Timbi-dimbi-pimbi-dano,
tengo un vestido nuevo para el verano.
Cuando el verano terminó,
mi vestido se gastó,
timbi-dimbi-pimbi-dano.
—¡Santo Dios, qué claro lo veo todo ahora! Dora, ¿sabes qué significa sati?
—¿Sati? La inmolación de una viuda hindú en la pira funeraria de su esposo. Hace tiempo que se considera ilegal.
—Pero sigue practicándose en regiones rurales, en los lugares más alejados de la India. Me lo contó Jocelyn.
—¿Por qué atormentarte contándote algo así?
—¿Atormentarme? ¡Lo que intentaba era calmarme! Yo odiaba sus largas ausencias, y Jossie me aleccionaba con las prácticas bárbaras de los rincones más oscuros del mundo a las que él, y sólo él, debía poner remedio. Me decía que debía partir, en nombre de la civilización. Para detener a los africanos que blandían un cuchillo contra sus hijas pequeñas en nombre de la castidad, a los hindúes que prendían fuego a sus viudas en nombre de la fidelidad, a los… ¡Oh!
—¡No sigas!
—Es duro para mí. Y por eso debo explicártelo, Dora, porque oí a Jocelyn que le decía a alguien, no sé si Valentine, Charles, Hugh o a quién, que pensaba rescatar a una hermosa viuda sati de la pira funeraria de su esposo e inmortalizarla para siempre en el mayor trabajo científico y literario de la época. Yo asumí que con ello quería decir que la utilizaría para un estudio frenológico, que era una curiosidad científica para él. Pensé que habría algo en la forma de su cráneo y en su fisonomía que predisponía a su pueblo a la barbarie, y que Jocelyn tenía el deber de descubrirlo. ¡Es lo que yo había leído! ¡Nunca pensé que debía interpretarlo literalmente!
Me pregunté cuál sería el valor intrínseco del ser humano, puesto que podíamos ser reducidos a algo así después de muertos. ¿Qué podía llevar a alguien a actuar de aquella manera en nombre de la exaltación? ¿Se puede estar tan alejado de nuestra esencia humana como para deber alejarse más aún en busca de la totalidad? Cortamos árboles y desollamos animales para fabricar nuestros libros, matamos elefantes y destruimos bosques para fabricar los pianos en los que componemos la música que aplaca nuestras almas. No en vano la música es como una queja, el sufrimiento del marfil por su vida perdida. ¿Y cuando los materiales provienen de nosotros mismos? Sir Jocelyn había quitado a esta mujer algo más que su ropa.
Pensé en el libro de nuestra vida, y rogué a san Bartolomé que me diera la oportunidad de borrar y rescribir las últimas páginas del mío. San Bartolomé… Todo me parecía claro de repente: san Bartolomé había sido desollado vivo por convertir al cristianismo a su hermano, el rey de Armenia. Ni siquiera era el santo patrono de los encuadernadores, sino de los curtidores, zapateros y trabajadores del cuero. ¿Se trataba de una broma macabra? ¿O de una tradición cuyos orígenes eran más profundos y sangrientos de lo que yo podía imaginar? Sólo pensaba en la matanza de san Bartolomé[9], el asesinato de cientos de inocentes por sus diferencias, para asegurar el poder de quienes menos lo merecían.
—Dora, Dora… Cálmate, muchacha. ¿Qué estás haciendo?
—¿Qué te parece que hago?
—¿Entonces, por qué? ¿Por qué lo haces? Es un vestido perfectamente apropiado. Aunque quizá sea de la temporada pasada, te durará muchas más. Es lo bastante presentable.
Las tijeras desgarraron las costuras, y pronto tuve en las manos dieciséis trozos de seda marrón de diferentes formas y tamaños, y dos trozos más grandes de seda de color crema. Los revolví hasta encontrar lo que habían sido las mangas y los costados del corsé y los apilé uno sobre el otro en la mesa. Cogí el resto de los retales en brazos y los llevé al taller.
—¡Dora! ¡Así no conseguirás traerla de vuelta! —me gritó Sylvia.
