestra ausencia era culpa suya, luego esa sensación se convirtió en horror. Lo primero que pensó fue ir a Berkeley Square.
—¿De verdad hubieras hecho eso?
—Sí, claro. En ese momento me sentía invencible, y utilizar esa fuerza para salvarte era como una redención para mí. Pero no ignoro mi debilidad, y sabía que no me dejarían cruzar la puerta de la calle.
—Entonces fuiste en busca de alguien que supiera entrar y salir de tu casa a hurtadillas.
—Sí. Supongo que finalmente aquellas veladas sirvieron de algo —reconoció apesadumbrada.
—¿Cómo le encontraste?
—Busqué su dirección en tus archivos. Me facilitaste las cosas…
Tenía razón. No hacía tanto, yo misma había verificado su dirección.
—Pero él no estaba cuando yo fui —dije—. Tenía que estar a bordo de un barco.
—Dios dispuso las cosas de otra manera —afirmó Sylvia, sin satisfacción.
Yo no era capaz de sonreírle, pero sí de ser cordial con ella, y le estaba profundamente agradecida. Imaginé lo difícil que le habría sido ir desde Ivy Street hasta aquella zona olvidada, trotando sobre los adoquines, esquivando golfillos e ignorando comentarios vulgares. No pensé que tuviera tanta fuerza interior.
—Y él vino por mí.
—Por supuesto —dijo Sylvia.
—Era peligroso —argumenté.
—¿Acaso dudas de sus sentimientos por ti? —me preguntó. Como no respondí, insistió—: ¿Lo sabes, no Dora?
Yo seguía sin poder responder.
—¿De verdad lo habrías matado? —me preguntó Sylvia cambiando de tema.
Al principio no comprendí qué me preguntaba, pero sabía que la respuesta era sí, por supuesto que sí, si sir Jocelyn no me hubiese sugerido lo del cloroformo. Podía escoger entre el bien y el mal, y sabía que el bien no me serviría de mucho. De todas formas, lo había matado, muy a mi pesar.
Sylvia se mantuvo en silencio un momento, y luego afirmó solemne:
—Creo que Jocelyn sabía lo que hacía cuando te propuso utilizar el cloroformo. La dosis debe ser administrada con exactitud, y él sabía que tú bañarías a Charles en cloroformo, y que eso lo mataría.
—¿Pero por qué lo hizo, si vio que de todas formas pensaba matarle?
—Eso no lo sé —respondió Sylvia—. La mente de mi esposo es un misterio para mí.
Una vez más, nos quedamos en silencio, esperando. Imaginé a Din en el local del artista japonés, y a éste gesticulando y farfullando, con su minúscula y arrugada esposa haciendo reverencias a su lado. Recé para que Din tuviera razón, que fuera allí donde yo había estado, y que pudiesen indicarle el paradero de Lucinda. Y mientras rezaba me descubrí haciendo ruidos extraños, y comprendí que sollozaba, y que el dorso de la mano que me había pasado por los ojos estaba húmedo.
Sylvia se puso en pie y se acercó a mí, arrodillándose junto a mi silla.
—¿Por qué no vas a llorar tranquila a tu rincón preferido? —me propuso.
Me acarició el cabello y limpió una lágrima con el dedo. Ignoraba de qué me hablaba, y debí de mirarla con expresión de desconcierto.
—¿Dónde vas a llorar, Dora? —preguntó—. Todo el mundo tiene un lugar privado donde poder llorar tranquilo, ¿no es así, Pansy? Yo lloraba en el baño, cuando tenía baño.
—Sí, lo vi. Es muy bonito.
—Es cierto —dijo Sylvia, y suspiró.
—Yo lloro bajo las sábanas, por la noche —intervino Pansy—. O cuando saco la basura. Pero tengo que ser rápida. No hay un lugar en el que llorar ni en mi casa ni en la fábrica. También cuando camino lloro mucho, así la gente no me molesta. Se quedan mirando, creyendo que porque lloro no los veo, pero finalmente no se me acercan.