¿Pero qué otra cosa podía hacer? Era lo que había aprendido en tiempos de adversidad: trabajar. Aunque más que trabajo, parecía una planificación: las encuadernaciones no eran tan importantes como el plan que necesitaba formular. De lo que no dudaba era de que prefería tener a Sylvia de mi lado que contra mí. Debería olvidar mis sospechas cerca de ella y Din. Dejé las piezas de tela en el banco y calculé el tamaño de los álbumes y diarios que fabricaría con ellas.
Diseccioné la sombrilla, quité el mango y los radios, y transformé la seda azul pálido en un librito de notas con tapas bordadas y decoradas con encaje. Cosí sobre algunos retazos de seda marrón del vestido varias franjas de seda crema de la pañoleta para hacer unos álbumes. Con un trozo del peine de concha hice una hebilla para otro libro marrón, y con el ribete plateado construí un mecanismo para mantenerlo cerrado. Con las plumas moradas decoré la seda cruda de las enaguas, y distribuí las plumas negras alrededor de la rosa que antes adornaba el centro del vestido y ahora era parte de un extraño y hermoso motivo sobre un cuaderno de notas. Todo, salvo el abrigo de Lucinda, fue sacrificado en aras del proceso alquímico que me permitía mantenerme concentrada y frenética, como si en el trabajo fuese a hallar la respuesta que necesitaba. El trabajo me consumía, y por un tiempo consumió también mi culpa y la vida disoluta que llevaba.
Pero mientras cortaba la seda y envolvía con ella las tapas, no podía quitarme de la cabeza a la pobre desafortunada cuya piel había sido utilizada para hacer un libro. Era una mujer, tenía que serlo. ¿Sería una viuda hindú rescatada de las llamas? Y si era así, ¿cómo había muerto finalmente en manos de sus supuestos salvadores? Estaba furiosa. Furiosa por su muerte degradante, y furiosa también por mi contribución inconsciente en su deshonor. Lo había leído en cientos de libros infames, pero hasta este momento no había comprendido la poderosa unión entre la ira y el deseo. Como en todos aquellos libros, deseaba acabar con los hombres con quienes estaba furiosa. Sólo quería una cosa: venganza.
Pensé en ir a la policía, pero… ¿para qué? Bastaba ver a Charlie Diprose, saliendo de su celda al cabo de una semana, cuando debería haber cumplido una condena de cuatro años. Si aquel hombre detestable podía escapar con tanta facilidad del brazo de la ley, ¿qué me hacía pensar que sir Jocelyn Knightley no sería intocable?
Si por lo menos lo hubiera sabido antes de que Diprose me trajese aquella piel. Si por lo menos… La habría lanzado al fuego, para rechazar los placeres retorcidos de una imaginación enferma. Si por lo menos… ¿Y qué si…? ¿Y si lograba descubrir dónde estaba ahora ese libro? Podría robarlo y destruirlo yo misma. Quizá si intentaba entrar en Berkeley Square, pero… ¿cómo, disfrazada? Podría enviar a alguien, pero ¿a quién? Desde luego, no podía forzar la entrada. ¿Y si enviaba a Sylvia una última vez? Y si… Y si… Y si… No encontraba un plan razonable, y la seda marrón cada vez se parecía más a la piel humana bajo mis malditas manos. Me mareé y sentí que iba a desmayarme, ardiendo de rabia e impotencia.
Sin embargo, mi ira era mi consuelo. Pensé en Lizzie, a quien la vida le había enseñado que no tenía sentido enfurecerse, ya que nada cambiaría con ello. La ira es el lujo de quienes aún conservan esperanzas, de quienes aún tienen dignidad. Los que no tienen nada, como Lizzie, no gastan sus energías en desafíos.
Intenté alejar el libro de mi mente, concentrándome en las mujeres que comprarían mis diarios. No quería dárselos a un librero que acabase siendo igual que Diprose. Quería distribuirlos a mi alrededor, tirárselos desde el puente de Waterloo a las alondras del barro, caminar por Ivy Street y dárselos a la señora Eeles, a Nora Negley, a Patience Bishop, a Agatha Marrow. Gritarles que escribieran en ellos. Y sus rostros, tan blancos como las páginas de los diarios me preguntarían qué podían escribir. Yo les gritaría: «Escribid vuestros sueños. Vuestros pensamientos. Vuestras fantasías. Las vuestras, en vuestro propio lenguaje, y no en el que os han construido el señor Eeles, el señor Marrow, el señor Bishop o el señor Negley, estén vivos o muertos. Sed las autoras de vuestros cuerpos. Pasead y mostrad vuestros textos. ¿Acaso los demás no los leen siempre cuando camináis por la calle? Al menos vosotras leéis el mío con bastante frecuencia…».
Pero no me hacía ilusiones. No sería el caso. Lo más probable era que comprasen los diarios damas de la alta sociedad. Algunos servirían para apaciguar a las viudas, otros para las fantasías de las cortesanas, o para que el propietario de un burdel llevase sus cuentas ilegales, o para que un pintor de poca monta dibujase a su amante desnuda. De nada servían mis nobles intenciones. El mundo seguía avanzando, nuestros cuerpos se pudrían y regresaban al polvo, al oro, a la nada. Bienvenidos a Encuadernaciones Damage, la prostituta de Bibliolonia.
Lo cierto era que yo no trabajaba para calmar mi espíritu, sino para ganar dinero. El tintineo de las monedas sonaba en cada pliegue, cada puntada, cada corte y cada encolado que hacía, ya que sin dinero no conseguiría nada, y el tiempo se acababa.
Al menos una cosa estaba clara en el pantano de mi confusión: no podía seguir trabajando para los Nobles Salvajes y Charles Diprose. Eso significaba que debía romper nuestro contrato no escrito. Lo que a su vez significaba que Londres, e incluso Inglaterra, se convertirían en un lugar poco seguro para nosotras. Necesitaba dinero para lo que sabía inevitable.
Me escaparía con Lucinda.
Encontraría a Din antes de que partiese, y, juntos, iríamos al único lugar donde podíamos estar juntos: Estados Unidos.
—¡Estás loca! ¡Loca!
«No hay esperanzas. No, porque he amado a extranjeros, y tras ellos debo ir».
—¡Sylvia!
Yo había pensado que el cambio notable y bastante agradable que se había producido en Sylvia desde que Jocelyn la echase definitivamente de su casa le permitiría comprender mejor mi situación. No tenía otra alternativa que abordar el tema.
—Sylvia —repetí, con mayor dulzura—. ¿Hay algo detrás de tu enojo?
—No entiendo…
—¿Hay algo que quieras decirme sobre tu relación con… con… Din?
—¿A qué te refieres?
—A Nathaniel —susurré.
Inmediatamente deseé no haber sido tan osada. Por supuesto que Sylvia lo negaría todo, aunque se trataba de apreciar la convicción con la que lo hacía.
Sylvia estaba boquiabierta, con los ojos como platos, y parecía que iba a golpearme en cualquier momento. Pero se derrumbó en una silla y me dijo:
—¡Tú también, no! ¿Quiere decir que no me has creído en todo este tiempo? ¿Tú también me acusas?
—Sylvia —dije suavemente—, lo sé todo sobre tus veladas con él. Sé lo de la lanza.
—¡Tonterías! No era sólo yo. ¡Todas sentíamos curiosidad, pero nunca llegamos tan lejos! Dora, me repugnas. Eres peor que Jocelyn. Claro, tú sí te has acostado con un hombre de color, y asumes que los demás tienen tus mismos vicios.
«No hay esperanzas. No, porque he amado a extranjeros, y tras ellos debo ir». ¿Dónde había leído esa frase?
—¡Y además piensas marcharte a América con él! ¡Nunca he oído algo tan insensato! ¡Debería llamar a un médico de inmediato! —continuó exaltada.
Recordé la cita. Era del libro de Jeremías.
—¡Lo que dices es abominable! ¡Me repugnas! ¡Nunca lo conseguirás!
—Quizá sea cierto, aunque sigo creyendo que lo más seguro para mí es marcharme. Pero estoy preocupada por ti, y por dejarte sola.
—Dora, cariño… déjame intentar hacerte entrar en razón. Comprendo, o al menos eso creo, que tu príncipe negro te parezca ahora una cosa preciosa con su pelo crespo y su piel de terciopelo, pero debo decirte, por más doloroso que sea, que con el tiempo ya no será igual. He aprendido mucho sobre ellos en mis actividades con la sociedad. Quizá sean nuestros hermanos, pero no son nuestros iguales. Para un hombre así, una esposa es por derecho su esclava. ¡No es más que terreno para sus semillas, un recipiente para fabricar más hijos de los que la naturaleza puede asumir, y un escape para su ira!