—Por una vez, hazte un favor —me ordenó Sylvia—: Ve a buscar un lugar donde llorar tranquila. ¿De qué tienes miedo? Las lágrimas son sólo agua y sal.
Supe adónde tenía que ir. Me recosté en la cama de Lucinda y lloré hasta humedecer el colchón, lo que sería un fastidio para Pansy, pero a mí me ayudaba. En algunos momentos temía no detenerme nunca. Era como si hubiera olvidado ser discreta. Tenía los párpados y la piel bajo la nariz irritados, y deseaba hundir la cara en el delicado cabello de mi niña.
Finalmente me levanté de su cama, furiosa ante mi indulgencia. Sentía los brazos extrañamente ligeros y el pecho me quemaba. El dolor me envolvía como la niebla mientras vagaba por la casa, recogiendo y acomodando las cosas de Lucinda de aquí para allá una y otra vez. Escondí a Mossie encima del armario, para evitar tomarla con ella. Luego la dejé en la otomana. Después la llevé al depósito de carbón. Cualquier cosa con tal de hacer pasar el tiempo.
Sylvia y Pansy me observaban mientras cruzaba el salón.
—¿Por qué no os vais a dormir? —les propuse.
«Compartimos tu pena», me decían sus rostros. Estaban conmigo, aunque el dolor no era el mismo. Me daban a entender que no pretendían saber cómo me sentía, sino sólo acompañarme.
En aquel momento se abrió la puerta de la calle y entró Din con un bulto en brazos. Del bulto asomaban una pierna, un brazo y un mechón de pelo rubio. Corrí hacia él para ayudarle a ponerla junto al fuego.
—¿Está viva?
—Está durmiendo, seño'a. Sana y salva.
Me arrodillé junto a ella y apoyé una mano en su espalda.
—¿Dónde estaba? —pregunté a Din.
—Todo el tiempo estuvo en el local de tatuaje. Diprose le dio dinero a la mujé y le dijo que cuidara de la niña hasta que él regresa'a.
Temblé al pensar en lo que le habría sucedido si Diprose hubiese preferido «disponer» de ella como de su madre. Hubiera sido tarea fácil en Limehouse.
Como cualquier mañana soleada, Lucinda despertó en ese instante.
Se movió bajo la palma de mi mano y se desperezó. Abrió los ojos, los cerró un momento y finalmente los abrió por completo. Se humedeció los labios, volvió a estirarse y se volvió hacia mí, mirándome con sus enormes ojos azules. Nadie osaba mover un músculo. Lucinda giró la cabeza para ver quién estaba sentado a su espalda, y yo acerqué mi rostro para que pudiese verme claramente. Me sonrió y me cogió el rostro con las manos. Volvió a cerrar los ojos, bostezó y recorrió el salón con la mirada, estudiando a los presentes.
—Mi niña, mi niña —susurré—. Lucinda, mi Lucinda, ya estás a salvo. Estás en casa.
Lucinda dijo «Mamá» y me sonrió, acomodándose sobre su espalda para quedar frente a frente conmigo. Cerró los ojos y yo le cogí la mano. No existía ni lo bueno ni lo malo, ni lo correcto ni lo malvado, ni nobles ni salvajes, ni viejos ni jóvenes. Sólo Lucinda y yo.
—¿Adónde se fue Din, mamá? —preguntó un momento después.
Miré a mi alrededor.
—Ve a ver si está en el taller, Pansy.
Pero no estaba allí. No se le veía por ninguna parte.
—Debe de haberse escabullido —dije—. Sabe hacerlo muy bien…
Me preocupaba no haber advertido su partida, ni haberle dado las gracias, pero tenía a Lucinda conmigo. Sentadas, con las manos entrelazadas y los rostros brillantes tras derramar tantas lágrimas, me parecía que mi niña había nacido de nuevo. Contrariamente a lo que mi madre me había enseñado, al fin sentía que tenía todo lo que deseaba, al menos hasta que viniese a buscarme la policía para aplicarme algo similar a la justicia.