—¡Sylvia!
—¡Acabará matándote un día en un ataque de brutalidad! ¡O tomará otra esposa! ¡O varias, Dios no lo permita! ¡Quién sabe, quizá ya no sea soltero!
—¡Sylvia!
—¡Eres una atrevida! —Me clavó la mirada, como desafiándome a que la interrumpiese de nuevo. Luego continuó en un tono más calmado—: Dora, hay una razón muy importante por la que nunca tendría relaciones con un hombre de color. Y es que, al hacerlo, una mujer imprudente pone en peligro a todas las otras mujeres blancas. ¡Piensa en tus hermanas americanas! Tu actitud habrá cambiado por completo las expectativas de aquel hombre hacia ellas. ¡Su seguridad ha sido amenazada por tu culpa! ¡Tú! ¡Tus acciones han debilitado al imperio! Además, no tengo idea de por qué querrías tener a un negro como amante.
—¿Tú nunca lo has intentado? —pregunté a mi pesar.
Aunque Din no fuera el padre de Nathaniel, ¿quién podía afirmar que éste no era el resultado de sus encuentros con algún otro esclavo liberado por la sociedad? Aquella explicación era la más convincente. Para mí, al menos.
—¡Oh! —exclamó Sylvia una vez más y comenzó a llorar, pero yo no me moví para consolarla. Ni siquiera le ofrecí un pañuelo.
—¡Dora, perdóname! ¡Perdóname! ¡Soy una mujer muy, muy malvada! Mis palabras han sido injustas, y me arrepiento de haberlas dicho. Lo hice por miedo, y porque el amor me ha desilusionado profundamente.
—Eso lo dices ahora…
—Ya había adivinado tus sentimientos por Din hace tiempo —continuó sin escucharme—. Te deseo lo mejor. Sé que deberás dejarme, y me entristece. Me has demostrado una amabilidad poco común en momentos de desgracia, y además de ser la única amiga que tengo, eres la mejor amiga que jamás podré tener. ¿Me creerás si te digo que te quiero?
No tenía respuesta. Ya no sabía qué creer de todo lo que me había dicho.
—¿Y si te digo que quiero a Lucinda? ¡Mira mi amor por Nathaniel, ahora que he aceptado mi papel de madre! ¿Cómo podría no querer a Lucinda, que ama tanto a Nathaniel? ¿No te das cuenta?
—Sí —susurré.
—Y mejor que sepas que te deseo lo mejor. Porque te quiero, Dora, como quiero a Lucinda. ¿Comprendes que no pueda soportar que dos personas que me importan tanto se vayan a un país en plena guerra civil? ¿No te das cuenta de que Lucinda, Din y tú seréis separados por más enemigos de los que podáis imaginar? ¿No tienes ojos, u oídos, o sabiduría, o sentido común? ¿Tan ciega estás por el amor?
A pesar de las advertencias de Sylvia, fui hasta el albergue de la señora Catamole, en Borough Street, pero ella había salido, y su hija no sabía nada sobre las vidas de sus inquilinos. Dejé una nota para Din, no obstante, al final de la semana seguía sin saber de él, así que cogí el autobús en el Strand en dirección a Whitechapel. Deseaba que fuese más rápido entre el denso tráfico, y cuando finalmente bajé en Whitechapel me puse a correr por las calles, con el velo oscureciéndome la vista. Ahora era más difícil, ya que la vez anterior había ido siguiendo a Din, no buscando carteles y nombres de calles. Me decía sin parar que aún no era demasiado tarde. Sabía lo que costaba encontrar el barco adecuado, con un buen capitán, y si ya lo había conseguido, podían pasar varias semanas antes de que zarpase. No era demasiado tarde.
Y mientras corría, dando tumbos entre la gente que se volvía a mirarme con indignación, me preguntaba si le amaba de verdad o si veía a Din como mi billete de salida. Lo que sí sabía era que cada rostro negro que veía en la multitud hacía saltar mi corazón de ansiedad, y también sabía, a pesar de lo que Sylvia había afirmado y de lo que pudiera haberle obligado a hacer a Din, que en cuanto volviera a verle me enamoraría locamente otra vez, a pesar de que cada centímetro de mi ser ya estaba poseído por mi amor por él.
Al llegar a la esquina de enfrente de la taberna resbalé, sorprendida de haber dado con ella. La puerta al pie de las escaleras estaba abierta. ¿Quién habría abajo? ¿Qué iba a decirles? Al menos me reconocerían por el velo. Entré. Estaba oscuro, pero encontré el primer peldaño y bajé. Contuve la respiración; el sótano olía a humedad.
Iba por la mitad de las escaleras cuando supe que lo que hacía era ridículo, pero no estuve del todo segura hasta que mi pie se apoyó en el suelo de cemento. Podía distinguir unas sombras en la oscuridad: eran de barriles, cajas y paquetes. Volví a subir rápidamente y salí a la calle. Entonces entré por la otra puerta, la de la taberna, y levanté el velo sobre mi cabeza.
Aunque todos los presentes se hubiesen callado al verme no me habría importado. Era insensible a sus miradas, y en cuanto encontré mi objetivo, me dirigí hacia él sin dudar y al descubierto. El propietario estaba llenando la copa de un cliente, y su cabeza desaparecía de vez en cuando detrás de una multitud de espaldas grandes como toneles.
—¿Dónde está mi copa? —gritó alguien.
—Disculpe —pedía intentando avanzar, tocando espaldas y cinturas con las manos enguantadas.
Todos se retiraban como aguijoneados, unos sonriendo, otros mirándome incrédulos, hasta que por fin llegué al mostrador de madera de cerezo.
—¿Dónde está Din? —grité. Ya lo había visto antes, por supuesto, pero él no me conocía—. Din. Del sótano.
—¿Qué es lo que quiere saber?
—Él trabaja para mí.
—Pues ya no.
—¿Se ha ido?
—Sí. Todos, hasta el último.
—¿Adónde?
—¿Y por qué debería decírselo?
—Porque se lo estoy preguntando.
—¿Y yo qué gano con eso?
—¿Se han ido a Estados Unidos?
—Vaya, entonces usted lo sabe.
—Estuve aquí en una reunión, en noviembre.
Dejó de servir cervezas, apoyó la que estaba sirviendo en el mostrador y se secó la mano con un paño, sin escuchar las órdenes que le llegaban de todos lados.
—Se fueron a Bristol el miércoles.
—¿Tan rápido?
—Fue Din el que insistió. Dijo que no podían esperar ni un día más.
—¿Lo encontraré todavía en Bristol?
—Sólo si pierde el barco. De todas formas, iba con el tiempo muy justo. Zarpan mañana.
En ese momento se volvió, y mezcló varias bebidas en un cuenco. Lo dejó sobre el mostrador y gritó: «¡Ésta va por la casa!», y todas las espaldas se cerraron de nuevo a mi alrededor, y los enormes pies aplastaron los míos. Me encogí todo lo que pude y me deslicé entre la gente hasta que por fin salí al aire de la noche.
Mi mente aún intentaba aferrarse a la esperanza, recurriendo a la lógica: habían partido el miércoles. ¿Habrían encontrado a alguien que les llevase? ¿Tenían dinero para el tren? En cualquier caso, como muy pronto llegarían hoy al puerto de Bristol; sin embargo, mi viaje sería de tres días. Pensé en enviar un telegrama. Podía ir a la oficina de St. Martin's-le-Grand, abierta toda la noche, o incluso a West Strand si me animaba… Pero ¿dónde lo mandaría? ¿Y qué le diría?
«Te diría por qué te rechacé a causa del miedo, por qué no me acerqué a ti en busca de apoyo. Te diría por qué tenía sangre en las manos, ya que acababa de sostener en ellas la epidermis seca de una inocente. Te diría que no soy una asesina, sólo la involuntaria asistente del asesino. Te diría todo esto…».
Por supuesto, no podía hacerlo. ¿Qué conseguiría? ¿Acaso se habría quedado? No, se habría ido de todas formas a luchar por su país. ¿Me habría dejado ir con él? No, no si era sensato. Pero al menos podría haberle dado un beso de despedida, y quedarme de pie en el muelle, saludándolo con un pañuelo, rezando por su seguridad. ¿Y para qué? ¿Me habría servido de algo, a mí o a alguien? Din siempre sería una ausencia para mí.
En el camino de vuelta a casa, si bien el peligro amenazaba los oscuros rincones de las calles, yo no sentía temor. Mi único miedo era tener que vivir para siempre con la ira y la desesperanza que me consumían. Me sentía sola e insignificante, sacudida por el odio y el dolor. Irónicamente, lo que me protegía del peligro que me acechaba era el dolor, ya que las marcas de mi aflicción flotaban a mi alrededor mientras avanzaba por el puente de Waterloo, e incluso los más malvados las veían y me dejaban sola en mi miseria.
—¡Despierta, Dora, despierta! —Sylvia me sacudía con fuerza. Tenía los cabellos revueltos. Si podía verlos, es que era de día—. Un mensajero ha traído esto —decía mostrándome una carta—. Al principio no la encontré, porque estaba escondiéndome de ese horrible Charles Diprose.
—¿Diprose estuvo aquí? —pregunté sentándome en la cama—. ¿Por qué?
—No lo sé —dijo desinteresada—. No quería que me viese aquí, así que me quedé en el piso de arriba. Escucha, quería leerte esto. —Cogí mi chal, me apetecía una taza de té—. Comienza diciendo «Constance». Es mi segundo nombre. Jossie solía decir que representaba mejor sus sentimientos que Sylvia, demasiado pagano para él. —Intentaba concentrarme, pero era demasiado temprano—. «Quiero que sepas que me importan muy poco tus deseos, y aunque sé que te agradará saberlo, te concedo el divorcio. Para mí se trata de algo inmaterial, literalmente, y tu dote para nada insignificante nunca fue la razón de que al principio me enamorase perdidamente de ti. Por pura generosidad de mi corazón, y contra lo que me exige la justicia, te ofrezco una renta anual de trescientas libras. Dejo el asunto en manos de mis abogados, los doctores Krupp y Tadyer, quienes se pondrán en contacto contigo en mi nombre, dada mi inminente partida a África. Tus especulaciones son peligrosas y no te benefician, y ya no tienes necesidad de albergar fantasías vanas. Espero renuncies a ellas como renuncias a nuestro matrimonio. Tuyo, Jocelyn».
—No menciona a su hijo —le dije, buscando mi vestido.
—Ni una palabra —respondió.
—Pero dudo que te hubiera dejado una renta si Nathaniel no existiera.
—¿Eso crees?
—Eso creo.
Sylvia suspiró.
—Siempre pensé que era un hombre del Renacimiento.
—¡Más bien un hombre de la Resurrección! Es de los que ponen velas al demonio. ¿He sido muy dura? Déjame ser más precisa: es, a partes iguales, un déspota, un idiota y un cobarde.
—Y un insolente —añadió Sylvia.
—Ven, bajemos. Necesito un té. —Me puse las botas y bajé las escaleras, seguida de Sylvia—. ¿Lucinda? —llamé al llegar al pie de las escaleras—. ¿Lucinda?
No estaba en el salón, ni en la cocina. La busqué en la calle, pero ya casi no salía a jugar y, además, todavía era muy temprano.
—¿Sylvia, has visto a Lucinda? —le pregunté.
—Ella fue quien le abrió la puerta a Charles. No debe de estar lejos; yo no podía recibirlo, Dora, visto que él sabe que sabemos…
No necesitaba mirar la puerta, sabía que estaba abierta por la corriente de aire frío que recorría la casa. Pero lo que yo sentía era un frío interno.
—¿Que sabemos qué, Sylvia? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
Esta mujer era más insensata de lo que pensaba.
—Era la respuesta perfecta —la oí protestar mientras me ponía el velo—. Era mi forma de acusarle de ser cruel, no conmigo, sino con la muchacha a la que salvó de la pira, que es una forma indirecta de ser cruel. El adulterio sería evidente ante cualquier juez, frente a una acusación como ésta, ¿no crees?
—¿Se lo dijiste? —La furia me atontaba— ¡No, no me respondas! ¿Iba en un carruaje? —pregunté cogiendo los guantes y el chal.
—Sí, eso creo. Dora, ¿he hecho algo malo?
«Tus especulaciones son peligrosas y no te benefician».
Ya corría por Ivy Street hacia el río cuando conseguí pasarme el chal alrededor de los hombros. El viento frío me atizaba las mejillas, y pronto estuve abriéndome camino entre los vendedores, comerciantes y tenderos del mercado del sábado, hasta que pude correr nuevamente. Los carruajes avanzaban con velocidad, y tenía pocas esperanzas de encontrar el que buscaba. Sabía que debía cruzar el puente de Waterloo, pero luego no tenía idea de si dirigirme a Holywell Street o a Berkeley Square.
Afortunadamente, el tráfico estaba atascado en la entrada del puente, y pude espiar dentro de los carruajes a medida que avanzaba, sin dejar de mirar a mi alrededor esperando reconocerlo. Y por fin reconocí el viejo taxi de otras veces, y reconocí un rostro pálido pegado al vidrio de la ventanilla. El carro estaba al lado de la hilera de taxis que esperaban para cruzar el puente, fuera de la hilera. Parecía como si estuviera esperándome. La boca de Lucinda se abrió al verme, y le hice señales que ella respondió. Estaba cerca, ya casi llegaba junto a ella.
Fue el instinto lo que me llevó a saltar dentro del carruaje y abrazar a mi niña. Quizá lo más inteligente hubiera sido quedarme fuera y negociar su devolución. Pero antes de darme cuenta estaba dentro, sosteniéndola en mis brazos, sintiendo los suyos, que me aferraban, y su grito en mis oídos. Sin poder reaccionar, me encontré sentada junto al otro ocupante del carruaje, y descubrí que el coche se movía, aunque no hacia donde yo pensaba, sino hacia el este, a toda velocidad. Al final comprendí que éramos prisioneras del señor Diprose.
—¿Adónde nos lleva? —le pregunté.
Levantó la mano para indicarme que me callase.
—Chaque chose en son temps.
—¡No, dígamelo ahora! Ha secuestrado a mi niña, así que debe decirme qué pretende. Lucinda, dime qué te ha dicho este hombre.
—Dijo que íbamos a tener una aventura —susurró sin dejar de abrazar mi cintura.
—Y es la verdad, Lucinda —le dijo el señor Diprose—. Ahora quédate tranquila, que tenemos un largo viaje por delante.
Se cruzó de brazos, apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Intenté abrir las puertas, pero estaban cerradas por fuera. Golpeé el techo del carruaje.
—¡Déjenos salir! —grité—. ¡Déjenos salir! ¡Detenga el coche y déjenos salir! —Nadie se inmutó—. ¡No queremos estar aquí! ¡Deténgase! —Sacudí al señor Diprose como intentando despertarle—. ¡Detenga el carruaje, sinvergüenza! ¿Adónde nos lleva?
Diprose se quitó mis manos de encima con desprecio y giró el rostro aún más ostensiblemente. Abrí las cortinas, pero no reconocía el paisaje ni el nombre de las calles. Sin duda, atravesábamos la zona más pobre de Londres, al sur del río, y supuse que todavía nos dirigíamos al este. No recordaba haber cruzado el río. Acaricié las manos de Lucinda y le conté pequeñas historias, incluso una vez conseguí hacerla reír. La ira me quemaba por dentro.
Al cabo de un momento, como si estuviésemos llegando a nuestro destino, Diprose despertó.
—¿Quizás ahora pueda ser tan amable de explicarnos adónde vamos, señor Diprose? —intenté, pero él insistía en su silencio.
Pronto el taxi se detuvo, y bajamos a la calle. La escena que se presentaba ante nuestros ojos sobrepasaba todo lo que había visto hasta entonces, incluso junto al río, o en las curtidurías. No sabía dónde nos encontrábamos, pero estaba segura de que se trataba de un lugar donde no existían las lágrimas ni la piedad. Todos los edificios eran ruinosos; los ladrillos y maderas colgaban abandonados sobre las vigas, y tablones y trapos cubrían ventanas que jamás habían conocido un vidrio. El aire estaba cargado de olor a pescado frito, mezclado con un dulzor especiado y el hedor de basura podrida, y por las calles desiguales avanzaban pesadamente unos seres de rostros tan amarillos como las lámparas de gas.
El señor Diprose llamó a una puerta diferente del mundo gris que nos rodeaba: estaba pintada de color azul brillante, y en el centro tenía clavado un trozo de paño con un dibujo de un dragón rojo entrelazado con un pez naranja.
—Cállese —me dijo cuando se abrió la puerta.
Frente a nosotros apareció una pequeña mujer asiática, apenas más alta que Lucinda, que nos sonreía detrás de sus gafas. Juntó las palmas de las manos e hizo una reverencia, y luego nos guió a través de unas precarias escaleras hasta el piso de arriba.
Un humo dulzón flotaba en la habitación, pero entre la bruma vi que todo estaba perfectamente limpio y ordenado, al igual que la mujer. Nos indicó una cama baja, repleta de almohadones. Me pregunté de dónde vendría aquel aroma. No era desagradable. Me senté en la cama. Había algo extraño en aquel olor. Intenté atraer a Lucinda junto a mí, pero Diprose se apresuró a sentarse a mi lado, y vi cómo la pequeña mujer extendía sus brazos hacia Lucinda, y la niña iba hacia ella.
—Lucinda, ven aquí —dije con cansancio. ¿Por qué me sentía tan cansada? Lucinda no parecía oírme. Me dije que mientras pudiera verla, estaría a salvo—. ¿Qué hacemos aquí? —pregunté a Diprose.
—Venimos a ver a sir Jocelyn —respondió con naturalidad.
—¡No! ¡No para operar! —de haber sido capaz, me habría sobresaltado y tapado la boca con la mano, pero no tenía fuerzas para moverme.
—Pues sí, tiene usted razón, es para operar.
—¡Usted…! ¡Demonio! —Las palabras se arrastraban en mi boca—. ¡Salgamos de aquí! ¡Lucinda!
Ese olor… Me estaba robando algo. Mi mente no podía despegarse de aquel olor almibarado. Me quitaba las fuerzas.
—Cálmese —oí que me decía—. Sir Jocelyn no va a operar a su hija.
—Pero usted dijo…
El olor era intenso, como el de la miel fresca, o el de la preparación que sir Jocelyn me daba para Peter, aunque más concentrado. Había algo muy divertido en todo esto.
—Es a usted a quien van a operar.
Intenté decirle que no comprendía. Creo que me puse a reír. Era absurdo. Todo me parecía extremadamente divertido.
—Sir Jocelyn por fin ha aceptado que yo tenía razón —continuó Diprose—. Su exposición al material excitante la ha vuelto peligrosa y problemática. —Lo que decía me parecía graciosísimo—. Es momento de calmar su furia uterina mediante la amputación quirúrgica de su clítoris.
Creo que no paré de reír. Pensé que sería como un eunuco en un harén. Mutiladme, para poder serviros sin ser una amenaza. Todo era tan divertido… ¿Era esto lo que llamaban histeria? En ese caso, el diagnóstico de sir Jocelyn sería correcto. ¿Qué estás esperando entonces, Charlie? ¡Mutiladme!
El gas empalagoso que inundaba la habitación debía provenir de los vapores del río Leteo, porque a medida que me sumergía en el éter, me sentía transportada a las profundidades del valle que marca la frontera entre la existencia y la muerte. Cada tanto lo veía todo desde arriba, y podía distinguir los extremos del valle en ambas direcciones: de un lado, la muerte, y del otro, el mundo que estaba dejando atrás. De repente descendí de nuevo hacia el valle, y allí me quedé inmóvil durante no sé cuánto tiempo.
Mientras flotaba sobre el valle había tenido varias visiones, aunque no sé en qué lado se encontraban.
Vi a un hombre de piel amarilla con un sombrero de seda en forma de cono y una larga toga.
Vi una habitación, bañada de un aura casi espiritual, vacía a excepción de una cama sobre la que yacía una mujer boca abajo, con las piernas abiertas y desnudas.
Vi una vara larga de bambú con un abanico de pequeñas agujas en la punta, como una fantástica herramienta de encuadernación.
Vi a una mujer pequeña con gafas, trayendo varios cuencos en una bandeja.
Vi un martillo de marfil.
Vi a Lucinda, llamándome: «Mamá, mamá».
Y luego silencio.